Perseguidas por una sarta de obscenidades que salían de la boca del mulato y por las carcajadas de la ramera, se apresuraron en dirección a Triana.
Ya lejos de la Cartuja, las tres cruzaron el arrabal a paso lento. La congoja que las había acompañado hasta la iglesia de Nuestra Señora de la O al ver convertidas las que habían sido sus casas, por humildes que fueran, en refugio de proscritos empezó a trocarse en consternación: los Vega no lo habrían permitido. De hallarse en libertad habrían echado de allí a todos aquellos pordioseros. La vieja María afianzó su pesimismo; Milagros, que no se atrevió a expresar en voz alta lo que ambas temían, se aferró a la posibilidad de que su familia la esperase en el callejón; su padre era un Carmona y no vivía en la gitanería, pero si no habían liberado a los Vega…
Aquella fría noche de noviembre, más fría que cualquiera de las anteriores al sentir de las tres mujeres, se les había echado encima. El callejón de San Miguel las recibió con inhóspito silencio; solo el tenue resplandor de algunas velas tras las ventanas, aquí y allá, anunciaba la presencia de moradores. La vieja María negó con la cabeza. Milagros escapó del grupo y corrió hacia su casa. El pozo del patio del corral de vecinos, siempre oculto entre hierros retorcidos y oxidados, la recibió ahora como un fanal erguido y solitario. La muchacha no pudo dejar de mirarlo antes de lanzarse escaleras arriba.
Poco después, Caridad y María la encontraron postrada en el suelo: no se había atrevido a dar ni un paso hacia el interior de la vivienda, como si el espacio totalmente vacío la hubiera golpeado y derribado allí mismo. Temblaba al compás de los sollozos y se tapaba el rostro con las manos con fuerza, aterrorizada por enfrentarse de nuevo con la realidad.
Caridad se agachó a su lado y le susurró al oído:
—Tranquila, todo se arreglará. Verás cómo pronto están en casa.
El martilleo sobre los yunques las despertó ya amanecido. Después de que María consiguió tranquilizar a Milagros y le impidió ir a otras viviendas que podían estar ocupadas por malhechores, habían dormitado las tres juntas, con Milagros llorando de tanto en tanto, cubiertas con una manta y la tela de la tienda que les había regalado Santiago para el camino. La luz del sol las insultó al mostrar el piso sin rastro de muebles; tan solo los pedazos de unos platos rotos en el suelo cubierto de polvo atestiguaban que allí había vivido una familia. Todavía tumbadas, las tres se pararon a escuchar el repiqueteo de los martillos: nada tenía que ver con el frenesí de las herrerías al que estaban acostumbradas; estos eran escasos y lentos, cansinos podría decirse.
Pese a sus dedos agarrotados, la vieja María las sorprendió con una fuerte palmada.
—¡Tenemos que hacer! —exclamó tomando la iniciativa y levantándose.
Caridad la imitó. Por el contrario, Milagros tiró de la tela de la tienda y se tapó la cabeza.
—¿No oyes, niña? —dijo la anciana—. Si trabajan el hierro es que son gitanos. Ningún payo se atrevería a hacerlo aquí, en el callejón. Levántate.
María indicó a Caridad con la mirada que destapase a la muchacha. Tardó unos instantes en obedecer, pero finalmente retiró tela y manta para descubrir a Milagros encogida en posición fetal.
—Tus padres podrían estar en otra casa —continuó la curandera sin excesiva convicción—. Ahora deben de sobrar casas, y aquí… —se volvió y abarcó con la mano el interior del piso— no habrían dispuesto ni de una maldita silla.
Milagros se incorporó con los ojos inyectados en sangre y el rostro congestionado.
—Y si no es así —prosiguió María—, debemos enterarnos de qué es lo que pasa y de cómo podemos ayudarlos.
El martilleo provenía de la herrería de los Carmona, a la que accedieron desde el mismo patio del corral de vecinos. En el interior era evidente el efecto del embargo de bienes decretado por el rey cuando la redada: las herramientas, los yunques y las fraguas, los calderos, los pilones para el templado… todo había desaparecido. Dos jóvenes arrodillados, que no se apercibieron de la entrada de las mujeres, trabajaban en la fragua, y lo hacían, observó Milagros, con una forja portátil como la que llevaba Domingo, el gitano del Puerto de Santa María con el que se habían topado en el Andévalo: un yunque diminuto sobre el que uno de ellos golpeaba una herradura y un fuelle de piel de carnero con el que el otro aventaba el carbón incandescente que resplandecía en un simple hoyo practicado en el suelo de tierra.
La muchacha los conocía, la vieja también. Caridad los tenía vistos. Eran Carmona. Primos de Milagros. Doroteo y Ángel, se llamaban, aunque estaban cambiados: trabajando el hierro con el torso desnudo se les marcaban las costillas y sus pómulos destacaban en unos rostros consumidos. No fue necesario que hicieran notar su presencia. Doroteo, el que martilleaba sobre el yunque, erró el golpe, lanzó una maldición, se levantó de un salto y dejó caer el martillo.
—¡Es imposible trabajar con esta…!
Calló al verlas. Ángel volvió la cabeza hacia donde miraba su primo. María fue a decir algo, pero se le adelantó Milagros.
—¿Qué sabéis de mis padres?
Ángel dejó el fuelle y se levantó también.
—El tío no ha salido —contestó—, continúa detenido en La Carraca.
—¿Cómo está? ¿Lo viste?
El joven no quiso contestar.
—¿Y mi madre? —preguntó Milagros con un hilo de voz.
—No la hemos visto. No está por aquí.
—Pero si no han liberado al tío, tampoco la habrán liberado a ella —añadió el otro.
Milagros se sintió desfallecer. Palideció y le temblaron las piernas.
—Ayúdala —ordenó María a Caridad—. Y vuestros padres —añadió tras comprobar cómo Caridad sostenía a Milagros antes de que se desplomara— ¿son libres? ¿Dónde están? —preguntó al ver que asentían.
—Los mayores —respondió Doroteo— están negociando con el asistente de Sevilla para que nos devuelvan lo que nos han robado. Solo hemos podido conseguir esta… —el joven miró indignado el pequeño yunque— inútil forja portátil. El rey ha ordenado que nos devuelvan los bienes, pero los que los han comprado no quieren hacerlo si no les reintegran los dineros que han pagado por ellos. Nosotros no tenemos dinero, y ni el rey ni el asistente quieren aportarlo.
—¿Y las mujeres?
—Todos aquellos que no están en el cabildo se han ido al amanecer a Sevilla, a pedir limosna, trabajo o a conseguir comida. No tenemos nada. De los Carmona solo estamos nosotros aquí. Esto —volvió a señalar el yunque con desgana— únicamente da trabajo para dos. En otras fraguas también han conseguido viejas forjas como las de los herreros ambulantes, pero nos falta hierro y carbón… y saber manejarlas.
En ese momento, como si el otro se lo hubiera recordado, Ángel se arrodilló de nuevo y aventó el carbón, que lanzó una humareda a su rostro. Luego cogió la herradura que estaba trabajando Doroteo, ya fría, y volvió a introducirla entre las brasas.
—¿Por qué no los han liberado?
La pregunta brotó de labios de Milagros, que, aún pálida, se soltó de los brazos de Caridad y se adelantó titubeante hacia su primo. Doroteo no se anduvo con remilgos.
—Prima, tus padres no estaban casados conforme a los ritos de la Iglesia, lo sabes. Ese es un requisito imprescindible para que los suelten. Al parecer, tu madre nunca lo permitió… —lo soltó sin esconder cierto rencor—. No sé de ningún Vega de los de la gitanería al que hayan liberado. Además del matrimonio, piden testigos que declaren que no vivían como gitanos…
—No reniegues de nuestra raza, muchacho —le advirtió entonces la curandera.
Doroteo no se atrevió a contestar; en su lugar extendió las manos antes de que el silencio se hiciera entre todos ellos.
—Doroteo —intervino Ángel quebrando ese silencio—, se nos terminará el carbón.
El gitano agitó una mano en un gesto que mezclaba los deseos de trabajar con la impotencia ante la situación; les dio la espalda, buscó el martillo e hizo ademán de arrodillarse junto al yunque.
—¿Sabes algo del abuelo Vega, de Melchor? —le preguntó la anciana.
—No —contestó el gitano—. Lo siento —añadió ante aquellas mujeres paradas frente a él y ansiosas por oír alguna buena noticia.
Salieron al callejón por la puerta de la fragua. Tal y como les había anunciado Doroteo, resonaban martilleos inconstantes y apagados en otras herrerías; por lo demás, el lugar estaba desierto.
—Vamos a ver a fray Joaquín —propuso Milagros.
—¡Niña!
—¿Por qué no? —insistió la muchacha encaminándose hacia la salida del callejón—. Ya habrá olvidado aquel disparate. —Se detuvo; la anciana se negaba a seguirla—. María, es un buen hombre. Nos ayudará. Ya lo hizo entonces…
Buscó la ayuda de Caridad, pero esta estaba absorta en sus pensamientos.
—No perdemos nada por probar —añadió Milagros.
Las tranquilizó que la gente no se extrañara de su presencia; sabían que los gitanos habían regresado. En San Jacinto, sin embargo, las esperanzas de Milagros y Caridad volvieron a verse frustradas. Fray Joaquín, les anunció el portero, ya no estaba en Triana. Poca información más parecía estar dispuesto a proporcionarles el fraile, pero la insistencia de Milagros, que llegó hasta tironear de su hábito, llevó al fraile a contar algo más, aunque con recelo, más bien para sacárselas de encima.
—Se ha marchado de Triana —les dijo—. De repente se volvió loco —confesó con un manotazo al aire. Pensó unos instantes y decidió explayarse—: Yo ya lo preveía, sí —afirmó en voz alta, con manifiesta presunción—. Se lo dije al prior en varias ocasiones: este joven nos traerá problemas. El tabaco, sus amistades, sus idas y venidas, su insolencia y esos sermones tan… ¡tan irreverentes! ¡Tan modernos! Quería colgar los hábitos. El prior le convenció de que no lo hiciera. No sé qué extraña predilección tenía el prior por ese muchacho. —Entonces bajó la voz—. Se dice que conocía bastante bien a la madre del hermano Joaquín; algunos sostienen que demasiado bien. ¡Fray Joaquín alegó que ya nada le ataba aquí, a Triana! ¿Y su comunidad? ¿Y su devoción? ¿Y Dios? Que nada le ataba aquí… —repitió con un bufido. El fraile interrumpió su perorata, cerró los ojos y meneó la cabeza, aturdido, enojado consigo mismo al darse cuenta de que estaba dando explicaciones a dos gitanas y una mujer negra que le atendían atónitas.
—¿Adónde ha ido? —inquirió Milagros.
No quiso decírselo. Se negó a continuar hablando con ellas.
Retornaron cabizbajas al callejón. Caridad por detrás, con la mirada en el suelo.
—Conque habría olvidado su disparate, ¿eh? —ironizó María durante el trayecto.
—Quizá no se trate… —empezó a rebatir Milagros.
—No seas ingenua, niña.
Continuaron andando en silencio. Salvo las dos monedas que les había entregado Santiago, no tenían dinero. Tampoco tenían comida. ¡No tenían parientes! No había ningún Vega en Triana, había dicho Doroteo. La vieja curandera no pudo reprimir un suspiro.
—Compraremos de comer e iremos a recoger hierbas —anunció entonces.
—¿Y dónde las preparará? —preguntó con sarcasmo Milagros—. ¿En su…?
—¡Cállate ya! —la interrumpió la anciana—. No tienes derecho. Todas lo estamos pasando mal. Cuando alguien enferme, ya correrán para encontrar dónde pueda prepararlas.
Milagros se encogió ante la reprimenda. Caminaban junto a la Cava, donde seguía amontonándose la basura. María miraba de reojo a la muchacha y, en cuanto oyó su primer sollozo, hizo un gesto a Caridad para que la consolara, pero Milagros aceleró el paso y las dejó atrás, como si escapase.
Caridad no se percató del gesto de la vieja María. Sus pensamientos se mantenían en Melchor. «Lo encontraré en Triana», se había repetido una y otra vez durante el camino de regreso. Se imaginó el reencuentro, volver a cantar para él, su presencia… su contacto. Si estaba detenido, como tantas veces habían supuesto a lo largo de su huida, lo habrían liberado como a los demás, y si no lo habían detenido, ¿cómo no iba a ir a Triana en cuanto se enterara de la liberación de los suyos? Pero no estaba allí, y los jóvenes Carmona aseguraban que ningún Vega había abandonado el arsenal. Mil veces a lo largo de esa misma mañana se le había revuelto el estómago ante la visión de los demacrados rostros y los escuálidos torsos de los primos de Milagros. Si tales eran las consecuencias en unos hombres jóvenes, ¿cómo estaría Melchor? Notó que se le humedecían los ojos.
—Ve con ella —le pidió la curandera señalando a Milagros.
Caridad trataba de esconder su rostro.
—¿Tú también? —preguntó María con desesperación.
Caridad se sorbió la nariz; intentaba contener las lágrimas.
—¿Tú por qué lloras, morena?
Caridad no contestó.
—Si fuese por Milagros ya estarías con ella. Dudo que el Carmona te haya tratado bien una sola vez, y en cuanto a Ana Vega… —María calló de repente, tensó su viejo cuello y la miró con asombro—: ¿Melchor?
Caridad no pudo reprimirse más y estalló en lágrimas.
—¡Melchor! —exclamó incrédula la vieja María al tiempo que negaba con la cabeza—. ¡Morena! —llamó su atención al fin. Caridad hizo un esfuerzo por mirarla—. Melchor es un gitano viejo, un Vega. Volverás a verlo. —Caridad esbozó una sonrisa—. Pero ahora es ella la que te necesita —insistió la curandera volviendo a señalar a Milagros, que se alejaba.
—¿Volveré a verlo? ¿Seguro? —acertó a balbucir Caridad.
—Con otros gitanos no me atrevería a predecirlo, pero con Melchor, sí: volverás a verlo.
Caridad cerró los ojos, la complacencia asaltaba ya sus facciones.
—¡Corre con Milagros! —la instó la anciana.
Caridad dio un respingo, se adelantó presurosa, alcanzó a su amiga y pasó un brazo por sus hombros.
Nadie consoló a fray Joaquín aquella desapacible mañana mientras se alejaba de Triana poco antes de que Milagros y sus acompañantes regresaran a la gitanería. Llevaba en su bolsa la patente de misionero expedida por el arzobispo de Sevilla; fray Pedro de Salce, el famoso predicador, caminaba a su lado cantando letanías a la Virgen, como hacía siempre cuando salía de misiones. Le acompañaban en sus rezos dos hermanos legos que tiraban de sendas acémilas cargadas con casullas, cruces, libros, hachones y demás objetos necesarios para la evangelización.
Algunos de los caminantes con los que se cruzaban caían de rodillas a su paso y se santiguaban mientras fray Pedro los bendecía sin detenerse, otros acompasaban su ritmo al de los religiosos y rezaban con ellos.