«Pasión contenida.» Por fin lo entendió. Cantó y bailó sintiéndose bella, sin exhibirse, alzándose por encima del teatro entero como una diosa que nada tuviera que demostrar. Comprendió que un suspiro, un guiño o una caída de ojos en dirección hacia la luneta o el patio, el revoloteo de una mano en el aire, un simple quiebro de cintura o el resplandor de las gotas de sudor corriendo abajo desde el cuello hasta sus pechos eran capaces de enardecer todavía más el deseo que el descaro o la desvergüenza.
—Ni hombres ni mujeres lo pretenden —le explicó Marina, una rubia menuda que hacía de tercera dama y con la que Milagros había intimado una noche en la que le confió sus desvelos—. Necesitan ídolos inaccesibles; tienen que excusar ante sí mismos el hecho de no poder conseguirte. Si bajas al patio y te mezclas con ellos, no les sirves; serás igual que cualquiera de las mujeres con las que se relacionan. Si te muestras soez, te compararán con una de las muchas prostitutas que se les ofrecen por las calles y perderás su interés.
—¿Y las mujeres de la cazuela? —inquirió Milagros.
—¿Esas? Es muy simple: envidian todo aquello que pueda atraer a sus hombres más que ellas.
—¿Envidia? —se extrañó la gitana.
—Envidia, sí. Una comezón que las llevará a hacer cuanto esté en su mano por parecerse a ti.
Milagros no solo aprendió a controlar su sensualidad; también supo proporcionar al público el diálogo que esperaban de una buena cómica. Desconcertaba a la orquesta que, poco a poco, ciegos tras la cortina lateral pero advertidos por las indicaciones del propio don José, fue acostumbrándose al ritmo y desorden que originaba la gitana. Milagros actuaba de acuerdo con el texto de las tonadas que le tocaba cantar y bailar.
—¿Dónde está ese sargento? —preguntó en una ocasión, interrumpiendo una copla que lloraba el infructuoso galanteo del soldado con una condesa—. ¿Hay algún sargento de los gloriosos ejércitos del rey en el patio?
Don José indicó a la orquesta que sostuviese la música y un par de manos se alzaron entre los mosqueteros.
—No te preocupes —le dijo entonces a uno de los militares—, ¿para qué aspirar a una dama de noble cuna con todas las bellas mujeres que desde la cazuela anhelan que les demuestres cómo usas tu… espada?
El alcalde negó con la cabeza al tiempo que don José, con gesto autoritario, ordenaba a los músicos que atacasen el siguiente compás para que Milagros se lanzase a cantar entre todo tipo de propuestas deshonestas que surgían desde la cazuela.
Cantó para las gentes humildes. Habló con ellas. Rió, gritó, lloró y simuló rasgarse las vestiduras ante la desgracia de los menos favorecidos. Al ritmo de infinidad de tonadas populares, señaló con coraje a los nobles y ricos de los aposentos mientras cientos de miradas seguían su dedo acusador hacia la víctima escogida, y los interrogó acerca de sus costumbres y sus lujos desmedidos. Entre risas, ironizó sobre los cortejos de las damas y sobre los frailes y la multitud de abates holgazanes que poblaban las calles de Madrid buscando su sustento en la compañía de las mujeres con posibles. Los silbidos y abucheos de patio y cazuela acompañaron su desprecio hacia los petimetres amanerados que, imperturbables, como si nada pudiera afectarles, respondían a sus burlas con ademanes displicentes.
En esos instantes, mientras el público aplaudía, Milagros cerraba los ojos; al hacerlo el teatro entero se desvanecía y en su mente solo aparecían imágenes de aquellos a quien habría querido ver entre el público. «Cachita, María… miradme ahora», llegaba a susurrar entre vítores y alabanzas. Una extraña congoja la atenazaba, sin embargo, al recordar a su madre y a su abuelo.
El éxito trajo más dinero. La Junta de Teatros decidió duplicarle la ración e incluirla en los miembros de la compañía que cobraban a partido. Don José se extrañó ante la reacción de la gitana cuando le comunicó esta decisión.
—¿No estás contenta?
Milagros reaccionó y se lo agradeció con un titubeo que no convenció al director.
El éxito alejó más a Pedro. Tampoco era mucho dinero, pero sí el suficiente como para que su esposo se lanzase con afán a las calles de Madrid. «¿Dónde está Pedro?», preguntaba a la hora de comer o cenar, cuando regresaba del teatro a las habitaciones que tenían alquiladas. «Deberíamos esperarle.» En ocasiones, Bartola torcía el gesto y la miraba como si fuera una extraña. «Estará con sus cosas», le contestaba con frecuencia.
—Es un hombre —llegó a excusarle Bartola—. Quien no está nunca en casa eres tú. Qué quieres, ¿que tu esposo te espere tejiendo como una vieja? ¡Pues deja de cantar y ocúpate de él y de tu hija!
Entonces, en aquella mujer que defendía los desmanes de Pedro a costa incluso de las necesidades que llegaban a padecer cuando el gitano dilapidaba los dineros que ella ganaba, veía a los García, a Reyes la Trianera y al Conde, a todos los de su familia y la nunca disimulada animadversión hacia ella.
—Estábamos mejor en Triana —oía gruñir a la vieja—. Tantos hombres revoloteando a tu alrededor con sus cintas verdes en señal de…, de… —Bartola gesticuló sin encontrar la palabra—. ¿Cómo crees que debe sentirse tu esposo?
Milagros trató de averiguarlo luchando contra el sueño en espera de Pedro, casi siempre de madrugada. La mayoría de las noches caía rendida, pero las pocas veces que conseguía vencer al cansancio, y al sopor al que la invitaba el silencio solo quebrado por la acompasada respiración de su hija y los ronquidos de la vieja gitana, recibía a un hombre tambaleante, que apestaba a alcohol, a tabaco y en ocasiones a otros olores que solo podían engañar a quien, como ella, estaba dispuesta a no prestarles atención.
¿Cómo se sentía Pedro ante los hombres que mostraban las cintas verdes en sus vestimentas? Pronto lo supo.
—¿Ninguno de tus admiradores te hace regalos?
Él se lo preguntó una noche, los dos tumbados en el jergón, desnudos, después de haberla llevado una vez más al éxtasis. El gozo, la satisfacción, aquel ápice de esperanza en recuperarlo para sí que sentía en las ocasiones en las que la tomaba, se desvanecieron incluso antes de que hubiera finalizado su pregunta. Dinero. ¡Eso era lo único que pretendía! Todo Madrid estaba prendado de ella, lo sabía, los hombres lo proclamaban en el teatro y en las calles cuando se abalanzaban sobre su silla de manos. Le mandaban billetes a los vestuarios, papeles que, como ella no sabía leer, los leía Marina: proposiciones y todo tipo de promesas por parte de nobles y ricos. Con los días decidió romperlos directamente y devolver los presentes. Claro que le hacían regalos, pero ella sabía que si los aceptaba, Pedro los convertiría en más noches de soledad. Las cómicas tenían bien ganada la fama de frívolas y promiscuas; la gran mayoría de ellas lo eran. «La Esquiva», mudaron algunos el apodo de Milagros. Madrid entero la deseaba y el único hombre al que ella se entregaba sin vacilar solo quería su dinero.
—Lo intentan —contestó Milagros.
—¿Y? —pregunto él ante su silencio.
—Ten por seguro que nunca pondré en duda tu honor y tu hombría aceptando regalos de otros hombres —respondió ella tras unos instantes de vacilación.
—¿Y qué me dices de los saraos o de las funciones privadas que da la compañía? Las pagan bien, ¿por qué no las haces tú?
Los saraos podía imaginarlos, pero ¿cómo se había enterado Pedro de las funciones privadas que daban las compañías en los salones y teatrillos de las grandes mansiones?
—Aquí… —respondió—, aquí no está tu familia para defenderme. En Sevilla mi honra está a salvo; tus primos y tu abuela bien se ocupaban de ello. Madrid no es como los mesones o los palacios andaluces. Lo sé porque me lo cuentan. ¿Quién se puede oponer a los deseos de un grande de España? ¿Quieres que tu esposa esté en boca de todo el mundo, como Marina o Celeste?
Los ronquidos de Bartola asolaron la estancia durante un buen rato mientras ella contenía la respiración a la espera de su réplica. No la hubo. Poco después, Pedro murmuró algo ininteligible, le dio la espalda y se dispuso a dormir.
Algo cambió aquella noche para Milagros. Su cuerpo, usualmente rendido tras alcanzar el éxtasis, permanecía ahora en tensión, los músculos agarrotados, toda ella inquieta. No logró conciliar el sueño. Las lágrimas no tardaron en aparecer. Había llorado, muchas veces, pero nunca como esa noche en que comprendió que su marido no la quería. Ella, que había pensado que en Madrid estaba la salvación de su matrimonio, se percataba de que la gran ciudad era peor que Triana. Allí, Pedro charlaba con otros gitanos en el callejón y se movía por calles y lugares conocidos, mientras que aquí… Milagros sabía que había gitanos de su familia. El propio Pedro encontró a sus parientes García; se lo había contado con las facciones contraídas por la ira. Uno de ellos había muerto a causa de la paliza que le propinaron los miembros de una hermandad por los insultos a la Virgen en la calle del Almirante. El resto de la familia, hombres y mujeres, permanecían encarcelados en las mazmorras de la Inquisición por delitos contra la fe.
—Todo ha sido cosa de… —dudó un instante. Milagros malinterpretó su silencio; creyó que no quería acusar a su abuelo cuando lo que no deseaba Pedro era que ella supiera que había otros Vega en la capital—. Todo ha sido culpa del Galeote. Te juro que algún día lo encontraremos y lo mataremos allí mismo.
Ella no dijo nada. Hacía dos años que Melchor había escapado de los García. «No se deje pillar, abuelo», anheló. Entre gritos, Pedro le dio a entender que Melchor ya no estaba en Madrid; eran muchos los gitanos que recorrieron la ciudad entera buscándolo. Sí, la vida de Melchor corría peligro. Se consolaba pensando que eso le gustaba al abuelo. Sin embargo, ¿qué decir de ella? Todo le había salido mal: no tenía a nadie a quien acudir. Un padre muerto, una madre en prisión que además había renegado de ella, un abuelo perseguido. Cachita y la vieja María, desaparecidas. ¡Hasta la pequeña que llevaba el nombre de la curandera parecía haber tomado más cariño a Bartola! ¿Cómo no iba a ser así si nunca estaba con ella? Y en cuanto a Pedro… Él no la quería: solo pensaba en el dinero que podía obtener de ella para divertirse con otras mujeres, reconoció para sí por primera vez.
Al día siguiente, en el Príncipe, Milagros alzó uno de sus brazos al cielo. Con el otro levantó la falda palmo y medio por encima de sus tobillos y empezó a girar con gracia sobre sí misma, contoneando las caderas al tiempo que vaciaba sus pulmones en un final que se confundió con el estrépito del público. Era lo que le quedaba: cantar y bailar; refugiarse en aquel arte como en Triana, cuando se concedía una tregua en las disputas con su madre y bailaba con ella. Quienes las vieron, aplaudieron con mayor fuerza en la creencia de que las lágrimas que corrían por sus mejillas eran de felicidad.
Casi dos años llevaba presa Caridad cuando se produjo un motín en la Galera. La indisciplina de un par de viejas prostitutas reincidentes había llevado al alcaide a disponer un castigo tan ejemplar como humillante para ellas: raparles el cabello y las cejas. La decisión indignó a todas las reclusas; podían maltratarlas, pero raparlas… ¡Nunca! Muchas, aprovechando la agitación, insistieron en una vieja reclamación: que se les señalase tiempo de condena, puesto que veían transcurrir los años sin saber cuándo finalizaría. Los ánimos se encendieron y las mujeres de la Galera se rebelaron, rompieron cuanto estaba a su alcance, se armaron con tablas, con las tijeras y demás objetos punzantes que usaban para coser, y se hicieron con el control de la prisión.
Cuando se cerraron las puertas de la Galera y las reclusas se vieron dueñas del edificio, una jadeante y enardecida Caridad se encontró con una estaca en las manos. En su memoria temblaban todavía las correrías y los griteríos en los que había participado. Había sido… ¡había sido fantástico! Un tropel de mujeres, que hasta entonces vivía sin voluntad ni conciencia propias, igual que las negradas de esclavos, de repente, en lugar de someterse a las órdenes del amo, peleaban todas a una, enajenadas. Caridad miró a su alrededor y vio vacilación en los semblantes de sus compañeras. Ninguna sabía qué hacer a continuación. Alguna apuntó que debían preparar un memorial dirigido al rey, unas lo apoyaron y otras no; algunas propusieron fugarse.
Mientras discutían, apareció en la calle un destacamento militar dispuesto a asaltar la cárcel. Como todas, Caridad corrió a las galerías superiores tan pronto como retumbó el primer golpe sobre la puerta que daba a la calle de Atocha. Muchas reclusas se encaramaron a los tejados. Al poco tiempo, la puerta fue arrancada de sus goznes y cerca de un centenar de soldados con las bayonetas caladas se desperdigó por el patio central y el interior de la Galera. Sin embargo, para sorpresa de las reclusas y enojo de autoridades y oficiales, los soldados actuaron con benevolencia. En una de las galerías superiores, entre los gritos de los oficiales que azuzaban a sus hombres, Caridad se vio acorralada por dos de ellos. Pecó de ingenua y opuso su estaca a las bayonetas. Uno de los soldados se limitó a negar con la cabeza, como si la perdonara. El otro le hizo un casi inapreciable gesto con la punta de su bayoneta, como si quisiera darle a entender que podía escapar. Caridad blandió la estaca y se coló entre ellos, que se limitaron a simular que trataban de agarrarla. Algo similar sucedía entre los demás soldados y el resto de las reclusas, que corrían de un lado al otro ante la pasividad, cuando no la complicidad, de la tropa.
La situación se alargó. La desesperación apareció en los rostros de unos oficiales que se desgañitaban reclamando obediencia, pero ¿cómo obligar a unos soldados levados en míseros pueblos de la Castilla profunda a que reprimiesen a las mujeres? Muchos de ellos habían sido condenados a servir en el ejército durante ocho años por faltas iguales que las cometidas por aquellas desgraciadas contra las que se les había enviado, y las reclusas no dejaban de recordárselo durante el asedio. Las autoridades decidieron replegar a aquel destacamento y las mujeres aclamaron su retirada. Los gritos de reivindicación resonaron durante toda la noche. La puerta y los alrededores de la Galera quedaron fuertemente vigilados por la misma tropa que no había actuado contra ellas pero que sí lo hacía para despejar a la multitud de curiosos que se arremolinaba en la calle de Atocha.
Al amanecer del día siguiente, sin embargo, los alcaldes de corte se personaron en la Galera al frente de una milicia urbana compuesta por una cincuentena de buenos ciudadanos, temerosos de Dios, fornidos todos ellos, con vergajos, palos y barras de hierro en las manos. Aquellos entraron a machacarlas sin contemplaciones y ellas corrieron despavoridas. Caridad, aún armada con la estaca, vio que dos de los milicianos golpeaban a su compañera Herminia con una barra de hierro. A la vista de la saña con que descargaban su ira, le hirvió la sangre. Herminia, encogida en el suelo, tapándose el rostro, suplicaba piedad. Caridad gritó algo. ¿Qué fue? Nunca llegaría a recordarlo. Pero se abalanzó sobre los dos hombres y golpeó a uno con la estaca. Entre la lluvia de palos que se volvió contra ella, pudo ver cómo Herminia, desde el suelo, se agarraba a la pierna de uno de los hombres e hincaba los dientes en su muslo. La reacción de su amiga enardeció su ánimo y continuó golpeando a ciegas con la estaca. Solo la intervención de uno de los alcaldes la libró de morir apaleada.