La respuesta llegó desde su espalda: unos fuertes brazos la atenazaron.
—Esta ha sido la que ha empezado, mi capitán —escuchó que decía un soldado mientras la zarandeaba hasta presentarla al oficial que se había acercado a lomos de un caballo que todavía rebufaba, nervioso por la carga—. He oído cómo se burlaba de nosotros y azuzaba a las demás a bailar para el rey. Entonces nos han apedreado.
—No…
—¡Calla, gitana! —La orden del capitán se confundió con el golpe en la cabeza con el que el soldado que la agarraba trató de impedir sus excusas—. Encadenadla y llevadla al primer carro.
—¡Malnacido! —masculló ella al tiempo que escupía a los pies del caballo.
El soldado la golpeó de nuevo. Ana se revolvió y se lanzó sobre él a dentelladas. Acudieron otros en ayuda del primero, que hacía lo que podía por apartarla. Entre todos lograron inmovilizarla: la agarraron de brazos y piernas mientras ella aullaba y los insultaba entre escupitajos. Fueron necesarios cuatro hombres, las ropas de la gitana destrozadas por el forcejeo, piernas y pechos al aire, para arrastrarla hasta el primero de los carros.
En él hizo el resto del viaje hasta Málaga, a pan y agua, casi desnuda, con grilletes en muñecas y tobillos y una tercera cadena que unía unos y otros.
Nicolasa vivía en las afueras del pueblo de Jabugo, a poco más de ocho leguas de Barrancos. Tras caminar cerca de tres horas a lo largo de las cuales hablaron poco y se desearon mucho, Melchor asintió complacido cuando ella señaló un chozo solitario en lo alto de una colina desde la que se dominaban los montes circundantes: abigarrados bosques de robles y castaños se combinaban con el monte bajo de encinas. El lugar, pensó Melchor en cuanto lo vio, podía proporcionarle la discreción que pretendía y resultaba adecuado para estar al tanto del paso de cualquier partida importante de contrabandistas en dirección a la raya de Portugal.
Junto a dos grandes perros que acudieron a recibir a Nicolasa, remontaron la colina hasta llegar al chozo: una pequeña construcción circular de piedra, sin ventanas, con una sola puerta baja y estrecha, y techumbre cónica de broza sobre un entramado de troncos. En su interior no se podían dar más de cuatro pasos en línea recta.
—Mi esposo era pastor de puercos… —empezó a contar Nicolasa al tiempo que dejaba el grano adquirido en Aracena sobre un poyo de piedra junto al hogar.
Melchor no le permitió continuar; se apretó a ella desde atrás, la rodeó con sus brazos y alcanzó sus pechos. Nicolasa se quedó quieta y tembló al contacto; hacía mucho tiempo que no mantenía relaciones con un hombre —el trabuco de su esposo, siempre dispuesto, convencía a quienes pudieran pensar o pretender lo contrario— y hacía mucho también que había dejado de tocarse en las noches solitarias: su entrepierna seca, su imaginación desvalida, su ánimo frustrado. ¿Habría cometido un error invitándolo? No llegó a contestarse. Las manos del gitano ya la recorrían entera. ¿Cuántos años hacía que no se preocupaba de su cuerpo?, se recriminó. Entonces escuchó susurros de pasión entrecortados por la respiración acelerada de Melchor y se sorprendió acompasando la suya a aquellos jadeos solo insinuados. ¿Podía ser cierto? ¡La deseaba! El gitano no fingía. Se había detenido en sus muslos, encorvado sobre ella, apretándolos y acariciándolos, deslizando las manos hasta su pubis para volver a descender por ellos. Y a medida que las dudas empezaron a diluirse, Nicolasa se abandonó a sensaciones olvidadas. El «rabo del diablo», sonrió para sí al tiempo que apretaba y friccionaba sus grandes nalgas contra él. Finalmente, se volvió y lo empujó con violencia hasta el jergón en el que había desperdiciado las noches de sus últimos años.
—¡Llama al diablo, gitano! —llegó casi a gritar cuando Melchor cayó sobre el jergón.
—¿Qué dices?
—Necesitarás su ayuda.
Nicolasa tarareaba mientras trabajaba en la porqueriza, un pequeño cercado en la parte trasera del chozo. Tenía cuatro buenas cerdas de cría y algunos lechones a los que alimentaba con bellotas compradas en las dehesas, hierbas, bulbos y frutas silvestres. Como mucha gente de Jabugo y alrededores, vivía de aquellos animales, de sus jamones y chacinas, que elaboraba en un destartalado saladero cuyas ventanas y huecos abría o cerraba al aire de la sierra según le aconsejaba su experiencia.
Mientras ella trabajaba, Melchor dejaba transcurrir los días sentado en una silla a la puerta del chozo, fumando y tratando sin éxito de espantar a los dos grandes perros lanudos que se empeñaban en permanecer junto a él, como si quisieran agradecerle el cambio de humor que se había producido en su ama. El gitano los miraba con el entrecejo fruncido. «No sirve con estos animales», se repetía recordando los efectos que sus miradas de ira causaban en las personas. También les gruñía, pero los perros movían la cola. Y cuando estaba seguro de que Nicolasa no podía verle, dejaba escapar alguna patada, suave, para que no chillaran, pero ellos se lo tomaban como un juego. «Malditos monstruos», mascullaba entonces con el recuerdo del puñetazo que le había pegado Nicolasa la primera ocasión en que trató de soltar su pierna con fuerza sobre uno de los animales.
—No verás un solo lobo en los alrededores —adujo después la mujer—. Estos perros me protegen, a mí y a los cochinos. Cuídate mucho de maltratarlos.
Melchor endureció sus facciones, nunca le había pegado una mujer. Hizo ademán de revolverse, pero Nicolasa se le adelantó.
—Los necesito —añadió dulcificando su tono de voz—, tanto como a tu rabo del diablo.
La mujer llevó su mano a la entrepierna del gitano.
—No vuelvas a hacer eso nunca —le advirtió él.
—¿Qué? —inquirió la mujer con voz melosa, rebuscando entre sus calzones.
—Pegarme.
—Gitano —le dijo con el mismo timbre de voz, al tiempo que notaba cómo el miembro de Melchor empezaba a responder a sus caricias—, si vuelves a maltratar a mis animales, te mataré. —En ese momento apretó con más fuerza sus testículos—. Es sencillo: si no estás dispuesto a convivir con ellos, continúa tu camino.
Sentado a la puerta del chozo, Melchor lanzó una nueva patadita al aire, que uno de los perros acogió levantándose sobre sus patas traseras y caracoleando. No le cabía duda de que Nicolasa cumpliría su amenaza. Le gustaba esa mujer. No era gitana, pero tenía el carácter de una persona curtida en la soledad de las sierras… Y además durante las noches le complacía con aquella pasión desatada que había imaginado nada más verla frente al cajón del ropavejero. Solo echaba de menos una cosa: los cantos de Caridad en la oscuridad y en el silencio de la noche. «Buena mujer, la morena.» Algunas noches se la imaginaba ofreciéndole su cuerpo como hacía Nicolasa, exigiéndole más y más, tal como había deseado cuando despertaba abrazado a ella en la gitanería. Salvo esos cánticos por los que había renunciado a disfrutar de Caridad, poco más podía pedir. Incluso había llegado a un acuerdo con Nicolasa cuando esta le exigió que trabajase.
—Mientras el rabo que tienes entre las piernas siga cumpliendo —le dijo parándose en jarras frente a él—, mi cuerpo es gratis…, pero la comida hay que ganársela.
Melchor la miró de arriba abajo con displicencia: bajita, ancha de caderas y hombros, de carnes exuberantes y un rostro sucio que se le mostraba simpático cuando sonreía. Nicolasa aguantó la inspección.
—Yo no trabajo, mujer —soltó él.
—Pues ve a cazar lobos. En Aracena te pagarán dos ducados por cada uno que mates.
—Si es dinero lo que quieres… —Melchor rebuscó entre su faja hasta encontrar la bolsa con lo que había robado al Gordo—. Toma —le dijo lanzándole una moneda de oro que ella agarró al vuelo—. ¿Es suficiente para que no vuelvas a molestarme?
Nicolasa tardó en contestar. Nunca había poseído una moneda de oro; la palpaba y la mordía para comprobar su autenticidad.
—Suficiente —admitió al fin.
Desde entonces, Melchor fue libre de hacer cuanto desease. Algunos días los pasaba sentado a la puerta del chozo, bebiendo y fumando el vino y el tabaco que ella le traía de Jabugo, a menudo acompañado de Nicolasa, tras terminar ella con los puercos y sus demás labores. La mujer se sentaba en el suelo —solo tenían una silla— y respetaba su silencio dejando vagar la mirada por un entorno que poco había imaginado que pudiera volver a deleitarle.
Otros días, cuando Nicolasa llevaba algunos sin bajar a Jabugo, Melchor salía a inspeccionar las sierras para comprobar por sí mismo si el Gordo se acercaba. Era el único dato que había proporcionado a Nicolasa.
—Cada vez que vayas al pueblo —le dijo—, entérate si se sabe de alguna partida importante de contrabandistas. No me interesan los pequeños mochileros que cruzan la raya o cargan en Jabugo.
—¿Por qué? —preguntó ella.
El gitano no le respondió.
Así transcurrió el resto de la primavera y parte del verano. A Melchor los días empezaron a hacérsele largos. Tras las primeras semanas de pasión, ya eran varias las ocasiones en que Nicolasa le había rechazado con la misma vehemencia con la que anteriormente se abalanzaba sobre él. La mujer había trocado su ardor por una actitud cariñosa, como si aquella situación que para el gitano solo era transitoria, ella la apreciase como eterna. Por eso cuando la noticia de la redada contra los gitanos llegó al pueblo, Nicolasa decidió callar. No solo para protegerlo, sino también porque temía, y con razón, que aquel gitano de raza partiera en busca de los suyos en cuanto se enterara.
Cada vez que salía al camino, Nicolasa lo miraba con preocupación y angustia no disimulada y ordenaba a uno de sus perros que lo siguiese, pero Melchor no se acercaba al pueblo. El gitano había llegado a aceptar aquella compañía que le advertía con gruñidos casi imperceptibles de la presencia de alguna persona o alimaña en las solitarias veredas y senderos de la sierra.
Nicolasa le había regalado una antigua casaca del ejército con charreteras y dorados que todavía conservaba algo de su amarillo originario. Melchor sonrió agradecido y emocionado ante el infantil nerviosismo con que ella le entregó la prenda; «Casimiro me dijo lo que buscabas en su puesto del mercado de Aracena», confesó tratando de esconder su ansiedad tras una risa forzada. Los dos perros presenciaban la escena y ladeaban la cabeza de uno a otro. Melchor se puso la chaqueta, que le venía inmensa y colgaba de sus hombros como un saco, e hizo una mueca de aprobación tirando de las solapas y mirándose. Ella le pidió que girara sobre sí para verle entero. Esa noche fue Nicolasa quien buscó su cuerpo.
Pero el tiempo seguía pasando, Nicolasa negaba cada vez que volvía de Jabugo, y Melchor, sabedor de las rutas del contrabando, solo se topaba con algunos miserables mochileros que transportaban a pie, al amparo de la noche, las mercaderías desde Portugal hasta España. «¿Dónde estás, Gordo?», mascullaba en los caminos. El perro, pegado a su pantorrilla, dejaba escapar un largo aullido que quebraba el silencio y se colaba entre los árboles; eran muchas las veces que había escuchado a aquel nuevo amo nombrar al Gordo con un odio que hería hasta a las piedras. «¿Dónde estás, hijo de puta? Vendrás. ¡Como existe el diablo que vendrás! Y ese día…»
—Te he traído cigarros —le anunció Nicolasa a su vuelta de Jabugo, cerca de una semana después, al tiempo que le alargaba un pequeño atado de papantes rematados con su característico hilo colorado: los cigarros de tamaño mediano elaborados en la fábrica de Sevilla, los que los fumadores consideraban los mejores.
Lo hizo con la mirada escondida en el suelo. Melchor frunció el ceño y agarró el atado desde la silla, sentado a la puerta del chozo. Nicolasa se disponía a entrar cuando el gitano preguntó:
—¿No tienes nada más que decirme?
Ella se detuvo.
—No —contestó.
En esta ocasión no pudo dejar de clavar sus ojos en los de él. Melchor los percibió acuosos.
—¿Dónde están? —inquirió.
Una lágrima brillante se deslizó por la mejilla de Nicolasa.
—Cerca de Encinasola. —En eso no se atrevió a mentir. Melchor le había pedido que le informara si se enteraba de algo, así que añadió con voz trémula—: Algunos de los de Jabugo han ido a sumarse a ellos.
—¿Cuándo se les espera en Encinasola?
—Uno, dos días a lo más.
Parada frente a él, las piernas juntas, las manos entrelazadas por delante de su vientre, con la garganta agarrotada y las lágrimas corriendo ya libres por su rostro, Nicolasa observó la transformación del hombre que había venido a cambiar su vida: las arrugas que surcaban su rostro se tensaron y el centelleo de sus ojos de gitano, bajo las cejas fruncidas, pareció afilarse como si de un arma se tratase. Todas las fantasías de futuro con las que ingenuamente había jugueteado la mujer en sus sueños se desvanecieron tan pronto como Melchor se levantó de la silla y tiró de los faldones de su chaqueta amarilla, la mirada extraviada, todo él perdido.
—Mantén a los perros contigo —dijo en un susurro que a Nicolasa le pareció atronador. Luego rebuscó en su faja y extrajo otra moneda de oro—. Nunca pensé que la primera que te di fuera suficiente —declaró. Cogió una de sus manos, la abrió, depositó la moneda en su palma y volvió a cerrarla—. Nunca te fíes de un gitano, mujer —añadió antes de darle la espalda y emprender el descenso de la colina.
Nicolasa se negó a admitir el fin de sus sueños. En su lugar, centró su mirada borrosa en el atado de papantes con sus hilillos colorados que Melchor había olvidado en la silla frente al chozo.
Dependía de dónde decidieran hacer noche. De Encinasola a Barrancos había dos leguas escasas, y Melchor sabía que el Gordo —si es que aquella era su partida— haría todo lo posible por llegar a Barrancos. A diferencia de lo que sucedía en España, en Portugal no había estanco del tabaco. En el país luso, el comercio estaba arrendado a quien más pujaba por él, arrendadores que, a su vez, abrían dos tipos de establecimientos: los de venta a los propios portugueses y los destinados al contrabando con los españoles. Melchor recordó el gran edificio de Barrancos con almacenes para el tabaco de humo de Brasil, habitaciones, lugar para el descanso de los contrabandistas y numerosas y bien dispuestas cuadras. Méndez, el arrendador, no cobraba por todas esas comodidades con que agasajaba a sus clientes, sobre todo si eran grandes partidas como las de las gentes de Cuevas Bajas y sus alrededores, aunque tampoco lo hacía a los humildes mochileros, a quienes hasta llegaba a fiar o financiar sus trapicheos.