La reina descalza (78 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

BOOK: La reina descalza
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Por más que los alcaldes procuraron y reclamaron discreción y que el escribano destruyó las actas del juicio y toda referencia a la detención, el asunto trascendió e, igual que a los de muchos otros, llegó a oídos de Blas.

—Esta misma noche —dispuso Pedro mientras andaban de vuelta a la casa de la calle de Regueros—. Lo haremos esta misma noche.

«¿Lo haremos?» La afirmación sorprendió al alguacil. Fue a oponerse, pero calló. Recordó la promesa del gitano el día en que llegó a Madrid: mujeres. Había disfrutado de algunas en los escarceos nocturnos con Pedro; sin embargo, no le importaban tanto aquellos devaneos como el dinero que le proporcionaba. Pese a ello… ¿participar en un asesinato? ¿Tendría razón el gitano y a nadie le interesaría?

Con tales pensamientos accedió a la casa que Pedro compartía con su nueva compañera.

—¡Honoria! —gritó él como todo saludo—. ¡Venimos a almorzar!

Olla podrida y, de postre, compota de castañas y jalea de membrillo preparados por la gitana. Blas observó que Honoria trataba de controlar la avidez de la pequeña María por el dulce. No lo consiguió; su nerviosismo fue en aumento a medida que la niña la desobedecía. Por más que lo intentara, pensó el alguacil mientras María apartaba las manos de la gitana con las suyas, no era capaz de sustituir a su madre. ¡Aunque oficialmente lo fuera! Pedro había conseguido documentos falsos en los que Honoria constaba como madre de la pequeña. Se los había enseñado: «Pedro García y Honoria Castro. Casados con una hija».

—¿Estás loco? —le había preguntado Blas al verlos.

El gitano contestó con un despreocupado movimiento de su mano.

—¿Y si te descubren? La gente conoce a Honoria, sabe que no está casada contigo. Cualquiera podría…

—¿Denunciarme?

—Sí.

—Ya se cuidarán de ello.

—Aun así…

—Blas. Somos gitanos. Un payo nunca llegará a entenderlo. La vida es un momento: este.

Ahí quedó la conversación, aunque Blas trató de encontrar una razón que explicara la actitud del gitano. No lo consiguió, tal y como este había augurado, pero sí consiguió entender el porqué de aquel permanente brillo en los ojos de la gente de esa raza: lo arriesgaban todo a una sola apuesta.

Tras el almuerzo, Pedro satisfizo las expectativas del alguacil y le gratificó con generosidad prometiéndole otro tanto después de que acabasen el «trabajo».

—Recuerda —le dijo al despedirse—, esta noche, después del toque de campanas.

Encontraron a Milagros postrada y abatida en una esquina de la habitación, con la mirada perdida en algún lugar del techo y una botella de aguardiente vacía a su lado.

—Tía —anunció Pedro en dirección a Bartola—, regresamos a Triana; recoja sus cosas y espéreme abajo.

La García hizo un gesto con el mentón hacia Milagros.

—¿A esa? —Pedro soltó una carcajada—. No se preocupe, nadie la echará en falta.

La carcajada quebró el largo silencio que habían guardado durante todo el día Milagros y Bartola después de que la primera, compulsivamente, hubiera dado cuenta del aguardiente.

Milagros reaccionó y los miró con los ojos inyectados en sangre. Balbució algo. Ninguno logró entenderla.

—¡Calla, puta borracha! —soltó Pedro.

Ella dio un torpe manotazo al aire e intentó levantarse. Pedro no le hizo caso; esperaba con una paciencia mal disimulada a que Bartola recogiera y se fuese.

—Venga, venga, venga —la apresuró.

El alguacil, alejado, parado casi en el vano de la puerta, contempló cómo Milagros buscaba apoyo en las paredes y volvía a caer desmadejada. Negó con la cabeza al comprobar el nuevo intento de la muchacha. Con la mujer precariamente apoyada contra la pared, pugnando por levantarse, Blas trató de recordar si alguna vez había presenciado el asesinato de una joven. Buceó en sus recuerdos en aquel Madrid donde se mezclaba una variopinta multitud de nobles, ricos, mendigos y delincuentes, de gente arrogante pronta a las peleas. Como alguacil conocía todo tipo de delitos y perversidades, pero nunca había presenciado el asesinato a sangre fría de una mujer joven y bella. Se le encogió el estómago en el momento en que se apartaba para dejar paso a Bartola, que iba con un jergón bajo un brazo y atados de ropas y enseres en las manos. La vieja no pronunció palabra; ni siquiera miró atrás. Los escasos segundos que tardó en arrastrar sus pies fuera de la estancia se multiplicaron en los sentidos del alguacil. Luego se volvió y palideció ante la inmediata reacción de Pedro, que se acercó a Milagros y terminó de levantarla alzándola del cabello sin contemplaciones.

—¡Mírala! —le dijo manteniéndola erguida—. ¡La mayor puta de Madrid!

Blas no pudo apartar los ojos de la muchacha: rendida, indefensa, hermosa aun desastrada y sucia. Si Pedro soltase su cabello sería incapaz de sostenerse en pie. «¿Tan necesario es acabar con ella?», se preguntó.

—Te prometí mujeres —le sorprendió entonces el gitano, recordando su primera conversación—. Toma, aquí tienes una: ¡la gran Descalza!

El alguacil acertó a negar con la cabeza. Pedro no lo vio, más interesado en desgarrar la camisa de Milagros.

—¡Jódela! —gritó cuando lo consiguió, tirando hacia atrás del cabello de Milagros para que exhibiese sus pechos turgentes, insólitamente esplendorosos.

Blas sintió asco.

—No —se opuso—. Pon fin a todo esto. Mátala si quieres, pero no continúes con este… este…

No encontró la palabra y se limitó a señalar los pechos de la joven. Pedro lo fulminó con la mirada.

—No voy a participar en tamaña vileza —añadió en contestación al desafío que le lanzaba el gitano—. Acaba ya, en caso contrario te dejaré solo.

—Te pago bien —recriminó al alguacil.

No lo suficiente, se dijo este. Y si en verdad el gitano volvía a Triana, ya no habría más dineros. Contempló a Milagros intentando ver en sus ojos un destello de súplica. Ni siquiera distinguió eso. La mujer parecía hallarse entregada a la muerte.

—¡Que te den por el culo, gitano!

Blas dio media vuelta y salió escaleras abajo con el oído esperando los últimos estertores de Milagros y compadeciéndola. No los oyó.

Con la mano libre, Pedro García extrajo la navaja de su faja y la abrió.

—Puta —masculló el gitano en cuanto las pisadas del alguacil se perdieron escaleras abajo.

Deslizó la hoja desde el cuello a los pechos desnudos de Milagros.

—Tengo que matarte —continuó hablando—, igual que maté a la curandera. La vieja luchó más de lo que lo harás tú, seguro. Fanfarrones… Los Vega no sois más que unos gilís fanfarrones. Te voy a matar. ¿Qué pasaría si aparecieras por Triana? Honoria se enfadaría conmigo, ¿sabes?

Milagros pareció reaccionar al contacto de la punta de la navaja sobre sus pezones. El gitano sonrió con cinismo.

—¿Te gusta? —Jugueteó con la punta de la navaja mientras él mismo notaba crecer su excitación cuando el pezón se endurecía.

Cortó su falda y siguió deslizando la navaja por el vientre y el pubis de Milagros hasta que una fétida vaharada de aguardiente le alcanzó el rostro cuando ella suspiró.

—Estás podrida. Hueles peor que las marranas. Espero que te encuentres con todos los Vega en el infierno. —Volvió a alzar el arma hasta el cuello, dispuesto ya a henderla en su yugular.

—¡Detente! —resonó de súbito en la estancia.

39

Una semana antes

—¡Está borracha!

—No se tiene en pie.

—¡Qué vergüenza!

Los comentarios de las damas que lo acompañaban en uno de los aposentos laterales del Coliseo del Príncipe se unieron a los abucheos y al griterío que surgía del patio repleto de mosqueteros y de la cazuela de las mujeres. La orquesta había atacado la tonadilla en varias ocasiones sin que Milagros consiguiese unir su voz a la música. En las dos primeras, la gitana gesticuló impetuosamente hacia la cortina lateral tras la que estaban los músicos y les culpó con torpes aspavientos; en las demás, a medida que las palabras se atoraban en una boca pastosa, y piernas y brazos se negaban a obedecer sus órdenes, la cólera de Milagros fue transformándose en desaliento.

Fray Joaquín, con el estómago encogido y la garganta cerrada, procuró esconder a las señoras y sus acompañantes el temblor de sus manos y miró a Milagros. Ya no había música en aquel tablado que si ayer se quedaba pequeño al ritmo de sus bailes, sus sonrisas y sus desplantes, entonces parecía inmenso con ella arrodillada en el centro, derrotada y cabizbaja. Alguien lanzó una hortaliza podrida contra su brazo derecho. Los mosqueteros venían preparados. Hacía algunos días que se rumoreaba en Madrid el estado de la Descalza: sus últimas actuaciones ya habían rozado el escándalo. Algunos dijeron que estaba enferma, muchos otros reconocieron en su voz cascada y sus movimientos inconexos los efectos del alcohol. Milagros ni siquiera reaccionó ante la hortaliza, ni tampoco cuando un tomate reventó sobre su camisa y provocó una carcajada general en el teatro. Por encima del patio, apoyado en la barandilla del palco, fray Joaquín desvió la mirada buscando al que había lanzado el tomate.

—¡Estúpido! —masculló.

—¿Decía algo, reverendo?

El fraile hizo caso omiso a la pregunta de la dama que se sentaba a su lado. Desde el patio se lanzaban ya todo tipo de verduras y hortalizas podridas, y la gente se arrancaba las cintas verdes que habían adornado sus sombreros y vestidos como muestra de admiración hacia la Descalza. El alcalde encargado de las comedias mandó a dos alguaciles a que retiraran a Milagros, resignada, sumisa ante el castigo. «¿Por qué no se va?», se preguntó el religioso.

—¡Vete, niña! —explotó fray Joaquín.

—¿Niña? —se extrañó la dama.

—Señora —contestó sin meditar, su atención fija en el tablado—, todos somos niños. ¿Acaso no aseguró Jesucristo que el que no fuera como un niño no entraría en el reino de los cielos?

La mujer iba a cuestionar las palabras del fraile pero lo que hizo fue abrir un precioso abanico de nácar con el que empezó a darse aire. Mientras tanto, los dos alguaciles arrastraban de los codos a Milagros entre una lluvia de hortalizas. Tan pronto como la gitana se perdió tras la cortina y los gritos que surgían del patio y la cazuela se transformaron en rumor de conversaciones indignadas, Celeste hizo su aparición en el tablado mientras tres hombres seguían limpiándolo. La victoria brillaba en los ojos de la cómica.

—El de Rafal —comentó uno de los nobles que se hallaba en pie, al fondo del aposento, refiriéndose al corregidor de Madrid— nunca debería haber sustituido a la gran Celeste.

—¡Y menos por una gitana que se prostituye por dos reales! —exclamó otro.

Fray Joaquín dio un respingo cuando Celeste empezó a cantar y los dos nobles se sumaron con afectación a los aplausos del público.

—¿No lo sabía, reverendo? —La dama del abanico le habló con el rostro escondido tras él, ligeramente inclinada en la silla—: Si su paternidad nos honrase más con su presencia en las tertulias…

«Me habría enterado», terminó él para sus adentros la frase que había quedado colgada en el aire.

—Personalmente —dijo la mujer—, no alcanzo a imaginar lo que diría Nuestro Señor Jesucristo de esa niña —alargó despectivamente las dos últimas palabras y, acercando su silla a la del fraile y al amparo del abanico, como si con ello pretendiera excusar su atrevimiento, se lanzó a enumerar una lista de amoríos, multiplicada en los cuchicheos de las tertulias.

Entre los cantos de una rutilante Celeste, los aplausos y gritos de un público siempre voluble, de nuevo rendido a la primera dama, fray Joaquín interrumpió a la mujer, la cual se volvió hacia el religioso y de forma inconsciente empezó a abanicar por delante de su rostro. Conocía la sensibilidad del fraile, todas sus conocidas lo ensalzaban por esa cualidad, pero nunca hubiera sospechado que la noticia de los devaneos de una simple gitana pudiera producirle esa palidez casi cadavérica que presentaba.

Fray Joaquín pensaba en Milagros: hermosa, risueña, encantadora, astuta, alegre… limpia… ¡virginal! Los recuerdos habían acudido en tropel para clavarse en su estómago y paralizar el flujo de su sangre. Ella colmó sus fantasías nocturnas y le hizo conocer esa culpa que tantas veces trató de expiar con oraciones y disciplinas: su rechazo, tras proponerle que huyera con él, le arrojó a los caminos, dudando de que existiera sacrificio capaz de purificarle a los ojos de Dios. Desde entonces, aquel rostro atezado le había acompañado allá adonde fuera, desbocadamente bello: animándole, sonriéndole en los momentos adversos. Y ahora, ¿en qué rincón habían quedado aquellos alientos? Era una borracha. Eso lo había visto. Y una prostituta, según aseguraban…

Hasta la tarde del desplome de Milagros en el Coliseo del Príncipe, la imagen de la gitana solía asaltar la mente de fray Joaquín por las noches, mientras caminaba con los sentidos alerta por las peligrosas calles de Madrid hacia su casa. Cuando eso sucedía, el recuerdo de Milagros se agarraba a su memoria. Fray Joaquín habitaba un piso en una diminuta manzana de solo tres edificios, todos ellos estrechos y tan largos que iban desde la fachada que daba a las Platerías, en la calle Mayor, hasta la plazuela de San Miguel por detrás. Francisca, la vieja criada que lo atendía, se levantaba somnolienta para ayudarle pese a conocer la respuesta que recibiría: «Que Dios te lo pague, Francisca, pero puedes retirarte». Con todo, la mujer insistía una y otra noche, eternamente agradecida por disponer de un techo bajo el que cobijarse, comida y hasta por el escaso salario con el que el fraile retribuía sus esforzados pero también parcos servicios. Francisca nunca había servido. Viuda, con tres hijos ingratos que la abandonaron en su senectud, había dedicado su vida y sus esfuerzos a lavar ropa en el Manzanares. «Tanta lavaba —llegó a jactarse ante fray Joaquín—, que necesitaba un mozo de cuerda para que me ayudase a transportarla a sus dueños.» Pero como sucedía con todas aquellas mujeres, que día tras día, año tras año, acudían a sus cajones en el río para limpiar la suciedad de otros, ya fuera bajo el frío invernal y con el agua helada, ya en plena canícula, su cuerpo había pagado un alto precio: manos hinchadas y agarrotadas; músculos atrofiados; huesos permanentemente doloridos. Y fray Joaquín corría para recoger del suelo ese cazo que había resbalado de sus torpes manos para evitar el martirio que suponía para la mujer el agacharse. El religioso la había rescatado de las calles cuando la moneda que le dio como limosna se coló entre sus atrofiados dedos de lavandera, tintineó sobre una piedra y rodó lejos. Ambos se miraron: la anciana, incapaz de perseguir el dinero que se escapaba; fray Joaquín vislumbrando a la muerte ya instalada en sus ojos apagados.

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