La reina descalza (61 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

BOOK: La reina descalza
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28

Caridad cumplía el primer año de condena en la cárcel real de la Galera.

Esa mañana, trabajando sentadas en el suelo de la galería en la que dormían, Frasquita desvió su atención de la sábana para fijarla en Caridad. Frasquita, que superaba los cincuenta, sintió una sacudida de ternura a la vista de aquella mujer absorta en la prenda y que con dedos ágiles cosía sin cesar. Ella misma había tratado de mortificarla cuando la devolvieron a la Galera tras la sentencia dictada por la Sala de Alcaldes. Cada mañana, en la fila que se formaba ante la bacina, se colaba justo delante de Caridad para que esta vaciase sus deposiciones. Y Caridad lo hacía, sin quejarse, hasta que logró ablandarla con su paciencia. Y el día que Frasquita decidió poner fin a la humillación y ocupó un puesto diferente en la fila, Caridad la llamó para que lo hiciera en el sitio que había ocupado día tras día. Quizá con otra reclusa hubiera respondido airada, pero aquel rostro redondeado y negro como el azabache le sonrió sin el menor asomo de rencor, burla o desafío. Se puso donde le indicaba Caridad, orinó y ella misma lanzó el líquido por la ventana al grito de «¡Agua va!». Muchas de las demás reclusas agradecieron su decisión; a fin de cuentas, decían en silencio, todas eran iguales: mujeres que compartían la desgracia.

Y sin embargo… a Caridad no se la veía desdichada; se lo había confesado hacía tiempo, cuando Frasquita tuvo que explicarle la razón de las quejas de algunas de las mujeres.

—No se les ha señalado plazo de reclusión en sus sentencias. Llevan años encarceladas sin saber cuándo las pondrán en libertad. —Caridad asintió como si eso fuera normal; para quien había sido esclava, no era tan extraño—. Pero aunque te fijen plazo —continuó la otra—, si no tienes a ningún hombre respetable que se haga cargo y responda por ti, tampoco te dejan libre.

Caridad levantó la mirada de la labor.

—Es cierto —terció Herminia, una mujer rubia y menuda que había enseñado a coser a Caridad.

Las otras dos cruzaron una mirada al ver que Caridad retomaba la labor como si pretendiera consolarse con ella.

—¿Tienes a alguien ahí fuera? —inquirió Herminia.

—No… no creo —respondió al cabo de unos instantes.

En su vida solo había tenido a su madre, unos hermanos y un primer criollito de quienes la separaron, luego a Marcelo, a Milagros y a Melchor… Hacía un año que no sabía nada de él. A veces sus dioses le decían que estaba vivo, que estaba bien, mas las dudas seguían asaltándola. De vez en cuando se le encogía el estómago, pero las lágrimas que corrían por sus mejillas arrastraron al olvido los recuerdos felices. A fin de cuentas, ¿qué podía esperar una esclava negra? ¿Cómo había podido ser tan ingenua como para fantasear con un futuro dichoso?

—Estoy bien aquí —murmuró.

Sí. Aquella forma de vida era la suya, la que conocía y le correspondía, la que le habían enseñado los blancos a latigazos: dormir, levantarse, escuchar misa, desayunar, trabajar, comer, rezar… Cumplir con unas obligaciones marcadas, rutinarias. No tenía mayores preocupaciones. A veces incluso podía fumar. Los sábados, las reclusas podían coser para ellas y ganaban algunos dineros, una miseria, pero suficiente para que el portero o la «demandera», la que hacía los recados fuera de la Galera, les proporcionase algo de tabaco.

Además, desde que Frasquita lanzó sus propios orines por la ventana, la mayoría de las demás reclusas parecían haberla aceptado.

—No te acerques a según quien —le advirtió un día Frasquita, paseando por el patio central; con el buen tiempo les permitían hacerlo antes de acostarse. Luego le señaló a una reclusa solitaria, de rostro y mirada coléricos—. Isabel, por ejemplo. No es una buena mujer: mató a su hijo recién nacido.

—En Cuba muchas madres matan a sus hijos. No son malas personas; lo hacen para salvarlos de la esclavitud.

Frasquita analizó las palabras. Luego habló con calma, como si nunca hasta entonces hubiera llegado a planteárselo.

—Isabel dice algo parecido: el padre no quiso hacerse cargo, ella no podía mantenerlo, y en la inclusa mueren ocho de cada diez huérfanos antes de llegar a los tres años. Dice que no pudo soportar imaginar a su niño enfermo y sin cuidados, agonizando hasta la muerte.

Pese a todo, Caridad evitó a Isabel y a otras dos mujeres recluidas que habían hecho lo mismo. No pudo hacerlo sin embargo con una prostituta contra la que también le había prevenido Frasquita. Coincidió que una mañana la mujer se hallaba a su espalda en misa, rodeada por otras rameras con las que formaba un grupo temido en el interior de la Galera. Caridad las oía cuchichear sin recato hasta que el sacerdote les llamaba la atención a gritos; entonces reían por lo bajo y, transcurridos unos instantes, retomaban sus enredos. ¿Quién era aquella María Magdalena, a la que sermón tras sermón las llamaba a imitar el religioso?, pensaba Caridad. En Cuba no hablaban de ella.

—¡Pecadoras!

El aullido resonó en la pequeña capilla en la que se amontonaba la forzada feligresía. Sobrecogida ante los gritos con los que el sacerdote les exigía penitencia, arrepentimiento, contrición y mil sacrificios más, Caridad se sobresaltó al notar que alguien ponía una mano sobre su hombro. No se atrevió a mirar atrás.

—Dicen que te han condenado por puta —escuchó.

Temió que el religioso se fijase en ella y le gritase. No contestó. La otra la zarandeó.

—Morena, te estoy hablando.

Frasquita no estaba con ella. Esa mañana se había retrasado y se había quedado en una de las filas del fondo de la capilla. Caridad bajó la mirada, temerosa, lamentando no haber esperado a quien podía protegerla.

—Déjala tranquila —salió en su defensa la reclusa que estaba a su lado.

—Tú no te metas donde no te llaman, perra.

Otra de las prostitutas empujó con fuerza a la que había terciado. La mujer salió despedida contra las que le precedían, quienes a su vez trastabillaron.

El cura detuvo su sermón ante el alboroto; el portero se abrió paso entre las mujeres en dirección a ellas.

—Las putas negras exóticas como tú son las que nos roban los clientes —escuchó Caridad que la acusaba aquella que la había tomado del hombro, indiferente al bastón con el que el portero se iba abriendo camino entre las reclusas—. Dime cuánto te pagan por acostarte con ellos.

—¡Herminia, ven conmigo! —ordenó el hombre al llegar.

—Yo no…

—¡Silencio! —gritó el cura desde el altar.

El bastón señalándola fue suficiente para que Herminia cediera y se dispusiera a acompañarlo. Caridad le dirigió una mirada de agradecimiento. Aquella mujer había tratado de defenderla y se sintió en deuda con ella.

—Yo no robo —le espetó Caridad a la prostituta—. ¡Nunca me han pagado nada!

Su sorpresa aumentó al volverse y ver a una mujer dócil que abría las manos hacia el portero en gesto de inocencia.

—Morena, acompáñame tú también —escuchó que le ordenaba este.

—Negra imbécil.

El insulto de la prostituta a su espalda se confundió con las palabras del sacerdote, que continuaba con la misa.

Así fue como Caridad intimó con Herminia: compartiendo con ella una semana a pan y agua como castigo.

—¿Quién es María Magdalena? —preguntó un día a su nueva amiga.

—¿Cuál de las dos?

Caridad mostró extrañeza.

—Aquí tenemos dos Magdalenas que nos traen por la calle de la amargura —explicó la otra.

—La de misa, esa de la que siempre habla el cura.

—¡Ah! ¡Esa! —rió Herminia—. Una puta. Dicen que fue amante de Jesucristo.

—¡Jesús!

—El mismo. Por lo visto terminó arrepintiéndose y la hicieron santa. Por eso la ponen como ejemplo día sí y día también. ¿No os hablaban de ella en Cuba?

—No. Allí no nos pedían que nos arrepintiéramos de nada, solo nos decían que debíamos obedecer y trabajar duro porque así lo quería el Señor. —Caridad dejó transcurrir unos instantes—. ¿Y la segunda Magdalena? —preguntó al cabo.

Herminia resopló antes de contestar.

—¡Esa es peor que la primera! Sor Magdalena de san Jerónimo —arrastró las palabras con repulsión—, una monja de Valladolid que creó las galeras para mujeres hace más de cien años. Desde entonces todos los reyes han seguido sus instrucciones con fervor: castigos iguales que los de los hombres y disciplina severa hasta conseguir doblegarnos; humillación, crueldad si es menester; trabajo duro para pagar nuestra manutención. ¿Te has dado cuenta de que no podemos ver la calle por lo altas que están las ventanas? —Caridad asintió—. Idea de la tal Magdalena: aislarnos de las buenas gentes. Y junto a todo ello, misas y sermones para que nos convirtamos y seamos útiles como buenas criadas… Ese es nuestro destino si algún día salimos de aquí: servir. ¡Dios nos guarde de las Magdalenas!

Pero exceptuando a las que habían decidido atajar con la muerte el triste y seguro destino de sus hijos, al grupo de prostitutas y alguna que otra delincuente violenta y malcarada, la gran mayoría del centenar y medio de encarceladas estaban ahí como resultado de insignificantes errores fruto de la ignorancia o la necesidad.

Conocía la condena de Frasquita: vida torpe, sentenciaron los alcaldes.

—Me detuvieron una noche andando con un zapatero —le explicó a Caridad—. Buena persona… ¡No hacíamos nada! Yo tenía frío y hambre y solo pretendía dormir en algún lugar a cubierto. Pero me pillaron con un hombre.

Frasquita le señaló muchas otras que penaban en la Galera sus atentados contra ese catálogo, tan extenso como difuso, de faltas contra la moral. Las condenaban por abandonadas, escandalosas, mal entretenidas, libertinas, relajadas, lujuriosas, incontinentes, perjudiciales para el Estado… Una sarta de infelices que a diferencia de los hombres no podían ser destinadas al ejército o a las obras públicas y que por lo tanto terminaban en la cárcel para mujeres.

Herminia, la rubia pequeña que provenía de un pueblo cercano, no había cometido otro delito que el de intentar vender por las calles de Madrid un par de ristras de ajos. Necesitaba aquellos dineros, confesó a Caridad con resignación. Se contaban bastantes regatonas como ella entre las presas: mujeres que solo pretendían procurarse la vida con la reventa de cebollas y todo tipo de verduras u hortalizas, algo que estaba prohibido.

Caridad conoció a otras dos mujeres. Una simple riña sin mayores consecuencias las había llevado a la Galera. También estaban prohibidos los insultos y las peleas; frecuentar los mesones o andar solas por la noche. Se las encarcelaba por no tener domicilio o trabajo conocidos; por ser pobres y no querer prestarse a servir; por mendigas…

Un sábado, el día en que se repartían las tareas de la semana entre las presas —fregar, limpiar, encender o apagar los candiles, servir la comida—, a Caridad le tocó entregar el pan correoso. La emparejaron con una joven cuya lozanía no había tenido tiempo todavía de marchitarse. Caridad se había fijado en la muchacha: parecía aún más tímida y desamparada que ella misma. Esperaban las dos junto a la cesta del pan a que el portero autorizase la entrada de las demás.

—Me llamo Caridad —se presentó ella por encima del alboroto procedente de la fila de mujeres.

—Jacinta —contestó la joven.

Caridad sonrió y la otra se esforzó por hacerlo. Con un movimiento de su bastón, el portero dio inicio al reparto.

—¿Por qué estás aquí? —inquirió Caridad al tiempo que iba entregando los mendrugos. Tenía curiosidad. Deseaba que la muchacha le contestara que por algo sin importancia, como tantas otras. No quería tener que considerarla una mala mujer.

—¿A qué esperas, niña? —Una de las reclusas apremió a Jacinta, que se había distraído con el interés de Caridad.

No había querido yacer con su patrono. Eso le explicó Jacinta cuando dejaron de servir el pan y recogían las cestas, las demás ya comiendo. Caridad la interrogó con la mirada: le parecía un extraño delito cuando la mayoría estaban condenadas precisamente por lo contrario.

—Cedí en otras ocasiones y me quedé preñada. La esposa de don Bernabé me pegó y me insultó, me llamó puta y marrana y muchas cosas más; luego me obligó a entregar el niño a la inclusa. —La explicación surgió de boca de la muchacha como si aún no fuera capaz de entender qué era lo que había sucedido—. Después… ¡Yo no quería tener otro niño!

Sofocó un sollozo. Caridad conocía ese dolor. Acarició el antebrazo de la joven y la sintió temblar.

Miles de muchachas como Jacinta corrían idéntica suerte en la gran capital; se calculaba que un veinte por ciento de la población trabajadora de Madrid estaba compuesta por sirvientes. Las jóvenes eran enviadas por sus familias desde todos los rincones de España para servir en las casas o en los talleres. La gran mayoría de ellas sufrían el acoso de los señores o de sus hijos y no podían negarse. Luego, si llegaba el embarazo, algunas se atrevían a pleitear para conseguir una dote para casarse si aquel que las había dejado embarazadas estaba casado o era noble o para que cumpliera su palabra de matrimonio si era soltero. Las esposas y madres acusaban a las criadas de tentar a sus hombres para obtener dinero o posición, y eso fue de lo que culpó la esposa de don Bernabé a Jacinta tras insultarla y golpearla. Ella no era más que una niña venida de un pequeño pueblo asturiano que bajó la mirada hacia sus jóvenes y turgentes pechos cuando la mujer los señaló como causa de la lascivia y del consecuente error de su marido. Y llegó a sentirse culpable, allí en pie, asediada, en el salón de una casa que se le antojaba un palacio en comparación con la mísera barraca de la que provenía. ¿Qué iban a decir sus padres? ¿Qué pensaría aquel pariente asturiano que vivía en Madrid y que la había recomendado? Y consintió. Calló. Una noche parió en el hospital de los Desamparados, en la misma calle de Atocha. Allí acogían a los huérfanos de más de siete años, se amontonaban en sus cuarenta camas las ancianas desahuciadas, las «carracas», las llamaban, que acudían a morir al único lugar que existía en la capital para ellas, y había también una habitación para que las desgraciadas como Jacinta encontrasen ayuda para dar a luz. Eran muchas las madres que morían en el parto; muchos los hijos que corrían esa misma suerte. Jacinta lo superó. La Congregación del Amor de Dios escondió el fruto de su vientre en la inclusa, donde el niño acabaría falleciendo, y la muchacha regresó a servir.

—Pero si no quisiste yacer con tu amo… —insistió Caridad—, ¿por qué te han encarcelado?

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