La reina descalza (79 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

BOOK: La reina descalza
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Después de ordenarle que se retirara, el fraile comparaba los lentos movimientos que llevarían a Francisca hasta su jergón, a los pies de la maravillosa imagen de la Inmaculada Concepción, con la vitalidad y la alegría con las que esa misma tarde, quizá la anterior o la otra, Milagros había obsequiado a su público. Él se sentaba en uno de los aposentos, como casi a diario hacían las mujeres nobles y ricas con sus cortejos y acompañantes. ¡Prodigiosa! ¡Maravillosa! ¡Encantadora! Tales fueron las alabanzas que resonaban en sus oídos cuando pisó por primera vez el Coliseo del Príncipe, recién llegado a Madrid desde Toledo. La Descalza. Y aquel primer día saltó en la silla.

—¿Sucede algo, padre? —le preguntaron.

¿Algo? ¡Era Milagros! Fray Joaquín se hallaba casi de pie. Balbució algo ininteligible.

—¿Se encuentra mal?

«¿Qué hago en pie?», se preguntó. Se disculpó con su pupila, volvió a tomar asiento y escuchó arrebatado los cantos de Milagros mientras, discretamente, pugnaba por atajar las lágrimas que se acumulaban en sus ojos.

Desde su llegada a Madrid, el Coliseo del Príncipe y las actuaciones de Milagros se convirtieron en lugar de peregrinación para fray Joaquín. Si alguna de las tardes de función, Dorotea, la joven toledana a la que por imposición de su padre había acompañado a la Villa y Corte tras su matrimonio con el marqués viudo de Caja, decidía no asistir, el fraile se disculpaba con los marqueses y satisfacía de su bolsillo una entrada de patio o acudía a la tertulia con los demás religiosos. En la primera ocasión se sintió perdido ante las ocho puertas que llevaban a las diferentes zonas, independientes unas de otras —el patio, la tertulia, los aposentos, la destinada exclusivamente a las mujeres que iban a la cazuela—, pero en poco tiempo se había ganado el aprecio de los vendedores de entradas y los alojeros que en la parte trasera del patio ofrecían dulces y bebidas con miel y especias, bajo la cazuela de las mujeres. El fraile soportaba las funciones enteras y en muchas ocasiones, ante una obra mala y peor interpretada, se esforzaba por no incorporarse a la riada de personas que despreciaban el último acto de la comedia y abandonaban el coliseo tras la actuación de la Descalza. No deseaba ser reputado como uno más de quienes solo acudían al teatro por los sainetes o los entremeses. A su término, ensalzaba al autor y a los cómicos aunque solo tenía en mente la voz de la gitana, sus bailes medidos que no querían pero sí consentían provocar el deseo y las fantasías del público con su voluptuosidad. Temblaba al recuerdo de sus pícaros desplantes en dirección al patio, a los mosqueteros entre los que él se escondía. Y se achicaba ante la mirada que Milagros paseaba por todos ellos, temiendo que le reconociera.

—¿Qué decís vosotros al corregidor injusto? —preguntaba la gitana interrumpiendo la canción en la que un pobre campesino era encarcelado por el corregidor real.

Los abucheos y silbidos, brazos en alto, permitían que el religioso se irguiera de nuevo entre el barullo.

—¡Más alto, más! ¡No os oigo! —gritaba Milagros, animándolos con las manos justo antes de lanzarse a cantar de nuevo en competición con el griterío.

Y vencía. Su voz se alzaba potente por encima del alboroto y fray Joaquín se sentía desfallecer al tiempo que se le agarrotaba la garganta. Una tarde de comedia, quizá tras un exceso de vino en la comida con los marqueses, el fraile se acercó algo más al tablado y se mantuvo firme cuando Milagros buscó la complicidad del patio. Le temblaban las rodillas y no tuvo tiempo de volver la cabeza cuando la gitana paseó la mirada por los mosqueteros que la vitoreaban, justo donde él se encontraba. Quizá deseaba que lo descubriese. Ella no se percató de su presencia y fray Joaquín se sorprendió a sí mismo tranquilizándose al soltar el aire que había retenido en sus pulmones. No sabía por qué lo había hecho, pero ese día la sintió cerca, creyó olerla incluso.

Después de esa visita al teatro, antes de la cena y de la tertulia a la que asistiría acompañando a Dorotea, fray Joaquín se encerró en la sala de los relojes de la casa del marqués abrumado por sentimientos encontrados. Se recriminó que aquella estancia en la que el marqués mostraba su poderío y sobre todo su buen gusto, al decir de cuantos contemplaban su colección, y en la que él acostumbraba a buscar refugio, le apaciguara en mayor medida que la oración o la lectura de libros sagrados. Se detuvo ante un reloj de caja tan alta como él, en madera de ébano adornada con bronces dorados cincelados. El inglés John Ellicott lo había fabricado; firmaba en su dial, sobre el que se veía un calendario lunar y un globo celeste.

Milagros era feliz, tuvo que reconocer al ritmo del segundero. ¡Había triunfado! «¿A qué entrometerme en su vida?», se preguntó después, ante un elaborado reloj de sobremesa con figurillas bucólicas de Droz; obra de un relojero suizo, según le había explicado el marqués. ¿Cómo conseguían fabricar tales maravillas? Más de una docena se exponían en la sala. Relojes con música. ¿Le gustarían a Milagros? Algunos tenían hasta una docena de pequeñas campanas… ¿Cómo sonaría su voz de gitana junto a ellas? Relojes de péndulo, inmensos, con un mecanismo de órganos o de movimiento perpetuo; había uno que hasta realizaba operaciones aritméticas. Autómatas que tocaban la flauta: le encantaba escuchar la flauta del pastor o los ladridos del perro…

Milagros ya le había rechazado en una ocasión. ¿Qué le dijo entonces? «Lo siento… Nunca habría podido ser.» Sí, esas fueron sus palabras antes de huir hacia el Andévalo. «¿Por qué te empeñas, fraile idiota?», se dijo a sí mismo. Si en aquel momento de desesperación, cuando la gran redada, asustada por tener que huir de Triana, con sus padres detenidos y su abuelo desaparecido, Milagros no había sido capaz de encontrar en su interior un ápice de cariño hacia él, ¿qué podía esperar ahora, cuando triunfaba en la escena y era adorada por todo Madrid?

Con todo, nunca dejó de ir al teatro, ni siquiera cuando, meses después de su llegada, tuvo que abandonar la casa del marqués y de quien había sido su pupila para trasladarse a la estrecha y alargada vivienda de la calle Mayor que compartía con Francisca. Durante ese tiempo, poco a poco, Dorotea había ido introduciéndose en las seductoras costumbres de la Villa y Corte, tan distintas de las toledanas, y empezó a prescindir de quien hasta entonces había sido su maestro, confidente y amigo. Don Ignacio, el marqués, padre de tres hijos habidos en su anterior matrimonio, era un hombre tan rico como despreocupado.

—Me duele decirlo, don Ignacio —se explayó con él fray Joaquín, los dos sentados en la sala de los relojes, una mañana, tomando café y dulces—, pero considero mi deber advertirle que su esposa está tomando unos caminos preocupantes.

—¿Da motivo de escándalo? —saltó ofuscado el otro, con tanto ímpetu que estuvo a punto de derramar el café sobre su chaleco.

—No, no. Bueno…, no lo sé. Supongo que no, pero en las tertulias… siempre está cuchicheando y riéndose con uno u otro. Sé que la pretenden, lo he oído; es joven, bella, culta. Doña Dorotea no es como las demás mujeres…

—¿Por qué no?

En esta ocasión fue el fraile quien se sobresaltó.

—¿Admite el cortejo?

El marqués suspiró.

—¿Y quién no, páter? Los hombres de nuestra posición no podemos oponernos a ello por más que nos incomode. Sería… sería incivilizado, descortés.

—Pero…

El marqués alzó con elegancia una de sus manos rogándole silencio.

—Sé que no es la doctrina de la Iglesia, páter, pero en estos tiempos el matrimonio ya no es la institución sagrada de nuestros ancestros. El matrimonio, cuando menos el de los afortunados como nosotros, se fundamenta en la cortesía, el respeto, la educación, la sensibilidad… No son más que meras uniones de inclinación.

—Antes tampoco abundaban los matrimonios por amor —trató de refutar el fraile.

—Cierto —se apresuró a reconocer el otro—. Pero ya no podemos hablar de esas mujeres atemorizadas y encerradas en casa de sus esposos. Hoy en día hasta las mujeres menesterosas, por humildes que sean, quieren mostrarse a los hombres; quizá no tengan la sensibilidad y la cultura de las damas, pero eso no les impide exhibirse en calles, teatros y fiestas. Reconozcamos que tampoco tienen tantas necesidades sentimentales, la precariedad de su vida se lo impide, pero no hay madre que además de educar a su hija en la virtud cristiana no se preocupe también de enseñarle a bailar y cantar, amén del arte de ese lenguaje corporal y silencioso que tan bien sabe encandilar a los hombres con ese sí pero no, cuando no pero sí.

Fray Joaquín carraspeó, presto a contestar, pero el marqués continuó hablando.

—Piense en doña Dorotea. Usted le enseñó latín en casa de su padre; sabe leer y lo hace. Es culta, delicada, sensible, sabe cómo agradar a un hombre. —Don Ignacio cogió un bizcocho y lo mordió—. ¿Qué cree usted que es lo que más complace a mi esposa del juego del cortejo? —preguntó después. El fraile negó con la cabeza—. Se lo diré: es la primera vez en su vida que tiene la oportunidad de elegir. El matrimonio le vino impuesto, como todo desde que nació, pero ahora ella escogerá a su cortejo y en un tiempo lo dejará por otro, y flirteará con un tercero para encelar al primero, o al segundo…

—¿Y si…? —fray Joaquín titubeó—. ¿Y si llegase al adulterio? —Se arrepintió de la pregunta de inmediato—. Doña Dorotea es íntegra y honesta —se apresuró a añadir golpeando el aire como si hubiera dicho una sandez—, sin embargo, la carne es débil, y la de las mujeres… más todavía.

Con todo, el noble no reveló la cólera que hubiera cabido esperar de alguien de quien se acababa de poner en duda la virtud de su esposa. Don Ignacio sorbió café y durante unos instantes perdió la mirada en aquellos relojes que tanto admiraba. Terminó su inspección con una mueca.

—Se dice que es amor blanco, páter, y la mayoría de los cortejos así lo son. No crea que no lo hablamos entre muchos de nosotros, pero ¿quién sabe qué es lo que sucede en el interior de la alcoba de una mujer? Públicamente solo se trata de un galanteo, simple coquetería. Y eso es lo que importa: lo que ven los demás.

Libre pues del estorbo de aquel fraile que había llevado desde Toledo a modo de tutor, la marquesita aprendió el uso del abanico para comunicar en un idioma secreto por todos conocido aquellas señales que deseaba transmitir a los petimetres: tocarlo, abrirlo, abanicarse con fuerza o lánguidamente, dejarlo caer al suelo, cerrarlo con violencia… Cada acción significaba una u otra cosa. Poco tardó también en llegar a utilizar los lunares en el rostro para exteriorizar su estado: si lo era en la sien izquierda mostraba que ya tenía cortejo, si en la derecha, que estaba cansada de su cortejo y podía aceptar otros; junto a los ojos, los labios o la nariz, distintas formas todas ellas de mostrar el estado de ánimo de la señora.

La brecha entre fray Joaquín y aquella joven toledana a la que había enseñado latín y a entender los clásicos había ido haciéndose más y más grande a medida que Dorotea se introducía en el juego del cortejo. Por las mañanas, ni siquiera su marido podía acceder a la alcoba de su esposa. «La señora marquesa está con el peluquero», le contestaba su doncella a modo de carcelera, ante la puerta del dormitorio cerrada con llave. Fray Joaquín veía acceder a la casa al galán de turno, joven, afeitado y empolvado, oliendo a lavanda, jazmín o violeta, en ocasiones con peluca, en otras con el cabello moldeado por un peluquero con sebo y manteca, pero siempre dispuesto con mil adornos: corbatín, reloj, anteojos, bastón, espadín al cinto, encajes, puntas y hasta lazos en trajes de seda coloridos con abotonaduras doradas. El marqués, también lo percibía el fraile, hacía por no cruzarse con el galán mientras este, con fingida dignidad, sorbía rapé a la espera de que el mayordomo fuera avisado para acompañarlo hasta la alcoba. «¿Qué hacen allí dentro?», se preguntaba fray Joaquín. Dorotea estaría todavía en el lecho, con ropas de dormir. ¿De qué hablarían durante las horas que tardaba la marquesa en salir de su dormitorio? ¿Para qué se había esforzado él en enseñar a su pupila las más modernas doctrinas acerca de la condición femenina? Todos aquellos relamidos petimetres que perseguían a las damas eran tan jactanciosos como incultos, algo que había comprobado en las tertulias, atónito ante las estupideces que llegaba a escuchar.

—Señora —alardeaba uno de ellos—, Horacio era demasiado sentencioso.

—Sin Homero, ¿qué habría sido Virgilio? —decía otro un poco más allá.

Nombres y citas aprendidas de memoria para asombrar a sus oyentes: Periandro, Anacharsis, Theofrastes, Epicuro, Aristipo, se escuchaba aquí y allá en los lujosos salones de las señoras. ¡Y Dorotea sonreía boquiabierta! Todos ellos despreciaban con soberbia la más leve de las críticas y se burlaban de aquellas que se les presentaban como opiniones autorizadas, hasta que a través de esos ardides algunos llegaban a alcanzar la condición de sabios a ojos de una audiencia femenina entregada a sus fanfarronadas.

Ignorancia. Hipocresía. Frivolidad. Vanidad. Fray Joaquín estalló al escuchar cómo un petimetre que pugnaba por conseguir el favor de Dorotea le rogaba que le hiciera llegar un frasco que contuviera el agua con la que se había lavado para utilizarla como medicamento con una criada enferma. La sangre abandonó el rostro del fraile para concentrarse en su estómago, toda ella, en aluvión, dejándole lívido, al presenciar cómo la joven con la que declinase el latín y disfrutara leyendo al padre Feijoo accedía exultante a la ridícula petición, apoyada por algunas de las señoras que aplaudieron la iniciativa y otras que le rogaron encarecidamente, por el bien de aquella desgraciada criada enferma, que consintiese en la cura.

Fray Joaquín conocía las modernas y controvertidas teorías sobre los tratamientos a base de agua. Los «médicos del agua», llamaban a sus defensores. Ni siquiera Feijoo había sido capaz de ponerlas en entredicho, pero de ahí a darle de beber a una enferma el agua sucia de una dama, por más marquesa, joven y bella que fuera, existía un abismo.

—No puedo continuar habitando su casa.

Don Ignacio curvó sus labios en algo parecido a una sonrisa. «¿Triste, melancólica?», se preguntó fray Joaquín.

—Lo comprendo —dijo aquel, dando por sobrentendida la causa que llevaba al religioso a esa decisión—. Ha sido un verdadero placer tenerlo aquí y haber conversado con usted.

—Ha sido realmente generoso, don Ignacio. En cuanto a su capilla…

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