«Sí, el Gordo tratará de llegar a Barrancos para saciar su tripa con buena comida, emborracharse y yacer con mujeres, a buen resguardo de las ineptas pero siempre molestas rondas reales», concluyó Melchor sentado en el tocón de un árbol a mitad de camino entre Encinasola y Barrancos. Las dos villas parecían enfrentarse la una contra la otra en la distancia, ambas emplazadas sobre peñascos, con sus castillos, el de Encinasola en la propia villa, el de Barrancos algo alejado de la suya, destacando y dominando el valle que las separaba y que poco tenía en común con la agreste naturaleza de Jabugo y sus alrededores.
Pasaba del mediodía y el sol caía a plomo. Melchor se había adelantado bastante a la posible llegada de los contrabandistas y desde el amanecer permanecía sobre aquel incómodo pedazo de madera muerta, cerca de la ribera del río Múrtiga, donde encontró una arboleda que le protegía del sol. A veces miraba hacia el pueblo, aunque sabía que no era necesario: el alboroto los precedería. Ni siquiera haría falta un gran bullicio, pues el silencio era tal que Melchor oía hasta su propia respiración. Algunos paisanos, pocos, desfilaron frente a él camino de sus campos y labores. Melchor se limitó a mover la cabeza casi imperceptiblemente en contestación a sus atemorizados saludos en el dialecto de la zona. Todos sabían ya de la proximidad de los contrabandistas, y aquel gitano con grandes aros colgando de sus orejas y su descolorida chaqueta amarilla solo podía ser uno de ellos. Mientras tanto, entre fugaces vistazos hacia Encinasola y huidizos saludos a los campesinos, Melchor recordaba al tío Basilio, al joven Dionisio y a Ana. ¡Jamás, hiciera lo que hiciese, su hija le había recriminado nada! ¿Qué haría cuando llegase la partida del Gordo? Trató de librarse de aquella inquietud; ya decidiría entonces. Le hervía la sangre. ¡Nadie iba a decir jamás que Melchor Vega, de los Vega, se escondía de nadie! Lo matarían. Quizá el Gordo ni siquiera permitiría que le retase: ordenaría a alguno de sus lugartenientes que le descerrajase un tiro allí mismo y luego continuaría su camino con una sonrisa en la boca, tal vez una carcajada; probablemente escupiría desde lo alto del caballo sobre su cadáver, pero no le importaba.
Un pequeño grupo de mujeres cargadas con cestas con pan y cebollas para sus hombres pasó por delante de él en silencio, cabizbajas. Había vivido demasiado, pensó con la mirada puesta en sus espaldas. Los dioses gitanos o el dios de los curas le habían regalado unos cuantos años. Vivía de prestado. Debería haber muerto en galeras, como tantos otros, pero si no había fallecido remando al servicio del rey… Apretó los labios y se miró las manos: pellejos sembrados de multitud de manchas oscuras que destacaban incluso sobre su color agitanado. Trató de acomodarse sobre el tocón y le dolieron todos los músculos, anquilosados ya por el paso de las horas; quizá no fuera más que un viejo, como aquel que le había cedido su cama en la gitanería por una mísera moneda. Sintió una inquietante comezón en las cicatrices dejadas por el látigo del cómitre en su espalda. Suspiró y volvió la cabeza hacia Encinasola.
—Si no morí al servicio del hijo de puta del rey —se dijo en voz alta, dirigiéndose a algún lugar mucho más allá del pueblo que se ofrecía a sus ojos—, ¿qué mejor forma de hacerlo ahora, cuando ya no soy más que un despojo, tapando así cualquier boca dispuesta a compararme con una mujer?
Como suponía, los oyó mucho antes de que fueran visibles en el camino de salida de Encinasola, a media tarde. Una larga y desbaratada columna de hombres: algunos montados; otros, la mayoría, con caballos, mulas o borricos del ronzal. Entre todos ellos, muchos simples mochileros. Gritos, insultos y risotadas los acompañaban, pero la algarabía cesó en los oídos de Melchor en cuanto reconoció al Gordo, flanqueado por sus lugartenientes, a la cabeza. «Morena —pensó entonces con media sonrisa en los labios—, en qué lío me has metido.» El murmullo de los lúgubres y monótonos cánticos de Caridad sustituyó a cualquier sonido en el interior de Melchor. El gitano, con la vista fija en la columna que se acercaba, ensanchó su sonrisa.
—Lo único que siento es que voy a morir sin haber catado tu cuerpo, morena —dijo en voz alta—. Seguro que habríamos hecho buena pareja: un viejo galeote y la esclava más negra de las Españas.
El Gordo y sus hombres no tardaron en llegar a su altura pero sí en reconocerle: el sol atacaba sus ojos. La columna de hombres se apelotonó a espaldas de su capitán cuando este y los dos que lo flanqueaban frenaron a sus monturas de repente.
Melchor y el Gordo enfrentaron sus miradas. Los lugartenientes, tras la sorpresa inicial, observaban los alrededores: árboles y matorrales, piedras y desniveles, por si se trataba de una emboscada. Melchor percibió su inquietud. No había pensado en esa posibilidad: creían que no estaba solo.
«El Galeote…», el rumor corrió entre las filas de contrabandistas. «Está el Galeote», se susurraron unos a otros.
—¿Ya has salido de tu agujero? —preguntó el Gordo.
—He venido a matarte.
Un murmullo se alzó en las filas de contrabandistas hasta que el Gordo soltó una carcajada que las acalló.
—¿Tú solo?
Melchor no contestó. Tampoco se movió.
—Podría acabar contigo sin echar pie a tierra —le amenazó el contrabandista.
El gitano dejó transcurrir unos instantes. No lo había hecho. No había disparado. El Gordo dudaba; los demás también.
—Solos tú y yo, Gordo —dijo Melchor al cabo—. No tenemos nada contra los demás —añadió señalando a los otros dos.
El uso del plural obligó a los lugartenientes a volver a recorrer con la mirada la zona; el correteo de un animal que escapaba, el susurrar del viento entre el follaje, el más mínimo ruido llamaba su atención, tal y como le sucedió al Gordo ante el simple revoloteo de un pajarillo. Podía haber gitanos escondidos y apuntándoles con sus armas. Sabía de la detención masiva, pero también sabía que muchos de los de la gitanería habían logrado escapar, y esos pertenecían en su mayoría a la familia de los Vega, fieles hasta la muerte a su gente y a su sangre: al Galeote. ¡Bastaba con que solo uno de ellos estuviera apuntando a su cabeza en aquel preciso instante! El Galeote no podía haber ido a enfrentarse él solo a toda una partida de hombres, no estaba tan loco. ¿Dónde podían estar? ¿Entre las ramas de uno de los árboles?, ¿tumbados tras alguna roca?
Melchor aprovechó aquel momento de indecisión y se levantó del tocón. Sus músculos respondieron como si el riesgo, la cercanía de la lucha y el incierto desenlace les hubieran insuflado una extraña vitalidad.
—Puedes huir, Gordo —gritó para que todos le oyeran—, puedes espolear a tu caballo y quizá… quizá tengas suerte. ¿Quieres probarlo, asqueroso saco de grasa? —volvió a gritar.
Solo el roce de los inquietos pies de los hombres sobre la tierra del camino y el rebufar de alguna de las caballerías rompieron el silencio que siguió al insulto.
—He venido a matarte a ti, hijo de puta. Tú y yo solos. —El gitano extrajo su navaja de la faja y la abrió lentamente, hasta que la hoja brilló fuera de sus cachas de hueso—. Nadie más tiene por qué resultar herido. ¡He venido a morir! —aulló Melchor con la navaja ya abierta en su mano—, pero si lo hago de otra forma que no sea luchando cuerpo a cuerpo contra vuestro capitán, muchos de vosotros sufriréis las consecuencias. ¿Acaso no es esa la mejor forma de resolver los problemas?
Entre algún que otro murmullo de asentimiento a sus espaldas, el Gordo percibió que sus dos lugartenientes no refrenaban lo suficiente a sus monturas y se iban separando sensiblemente de él.
Melchor, plantado a unos pasos del caballo, con el descolorido amarillo de su chaqueta resucitado por el sol que brillaba a su espalda, también se dio cuenta.
—¿Piensas huir como una mujer asustada? —le retó.
Si lo intentaba perdería el respeto de sus hombres y con él toda posibilidad de volver a capitanear una partida, el Gordo lo sabía. Exhaló un largo bufido de hastío, escupió a los pies del gitano y echó pie a tierra con dificultad.
No había llegado a tocar suelo cuando los hombres estallaron en vítores y empezaron a cruzar apuestas. Los lugartenientes se apartaron a un lado del camino. Los demás fueron a disponerse en círculo alrededor de los contendientes, pero Melchor se lo impidió: tenía que continuar manteniendo el engaño de la emboscada. Si entre todos ellos llegaban a ocultar al Gordo…, Melchor retrocedió algunos pasos con la mano extendida, indicando al gentío que se le venía encima que se detuviera.
—¡Gordo! —gritó en el momento en que los primeros de ellos obedecieron—. ¡Antes de que tus hombres lleguen a rodearnos, alguien te volará la cabeza! ¿Has entendido? Todos detrás de ti, en el camino… ¡Ya!
El contrabandista hizo un imperativo gesto a sus lugartenientes, que se ocuparon de mantener a los demás en el camino. Muchos montaron en las caballerías que llevaban del ronzal, para ver mejor. Los de las últimas filas pidieron a gritos a los de delante que se sentasen, y de tal guisa, en una especie de media luna que se extendía más allá del camino, a modo de anfiteatro, aplaudieron y jalearon a su capitán cuando este abrió una gran navaja y la apuntó hacia el gitano. Algunos campesinos y sus mujeres, de vuelta al pueblo, observaban atónitos desde la distancia.
Los dos contendientes se sopesaron, moviéndose en círculo, brazos y navajas extendidos, procurando evitar el sol en los ojos. El Gordo se movía con una agilidad impropia de sus condiciones, observó Melchor. No debía menospreciarlo. No se capitaneaba una partida de contrabandistas de Cuevas Bajas si no se sabía pelear y defender el puesto día a día. En aquellos pensamientos estaba cuando el Gordo se abalanzó sobre él y lanzó un navajazo al hígado que Melchor logró esquivar no sin dificultades; trastabilló al separarse del embate del contrabandista.
—Estás viejo, Galeote —le escupió mientras Melchor trataba de recuperar el equilibrio y la gente silenciaba los gritos y aplausos con los que había premiado aquel primer embate—. ¿Eras tú el que me comparaba con una mujer que quería huir? ¿Tanto has peleado con ellas que has olvidado cómo lo hacen los hombres?
Las risas con que los contrabandistas acogieron sus palabras enfurecieron al gitano, pero sabía que no debía dejarse llevar por la ira. Frunció el ceño y continuó moviéndose en derredor del otro, tanteándole con su arma.
—La última mujer con la que he peleado —mintió al tiempo que se preparaba para un seguro embate— fue la puta a la que pagué con el medallón de tu esposa. ¿Lo recuerdas, saco de sebo? ¡La jodí a tu cuenta, pensando en tu mujer y tus hijas!
La respuesta, como presumía Melchor, no se hizo esperar. El Gordo prestó mayor atención al tenso silencio de sus hombres que a la prudencia y se lanzó cortando el aire con su navaja. Melchor lo esquivó, lo rodeó y le hirió con una raja a la altura del pecho que hizo que el color blanco de su camisa se confundiera con el rojo de la faja que se apretaba en su enorme barriga.
«¡Lo tengo!», se dijo el gitano al comprobar cómo se revolvía el Gordo, con el rostro congestionado y la sangre brotando de su pecho, mientras se peleaba a cuchilladas con el aire. Melchor esquivó una, dos, tres veces sus ciegos embates. Lo hirió de nuevo, en el muslo izquierdo, y luego soltó una carcajada que rompió el silencio en que se mantenían los hombres de la partida.
—Y las perlas de tu mujer… —El gitano saltaba a uno y otro lado, confundiendo a su enemigo todavía más. Se sentía joven y extrañamente ágil. Evitó un nuevo embate y clavó su cuchillo en la axila derecha del Gordo, que se vio obligado a coger la navaja con la izquierda—. ¡Las luce mi nieta, perro inmundo! —gritó Melchor tras apartarse varios pasos de él.
—La mataré después de a ti —contestó el otro sin darse por vencido—, pero primero se la entregaré a mis hombres para que disfruten de ella. ¿La has traído contigo? —añadió señalando con la navaja más allá del camino, hacia los árboles.
Melchor decidió acabar, agarró con fuerza su arma y se acercó a su oponente dispuesto a dar el golpe final.
—Mejor habría estado con toda la chusma de gitanos detenidos en Triana el mes pasado…
El Gordo no llegó a terminar la frase. La decisión con la que Melchor se acercaba a él se desvaneció ante sus palabras. El contrabandista percibió la confusión en el semblante del gitano; sus brazos y sus piernas se habían paralizado. ¡No lo sabía! ¡Ignoraba la redada! El Gordo aprovechó la duda de su oponente, se movió con rapidez y hundió la navaja, cuan larga era, en su vientre.
Melchor, con la sorpresa en el rostro, se inclinó, llevó la mano libre a la herida y retrocedió unos pasos.
—¡No hay gitanos! —chilló excitado el Gordo entre los vítores y aplausos de su gente tras el navajazo—. ¡Está solo!
—¡Es tuyo! —le animó uno de sus lugartenientes—. ¡Acaba con él!
El griterío atronó.
Ensangrentado, con el brazo derecho colgando al costado, el contrabandista se abalanzó sobre Melchor, que en su intento por evitar el ataque, tropezó y cayó al suelo, de espaldas. Los hombres, ya sin miedo a una emboscada, se levantaron y empezaron a correr donde el Gordo, parado sobre Melchor, había recuperado su cínica sonrisa. Muchos pudieron ver cómo el gitano se encogía sobre sí mismo y se agarraba el estómago con ambas manos, rendido; otros, sin embargo, solo alcanzaron a distinguir la fugaz estela de dos grandes perros que aparecieron de la nada y se lanzaron sobre su capitán, uno al muslo, allí donde sangraba por la herida que le había infligido Melchor; el otro directamente al cuello cuando el Gordo cayó por el embate del primero.
La mayoría de los hombres se quedaron paralizados; algunos intentaron acercarse a los perros, pero los gruñidos con que estos los recibieron, sin soltar su presa, les obligaron a desistir. El Gordo permanecía cerca de Melchor, tan quieto como lo estaban los dos grandes perros, ambos con sus poderosas mandíbulas, acostumbradas a luchar contra los lobos de la sierra, apretando lo justo, como si esperasen la orden definitiva para hincar sus colmillos en las carnes del contrabandista.
—¡Disparadles! —sugirió alguien.
Sin atreverse a hablar, el Gordo consiguió negar frenéticamente con una mano, por debajo del animal que le apretaba el muslo.
—¡Podríais herir al Fajado! —se opuso al mismo tiempo uno de los lugartenientes—. Que nadie dispare ni se acerque.
—Morded —alcanzó a murmurar Melchor. Los perros no le obedecieron pero recibieron su voz con un meneo de sus colas que el gitano no llegó a ver—. ¡Morded, malditos! —logró aullar en un grito de dolor.