—¿Qué?
—Que esas palabras encierran cuanto pudiera querer decirte tu madre: que eres una Vega. Que eres gitana, de una familia que se enorgullece de serlo, y que debes ser fuerte y valiente como ella. Que debes vivir como tal, como gitana y con los gitanos. Que debes luchar por tu libertad. Que debes respetar a los ancianos y cumplir su ley. Que…
—¿No me quiere? —la interrumpió Milagros—. No ha dicho que me quiera ni que me eche en falta… ni que le gustaría estar conmigo.
—¿Acaso hace falta que te lo diga, niña? ¿Lo dudas?
Milagros volvió la cabeza hacia la vieja María. Caridad escuchaba la conversación frente a las otras dos, ahora pegadas contra la pared de la casa del Conde mientras continuaba el desfile de hombres y mujeres.
—¿Por qué no? Sé que soy una Vega, ¿acaso hace falta que me lo recuerde?
—Sí, niña, pero eso, lo de que eres una Vega, podrías llegar a olvidarlo algún día. Por el contrario, el amor de tu madre te acompañará hasta la tumba, quieras o no. —La muchacha frunció el ceño, pensativa. María dejó transcurrir unos segundos y luego dijo—: Vamos dentro o nos quedaremos sin sitio.
Se sumaron a los gitanos que ya se acumulaban frente a la puerta y entraban poco a poco, apretujados.
—Tú, no —le advirtió la anciana a Caridad—. Espéranos en la casa.
El patio estaba lleno; las escaleras de acceso a los pisos altos estaban llenas; los corredores que daban al patio estaban llenos. Solo el círculo central, allí donde estaban sentados los ancianos presididos por el Conde, aparecía algo despejado. Tres sillas vacías daban fe de los que todavía permanecían en los arsenales. Cuando ya no cabía nadie más, algunos estaban incluso encaramados a rejas y ventanas, Rafael García dio inicio al consejo.
—Calculamos… —alzó una mano y esperó a que se hiciera el silencio—, calculamos —repitió entonces— que cerca de la mitad de los gitanos detenidos han sido puestos en libertad.
Un murmullo de desaprobación acogió sus palabras. El Conde volvió a esperar, paseó la mirada entre los asistentes y se topó con la vieja María y Milagros, que habían logrado colarse hasta las primeras filas. Señaló a la muchacha; el dedo en el que antes destacaba un imponente anillo de oro aparecía desnudo tras el embargo de bienes.
—¿Qué haces tú aquí? —Su voz acalló los comentarios que aún podían escucharse.
Muchos se volvieron hacia las mujeres; otros, desde atrás, preguntaron qué sucedía, y algunos se volcaron sobre las barandillas de los corredores para ver mejor.
—No puedes estar en el callejón —añadió.
Milagros se sintió empequeñecer y se arrimó todavía más a la anciana.
—Rafael —intervino María—, guarda tu rencor. ¿No crees que la situación lo merece? Los padres de la muchacha todavía están presos y…
—¡Y lo seguirán estando! —la interrumpió el Conde—. Por su culpa hemos sido detenidos y nos encontramos en esta situación, sin bienes, sin herramientas, sin comida ni dinero, sin… sin siquiera ropa. —El Conde mostró su camisa desharrapada estirando de ella con ambas manos. Los murmullos volvieron a elevarse—. Y todo por el empeño de los Vega y otros como ellos de no acercarse a los payos ni cumplir sus leyes.
—¡La única ley que hay que cumplir es la gitana, la nuestra! —chilló la curandera acallando a los demás.
Los gitanos debatieron consigo mismos: sentían que así debía ser, que siempre había sido así. ¡Eso era lo que todos ellos deseaban! Sin embargo…
—Dejadla. —Fue Rosario quien habló dirigiéndose a su esposo, el patriarca de los Carmona sentado a la izquierda del Conde—. Esa ley de la que habla María Vega es la que ha llevado a la madre de la muchacha a defendernos en Málaga. Y continuará haciéndolo, lo sé. —Luego Rosario buscó entre los presentes a Josefa Vargas, la madre de Alejandro, el joven que había perdido su vida por el capricho de Milagros—. ¿Qué dices tú? —le preguntó tras dar con ella entre los presentes.
La mujer habló lentamente, como si al tiempo de hacerlo reviviera la escena.
—Ana Vega se peleó con un soldado que se atrevió a tocar a mi hija. —Milagros notó cómo se le erizaba el vello y se le agarrotaba la garganta—. Le costó una paliza. No alcanzo a saber quién tiene razón sobre la ley que debemos cumplir, si los García o los Vega, pero dejad en paz a su hija.
—Así sea —añadió entonces el patriarca de los Vargas, el bisabuelo de Alejandro.
Aquellas palabras significaban el perdón de Milagros; nada podía hacer Rafael García. Cerca de él, la Trianera, su esposa, lo reprendió con la mirada. «Te lo había advertido», parecía decirle. El Conde titubeó unos instantes, pero retomó el hilo de la reunión.
—Yo sí sé qué leyes debemos cumplir. La gitana, por supuesto, la nuestra. ¡Nadie pondrá en duda la sangre de los García! —lo exclamó enfrentándose a María—. Pero también debemos cumplir la de los payos. Nada impide que lo hagamos. Sobre todo, debemos acercarnos a su iglesia, aunque sea engañándolos. Hemos pensado en ello —añadió señalando a los demás patriarcas—, y hemos decidido que debemos crear una cofradía…
—¿Una cofradía? —saltó una voz indignada.
—¡Han sido los curas los que nos han detenido! —gritó otro—. Son ellos quienes nos liberan o nos mantienen encarcelados.
María negaba con la cabeza.
—Sí —afirmó el Conde como si le contestara a ella directamente—. Una cofradía de penitentes. La cofradía de los gitanos. Igual que las de los payos, como la del Cristo del Gran Poder, la de las Cinco Llagas de Cristo o la del Santísimo Cristo de las Tres Caídas; como cualquiera de las muchas cofradías que salen en procesión en Semana Santa. No será fácil, pero tenemos que conseguirlo. Y todo eso —señalaba a María, que continuaba negando— sin dejar de cumplir nuestras leyes ni renunciar a nuestras propias creencias, ¿lo entiendes, vieja?
—¿Con qué dinero vamos a hacer todo eso? —preguntó un gitano.
—Las cofradías son muy caras —advirtió otro—. Hay que conseguir una iglesia que nos acepte, comprar las imágenes, cuidarlas, mantener velas y faroles, pagar a los curas… ¡Una procesión puede llegar a costar dos mil reales!
—Ese es otro tema —contestó el Conde—. No estamos hablando de fundarla ya. Nos llevará tiempo, años probablemente, además de que, tal y como están las cosas, hoy no nos la autorizarían. Y es cierto, no tenemos dinero. No nos van a devolver los bienes que nos embargaron.
El Conde aprovechó el discurso para dejar caer la noticia. Aquel era el verdadero motivo del consejo: los gitanos querían estar al tanto de las gestiones con el asistente de Sevilla. En esta ocasión se alzó un griterío de la concurrencia.
Rafael García y los demás patriarcas esperaron a que la gente se calmase.
—¡Recuperémoslos nosotros! —se escuchó al final.
—No. —Fue Inocencio, el jefe de los Carmona, quien se opuso—. Uno de nosotros ha acuchillado a un panadero de Santo Domingo porque no le devolvía dos mulas. Lo han encarcelado.
—No conseguiríamos nada —se lamentó el patriarca de los Vargas.
Rafael García volvió a tomar la palabra.
—Nos han amenazado con volver a encerrarnos en La Carraca si reclamamos nuestros bienes.
—¡Pero el rey ha dicho…!
—Cierto. El rey ha dicho que nos los devuelvan. ¿Y? ¿Piensas ir a reclamárselos?
Los gitanos volvieron a discutir entre sí.
—¿Esa es la ley que pretendes que acatemos, Rafael García? —fue la voz de María la que se alzó, otra vez, entre las discusiones.
El Conde aguardó con los ojos clavados en la curandera.
—Sí, vieja —espetó al cabo con ira. Milagros llegó a encogerse de temor—. Esa. La misma que llevan aplicándonos toda la vida. ¿Tanto te extraña? Los payos siempre han hecho lo que han querido. El que lo desee puede acudir a la Real Audiencia a reclamar sus bienes. Yo no lo haré. Ya has escuchado lo que ocurre en Málaga con las mujeres. En La Carraca nos trataban peor que a los esclavos moros. No, no los reclamaré; prefiero trabajar para los herreros de Sevilla. Nos necesitan. Nos proporcionarán cuanto necesitemos. Mis nietos no se pudrirán en ese arsenal trabajando de por vida, como perros, para el rey y su maldita armada.
Milagros siguió la mano de Rafael García que, por acompañar sus palabras, señaló hacia su familia. ¡Pedro! ¡Pedro García! No se había percatado de su presencia entre tanta gente. Igual que sus primos Carmona, estaba demacrado y consumido, y sin embargo… todo él seguía irradiando fuerza y orgullo.
La muchacha no llegó a escuchar el resto del consejo. ¿Venderse a los herreros sevillanos? Los sangrarían. ¿Y qué otra posibilidad tenían? Milagros no podía distraer su atención de Pedro García. Rafael, su abuelo, sorprendió a todos anunciando que estaba negociando con los payos para que su familia empezase a trabajar sin más demora. Al final, el joven se sintió observado. ¿Cómo no iba a percibir aquella mirada que parecía querer tocarle? Se volvió hacia Milagros. «¿Qué sucederá con los que todavía están presos?», preguntó alguien. Los ancianos mostraron su pesimismo y bajaron la cabeza, negaron o apretaron los labios como si fueran incapaces de responder. «Insistiremos en su libertad», prometió el Conde sin convicción. Pedro García se mantenía hierático al otro lado del patio, frente a Milagros, que notó una sutil flojedad en las piernas, como un cosquilleo. «¿Cómo vamos a insistir en su liberación si ni siquiera somos capaces de reclamar lo que nos pertenece?», clamó una gitana gorda. Cuando los gitanos volvieron a enzarzarse en discusiones, la muchacha creyó observar que Pedro entrecerraba los ojos unos instantes antes de dejar de mirarla. ¿Significaba algo? ¿Se había fijado en ella?
No tenían comida. Las dos monedas que les había proporcionado Santiago les duraron otros tantos días. Tampoco podían acudir a los demás gitanos: todos estaban igual; pocos disponían de dineros y había muchas bocas que alimentar en sus propias familias. Las negociaciones con los herreros sevillanos se alargaban y las fraguas del callejón continuaban trabajando con pequeños fuelles portátiles de piel de carnero. Las autoridades, sin embargo, habían decidido proporcionar carbón a los gitanos y estos trabajaban el hierro martilleándolo sobre simples piedras que terminaban partiéndose. También estaban amedrentados: la amenaza de ser detenidos y volver a Málaga o a La Carraca disuadía a hombres y mujeres de hurtos —aun cuando había quien todavía se arriesgaba— y del resto de sus astutos procedimientos para obtener recursos. Gitanas y niños se limitaban a sumarse al ejército de mendigos que poblaban las calles de Sevilla en espera de una mísera moneda de las que repartía la Iglesia. Pero para conseguir una de ellas —salvo en la angosta calle de los Pobres, en la que los monjes cartujos conseguían que accedieran a ella en fila de a uno para abandonarla por el otro lado con su limosna—, había que pelear no solo con los verdaderamente desahuciados, sino con multitud de artesanos, albañiles y labradores que preferían vivir de la caridad de la generosa ciudad a sudar sus labores. Sevilla era un hervidero de gentes voluntariamente desocupadas. Incluso el procedimiento hasta entonces más seguro, robar polvo de tabaco, había fracasado.
En la vieja fábrica de tabaco de San Pedro, frente a la iglesia del mismo nombre, trabajaban más de mil personas en turnos de día y noche. Se trataba de la mayor industria manufacturera sevillana y una de las más importantes de todo el reino: contaba con cuadras para doscientos caballos destinados al funcionamiento de los molinos, cárcel propia, capilla y todos los espacios necesarios para la elaboración del tabaco: recepción y almacenaje de los matules con el tabaco en rama, «desmanojado», tendido en las azoteas, nuevo almacenaje una vez seco, trituración en los molinos, cernido en los cedazos, lavado, nuevo secado y una última trituración con molinos de piedra muy fina. Sin embargo, desde el siglo XVII, la fábrica había ido creciendo desordenadamente con la demanda cada vez mayor de tabaco, que en cincuenta años había llegado a multiplicarse por seis en cuanto al consumo de polvo y por quince en el de cigarros, de modo que la fábrica se había convertido en un verdadero barrio en el interior de la ciudad, compuesto por una enrevesada red de pasillos y callejuelas angostas y estancias poco útiles, por lo que se había iniciado la construcción de una nueva fábrica extramuros, junto a la puerta de Jerez, capaz de atender al incremento de la demanda de cigarros, pero las obras, iniciadas hacía veinte años, no habían logrado todavía superar el zócalo. Mientras tanto, la fábrica de San Pedro tenía que continuar trabajando y, sobre todo, controlando los robos y los fraudes. Sus procedimientos de seguridad eran rutinarios pero eficaces: a la salida del trabajo, en fila, uno a uno, todos los operarios eran minuciosamente examinados por los porteros en busca de tabaco. Además, el superintendente nombraba uno o más operarios que elegían a algunos de los que ya habían sido examinados, para un segundo control. Si encontraban tabaco a un trabajador, el portero que no lo había hallado en el primer registro era despedido y sustituido por quien sí lo había hecho, y el empleo de portero, con una buena paga, era ambicionado por todos los trabajadores.
Sobre los gitanos recién liberados recaían la mayoría de los segundos registros. Y quiso la necesidad de obtener dinero para alimentar a su familia que uno de ellos no tomó las precauciones necesarias al confeccionar la camisa de tripa de cerdo que, a rebosar de polvo de tabaco, se había introducido por el ano. «Quítate la ropa. Ven. Siéntate. Ahora en pie. Los zapatos, también los zapatos. Agáchate que te vea el cabello. Más agachado. Mejor arrodíllate.» Y el comprimido tarugo de tabaco en polvo, movimiento va movimiento viene, terminó rasgándose. El gitano aulló de dolor, se dobló por la mitad con las manos agarradas al estómago, y el vigilante se vio sorprendido por una cagalera de polvo de tabaco que se deslizó por los muslos desnudos del ladrón. Tiempo después, el gitano fue condenado a muerte, como desde entonces sucedió con todos los que robaran tabaco con el método del tarugo.
La noticia del gitano y el tarugo llegó a oídos de Milagros el mismo día en que había resuelto acudir a solicitar el favor de la condesa de Fuentevieja. De camino al palacio recordó al abuelo, que ya había pronosticado que tarde o temprano aquello sucedería. ¿Dónde estaría? ¿Viviría siquiera? Se sorprendió a sí misma sonriendo al recuerdo de sus cautelas con respecto al tabaco que salía del culo de los gitanos. Desde su llegada a Triana no había tenido oportunidad de sonreír; todo eran malas noticias, todo eran problemas. A menudo, desde que habían cruzado sus miradas durante el consejo de ancianos, se hacía ilusiones con Pedro García. Por verlo, espiaba a hurtadillas el callejón desde la ventana de su casa y hasta se las había ingeniado para cruzarse con él, pero el joven no parecía reparar en su presencia. Sin embargo, tampoco sonreía cuando se imaginaba paseando o charlando con él; solo… solo sentía un turbador e inquietante vacío en el vientre que desaparecía tan pronto como María la despertaba de su ensueño con alguna de sus quejas.