—Eso… no… Es un regalo.
El fiscal soltó una carcajada.
—¿Un regalo? —preguntó con cinismo—. ¿Pretendes que creamos que alguien regala piedras, por falsas que sean, a una mujer como tú? —Alzó la mano y enseñó el zafiro a los miembros del tribunal.
Caridad se encogió ante todos ellos, descalza, sucia, con su camisa de esclava por todo vestido.
—¿No es acaso más cierto —escupió el fiscal— que esta piedra era el pago por entregar tu cuerpo a esos dos hombres?
—No.
—¿Entonces?
No quería hablar de Melchor. Aquellos hombres que mandaban en Madrid no debían saber de él… si es que todavía vivía. Calló y bajó la mirada. Tampoco llegó a ver cómo el fiscal se encogía de hombros y abría las manos en dirección a los alcaldes que presidían la sala: poco más hay que juzgar, les transmitió con aquel gesto.
—¿En qué trabajas? —preguntó uno de los alcaldes—. ¿De qué vives? —insistió sin darle tiempo a contestar.
Caridad permaneció en silencio.
—¿Eres libre? —inquirieron.
Decían que sostenía que era libre.
—¿Dónde están tus documentos?
Las preguntas se sucedieron, hirientes, a gritos. No contestó a ninguna de ellas, cabizbaja. ¿Por qué la había dejado sola Melchor? Hacía rato que las lágrimas corrían ya por sus mejillas.
—¡Solo comparable con el más nefando de los pecados! —escuchó que gritaba el fiscal para poner fin a un breve discurso iniciado tan pronto como dejaron de interrogarla.
—Señor defensor de pobres, ¿tiene algo que alegar? —preguntó uno de los alcaldes.
Por primera vez desde que se había iniciado el juicio, el abogado de pobres alzó la mirada de los papeles en los que estaba enfrascado.
—La mujer se niega a hablar ante esta ilustre sala —arguyó con monotonía—. ¿Qué argumento podría sostener en su defensa?
Bastó un cruce de miradas entre los alcaldes.
—Caridad Hidalgo —sentenció el presidente—: te condenamos a dos años de reclusión en la cárcel real de la Galera de esta Villa y Corte. Que Dios se apiade de ti, te proteja y te guíe por el recto camino. ¡Llévensela!
Milagros se dejó caer en una silla y apretó las manos sobre la barriga, como si pretendiera impedir que la criatura que llevaba en ella la abandonara antes de tiempo. Calculaba que le faltaban entre cinco y seis meses para alumbrarla; sin embargo, la sucesión de bruscas y violentas contracciones que había padecido cuando se enteró de que el abuelo había sido detenido en Madrid la llevaron a temer por su pérdida. Tal era la noticia que había corrido de boca en boca por el callejón de San Miguel hasta llegar a la herrería de los García y de allí a los pisos superiores, donde se celebró con vítores y abrazos. La gitana respiró hondo. El dolor menguó y el palpitar de su corazón fue recuperándose.
—¡Muerte al Galeote! —escuchó desde una de las habitaciones contiguas.
Reconoció la voz, aguda y chillona: la de un niño, uno de los sobrinos de Pedro; no contaría más de siete años. ¿Qué podía tener en contra de su abuelo aquel mocoso? Los sentimientos encontrados la atenazaron una vez más desde que la ira por la muerte de su padre había dejado paso al dolor hondo, solitario, atenazador. El abuelo lo mató, sí, ¿pero debía también él morir por ello? «Un arrebato, fue eso, un arrebato», se decía a menudo en pugna con su pena. Admitía que merecía un castigo, pero la idea de verlo muerto se le hacía terrorífica.
Prestó atención a las conversaciones de la habitación contigua, llena con la llegada de los hombres que trabajaban en la herrería. Un ordinario de confianza que hacía el trayecto de Madrid a Sevilla, de esos hombres que transportaban bultos o hacían recados por cuenta de otros, había traído la noticia: «Los familiares de Madrid se han apoderado de Melchor Vega», anunció el ordinario. «¿Cómo se ha dejado atrapar, abuelo? —se lamentó Milagros entre los gritos de alegría—. ¿Por qué lo ha permitido?» Alguien comentó que los familiares querían saber qué debían hacer con él: no podían llevarlo en una galera, con otra gente, y el viaje hasta Sevilla con un hombre aherrojado sería lento y peligroso. «¡Que lo maten!» «¡Cuanto antes!» «¡Que lo castren primero!» «Y que le arranquen los ojos», apostilló el mocoso entre los gritos de los demás.
—La venganza es de los Carmona. Que lo traigan aquí, como sea, tarden lo que tarden. Debe ser aquí, en Triana, ante todos los presentes, donde se ejecute la sentencia.
La orden de Rafael García puso fin a la discusión.
¿Por qué?, lloró en silencio Milagros. ¿Quiénes eran aquellos García para decidir sobre la suerte de su abuelo? Sintió hervir el odio hacia su nueva familia, podía casi tocarlo; todo estaba impregnado de rencor. Se acarició la barriga queriendo notar a su hijo; ni siquiera aquel niño, fruto del matrimonio entre una Vega y un García, parecía atenuar ese odio atávico entre las dos familias. Su madre se lo había advertido: «Nunca olvides que eres una Vega». Lo había discutido con la vieja María, de la que nada sabía desde hacía tanto tiempo pero a la que recordaba cada vez más a medida que avanzaba su embarazo. Las palabras de su madre llegaron a horadar su conciencia incluso frente al altar, pero ella buscó refugio en Pedro. Ingenua. ¡Ahí, en los gritos de alegría por la desgracia de su abuelo que se sucedían en la habitación contigua estaba la respuesta! No había sabido de su madre hasta que se produjo la muerte de su padre. Reyes, la Trianera, disfrutó haciéndole llegar a Málaga la noticia del matrimonio de Milagros con un García y la muerte de José Carmona a manos de Melchor. «Decidle a mi hija que ya no pertenece a los Vega.» Milagros tenía grabado a fuego en el recuerdo el rostro de satisfacción con el que la Trianera le trasladó el mensaje de su madre.
No quiso creerlo. Sabía que era cierto; tenía la certeza de que aquella había sido la respuesta de su madre, pero se negó a admitir que renegase de ella, que llegara a repudiarla. Trabajaba cada noche, a destajo. Cantaba y bailaba donde decidía el Conde: mesones, casas y palacios, saraos… Milagros de Triana, la bautizó la gente. Robó algunas de las monedas, sus propios dineros, que controlaba la Trianera, que estaba siempre junto a ella, avariciosa, y en secreto convenció a un gitano de los Camacho para que fuese a Málaga. «Hay suficiente para ti, para sobornar a quien haya que hacerlo y para que mi madre disponga de algo de dinero», le dijo.
—Lo siento. No quiere saber nada de ti —le comunicó este a su vuelta—. Ya no te tiene por hija suya. No los quiere —agregó al tiempo que le devolvía los dineros destinados a Ana.
—¿Qué más? —preguntó Milagros con un hilo de voz.
Que no tirase más dineros en comunicarse con ella; que se los diese a los García para que estos pudieran pagar a quienes tenían que matar a su abuelo.
—Dijo que era irónico —añadió el Camacho negando con la cabeza casi imperceptiblemente— que una Vega estuviera manteniendo a los García. Y que prefería estar en Málaga, presa, sufriendo junto a las mujeres y sus hijos pequeños que no habían podido obtener la libertad por ser gitanas, que volver a Triana para encontrarse con una traidora.
—¿Traidora yo! —saltó Milagros.
—Muchacha —el hombre adoptó un semblante serio—: los enemigos de alguien de tu familia, los enemigos de tu abuelo, de tu madre, son también tus enemigos, todos los miembros de esa familia lo son. Esa es la ley de los gitanos. Traidora, sí, yo también lo creo. Y son muchos quienes opinan lo mismo.
—¡Soy una Carmona! —trató de excusarse ella.
—Tu sangre es Vega, muchacha. La de tu abuelo, el Galeote…
—¡Mi abuelo mató a mi padre! —chilló Milagros.
El Camacho dio un manotazo al aire.
—No deberías haberte casado con el nieto de quien era tu enemigo; tu padre no debería haberlo consentido, aunque solo fuera por la sangre que corre por tus venas. Él sabía cuál era el trato: su libertad por tu compromiso con el García. Debía haberse negado y haberse sacrificado. Tu abuelo hizo lo que debía.
No le quedaba ninguno de los suyos: su madre, el abuelo, su padre, María…, Cachita. Aguzó el oído: nadie en la habitación contigua hablaba de Cachita. También fue condenada, pero poco parecía importarles una negra. Le hubiera gustado compartir con ella la maternidad. El abuelo dijo que no había hecho nada. Seguro que era cierto: Cachita era incapaz de hacerle daño a alguien. Había sido injusta con ella. ¡Cuántas veces se había arrepentido por haberse dejado llevar por la ira! Y ahora, al enterarse de que su abuelo estaba secuestrado, no podía dejar de pensar en la morena: si no la habían detenido junto a él… ¿Dónde estaba Cachita? ¿Sola?
Sola o no, probablemente estaría mejor que ella, quiso convencerse. Esa misma noche cantaría, puesto que poco podía bailar en su estado. Lo haría en un mesón cercano a Camas, le había dicho la Trianera como de pasada, sin pedirle su opinión ni mucho menos su consentimiento. Iría rodeada de miembros de la familia García, sin Pedro, que nunca la acompañaba: «Temo que terminaría matando a alguno de esos engreídos que babean al verte bailar», se había excusado desde el principio de su matrimonio. «Con los primos estarás bien.» Pero lo cierto era que tampoco la acompañaba cuando no cantaba o bailaba para los payos. Pedro ya casi no trabajaba en la herrería; las ganancias de su esposa, cuya parte bien se ocupaba de reclamar a Rafael y Reyes, le permitían no hacerlo. Holgazaneaba en los mesones y botillerías de Triana y Sevilla, y eran muchas las noches que volvía de madrugada. ¡Cuántas veces había tenido que cerrar sus oídos a las murmuraciones de algunas arpías acerca de las correrías de su esposo! ¡No quería creerlas! ¡No eran ciertas! Solo era envidia. ¡Envidia! ¿Qué tenía Pedro que solo con rozarla anulaba su voluntad? El simple esbozo de una sonrisa en aquel atezado y bello rostro de duras facciones, un halago, un piropo: «¡Guapa!», «¡Bonita!», «¡Eres la mujer más hermosa de Triana!», algún insignificante regalo, y Milagros olvidaba su enfado y veía trocado en gozo el malhumor que la angustiaba por el abandono al que su marido la tenía sometida. Y al hacer el amor… ¡Dios! Se sentía morir. Creía enloquecer. Pedro la llevaba al éxtasis, una, dos, tres veces. ¿Cómo no iban a murmurar las demás mujeres cuando sus jadeos inundaban la casa de los García, el edificio, el callejón de San Miguel entero? Pero luego él desaparecía de nuevo y Milagros continuaba viviendo en un tránsito inacabable, desesperanzador, entre la soledad y la pasión desenfrenada, entre la duda y la entrega ciega.
Milagros no tenía a nadie con quien hablar y a quien confiarse. La Trianera la controlaba día y noche, y tan pronto como la veía charlar con alguien en el callejón, acudía rauda a terciar en la conversación. A menudo pasaba por delante de San Jacinto y contemplaba con melancolía la iglesia y el ir y venir de los frailes. Con fray Joaquín sí que hubiera podido hablar, contarle su vida, sus preocupaciones, y él la hubiera escuchado, no le cabía la menor duda. Pero también él había desaparecido de su vida.
Fray Joaquín llevaba casi un año de misiones, recorriendo Andalucía junto a fray Pedro, sorprendiendo a las gentes humildes por la noche, amenazándolos con todos los males imaginables, obligando a los hombres a castigar sus cuerpos en las iglesias mientras las mujeres debían hacerlo en la intimidad de sus hogares con ortigas escondidas entre sus ropas, ajenjo en la boca, chinas en los zapatos y sogas ásperas, cuerdas nudosas o alambres ceñidos con fuerza y sajando sus vientres, sus pechos o sus extremidades.
Milagros no desaparecía de su mente.
La confesión general, fin último de las misiones, terminó quebrando la voluntad y el ánimo del fraile. La patente expedida por el arzobispo de Sevilla le facultaba para perdonar todos los pecados, incluidos aquellos que por su extrema gravedad quedaban reservados al exclusivo criterio de los grandes de la Iglesia. Escuchó cientos, miles de confesiones a través de las cuales la gente pretendía obtener la absolución general de unos pecados que jamás habían contado a sus párrocos habituales, ya que estos no podían perdonarles. Pero, pobres y humildes como eran, tampoco podían confesar con obispos y prelados, a los que no podían acceder, pecados como incestos y sodomías. «¿Con un niño? —llegó a gritar fray Joaquín en una ocasión, despertando la curiosidad de los que aguardaban—. ¿De qué edad?», añadió bajando la voz. Luego lamentó haberlo preguntado. ¿Cómo podía perdonarle después de oír la edad? Pero el hombre permaneció en silencio a la espera de la absolución. «¿Te arrepientes?», inquirió sin convicción. Asesinatos, raptos y secuestros, bigamias, una retahíla de maldades que estaban trastocando sus principios y le iban acercando, paso a paso, misión a misión, al concepto que de todos ellos tenía fray Pedro: pecadores irredimibles que solo reaccionaban ante el miedo al diablo y al fuego del infierno. ¿Qué quedaba de las virtudes cristianas, de la alegría y la esperanza?
—Has tardado en darte cuenta de que no es este el camino por el que Nuestro Señor te ha llamado —le dijo fray Pedro cuando le comunicó su intención de abandonar las misiones—. Eres una buena persona, Joaquín, y después de este tiempo te aprecio, pero tus prédicas y sermones no llaman a la contrición y al arrepentimiento de las gentes.
Fray Joaquín no deseaba regresar a Triana. La ilusión con que lo hizo transcurridos algunos meses desde su primera salida —la liberación de los gitanos asimilados en boca de las gentes— se truncó tan pronto como se enteró del matrimonio de Milagros. Se encerró en su celda, ayunó y castigó su cuerpo tanto como en las misiones. Airado, decepcionado, frustradas sus fantasías, llegó a entender los arrebatos con los que los penitentes trataban de excusar sus graves pecados en el momento de la confesión: celos, ira, despecho, odio. No volvió; prefería seguir soñando con la niña que se burlaba de él sacándole la lengua que enfrentarse al martirio de cruzarse algún día con la gitana y su esposo por las calles del arrabal sevillano. Los siguientes descansos los pasó con fray Pedro, lejos de su tierra, mientras el predicador especulaba con unas razones que su ayudante se negaba a desvelar.
—Me han llegado noticias de un noble de Toledo, cercano al arzobispo, que requiere un maestro de latín y preceptor para sus hijas —le propuso cuando fray Joaquín reconoció que no sabía qué hacer a partir de entonces.
Fray Pedro se ocupó de todo: su prestigio le abría cuantas puertas deseaba. Se puso en contacto con el noble, proporcionó a Joaquín documentación, tanto de los justicias seglares como de la Iglesia, una mula y dinero suficiente para el viaje, y la mañana en que iba a partir se presentó a despedirle con un bulto bajo el brazo.