La reina descalza (77 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

BOOK: La reina descalza
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Todo al alcance de Milagros, todo lo bebía Milagros.

—¡Necios!

Milagros creyó notar cómo le reventaba el cerebro por el brusco movimiento de cabeza que hizo hacia la cortina tras la que se encontraba la orquesta. «¿Por qué no tocan bien?», se preguntó a la espera de que se le aclarara la vista y consiguiera enfocar aquella parte del tablado. «¿Acaso pretenden fastidiarme?», pensó.

—¡Necios! —gritó de nuevo a los músicos con torpes aspavientos de manos y brazos antes de volverse de nuevo hacia su público.

La música volvió a sonar en el Coliseo del Príncipe a una indicación de la gitana, pero se le escapó y su voz pastosa quedó atrás. «¡Esta no es la pieza! ¿O sí? ¡Persiguen mi ruina!» Se enfrentó otra vez a la cortina cuando los abucheos ya se elevaban en el teatro. ¡Cobardes! ¿Por qué se escondían?

—Repetid —ordenó.

Le pareció oír la música y trató de cantar. La voz se le agarró a la garganta, seca, ardiente. Las palabras se atascaron entre su lengua y los dientes, presas de una saliva viscosa, incapaces de librarse de ella y deslizarse más allá. Los gritos de los mosqueteros horadaron su cabeza. ¿Dónde estaban? Podía ver a uno, dos a todo lo más, tres ya se confundían con las luces, los reflejos dorados de los aposentos y las alhajas de aquellos que la habían violado. Se reían. ¿Acaso no entendían que era culpa de la orquesta? Balbució la primera estrofa de la tonada con voz ronca y trapajosa, intentando oír la música. Prestó atención. Sí. Sonaba. Bailar; debía bailar. Alzó los brazos con torpeza. No respondían. Se mareó. Tampoco podía controlar las piernas. Cayó de rodillas frente al público. Algo la golpeó, pero no le importó en absoluto. El teatro entero aullaba contra ella. ¿Y los aplausos? Rindió la cabeza. Dejó caer los brazos a los costados. «¿Dónde está mi niña? ¿Por qué me la han robado?», sollozó.

—¡Malnacidos, todos! —masculló cuando otro objeto, blando, pegajoso, impactó sobre su cuerpo. Rojo, como la sangre. ¿Sangraba? No sentía nada. Tal vez estuviera muriendo, tal vez morir fuera así de sencillo. Lo deseaba. Morir para olvidar… Notó cómo la cogían de los codos y la arrastraban fuera del tablado.

—Milagros García —logró escuchar ya en los vestuarios, mientras el alcalde de comedias la agarraba del mentón sin miramientos y le alzaba la cabeza—, quedas detenida.

38

Blas Pérez apoyaba su vara de alguacil en la tierra sucia de la calle de Hortaleza una soleada mañana de primavera por la que caminaba presuroso en dirección a la puerta de Santa Bárbara, en el extremo nordeste de Madrid. No llegó a ver a José hasta que casi se dio de bruces con él: el alguacil del Barquillo salía por la bocacalle de San Marcos.

—¿Qué te trae lejos de tu cuartel, Blas?

Reprimió una mueca de disgusto; no deseaba entrar en conversación, tenía prisa por encontrar a Pedro García. El gitano le había ordenado que estuviera pendiente de las noticias sobre Milagros.

—Un mandado —contestó entonces alzando una mano, como si a él mismo le molestase encontrarse allí.

Iba a despedirse y continuar camino cuando se vio obligado a detenerse.

—¡Maldita suerte! —masculló.

Delante de él, procedente de la iglesia de las Recogidas, el sonar de unas dulzainas y el redoble de un tamborcillo anunciaron el paso de un sacerdote tocado con sombrero negro y una simple bolsa en una de sus manos en la que llevaba el viático para algún agonizante. Mucha gente que transitaba por la calle se iba sumando en silencio a la procesión detrás del religioso; los demás, los que no lo hacían, se descubrían, hincaban las rodillas en tierra y se santiguaban al paso de esta. A la altura de donde Blas se postró, se detuvo un coche tirado por dos mulas. Tres caballeros bien vestidos se apearon y ofrecieron el carruaje al sacerdote, que subió. Los caballeros engrosaron la comitiva y siguieron a pie al Santísimo tan pronto como un monaguillo indicó al cochero la dirección del moribundo y este arreó a las mulas.

Blas permaneció de rodillas mientras la procesión discurría por delante de él.

—La esposa de Rodilla —murmuró el otro alguacil, que había venido a arrodillarse a su lado—. El contador de la congregación de Nuestra Señora de la Esperanza, ¿lo conoces? Está muy mal.

Blas negó con la cabeza; sus pensamientos estaban en otro lugar.

—Sí, hombre —insistió José—, uno de los hermanos de la ronda del pecado mortal.

—¡Ah! —se limitó a asentir el otro.

Debía de conocerlo; más de una noche se había cruzado con aquellos hermanos de la congregación que recorrían las calles de Madrid limosneando y llamando al orden a los ciudadanos promiscuos, tratando de interrumpir con su presencia, sus cánticos y sus plegarias las indecentes relaciones carnales, advirtiendo a unos y otras de que se hallaban en grave pecado y de que si la muerte les llamaba en aquel momento…

Seguro que conocía a Rodilla, como muchos de los que andaban tras el cura y se apretujarían en la habitación de la enferma mientras este la auxiliaba. «El rito de la muerte», pensó. ¡Hasta el rey había llegado a ceder su carruaje al viático y continuado a pie tras él! De lo que Blas no tenía constancia era de si su majestad había entrado en la habitación del moribundo después de rendir homenaje al Santísimo. Él, por razón de su cargo, sí lo había hecho en varias ocasiones: protestas de fe y actos de contrición que los sacerdotes arrancaban del enfermo para ayudarle a bien morir a costa incluso de su precaria salud; salmos penitenciales; jaculatorias; letanías; plegarias a los santos… Un despliegue de oraciones para cada uno de los instantes de la agonía que los dolientes acompañaban con su compasión, hasta que algún indicio —quizá ojos de espanto en quien ve acercarse a la muerte, tal vez un balbuceo incomprensible, un espumarajo en la boca o convulsiones incontrolables— señalaba la presencia del demonio. Entonces el sacerdote rociaba lecho y habitación entera con agua bendita y, ante el terror de quienes lo presenciaban, alzaba al Santísimo sobre su cabeza y se enfrentaba a Satanás.

—¿Necesitas que te ayude en tu mandado? —interrumpió sus pensamientos el alguacil del Barquillo.

Ambos se levantaron y limpiaron de tierra sus medias a manotazos. Blas no necesitaba ayuda. Ni siquiera quería que el otro supiese adónde se dirigía.

—Te lo agradezco, José, pero no es necesario. ¿Cómo van las cosas? —se interesó para no parecer descortés.

El otro bufó y se encogió de hombros.

—Ya puedes imaginar… —empezó a decir.

—Se te escapa la procesión —le interrumpió Blas—. No quisiera entretenerte.

José desvió la mirada hacia las espaldas que se alejaban por la calle de Hortaleza. Suspiró.

—Era una mujer piadosa la esposa del contador.

—Seguro que sí.

—A todos nos llegará la hora.

Blas no quiso entrar en aquella discusión y calló.

—Bien —añadió José tras un chasquido de su lengua—, ya nos veremos.

—Cuando tú quieras —accedió el otro en el instante en que José se dispuso a seguir los pasos del viático.

Esperó un instante y reinició su camino hasta discurrir por delante de la casa de recogidas de Santa María Magdalena: de su iglesia había partido el viático, de allí partía también la ronda del pecado mortal. Aminoró el paso y hasta golpeó con cierta preocupación su vara sobre la tierra. La muerte que a todos llegaría, el pecado, el diablo al que los sacerdotes trataban de expulsar hicieron que dudase de lo que iba a hacer. Podía echarse atrás. Sonrió ante la idea de arrepentirse justo junto al lugar donde cerca de cincuenta mujeres de mala vida pero tocadas por la mano de Dios habían decidido voluntariamente recluirse bajo la advocación de María Magdalena para vivir en estricta clausura, rezar, disciplinarse y no abandonar el lugar de por vida si no era para abrazar la religión o casarse con aquellos hombres honestos que les procuraban los hermanos de la Esperanza.

¡Cien reales de vellón y cuatro libras de cera debían pagar las arrepentidas para ingresar en la casa de María Magdalena y encerrarse de por vida! Había que pagar para arrepentirse. Él ni siquiera disponía de esa cantidad. Así que no podía arrepentirse, concluyó encontrando cierta satisfacción en el argumento: los pobres no podían hacerlo. Además, tampoco quería renunciar a los dineros que esperaba obtener ese mismo día.

Siguió adelante, dobló a la derecha por la calle de los Panaderos y se dirigió a la de Regueros.

—Ave María Purísima —saludó tras abrir la puerta de una casita de un solo piso, encalada por fuera, limpia y aseada por dentro, con un huerto trasero, incrustada entre nueve viviendas similares.

—Sin pecado… —se oyó desde el interior—. ¡Ah! Eres tú —Una gitana joven y hermosa salió de una estancia interior. Detrás de ella asomó la cabeza de una niña.

—¿Pedro? —se limitó a preguntar el alguacil.

La muchacha se había vuelto a introducir en la habitación, no así la pequeña, que permanecía quieta, con los grandes ojos fijos en Blas.

—En el mesón —gritó la gitana desde la habitación en la que trasteaba—, ¿dónde si no?

El alguacil guiñó un ojo hacia la chiquilla, que ni siquiera mudó el semblante.

—Gracias —contestó con una mueca de decepción.

La niña ya no sonreía como antes, cuando vivía con su madre, en la calle del Amor de Dios. Blas lo intentó de nuevo con igual resultado. Frunció los labios, negó con la cabeza y se marchó.

La calle de los Regueros era una sola manzana que recorrió con unos cuantos pasos hasta el mesón en la esquina de San José y Reyes Alta, donde se abría un descampado que lindaba con la cerca de Madrid; allí se alzaban el convento de Santa Bárbara, los Mercenarios Descalzos y Santa Teresa, de religiosas carmelitas. Junto a ellos, la reina Bárbara de Braganza, esposa de Fernando VI, tan enfermiza como amante de la lectura, había mandado construir en 1748 un nuevo convento dedicado a la instrucción de niñas nobles bajo advocación de san Francisco de Sales. Se decía que la reina había destinado parte del edificio, el que miraba a los jardines, a residencia personal para refugiarse de la madrastra de su esposo, Isabel de Farnesio, y retirarse allí en caso de que el rey la premuriese, dado que carecían de descendencia y la corona pasaría a Carlos, hijo de Isabel, por aquel entonces rey de Nápoles. En 1750 se dio inicio a las obras; iba a ser el mayor y más fastuoso convento que nunca se había erigido en Madrid: junto a la nueva iglesia dedicada a santa Bárbara, se construía un colosal palacio con influencias francesas e italianas en el que se utilizaban los más ricos materiales. El conjunto estaría rodeado de jardines y huertas que se extenderían junto a la cerca, desde el prado de Recoletos y su puerta, hasta casi la de Santa Bárbara.

Esa primavera de 1754, Blas contempló la construcción, muy adelantada. La reina no había reparado en gastos. Más de ochenta millones de reales se decía que costaría la obra, aunque había también quienes lamentaban, y Blas era uno de ellos, que aquel dispendio se dedicase a mayor gloria y tranquilidad de la reina en lugar de a la construcción de una gran catedral. Alrededor de ciento cuarenta iglesias en las que diariamente se celebraba misa, treinta y ocho conventos de religiosos y casi otros tantos de religiosas, hospitales, colegios se hallaban encajonados entre las cercas que rodeaban Madrid… Sin embargo y pese a toda esa magnificencia religiosa, la mayor y más importante ciudad del reino carecía de catedral.

Blas se abrió paso por el interior del mesón a golpes de vara hasta que dio con Pedro, sentado a una mesa y bebiendo vino junto a varios chisperos que forjaban el hierro de aquella magna obra.

El gitano, siempre avizor, percibió la presencia del alguacil a medida que la gente se apartaba ante la vara. Algo importante sucedía para que Blas se presentara allí, tan lejos de su cuartel. Ambos se apartaron cuanto pudieron del bullicio.

—La han liberado —susurró el alguacil.

Pedro mantuvo la mirada en el rostro de su compañero; tenía los labios fruncidos, le rechinaban los dientes.

—¿Continúa contratada en el Príncipe? —preguntó tras unos instantes.

—No.

—Solamente puede darme problemas —comentó como para sí—. Hay que acabar con ella.

Blas estaba seguro de que esa iba a ser la reacción del gitano. Casi dos años junto a él habían sido más que suficientes para conocer su carácter. Violentas reyertas, venganzas con muertes incluidas. ¡Hasta había vendido a su propia esposa!

—¿Estás seguro? —dudó.

—Si la han soltado es para impedir un escándalo que salpique a algunos de los grandes. ¿Crees que a alguien le importará lo que le suceda a una puta borracha?

Todo había sucedido como supuso el gitano: arrastraron a Milagros fuera del tablado del Príncipe después de que el alcalde de comedias ordenara su detención. Los alguaciles la llevaron directamente a la cárcel de Corte, donde durmió la borrachera. A la mañana siguiente, excitada, nerviosa, intranquila por la falta de alcohol pero sobria, Milagros accedió a la sala de justicia.

—Pregunte su señoría al barón de San Glorio —se enfrentó al alcalde que presidía el juicio por escándalo y otra larga retahíla de delitos, después de que este iniciara el proceso interesándose por su nombre.

—¿Por qué debería hacerlo?

Al instante el alcalde se arrepintió de aquella pregunta espontánea, fruto del desconcierto ante el desparpajo de la gitana.

—Porque me violó —contestó ella—. Seguro que sabe mi nombre. Pagó mucho dinero por ello. Pregúntele a él.

—¡No seas impertinente! Nada tenemos que preguntarle al señor barón.

—Entonces hacedlo al conde de Medin…

—¡Cállate!

—O al de Nava…

—¡Portero! ¡Hazla callar!

—¡Todos ellos me forzaron! —logró chillar Milagros antes de que el portero de vara llegase hasta ella.

El hombre le tapó la boca. Milagros propinó una fuerte dentellada en su mano.

—¿Queréis que os diga cuántos más de vuestros aristócratas me han violado? —escupió, aprovechando que el portero había retirado la mano.

La última pregunta de la gitana flotó en la sala de justicia. Los tres alcaldes que la componían se miraron. El fiscal, el escribano y el abogado de pobres estaban pendientes de ellos.

—No —respondió el presidente—. No queremos que nos lo digas. ¡Se suspende la sesión! —resolvió acto seguido—. Llevadla a las mazmorras.

Varios días estuvo Milagros en la cárcel de Corte, los suficientes para que los alcaldes de sala consultaran con consejeros del rey y principales de la villa. Aunque algunos no estuvieron de acuerdo, la mayoría rechazó que ciertos apellidos ilustres se vieran mezclados en asunto tan desagradable. Al final, alguien llegó a sostener que el asunto salpicaba al propio rey, porque uno de sus consejeros era pariente de un implicado, así que se ordenó enterrar el asunto y Milagros fue puesta en libertad.

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