—¿Afligido? —le preguntó el predicador entre canto y canto, consciente del dolor del otro.
—Inmensamente gozoso por la oportunidad de servir a Dios que me ha concedido vuestra reverencia —mintió fray Joaquín.
El fraile, satisfecho, alzó la voz para entonar el siguiente cántico mientras la mente de fray Joaquín se volcaba, una vez más, como venía haciéndolo desde el día posterior a la gran redada, en Milagros. ¡Tendría que haberla acompañado! Milagros iba a enfrentarse al Andévalo hasta llegar a Barrancos. ¿Dónde estaría ahora? Temblaba al pensar en el destino que podía haber sufrido la muchacha a manos de los soldados o de los bandoleros que poblaban aquellas tierras sin ley. La bilis regurgitó en su boca ante la sola imagen de Milagros en manos de una cuadrilla de desalmados.
Mil preguntas punzantes y desazonadoras como esas le habían venido acechando desde el mismo momento en que la espalda de Milagros se perdió más allá de donde alcanzaba su visión. Quiso correr tras ella. Dudó. No se decidió. Perdió la oportunidad. Y de vuelta a San Jacinto se sumió en la melancolía; vivía distraído, inquieto, desconsolado. Milagros no desaparecía de su mente y, por fin, decidió dirigirse al prior para renunciar a los votos.
—¡Por supuesto que tiene sentido que continúes en la orden! —le contradijo este después de que fray Joaquín confesase sus culpas y sus dudas—. Pasará. No eres el primero. Grandes hombres de la Iglesia han cometido mayores errores que el tuyo. No has tenido contacto carnal con ella. El tiempo y santo Domingo te ayudarán, Joaquín.
Con todo, el prior de San Jacinto encontró una solución para aquel espíritu que vagaba por el convento y que, perdido su vigor, impartía las clases de gramática a los niños sin convicción alguna. Fray Joaquín necesitaba un revulsivo, pensó el prior. La solución apareció cuando se enteró de la muerte del compañero de don Pedro de Salce, el más célebre de los misioneros que andaban las tierras del reino de Sevilla predicando el evangelio y la doctrina cristiana. El prior se movió en el arzobispado para que fray Joaquín, también ilustre por sus sermones, fuera nombrado su nuevo compañero. No le costó conseguirlo; tampoco le costó convencer al fraile para que aceptara el nombramiento.
Fray Pedro de Salce y fray Joaquín se dirigían a Osuna. Antes de elegir un pueblo, el experto sacerdote estudiaba aquellos lugares que no habían sido evangelizados durante los últimos años; Osuna y sus cercanías reunían esas características. Tardaron tres días en llegar, y se aproximaron cuando ya había anochecido. Las siluetas de las casas, en el más absoluto de los silencios, se dibujaban a la luz de la luna. Fray Joaquín estaba cansado, y don Pedro se detuvo. El joven se disponía a preguntarle dónde dormirían cuando vio que los hermanos que tiraban de las mulas se habían puesto a revolver en las alforjas.
—¿Qué…? —se extrañó fray Joaquín.
—Tú sígueme —le interrumpió el misionero al tiempo que se revestía con una casulla y le apremiaba a que hiciera lo propio.
Ensamblaron una gran cruz que llevaban desmontada y que fray Pedro ordenó portar a fray Joaquín. Los legos prendieron dos hachas de esparto y alquitrán que ardieron con un humo más negro que la noche, y de tal guisa, el sacerdote armado con una campana en su mano derecha, se encaminaron al pueblo.
—¡Levantaos, pecadores!
El grito de fray Pedro quebró el sosiego a la altura de la primera puerta. Fray Joaquín se quedó pasmado ante la dureza de una voz que durante tres días de camino, casi sin cesar, había estado susurrando salmos, cánticos, oraciones y rosarios.
No parecía que fueran a descansar. Fray Joaquín se resignó mientras el predicador le conminaba a levantar la cruz.
—Elévala, muéstrasela a todos —añadió haciendo sonar la campana—. ¡Ni el adúltero, ni el joven que tiene feos pecados han de entrar en el reino de los cielos! —gritó después—. ¡Levantaos! ¡Seguidme a la iglesia! ¡Acudid a escuchar la palabra del Señor!
Invocaciones y convocatorias a gritos; amenazas de fuego eterno y todo tipo de males a quienes no les siguieran; el tañido de la campana en manos de don Pedro; la gente que salía de sus casas o se asomaba a los balcones, aturdida, sorprendida; la campana de la iglesia, que el párroco se apresuró a hacer tañer tan pronto como escuchó la llamada a misiones; aquellos que ya se habían sumado a la procesión, descalzos, mal vestidos o cubiertos con mantas mientras los frailes, la cruz en alto entre los hachones de los hermanos legos, recorrían las calles de una Osuna sumida en el caos más absoluto.
—¡Vecinos de Osuna: Yo os he llamado, os dice el crucificado —gritaba fray Pedro señalando a la cruz—, y no me habéis atendido; habéis despreciado mis consejos y amenazas, pero yo también me reiré de vosotros cuando la muerte os alcance!
Y las gentes se hincaban de rodillas para santiguarse repetidamente y suplicar perdón también a voz en grito. Fray Pedro los reunió a todos en la iglesia, y allí, tras una fervorosa prédica y el rezo de avemarías, anunció el inicio de una misión que se prolongaría durante dieciséis días. Ni el párroco ni el cabildo podían oponerse, pues portaban patente del arzobispo. El sacerdote ordenó que antes de iniciarse la misión tañese la campana de la iglesia durante media hora y que las autoridades emplazasen a los habitantes de los pueblos de los alrededores para que dejaran sus tierras, oficios y labores y, guiados por sus párrocos, acudieran a la llamada del Señor.
Se trataba, como aquella misma noche explicó fray Pedro a fray Joaquín, de sorprender a la ciudadanía en la noche y atemorizarla para que acudiese a las misiones. Los rumores, que él mismo u otros como él habían sembrado desde el púlpito a lo largo de los años, corrían entre las gentes humildes y analfabetas: un zapatero que murió por no seguir a los misioneros; una mujer que perdió a su hijo; otro cuya cosecha se malogró mientras que aquel que había cumplido y la dejó en manos de Dios vio cómo prosperaba a su regreso.
—¡Son pecadores! Hay que herirlos —le adoctrinaba el sacerdote después de escuchar los civilizados sermones de fray Joaquín—. El miedo al pecado y al infierno tiene que asentarse en sus almas.
Y fray Pedro lo conseguía, ¡vaya si lo conseguía! Aquellas pobres almas abandonaban sus quehaceres durante más de dos semanas para acudir cada día a misa a escuchar sus prédicas. Y los de los pueblos de los alrededores recorrían leguas de distancia y entraban en el pueblo escogido ordenados en procesión y cantando el rosario tras sus respectivos párrocos.
Durante esas semanas se celebraban misas diarias, sermones en las iglesias, en las calles y en las plazas, y procesiones generales, con cánticos y rezos a las que concurrían miles de personas y que culminaban con la procesión de penitencia, perfectamente ordenada: primero los niños de todos los pueblos con sus maestros, llevando a un Niño Jesús en andas y seguidos de los hombres sin traje especial para la procesión. Tras ellos los nazarenos con túnicas blancas, moradas o negras, una simple sábana cubriendo a quien no disponía de túnica, con cruces a cuestas, coronas de espinas en la cabeza y sogas al cuello; les seguían quienes envolvían sus cuerpos en zarzas, se desplazaban de rodillas o incluso arrastrándose por los suelos; luego los aspados, con los brazos en cruz atados a palos; los de la «disciplina seca», entre los que se encontraban hasta niños de diez años que castigaban sus espaldas con cuerdas de cinco lenguas, y entre estos y por delante del clero, las autoridades, las mujeres y el coro que cerraban la procesión, los disciplinantes de sangre, aquellos que se arrancaban la piel a latigazos.
Con anterioridad a esa excelsa manifestación pública de contrición, los misioneros habían ido preparando a los fieles. Mediado el tiempo de la misión, y con el sentimiento de culpa de las gentes exacerbado por las prédicas, la campana de la iglesia llamaba a disciplina por las noches y los hombres acudían al templo. Una vez se hallaban todos en su interior, se cerraban las puertas y fray Pedro subía al púlpito.
—¡No es suficiente con que vuestros corazones se arrepientan! —advertía a gritos durante el sermón—. Es necesario que vuestros sentidos también sufran, porque si dejáis al cuerpo sin castigo, las tentaciones, las pasiones y los malos hábitos os llevarán de nuevo al pecado.
Cuando el sacerdote finalizaba su arenga, hacía sonar una campanilla para indicar que se iban a apagar las velas y hachones que iluminaban la iglesia, momento en que fray Joaquín, como los centenares de hombres que se arracimaban en el templo, se desnudaba. «Los religiosos debemos dar ejemplo», le exhortaba fray Pedro. Ya en la oscuridad, la campanilla repicaba tres veces y el sonido de los golpes de las correas y los látigos sobre las carnes se mezclaba con el miserere entonado por el coro en siniestra ceremonia.
En la oscuridad, tremendamente turbado por el sonido de los latigazos y los lamentos de los congregados, por el miserere incitándolos al arrepentimiento, por la potente voz de fray Pedro llamándolos a expiar sus pecados por encima de todos aquellos sonidos, fray Joaquín apretaba los dientes y castigaba sus carnes con dureza ante el rostro de una Milagros que se le aparecía luminoso, fantasmagórico. Pero cuanto más se flagelaba, más le sonreía la muchacha, y le guiñaba un ojo o se burlaba de él sacándole la lengua con picardía.
Después de abandonar San Jacinto sin que el portero quisiera decirles dónde estaba fray Joaquín, María no consiguió retener a Milagros más que un par de horas recogiendo hierbas. Noviembre no era buena época, aunque encontraron romero y bayas secas de saúco; en cualquier caso, pensó la curandera, nada bueno les proporcionaría la madre tierra con una de ellas rezumando odio, renegando y llorando, pues la muchacha saltaba del dolor y el llanto a los insultos a la Iglesia, a Jesucristo, a la Virgen y a todos los santos, al rey, a los payos y al mundo entero. La vieja sabía que no era esa la disposición con la que había que acercarse a la naturaleza. Las enfermedades las originaban los demonios o los dioses, por lo que no había que contrariar a los espíritus de la tierra que les procuraban los remedios contra la voluntad de aquellos seres superiores.
No logró que Milagros cambiase de actitud. Las dos primeras ocasiones en que le llamó la atención, la muchacha ni siquiera le contestó.
—¿Qué me importan a mí los espíritus y sus malditas hierbas! —saltó la muchacha la tercera vez que la vieja la regañó—. ¡Pídales que liberen a mis padres!
Caridad se santiguó varias veces ante aquella afrenta a la naturaleza; María decidió que regresaran a Triana.
Ya en el arrabal, sin embargo, se preguntó si no hubiera sido preferible permanecer en los campos, aun a riesgo de ofender a los espíritus.
—¿Si sé de tu madre? —repitió Anunciación, una Carmona con la que se toparon en el patio del corral de vecinos, junto al pozo.
Antes de contestar, la gitana interrogó a María con la mirada. La anciana asintió: cualquier cosa que significara aquella mirada, un día u otro la muchacha se enteraría.
—La detuvieron y encarcelaron por sedición al llegar a Málaga. A las demás nos recluyeron en el arrabal, en un barrio cerrado y vigilado. —Anunciación calló unos instantes, bajó la mirada al suelo, suspiró como tomando fuerzas y volvió a alzarla para enfrentarse a Milagros—. La vi un mes antes de que me liberaran: la habían azotado…. ¡no mucho! —añadió rauda ante la expresión aterrorizada de Milagros—, veinte o veinticinco azotes tengo entendido. Le… le habían rapado el cabello. La llevaron con nosotras y la metieron en el cepo durante cuatro días.
Milagros cerró los ojos con fuerza en el intento de espantar la imagen de su madre en el cepo. María, sin embargo, sí que la vio: la espalda sangrante, arrodillada en el suelo, con las muñecas y la garganta atrapadas entre dos grandes maderos con agujeros, la cabeza afeitada y las manos colgando por uno de los lados.
Un lamento agónico atronó el edificio. Milagros se llevó ambas manos al cabello y, mientras gritaba, se arrancó dos tupidos mechones. Cuando iba a repetirlo, como si pretendiese acompañar a su madre en aquella vergüenza, la gitana Carmona se acercó a ella y le impidió continuar.
—Tu madre es fuerte —le dijo—. Nadie se burló de ella en el cepo. Nadie la escupió ni la golpeó. Todas… —se le atragantó la voz—, todas la respetamos. —Milagros abrió los ojos. La gitana soltó las manos de la muchacha y llevó un dedo a su rostro para recoger una lágrima que corría por su mejilla—. Ana no lloró pese a que muchas lo hicimos en su compañía. Siempre se mantuvo firme, con los dientes apretados en cuantas ocasiones estuvo presa en el cepo. ¡Nunca se escuchó un lamento de su boca!
Milagros se sorbió la nariz.
Anunciación calló que a menudo la amordazaban.
—¿En cuantas ocasiones la castigaron? —terció María, extrañada.
—Bastantes —reconoció Anunciación. Entonces apretó los labios como en una media sonrisa y dio un ligero golpe al aire con la cabeza—. No sería extraño que ahora mismo volviese a estar en el cepo. —Incluso Caridad se irguió al escuchar aquellas palabras—. Sí, se enfrenta a los soldados si se exceden con alguna mujer. Exige mejor y más comida, y que el cirujano acuda a tratar a las enfermas, y ropas que no teníamos y… ¡todo! No tiene miedo de nadie, nada la arredra. Por eso no es de extrañar que la castiguen con el cepo.
—¿No os dio ningún recado para la niña? —inquirió María tras un breve silencio.
—Sé que habló con Rosario antes de que nos liberaran.
María asintió con el recuerdo de Rosario en su mente: la esposa de Inocencio, el patriarca de los Carmona.
—¿Dónde está Rosario?
—En Sevilla. No tardará en regresar.
«Nunca olvides que eres una Vega.» Tal fue el escueto mensaje que le transmitió Rosario Carmona a la entrada del corral de vecinos que daba al patio del Conde, Rafael García. Casi todos los gitanos liberados habían vuelto ya al callejón de San Miguel y el Conde había convocado consejo de ancianos.
—¿Eso es todo? —se extrañó Milagros.
—Sí —contestó la vieja Carmona—. Piensa en ello, muchacha —añadió antes de darle la espalda.
Mientras la gente accedía al patio y pasaba por su lado, empujándola incluso, Milagros permaneció quieta. Trataba de entender las palabras de su madre. ¿Qué debía pensar? ¡Ya sabía que era una Vega! «Te quiero», le habría dicho ella, es lo primero que le habría hecho llegar. Le habría gustado…
—Lo encierra todo —escuchó decir a María, que la cogió del antebrazo y tiró de ella para separarla de la entrada.