La reina descalza (36 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

BOOK: La reina descalza
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17

La vieja María sintió la amenaza del invierno que viajaba en las nubes de finales de octubre de aquel año de 1749 cuando se frotó las manos y sus dedos agarrotados se trabaron entre ellos; empezaban a dolerle. Habían hecho alto, ya casi anochecido, en lo que a la curandera le pareció un lugar recóndito y apartado del camino que llevaba de Trigueros a Niebla, entre los escasos matorrales y pinos que se podían encontrar en aquella zona, y al que les había conducido Santiago Fernández, el jefe de una familia de casi dos docenas de miembros. Santiago conocía la zona al detalle, como debía hacer todo patriarca de un grupo de nómadas.

María apretó los dedos para desentumecerlos. Todo estaba perfectamente planificado, como cada vez que hacían noche en algún nuevo paraje: los hombres desguarnecían y trababan las caballerías, los chiquillos corrían de aquí para allá en busca de ramas secas para hacer fuego, y las mujeres, hacia las que se encaminó la anciana, instalaban con habilidad las tiendas que les servirían de cobijo durante la noche, unas con telas atadas a estacas hundidas en la tierra, otras simplemente a arbustos o árboles. Aquella noche, sin embargo, todos parecían tener más prisa de la acostumbrada y trabajaban entre bromas y risas.

—¡Quite, quite! Usted a sus hierbas —le dijo Milagros cuando María trató de ayudarla con unas cuerdas—. ¡Cachita! —gritó entonces sin hacer el menor caso a la anciana—, cuando puedas ven a clavar esta estaca más profunda, no sea que el diablo estornude esta noche y nos vuele la tienda.

—¡Cachita, primero te necesito yo! —se escuchó de boca de otra mujer.

María buscó a su amiga en el pequeño claro en el que se habían detenido. Cachita aquí, Cachita allá. Y ella iba y venía. Superados los primeros recelos, las mujeres gitanas habían encontrado en la fuerte y siempre bien dispuesta Caridad una ayuda inestimable para cualquier tarea.

La anciana permaneció junto a Milagros.

—Aparte —la regañó de nuevo la muchacha al intentar desplazarse al otro costado de lo que ya tomaba forma de una tienda irregular, como la tela que habían conseguido, plana, de muy poca altura, la imprescindible para que las tres mujeres pudiesen cobijarse bajo ella—. ¡Cachita —volvió a gritar Milagros—, la primera soy yo!

María observó que Caridad se detenía entre las tiendas a medio montar y los chiquillos que amontonaban leña y rastrojos.

—Morena —dijo la otra mujer que la había llamado—, si no me ayudas a mí te robaré tu precioso vestido colorado.

Caridad dio un manotazo al aire y se dirigió hacia la mujer que la había amenazado. Milagros soltó una carcajada. «¡Cuánto ha cambiado todo!», pensó María al alegre sonido de la risotada de la muchacha. Domingo, el herrero ambulante, se había prestado a acompañarlas a tierra llana hasta encontrar a Santiago y su gente. El hombre no tenía que desviarse en exceso de su trayecto al Puerto de Santa María, y tampoco tenía prisa por entregarse a los payos, les confesó con tremenda congoja.

Hacía dos meses que se habían unido a Santiago y los suyos, y no habían sido los primeros. Un primo Vega, su esposa y un pequeño de dos años que habían logrado escapar de la gitanería lo habían hecho antes que ellos, dejando atrás, no obstante, otra hija de cuatro que se había deslizado de brazos de su madre durante la frenética huida; mil veces había escuchado María los llantos y las excusas con las que el joven matrimonio pretendía liberarse de la culpa que les perseguía por ello. Dos muchachos de Jerez y una mujer de Paterna completaban la lista de refugiados en la tribu de los Fernández.

A lo largo de esas semanas la anciana había presenciado la transformación de Milagros, aunque todavía reprimía sus sollozos las noches en las que no caía rendida. Eso era bueno, pensaba la curandera. «¡Llora! —la animaba en silencio—, jamás olvides a los tuyos.» Con todo, la trashumancia parecía haber cambiado el carácter de la muchacha; su personalidad había estallado, como si su vida en la gitanería la hubiera mantenido dormida. «Bendita libertad», mascullaba la anciana cuando la veía correr, o cantar y bailar por las noches alrededor del fuego en un campamento como el que en ese momento estaban montando. Durante el día, atareada con el trajín propio de los gitanos, el rostro de Milagros solo se ensombrecía cuando los caminantes con los que se cruzaban o los vecinos de los pueblos no sabían darle noticia de la suerte de los gitanos detenidos, como si no concedieran la menor importancia a tales malnacidos. En cuanto a Melchor, Santiago había prometido a Milagros hacer cuanto estuviera en su mano para tener nuevas de él.

La vida era dura para los gitanos. Vender las cestas y cacharros que colgaban de mulos y caballos; procurarse la comida del día, comprándola cuando disponían de algún dinero o hurtándola cuando este no existía; un fandango o una zarabanda en un mesón o en la confluencia de dos calles por unas monedas; decir la buenaventura; trapichear con cuanto encontraban por los caminos, permanentemente pendientes de alcaldes y corregidores, justicias y soldados, comprando voluntades; siempre dispuestos a levantar el campamento y emprender la huida… ¿con qué destino y hasta cuándo?

—¿Ves allí, niña? Ese es nuestro rumbo —le había dicho Santiago a Milagros mientras mostraba a la joven la línea del horizonte sin señalar nada en concreto—. ¿Hasta cuándo? ¡Qué más da! Lo único que importa es este instante.

Solo bajo la tienda, por la noche, rodeada por los ruidos del campo, Milagros recordaba, miraba al incierto futuro y no podía contener las lágrimas, aunque durante el día intentaba vivir como le había enseñado Santiago y como, se dio cuenta, hacía el abuelo.

Esa noche estaban a menos de una legua de la villa de Niebla, montando su nuevo campamento entre risas, chanzas y gritos. Milagros se esforzaba por tensar al máximo la tela de la tienda para que el viento, el estornudo del diablo, no la levantase durante la noche, la vieja María paseaba su mirada de aquí para allá, y Cachita corría de un lado para otro ayudando a todos hasta que un revuelo entre los hombres llamó su atención: dos de ellos habían agarrado a un carnero que habían robado en el pueblo de Trigueros, y Diego, uno de los hijos de Santiago, se dirigía hacia él con una barra de hierro en la mano. El animal ni siquiera tuvo tiempo de balar: un contundente y certero golpe en la testuz le hizo caer muerto.

—¡Mujeres! —gritó Santiago al tiempo que todos ellos se alejaban del cuerpo del carnero, como si hubieran dado por cumplido su cometido—. ¡Tenemos hambre!

Gazpacho y carnero asado sobre el fuego. Vino y pan duro. Sangre frita. Un pedazo de queso que alguien había mantenido escondido y que decidió compartir. Así transcurrió la primera parte de la velada, los gitanos saciándose alrededor de la hoguera, sus facciones rotas por el titilar de las llamas hasta que el rasgueo de una guitarra anunció la música.

Milagros se estremeció al oír los primeros acordes.

Varios de los gitanos, el viejo Santiago entre ellos, pusieron su mirada en la muchacha, incitándola; un par de gitanillas se apresuraron a cambiar de sitio y se sentaron en el suelo, junto a ella.

La guitarra insistió. Milagros carraspeó y luego respiró profundamente, varias veces. Una de las niñas que había corrido a su lado palmeó con descaro, acompasando su ritmo al del instrumento.

Y Milagros se arrancó con un largo y hondo quejido, el rostro congestionado, la voz quebrada y las manos abiertas frente a sí, en tensión, como si fuese incapaz de alcanzar con su voz todo aquello que pretendía transmitir.

El frenesí se adueñó de aquel claro rodeado de matorrales bajos y pinos: las sombras de figuras de hombres y mujeres que danzaban recortadas contra el fuego en confusos movimientos, las guitarras llorando, las palmas resonando contra los árboles y los cantes arañando sentimientos encogieron el corazón de Caridad.

—Lo has conseguido, morena —susurró junto a su oreja la vieja María, sentada a su vera, adivinando qué era lo que rondaba la cabeza de la otra.

Caridad asintió en silencio, con los ojos clavados en Milagros, que se contorsionaba voluptuosamente en una danza frenética; en algunos de aquellos movimientos lujuriosos reconoció todo lo que durante esos meses le había estado enseñando.

—Enséñale a cantar —le había propuesto un día la curandera, nada más unirse a la partida de Santiago, señalando con el mentón a una Milagros mustia que caminaba con el grupo arrastrando los pies.

Caridad contestó a la propuesta con un gesto de sorpresa.

—A Melchor le gustaba cómo lo hacías y, tal como está, a la muchacha le vendría bien aprender.

Caridad se perdió unos segundos en el recuerdo de Melchor, en aquellas noches placenteras… ¿Dónde estaría ahora?

—¿Qué contestas? —insistió la anciana.

—¿Qué?

—Que si le enseñarás.

—No sé enseñar —se opuso Caridad—, ¿cómo…?

—Pues inténtalo —zanjó la curandera, sabedora ya de que la otra solo atendía a los imperativos.

Por su parte, Milagros se limitó a encogerse de hombros ante el proyecto de María, y desde aquel día, a la menor oportunidad, la vieja curandera arrastraba a las dos lejos del grupo, en busca de algún lugar apartado para cantar y bailar. Los primeros días los gitanillos de la partida las espiaban, pero pronto comenzaron a participar.

«Guineos, cumbés, zarambeques, zarabandas y chaconas», le explicaron las gitanas a Caridad el primer día, después de que Milagros bailara alguna de ellas a desgana con el único acompañamiento del difícil palmeo de una curandera con los dedos atrofiados. Se trataba de danzas y cantos de negros, traídos a España por numerosos esclavos. Las letras de las canciones nada tenían que ver con las que se cantaban en Cuba, pero Caridad creyó encontrar en ellas los bailes africanos que tan bien conocía.

Caridad no escondió su confusión a las gitanas, los brazos caídos a los costados.

—¡Venga! —la instó María—. ¡Muévete tú ahora!

Hacía tiempo que no bailaba, le faltaban los tambores y los demás esclavos. Sin embargo, paseó la mirada por los alrededores: estaban en el campo, a cielo abierto, rodeadas de árboles. No se trataba del exuberante monte cubano, con sus jagüeyes y sus sagradas ceibas y palmas reales, donde residían los dioses y los espíritus, pero… todo el monte era sagrado. Matorrales y hierbas, hasta el más pequeño de sus tallos, escondía algún espíritu. Y si eso sucedía en Cuba y en las demás islas, en toda África, en Brasil y en muchos otros lugares, ¿por qué iba a ser diferente en España? Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Caridad cuando comprendió que allí también estaban sus dioses. Giró sobre sí misma y los percibió en la vida y en la naturaleza que la rodeaba.

—¡Morena…! —empezó a recriminarla la vieja María, impaciente, pero Milagros la acalló poniendo con suavidad una mano en su antebrazo: intuía la transformación que se estaba produciendo en su amiga.

«¿En cuál de estos árboles se hallará Oshún?», se preguntó Caridad. Deseaba sentirla otra vez dentro de sí, ¿sería posible que la montase? Bailar. Lo haría. «Pero el monte es sagrado —se dijo—, al monte se acude con respeto, como a las iglesias.» Necesitaba una ofrenda. Se volvió hacia las gitanas y echó mano de su hatillo, a los pies de María. Bajo la atenta mirada de las otras dos rebuscó en su interior, tenía… ¡Ahí estaba! El resto de un cigarro que les había regalado uno de los gitanos. Se alejó y entre unos pinos alzó la mano con el cigarro en ella.

—¿Qué va a hacer? —susurró María.

—No lo sé.

—Necia —volvió a susurrar la curandera al ver que Caridad deshacía el cigarro entre sus dedos y el tabaco picado volaba—. Era el único cigarro que teníamos —se quejó.

—Calle.

Luego la vieron rebuscar entre los árboles, hasta que volvió a ellas con cuatro palos en las manos. Entregó dos a Milagros.

—Escuchad —les pidió.

Y golpeó los palos entre sí en el ritmo más sencillo que podía recordar: el de clave; tres golpes espaciados y dos seguidos, así una y otra vez. En un par de ejecuciones, Milagros se sumó al golpeteo. Caridad ya movía los pies cuando le ofreció sus palos a María, que los cogió y empezó a entrechocar a su vez.

Entonces, aquella que había sido esclava cerró los ojos. Era su música, diferente a la gitana o a la española, que tenían melodía. Los negros no la buscaban: cantaban y bailaban sobre la simple percusión. Caridad, poco a poco, fue confundiendo aquellos sencillos golpes de clave con el retumbar de los tambores batás. Entonces buscó a Oshún y bailó para la orisha del amor, entre sus dioses, sintiéndolos, en presencia de dos gitanas asombradas, los ojos tremendamente abiertos ante los frenéticos e impúdicos movimientos de aquella mujer negra que parecía volar sobre sus pies.

Un par de días más tarde, con dos gitanillas de las que espiaban entrechocando las claves, Milagros había empezado a imitar a Caridad en sus bailes de negros.

Más difícil fue que la muchacha cantase.

—No sé hacerlo —se lamentó Milagros.

Las tres estaban sentadas en círculo en el suelo, bajo un pino; el atardecer impregnando de tristeza campos y bosques.

—Enséñale —le ordenó la vieja a Caridad.

Caridad titubeó.

—¿Cómo quiere que lo haga? —salió en su defensa Milagros—. Para aprender sus bailes solo tengo que fijarme y repetir lo que hace, pero si digo que no sé cantar es porque me fijo en cómo lo hacen los que saben y, cuanto más me fijo, más sé que no sé.

El silencio se hizo entre las tres. Al final, María abrió sus manos, como cediendo; con el baile ya había conseguido que la muchacha se distrajese. Ese era su objetivo.

—Yo tampoco sé cantar —terció entonces Caridad.

—El abuelo dice que lo haces muy bien —la contradijo Milagros.

La otra se encogió de hombros.

—Todos los negros cantamos igual. No sé…, es nuestra forma de hablar, de quejarnos de la vida. Allí, en las plantaciones, mientras trabajábamos, nos obligaban a cantar para que no tuviésemos tiempo de pensar.

—Canta, morena —le pidió la anciana tras un nuevo silencio.

Caridad recordó a Melchor con nostalgia, cerró los ojos y cantó en lucumí, con voz profunda, cansada, monótona.

Las gitanas la escucharon en silencio, cada vez más encogidas en sí mismas.

—Hazlo tú ahora —le rogó la vieja María a Milagros cuando Caridad puso fin a su murmullo—. Hazlo, niña —insistió cuando esta trató de oponerse.

La anciana no quería hablarle del dolor. Tenía que encontrarlo ella sola. ¿Qué eran sino cantos de angustia las deblas, los martinetes o las quejas de galera? ¿Quién se atrevía a negar que el gitano pertenecía a un pueblo tan perseguido como podía serlo el negro? ¿Acaso aquella niña no había sufrido bastante?

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