—Tienes mal aspecto, Milagros —comentó una vez la confitera al tiempo que servía un par de lenguas de gato del obrador—. ¿Te sucede algo?
El titubeo con el que ella acogió la observación fue interrumpido por Bartola.
—¡Preocúpate de tus asuntos, entrometida! —exclamó.
Había transcurrido mes y medio desde la noche en que fue forzada por el barón cuando Pedro la agarró del cabello y la sacó casi a rastras de la habitación. Abajo esperaban dos chisperos, algunos de los guitarristas que acostumbraban a acompañarlos a los saraos y un par de mujeres a las que no conocía y que la recibieron con indiferencia. Milagros no las identificó, no eran las bailarinas que la acompañaban a los saraos. Pedro había mencionado otra fiesta antes de empujarla escaleras abajo. ¿Quiénes eran aquellas mujeres?
Lo supo después de un rato de cantar y bailar para un reducido grupo de cinco aristócratas en otra gran casa señorial con su despliegue de muebles, alfombras y todo tipo de objetos. En cierto momento interrumpieron la actuación aplaudiendo enardecidos desde sus sillones. «El baile no ha terminado —se extrañó Milagros—. ¿Por qué aplauden?» Se volvió hacia las desconocidas que bailaban a su espalda: una de ellas lo hacía con los pechos descubiertos. Un sudor frío empapó todo su cuerpo. Balbució. Dejó de cantar y bailar, pero las otras continuaron al ritmo de la guitarra y de las palmas de los chisperos. La segunda abrió también su camisa y sus grandes pechos se mostraron bamboleantes. Se apartó de ellas en busca de un rincón.
—¿Qué puede importarte ya, puta? —le dijo Pedro, interponiéndose en su camino y empujándola al centro.
Un par de nobles acogieron la maniobra con vítores y carcajadas.
—¡Ahora tú, Descalza! —gritó otro.
Milagros se quedó quieta delante de ellos, el frenético rasgueo de la guitarra y las palmas de los chisperos tronaba en sus oídos. Intentó pensar, pero el barullo la abrumaba.
—¡Desnúdate gitana!
—¡Baila!
—¡Canta!
Las otras dos lo hacían de forma impúdica, ambas despojadas ya de todas sus ropas. Bailaron en torno a Milagros, tocándola, incitándola a sumarse a su desvergüenza. Trató de librarse de aquellas caricias repugnantes y apartó una mano que se había lanzado a su entrepierna. Otras hurgaron en sus pechos y en sus nalgas, tiraban de su camisa y de su falda mientras giraban y giraban para regocijo de los nobles. A su espalda, alguien la cogió de los codos y la inmovilizó. Milagros alcanzó a ver que se trataba de uno de los chisperos. Pedro, junto a él, rasgó la camisa de su mujer de un solo tajo con la navaja y tiró de la ropa, que fue separándose lentamente de su cuerpo, al ritmo de sus burlas. Milagros forcejeó y lanzó infructuosas dentelladas contra los brazos que la aprisionaban, pero su actitud solo consiguió excitar la lujuria de los nobles, que se acercaron para ayudar a Pedro cuando este se empeñó con la falda y con el resto de sus prendas hasta dejarla completamente desnuda. Ella, con el rostro anegado en lágrimas, intentó taparse con manos y brazos. No se lo permitieron: la empujaron y la golpearon mientras las dos mujeres continuaban girando en una danza vertiginosa, alzando los brazos sobre la cabeza para mostrar los pechos, dando golpes de cadera para exhibir su pubis. La tez oscura de la gitana destacaba entre la palidez de las otras y llamaba a la lascivia de los nobles, que se sumaron al baile con torpeza. Entonces las abrazaron, las manosearon y las besaron con Milagros como presa favorita.
Allí mismo, sobre las alfombras, los nobles fornicaron con las dos mujeres y luego, una, dos, tres veces… violaron a una Milagros cuyas súplicas y aullidos de dolor se perdieron entre el tañer de las guitarras y las palmas y los jaleos de Pedro y sus chisperos.
En cuántas ocasiones más la vendió Pedro a lo largo de casi un año? Bastantes, cinco más, ¿siete quizá? El gitano, consciente de que aquella situación estallaría en cualquier momento; de que los ricos madrileños prescindirían de la Descalza tan pronto como los rumores se extendieran en sus círculos de amistades y disfrutar de ella ya no constituyera un triunfo del que vanagloriarse ante los demás, la vendió al mejor postor.
María. La gitana buscó refugio en su hija, era todo cuanto tenía. Se abrazaba a la niña reprimiendo el llanto, susurrándole con voz rota canciones al oído, acariciando su cabello hasta que la pequeña caía dormida y ella la acunaba horas y horas.
Aprendió a acoger sus risas con fingida alegría y a atender sus juegos con ánimo, incluso aunque aquel día todavía sintiese el asqueroso roce de la sucia mano de un indeseable en su entrepierna, en sus pezones… o en sus labios. Al final, la mayoría de los nobles la montaban con violencia, cegados, gritando, mordiendo y arañándola. Era como si la apaleasen. Pero cuando trataban de convencerla, seguros de que sus caricias o sus palabras de amor podían torcer su voluntad como si fueran dioses, ella se sentía aún peor. ¡Canallas engreídos! Aquellos y no los violentos eran los recuerdos que Milagros llevaba consigo; solo la manita morena de María corriendo con torpeza por su rostro lograba atenuar sus amargas sensaciones. Milagros mordisqueaba sus deditos mientras la pequeña, riendo, presionaba sobre uno de sus ojos con los de la otra mano. Y ella buscaba una y otra vez el contacto de la suave piel de su hija, bálsamo donde los hubiere para la tristeza y la humillación que la abrumaban.
«Juro que morirás en vida.» Finalizaba el otoño cuando la amenaza de Pedro reventó en su cabeza después de que a su regreso del Príncipe llamara en repetidas ocasiones a su hija y no la vio correr hacia ella.
—¿Y la niña? —inquirió con recelo a Bartola.
—Con su padre —respondió la García.
—¿Cuándo la traerá?
La otra no contestó.
Al anochecer, Pedro compareció, solo.
—María no debe vivir con una puta —le contestó de malos modos—. Es un mal ejemplo para una niña tan pequeña.
—¿Qué…? ¿Qué quieres decir? No soy ninguna puta; tú lo sabes. ¿Dónde está María? ¿Dónde la has llevado?
—Con una familia temerosa del Señor. Allí estará bien.
El gitano contempló a su esposa: rozaba la desesperación y parecía querer quebrar sus dedos unos contra otros retorciéndolos entre sí, clavándose las uñas.
—Te lo ruego, no me hagas eso —imploró Milagros.
—Puta.
Ella cayó de rodillas.
—No me quites a mi hija —sollozó—. No lo hagas…
Pedro la contempló unos instantes.
—No mereces otra cosa —dijo él, interrumpiendo sus súplicas antes de dar media vuelta.
Milagros se agarró a su pierna y gritó, desgarrada.
—Haré lo que desees —prometió—, pero no me separes de mi niña.
—¿Acaso no haces ya lo que quiero?
Pedro luchó por librarse de su esposa, pero como no lo consiguió, la agarró del cabello y tiró de ella hacia atrás hasta que poco a poco, con el cuello torcido, Milagros fue soltando la pierna. Luego corrió tras él; Pedro la abofeteó en el descansillo hasta que ella se introdujo de nuevo en la casa.
A la mañana siguiente, un par de chisperos malcarados del barrio del Barquillo esperaban en la calle del Amor de Dios y escoltaron la silla de manos que fue a buscar a Milagros para llevarla al teatro. Luego remolonearon en la calle del Lobo y la del Príncipe hasta que terminó el ensayo. Por la tarde, durante la función, había otros dos tan hoscos como los primeros; Pedro disponía del suficiente dinero como para contratar a un ejército de chisperos.
Milagros trató de dar con María. No sabía dónde se encontraba, pero si localizaba a Pedro y lo seguía… Se movía por el Barquillo, tenía entendido. Una noche esperó hasta escuchar el rítmico respirar de la García en la habitación contigua y enfiló las escaleras tanteando las paredes con las manos. Bartola abrió un ojo al chirrido de la puerta, pero dio media vuelta en su jergón, sin preocuparse. Milagros no logró superar el rellano; en la oscuridad tropezó y cayó sobre un chispero que dormitaba en él.
—Tu esposo ha ordenado que si es necesario, te matemos —la amenazó el joven malcarado cuando ambos lograron levantarse—. No me lo hagas difícil, mujer.
La empujó al interior del piso. Desesperada, Milagros llegó a ofrecer su cuerpo al chispero de turno para que la ayudase a encontrar a su niña. El hombre, cínico, sopesó uno de sus pechos.
—No lo entiendes —arguyó mientras lo apretaba entre sus dedos—: no existe mujer que me tiente lo bastante para correr ese riesgo. Tu esposo es muy diestro con la navaja; ya lo ha demostrado en varias ocasiones.
Otro día llegó a arrodillarse a los pies de Bartola y suplicó, con el rostro surcado por las lágrimas. Lo único que obtuvo fueron insultos y recriminaciones:
—Nada de esto te sucedería si no te hubieras entregado al marqués, puta.
Prostituida a palos, privada de su hija, controlada allá donde fuera o estuviese, Milagros se transformó en una mujer vacía, derrotada, silenciosa, ajena a todo, de ojos hundidos en unas profundas cuencas que Bartola ni siquiera conseguía disimular cuando debía acudir al teatro.
—Manténgala bella y deseable, tía —le exigió Pedro cuando se enteró de que Milagros rechazaba la comida—. Aliméntela a la fuerza si es necesario; vístala bien; oblíguele a aprender las canciones. Tiene que continuar encandilando a la gente.
Pero la gitana García desesperaba. Cada vez que Pedro vendía a su esposa a alguno de aquellos nobles, le devolvía un despojo humano. Mordiscos, arañazos, moratones… y sangre; sangre en sus pezones, en su vagina y hasta en su ano. Bartola no gastaba en pócimas o remedios; se limitaba a lavar y tratar de esconder las heridas de una mujer trastornada. Odiaba la idea de curar a una Vega, pero tampoco deseaba enfrentarse a Pedro, y día tras día Milagros volvía al Príncipe, donde acabó pensando que podría encontrar refugio y consuelo; entonces se esforzaba por obtener el caluroso aplauso de su público, los halagos que brotaban espontáneamente desde el patio o los que le dirigían los hombres que se apelotonaban en la calle del Lobo a su paso en el interior de la silla de manos.
Sin embargo, cuando desde el tablado alzaba la vista hacia los aposentos y veía centellear las joyas y los adornos de los nobles, se distraía y pensaba que alguno de ellos la había forzado y que quizá en ese mismo momento estuviera alardeando de haberla poseído. Y la voz le flaqueaba hasta que volvía a pensar en el público del patio y la cazuela. Probablemente muchos no llegaban a percibirlo, pero ella sí, y también Celeste, y Marina, y los demás cómicos que aguardaban su turno para salir a escena tanto como la oportunidad de vengarse de aquella gitana, tenida por ellos por soberbia y egoísta, que los había excluido de los saraos que celebraban los poderosos.
Una tarde, mientras las afectadas voces de los demás cómicos declamaban los versos compuestos por Calderón para
El Tuzaní de la Alpujarra
, junto a los vestuarios, Milagros encontró una frasca que todavía contenía algo de vino. Recorrió con la mirada el espacio que se abría entre los vestuarios y el decorado tras el que se movía Celeste en su papel de doña Isabel. La presencia del apuntador, que por el lado del vestuario perseguía a la primera dama para recordarle los versos, no le preocupó: el hombre parecía bastante ocupado. Sin embargo, fueron las carreras del apuntador tras la cortina, linterna y libreto en mano, las que le impidieron percatarse de la presencia de un instrumentalista de viola de gamba que permanecía junto al cortinaje que escondía a la orquesta.
—Bebió con desesperación… de la misma frasca —contó luego el músico a todo aquel que quiso escucharle—. Estuvo a punto de caer de espaldas de tanto como torció el cuello para meterse hasta la última gota.
¿Qué le importaba a Milagros quién era el que, a partir de entonces, le dejaba cada día una frasca de vino en el vestuario? Quizá el propio don José, pensó, porque ella misma sentía que cantaba mejor y se movía con mayor soltura por el tablado, despreocupada de los aposentos y los hombres que los ocupaban. «Olvidar», se repetía la gitana a cada trago, hasta que el rostro de su pequeña se difuminaba en alcohol.
Bartola no tardó en percatarse del estado en que Milagros regresaba del Príncipe; también los chisperos: las dos buenas frascas de vino sin aguar les obligaban a sostenerla cuando se apeaba de la silla de manos.
—¿Y qué quieres que hagamos? —se defendieron ante Pedro—. Le dan de beber en el teatro.
La vieja García estaba hastiada de aquella vida, más desde que ya no estaba la niña. Solo las obligaciones de Milagros en el Príncipe los retenían en Madrid. Añoraba Triana. Pedro ya casi solo ponía los pies en la casa de la calle del Amor de Dios cuando iba a por los dineros que Milagros ganaba en el teatro.
—¡Ya no hay quien pague por ella! —le confesó un día el gitano al tiempo que apartaba unas monedas para que ellas pudieran seguir viviendo—. Gana más cantando y bailando que si la prostituyese en las calles… y me es más cómodo —añadió con una mueca de cinismo.
—Pedro —arguyó Bartola—, va a hacer dos años que estamos en Madrid y a lo largo de este último has ganado mucho dinero con la Vega. ¿Por qué no volvemos ya a Triana?
El gitano se llevó la mano al mentón.
—¿Y qué hacemos con ella? —preguntó.
—Va a durar poco —contestó la otra.
—Pues mientras dure, la aprovecharé —sentenció.
Bartola no lo pensó dos veces: ella se ocuparía de que no durase mucho. Un día, a expensas de la comida, compró un cuartillo de vino y lo dejó en la cocina. Otro llevó aguardiente. Y mistela. Tampoco faltó el especiado hipocrás a base de aguardiente o vino, azúcar, clavo, jengibre, canela…