—Acompáñame —la animó Caridad colocándose frente a ella y ofreciéndole unas manos en las que Milagros refugió las suyas.
Caridad empezó de nuevo y al poco Milagros tarareó el cántico con indecisión. Buscó ayuda en los ojillos pardos de su amiga pero, pese a que tenía la mirada clavada en ella, parecían perdidos mucho más allá, como si fueran capaces de traspasar cuanto se interpusiera en su camino. Notó el contacto de sus manos: no apretaban y, sin embargo, sentía las suyas atrapadas. Era…, era como si Caridad hubiera desaparecido convertida en su propia música, confundida con aquellos dioses africanos que le habían robado. Y comprendió la pena que destilaba a través de su voz.
Aquel día finalizó con una Milagros confusa pero con Caridad y la vieja María convencidas de que la muchacha sería capaz de verter su sufrimiento en las canciones.
Y así fue. La primera ocasión en que Milagros arañó sus propios sentimientos con una canción, el grupo de gitanillos que las acompañaban estalló en aplausos.
La muchacha, sorprendida, calló.
—¡Continúa hasta que la boca te sepa a sangre! —le instó la vieja María, recriminando con la mirada a la chiquillería, que desapareció rauda tras los árboles.
A partir de ahí todo fue sencillo. Lo que hasta entonces no habían sido más que tonadillas alegres, cantadas con una malentendida pasión, se convirtieron en desgarros de dolor: por la prisión de sus padres y por sus amores por Pedro García; por la desaparición del abuelo; por la violación de Caridad y la muerte de Alejandro; por la huida constante entre los escupitajos que los payos lanzaban a su paso; por el hambre y el frío; por la injusticia de los gobernantes; por el pasado de un pueblo perseguido y su incierto futuro.
Aquella noche, acampados en las cercanías de la villa de Niebla, Caridad y la vieja María, sentadas alrededor del fuego, la una junto a la otra, experimentaban sentimientos encontrados ante las renovadas danzas de Milagros, lascivas y alegres, y la hondura de los cantes a la desgracia de los gitanos.
Niebla, la villa que daba nombre al condado perteneciente entonces a la casa de Medinasidonia, había sido un importante enclave militar árabe y medieval. Estaba rodeada de altas y fuertes murallas y de torres defensivas, y contaba con un imponente castillo con su torre del homenaje. A mediados del siglo XVIII, no obstante, había perdido su originaria importancia y su población se reducía a poco más de mil habitantes. Sin embargo, por tradición tenía tres ferias anuales: la de San Miguel, la de la Inmaculada y la de Todos los Santos, las tres dedicadas a la compraventa de ganado, sayal y cuero.
Las ferias habían seguido el mismo camino que la villa y nadie dudaba en calificarlas ya como «captivas», desgraciadas, destinadas principalmente al suministro de animales viejos para el consumo de la cercana ciudad de Sevilla. Hacia allí se dirigía Santiago con su grupo de gitanos. El primero de noviembre, festividad de Todos los Santos, Diego, Milagros, un chaval de unos ocho años, delgado y sucio pero con traviesos ojos negros llamado Manolillo, y otros miembros de la familia de los Fernández, cargados con cestos y ollas como si pretendieran venderlos, llegaron hasta las murallas de la villa, extramuros de las cuales, en una explanada, se celebraba la feria. Centenares de cabezas de ganado —vacas y bueyes, cerdos, ovejas y caballos— se ofrecían a la venta entre el bullicio de la gente. Escondidos en los caminos quedaban el viejo patriarca, Caridad, María, los niños más pequeños y las ancianas.
Manolillo se arrimó a Milagros cuando les salió al paso el alcalde mayor acompañado de un alguacil: los gitanos tenían prohibido acudir a las ferias, más aún si estas eran de ganado. Mientras Diego se quejaba y gesticulaba, suplicaba y rogaba en nombre de Dios Nuestro Señor, la Virgen María y todos los santos, ellos dos se separaron discretamente del grupo para que ni alcalde ni alguacil pudieran fijarse en los sacos que portaban y en cuyo interior, adormiladas, se movían cuatro comadrejas que con mucho esfuerzo habían logrado cazar en el trayecto. Al final, Diego dejó caer un par de monedas en manos del regidor.
—No quiero altercados —advirtió el alcalde a todos tras esconder los dineros.
En cuanto se vieron libres del asedio de las autoridades de Niebla, Diego Fernández hizo un gesto a los gitanos, que se dispersaron por el recinto de la feria; luego guiñó un ojo a Milagros y Manolillo: «Vamos allá, muchachos», les animó.
Más de trescientos caballos se apiñaban en cercados precarios construidos con maderos y cañas. Milagros y Manolillo se dirigieron hacia ellos aparentando una serenidad que no sentían, entre mercaderes, compradores y multitud de curiosos. Alcanzaron el extremo de los cercados, donde se juntaban con el exterior de las murallas de la villa, echaron un vistazo alrededor y se colaron donde los caballos. Resguardados entre ellos, Milagros entregó su saco al muchacho, extrajo de su falda un botellín relleno con vinagre y lo vació en el interior de los sacos. Luego los agitaron con fuerza y los animales, sin alimentos desde que los cazaran, empezaron a chillar y revolverse. Buscaron refugio junto a las murallas y los soltaron. Las comadrejas saltaron alocadas, ciegas, chocando contra los caballos, chillando y mordiéndoles las patas. Los caballos, a su vez, relincharon, se empinaron unos sobre otros, aprisionados como estaban, se cocearon y se mordieron entre ellos. La estampida no se hizo esperar. Los tres centenares de animales rompieron con facilidad los frágiles cercados y galoparon frenéticos por la feria.
En el caos que originaron los caballos, Diego y sus hombres consiguieron hacerse con cuatro de ellos y los condujeron rápidamente a donde los esperaba el patriarca, en las afueras de la villa; Milagros y Manolillo, que no podían evitar la risa después de la tensión, ya estaban allí.
—¡En marcha! —gritó Santiago, sabedor de que el alcalde no tardaría un segundo en culparlos.
Iniciaron la marcha con sus calderos, cestas y cacharros a cuestas, además de algunas ropas y mantas que las gitanas habían logrado hurtar en el desconcierto. Una de ellas mostraba orgullosa unos zapatos con suelas de cuero y hebillas de plata.
El patriarca ordenó dirigirse hacia Ayamonte.
—Ayer me enteré —explicó— de que ha fallecido un hidalgo rico que ha dispuesto en su testamento cerca de cinco mil reales para su funeral: entierro y misas por su alma, ¡más de mil de ellas ha encargado el santurrón!, lutos y limosnas. Están llamados todos los curas y capellanes de la villa así como los frailes y monjas de un par de conventos, que sus buenos dineros se llevarán los gilís. Habrá mucha gente…
—¡Y muchas limosnas! —se escuchó entre las gitanas.
Caminaron en paralelo al camino carretero que llevaba a Ayamonte, si bien antes de llegar a San Juan del Puerto tuvieron que tomarlo para cruzar el río Tinto en barca; el barquero ni siquiera se atrevió a discutir el precio que le ofreció Santiago para que les pasase a la otra orilla. Esa misma tarde lograron malvender dos de los caballos a uno de los clientes y al propietario de una venta en el camino; ninguno de ellos se interesó por su procedencia. También arañaron unas pocas monedas de los escasos parroquianos que se habían dado cita en la venta después de que Milagros cantara y bailara de forma insinuante, como le había enseñado Caridad, y enardeciera el deseo de la concurrencia. No fue el canto quebrado y hondo con el que los gitanos revivían sus dolores y sus pasiones por las noches alrededor del fuego del campamento, pero hasta el viejo patriarca se sorprendió palmeando sonriente cuando la muchacha se arrancó por alegres fandangos y zarabandas.
Pese al frío, el rostro, los brazos y el inicio de los pechos de Milagros aparecían perlados por el sudor. El ventero la invitó a un vaso de vino cuando la gitana, vigilada por Diego a su paso entre las mesas en las que bebían los clientes, tomó asiento, con un prolongado suspiro de cansancio, a la mesa desde la que Caridad y María habían contemplado su actuación.
—¡Bravo, niña! —la felicitó la curandera.
—Bravo —se sumó el ventero al tiempo que le servía el vino—. Después de la redada —prosiguió, con los ojos distraídos en el escote de la muchacha—, temíamos no poder seguir disfrutando de vuestros bailes, pero tras la liberación…
Saltó la silla, saltó el vino y saltó hasta la mesa.
—¿Qué liberación? —gritó la muchacha, ya en pie frente al ventero.
El hombre abrió las manos ante el círculo de gitanos en el que de repente se vio inmerso.
—¿No lo sabéis? —inquirió—. Pues eso…, que los están poniendo en libertad.
—¡Ni el rey de España puede con nosotros! —se escuchó de entre los gitanos.
—¿Estás seguro? —preguntó Santiago.
El ventero dudó. Milagros gesticuló frenética frente a él.
—¿Estás seguro? —repitió.
—¿Seguro, seguro…? Eso es lo que dicen —añadió encogiéndose de hombros.
—Es cierto.
Los gitanos se volvieron hacia la mesa desde la que había partido la afirmación.
—Los están liberando.
—¿Cómo lo sabes?
—Vengo de Sevilla. Los he visto. Me he cruzado con ellos en el puente de barcas hacia Triana.
—¿Cómo sabes que eran gitanos?
El sevillano sonrió con ironía ante la pregunta.
—Venían de Cádiz, de La Carraca; tenían un aspecto desastrado. Iban acompañados por un escribano que portaba su despacho de libertad y varios justicias que escoltaban al grupo…
—¿Y las mujeres de Málaga? —le interrumpió Milagros.
—De las gitanas no sé nada, pero si liberan a los hombres…
Milagros se volvió hacia Caridad.
—Volvemos a casa, Cachita —susurró con la voz tomada—, volvemos a casa.
En los arsenales los gitanos no eran rentables. No trabajaban, se quejaban los gobernadores. Tanto en Cartagena como en Cádiz, alegaban, se había prescindido del personal experto para sustituirlo por aquella mano de obra ignorante y reacia al esfuerzo que ni siquiera compensaba la comida que recibía. Los gitanos, insistían, eran problemáticos y peligrosos: peleaban, discutían y tramaban fugas. Ellos carecían de tropas suficientes para hacerles frente y temían que la desesperación de unos hombres encarcelados de por vida, alejados de sus mujeres e hijos, les llevara a un motín que no pudieran sofocar. Las gitanas, igual o más problemáticas que sus hombres, ni siquiera trabajaban, y sus gastos de manutención lastraban los escasos recursos de los municipios en los que se hallaban detenidas.
Los memoriales de los responsables de arsenales y cárceles no tardaron en llegar a manos del marqués de la Ensenada.
Pero no solo fueron esos funcionarios quienes se quejaron al poderoso ministro de Fernando VI. Los propios gitanos también lo hicieron y desde sus lugares de detención elevaron quejas y súplicas al consejo. A ellos se sumaron algunos nobles que los protegían, religiosos y hasta cabildos municipales en pleno que veían cómo algunas labores necesarias para su comunidad quedaban huérfanas de trabajadores: herreros, horneros o simples agricultores. Incluso la ciudad de Málaga, que no era uno de los lugares legalmente habilitados para acoger gitanos, decidió apoyar las súplicas de los gitanos herreros avecindados en ella para ser excluidos de la detención.
Las súplicas y peticiones se acumularon en las oficinas del consejo real. En poco menos de dos meses se había puesto de manifiesto la ineficacia, el peligro y el elevadísimo coste de la gran redada. Además, se había detenido a los gitanos asimilados, a quienes vivían arreglados a las leyes del reino, mientras otros tantos, los indeseables, campaban en libertad por las tierras de España. Así, ya a finales de septiembre de 1749, el marqués de la Ensenada rectificaba y culpaba a los subordinados que habían ejecutado la redada: el rey nunca había pretendido dañar a los gitanos que vivían conforme a las leyes.
En octubre, el consejo dictó las órdenes necesarias para proceder a la libertad de los injustamente detenidos: los corregidores de cada lugar debían tramitar expedientes secretos sobre la vida y las costumbres de cada uno de los gitanos detenidos indicando si se ajustaban a las leyes y pragmáticas del reino; a los expedientes debía unirse un informe del párroco correspondiente, también secreto, en el que por encima de todo se debía hacer constar si el gitano se había casado por la Iglesia.
A quienes cumplieran todos aquellos requisitos se les pondría en libertad, se les devolvería a sus lugares de origen y se les restituirían los bienes que les habían sido embargados, con la expresa prohibición de abandonar sus pueblos si no era con licencia por escrito, y nunca para acudir a ferias o mercados.
Quienes no superasen las informaciones secretas continuarían en prisión o serían destinados a trabajar en obras públicas o de interés para el rey; aquellos que huyesen serían inmediatamente ahorcados.
También se dictaron órdenes concretas para los gitanos que no hubieran llegado a ser detenidos en la gran redada: se les concedía un plazo de treinta días para presentarse, en cuyo defecto se les tendría por «rebeldes, bandidos, enemigos de la paz pública y ladrones famosos». A todos ellos se les imponía la pena de muerte.
La gitanería estaba arrasada. Por la noche, Milagros, la vieja María y Caridad se detuvieron en el arranque de la calle que recorría el muro del huerto de los cartujos contra el que se adosaban las chozas. Ninguna de ellas habló. La esperanza y las ilusiones que se habían formado durante dos días de camino, animándose entre ellas, prometiéndose una vuelta a la normalidad, se desvanecieron a la sola visión de la gitanería. Tras la redada y el embargo de bienes, los saqueadores se habían apresurado a hacer suya hasta la miseria. Faltaban techos, incluso los de broza, y algunas paredes se habían desplomado a causa del pillaje de los restos que los soldados no se habían llevado: hierros encastrados, los escasos marcos de madera, alacenas, chimeneas… Aun así, observaron que había barracas habitadas.
—No hay niños —advirtió la anciana. Milagros y Caridad permanecieron en silencio—. No son gitanos, se trata de delincuentes y rameras.
Como si quisieran darle la razón, de una de las chozas cercanas surgió una pareja: él, un viejo mulato; ella, que había salido a despedirle, una mujer desharrapada y desgreñada con los pechos caídos al aire.
Ambos grupos cruzaron sus miradas.
—Vámonos —apremió a las otras dos la curandera—, esto es peligroso.