Las gitanas habían dejado de compadecerse y escuchaban erguidas a la anciana.
—No aflojes, Ana Vega. Nos has defendido. Has luchado por las demás y te han roto la piel por hacerlo. ¡Esa es tu belleza! No pretendas ninguna otra, niña. Algún día se olvidarán de nosotros, los gitanos, como siempre ha sucedido. Yo no lo veré.
La anciana calló un instante y nadie se atrevió a romper su silencio.
—Cuando llegue ese día, no deben haber conseguido doblegarnos, ¿entendéis todas? —añadió con voz ronca, paseando una triste mirada por el sótano—. Hacedlo por mí, por las que quedaremos atrás.
Esa misma noche, Ana corrió a ver a los niños que volvían de trabajar los campos.
—Me prometiste… —empezó a quejarse el portero.
—Frías, nunca te fíes de la palabra de una gitana —le interrumpió ella, ya buscando a Salvador entre los demás con la mirada.
—Nos vamos.
Era de noche; las campanas ya habían llamado a la oración. Milagros dio un respingo y se volvió hacia su esposo, que había aparecido repentinamente en el vano de la puerta. En cuanto oyó el tono de voz del gitano, Bartola, que dejaba pasar el rato sentada, perezosa e insolente, se apresuró a refugiarse en la habitación donde dormía la niña.
—¿Dónde pretendes ir a estas horas? —inquirió Milagros.
—Tenemos una cita.
—¿Con quién?
—Un sarao.
—No sabía… ¿qué fiesta?
—¡No preguntes y acompáñame!
En la calle los esperaba un coche tirado por dos mulas ricamente enjaezadas. En la puerta lucía grabado un escudo de armas con oro. El cochero aguardaba en el pescante y, pie en tierra, un par de criados de librea con linternas en sus manos.
—¿Y los demás? —se extrañó la gitana.
—Nos esperan allá. Sube.
El gitano la empujó por la espalda.
—¿Adónde…?
—¡Sube!
Milagros se sentó sobre un duro asiento tapizado en seda roja. Las mulas empezaron a trotar en cuanto Pedro cerró la portezuela.
—¿Quién da la fiesta? —insistió la gitana mientras Pedro se acomodaba frente a ella.
Él permaneció en silencio. Milagros indagó en la mirada que su esposo fijó en ella y un fuerte escalofrío se confundió con el traqueteo del coche; se trataba de una mirada inexpresiva, que no mostraba odio, ni rencor, ni ilusión, ni siquiera ambición. Habían transcurrido pocos días desde la discusión sobre el marqués de Torre Girón. Pedro había dejado de dormir en casa y ella fantaseaba todavía más a menudo con los halagos de aquel noble que con tanta cortesía la había tratado cuando actuaban los titiriteros. Marina la incitaba, día tras día.
—¿No vas a contestarme?
Pedro no lo hizo.
Milagros vio que cruzaban la plaza Mayor; a partir de ahí, el carruaje giró una y otra vez a lo largo del oscuro y silencioso entramado de calles angostas y tortuosas que rodeaban el palacio real en construcción. El carruaje se detuvo ante una gran casa cuya puerta secundaria iluminó uno de los criados cuando ella descendía. Lo que sí supo tan pronto como apoyó su pie descalzo en el suelo y alzó la mirada es que allí no se iba a celebrar sarao alguno: el lugar estaba desierto y en silencio, la calle tenebrosa, y ninguna luz se advertía en las ventanas de la casa.
Le asaltó el pánico.
—¿Qué vas a hacerme?
La pregunta se perdió en un sollozo cuando Pedro la empujó al interior y la condujo a empellones tras un criado provisto de un candelabro con el que recorrieron pasillos, dejaron atrás estancias y ascendieron escaleras; solo el taconeo de los hombres y el llanto sordo de Milagros quebraron el silencio en el que se hallaba sumida la mansión. Al cabo se detuvieron frente a una puerta, la luz de las velas arañaba reflejos en sus maderas nobles.
El criado golpeó la puerta con delicadeza y, sin esperar respuesta, la abrió. Milagros entrevió un lujoso dormitorio. Esperó a que entrase el criado, mas este se apartó y le franqueó el paso. Ella trató de hacer lo mismo para que Pedro la precediera, pero él la empujó de nuevo.
En ese momento la mirada impávida de su marido que la había acompañado a lo largo del trayecto cobró un sentido estremecedor; Milagros comprendió el error que había cometido al seguirle: Pedro no iba a consentir que ella se lanzara en brazos del marqués. Pensaba que un día u otro se convertiría en su amante, dejaría de cantar para otros nobles; entonces él perdería el control… y sus dineros. En previsión de todo eso, su marido se había anticipado a los acontecimientos. ¡La había vendido!
—No… —alcanzó a suplicar la gitana, intentando retroceder.
Pedro la empujó con violencia al interior y cerró la puerta.
—No tengas miedo.
Milagros desvió la mirada de la inmensa cama con dosel al lado opuesto de la estancia, donde, en un sillón con brazos, junto a una chimenea de delicadas líneas en mármol rosado, permanecía sentado un hombre grande, de rostro nacarado y pelo pajizo, vestido con una simple camisa blanca, calzón y medias. Lo conocía de algunas fiestas. ¿Cómo no recordar aquellas mejillas que parecían brillar? Se trataba del barón de San Glorio. El hombre colocó una pizca de rapé en el dorso de una mano, sorbió, estornudó, se limpió la nariz con un pañuelo y, mediante un simple gesto, la invitó a sentarse en el sillón que había frente a él.
Milagros no se movió. Temblaba. Volvió la cabeza hacia la puerta.
—No puedes hacer nada —le advirtió el noble con una calma que la sobrecogió más todavía—. Tienes un hombre demasiado codicioso… y derrochador. Pésima combinación.
Mientras el barón hablaba, Milagros se lanzó hacia un ventanal y corrió el pesado cortinaje.
—Son tres pisos —avisó él—. ¿Preferirías dejar huérfana a tu hija? Ven aquí conmigo —añadió.
Milagros, acorralada, inspeccionaba la inmensa habitación.
—Ven —insistió él—, charlemos un rato.
La gitana volvió a prestar atención a la puerta.
El barón suspiró, se levantó con fastidio, se dirigió allí y la abrió de par en par: un par de criados estaban apostados tras ella.
—¿Nos sentamos? —propuso—. Me gustaría…
—¡Pedro —alcanzó a gritar Milagros entre sollozos—, por tu hija!
—Tu esposo está besando su oro —escupió el otro al tiempo que cerraba la puerta—. Es lo único que le interesa y tú lo sabes. ¿Acaso no te ha traído aquí?
Las pocas esperanzas que Milagros hubiera podido alimentar acerca de Pedro se desvanecieron ante la crudeza de tales palabras. ¡El dinero! Lo sabía. Con todo, escucharlo en boca del aristócrata fue como un navajazo.
—Descalza —interrumpió su reflexión el barón—, mis criados se echarían encima de ti como animales en celo, y tu esposo no es más que un vulgar rufián que te vende como a una ramera. En esta casa, el único hombre que te va a tratar con gentileza soy yo. —Dejó transcurrir un instante—. Siéntate. Bebamos y charlemos antes de…
El escupitajo que lanzó Milagros acertó en una de las piernas del barón. El hombre miró su media; al alzar el rostro, sus mejillas nacaradas aparecieron rojas de ira. Solo cuando lo tuvo frente a sí, enardecido, resoplando, la gitana se percató de su verdadera corpulencia: le sacaba más de una cabeza y debía de pesar el doble que ella.
El barón la abofeteó.
—¡Perro asqueroso, hijo de puta, ruin malnacido! —chilló Milagros al tiempo que intentaba golpearle con puños y piernas.
El barón soltó una carcajada y volvió a abofetearla con una fuerza que a ella le pareció descomunal. Milagros trastabilló y por un instante creyó que iba a perder el sentido. Cuando empezaba a recuperar el equilibrio, el hombre le arrancó la camisa.
—¿Prefieres comportarte como una puta! —gritó él—. ¡Sea! ¡He pagado una fortuna por esta noche!
La apaleó. De poco sirvieron a Milagros los gritos y el forcejeo con los que, tumbada en el suelo, intentó oponerse a que la desnudase. Le mordió. Ella notó el sabor de su sangre; él, ciego, no parecía sentir sus dentelladas. Despojada de sus ropas, hechas jirones, el barón la arrastró hasta el lecho, la alzó en volandas y la arrojó sobre él. Entonces empezó a desvestirse con fingida parsimonia, interponiéndose entre la cama y los ventanales, por si la joven fuera capaz de lanzarse a través de ellos. Por un instante, aquella posibilidad cruzó por su mente, pero finalmente hundió el rostro en la mullida colcha de la cama y estalló en llanto.
—¡Vete ya!
El grito venía de la cama, desde la que el aristócrata había contemplado sus esfuerzos por intentar cubrirse con las ropas destrozadas, esparcidas por la estancia. «¿Prefieres que te vistan mis criados?», se había burlado cuando la expulsó del lecho ante una indecisión como la que ahora mostraba frente a la puerta del dormitorio. Lloraba. Pedro estaría fuera, y no sabía cómo enfrentarse a él después de aquello. Sentimientos contradictorios la acechaban: culpa, odio, asco…
Los gritos del noble acallaron sus dudas:
—¿No me has oído? ¡Fuera!
El hombre, desnudo, hizo ademán de levantarse. Milagros abrió la puerta. Su esposo se abalanzó sobre ella apartando a los dos criados y la recibió con una bofetada que le volteó la cabeza.
—¿Por qué? —acertó a preguntar la gitana.
¡El camafeo! Pedro mantenía suspendida en el aire la joya que le había regalado el marqués de Torre Girón.
—No… —intentó explicarse.
—No eres más que una puta —la interrumpió él—. Y así vivirás a partir de ahora.
Esa noche Pedro volvió a golpearla. Y la insultó; la llamó puta de mil formas, como si pretendiera convencerse de que eso era. Milagros se sometió al castigo: la violencia de su esposo distraía de su mente los recuerdos; el dolor alejaba de ella el contacto de las manos del barón sobre su cuerpo, sus besos y suspiros, sus jadeos mientras la penetraba como un animal cegado por la lujuria.
—¡Continúa! ¡Mátame!
Trastornada, no llegó a oír el llanto de su hija en la habitación contigua; tampoco los gritos de los vecinos que aporreaban las paredes y amenazaban con llamar a la ronda. Pedro sí advirtió estos últimos. Levantó una vez más la mano para abofetearla, pero la dejó caer. Debía respetar el rostro de Milagros, lo que el público admiraba.
—Furcia —masculló antes de encaminarse hacia la puerta que daba a las escaleras—, no pienso acabar contigo. No tendrás esa suerte —añadió de espaldas—. ¡Juro que morirás en vida!
Al día siguiente Milagros cantó y bailó en el Príncipe con el espíritu lejos de las emociones que acostumbraban a embargarla al pisar el tablado. Buscó con la mirada al marqués de Torre Girón en su aposento; no había acudido, aunque sí llegaron unas flores que ella olió acongojada.
Para su desgracia, poco tardó el barón de San Glorio en alardear de una conquista de la que calló el precio. Milagros pudo comprobarlo al cabo de algunos días, cuando se enteró de la presencia del marqués en el teatro. ¡Él podría ayudarla! Lo había pensado a lo largo de sus noches en vela. ¡Tenía que escapar con su niña, abandonar a Pedro, alejarse de los García! Si no, ¿qué sería lo siguiente que le harían?
—Dice su excelencia —le informó don José, a quien rogó que le mandase recado de que necesitaba verlo— que solo el rey está por encima de él.
Milagros negó con la cabeza, no comprendía aquella respuesta.
—Muchacha, te has equivocado —le explicó el director de la compañía ante su evidente confusión—. Los grandes de España nunca aceptan segundos platos, y tú, al consentir en yacer con el barón, te has convertido en uno de ellos.
¡Consentir! Milagros no escondió las lágrimas a ninguno de los cómicos que se movían por los vestuarios y la miraban, algunos de reojo, otros, Celeste entre ellos, sin el menor recato. ¿Consentir?
—Es mentira —sollozó—. Tengo que decirle al marqués…
—Olvídate —la interrumpió don José—. Sea como fuere, el marqués no te atenderá. No te debe nada, ¿o sí?
Celeste, que remoloneaba por delante de los camerinos, esperaba una respuesta que Milagros no quiso brindarle.
Igual que en Sevilla, cuando hacía años acudió a suplicar por la libertad de sus padres al palacio de los condes de Fuentevieja. Nobles, todos eran iguales…
La negativa del marqués acabó con sus esperanzas. Recordó al abuelo, a su madre, a la vieja María… Ellos habrían sabido qué hacer. Aunque también parecía saberlo su esposo, que se presentó esa misma tarde en la casa de la calle del Amor de Dios, a la vuelta de Milagros.
—¿Qué ha sido de tu marqués? —se burló como saludo—. ¿Se ha peleado con otro noble por ti?
La cínica sonrisa de su marido enardeció a la gitana.
—Te denunciaré.
Él, como si esperase aquella amenaza, como si la hubiera buscado expresamente, sonrió con un brillo de triunfo en los ojos; Milagros conoció su réplica antes de que se la escupiese. Ella misma lo había pensado.
—¿Y qué dirás? ¿Que un aristócrata ha pagado por poseerte? ¿Crees que algún alcalde de sala daría crédito a tal acusación? El barón puede disponer de las mujeres que desee.
—¡A mí, nunca!
—¿Una gitana? —Pedro soltó una sonora carcajada—. ¿Una cómica? Las gitanas sois viles y deshonestas, libertinas y adúlteras. Lo dice el rey, y está escrito en sus leyes. Y por si eso no fuera suficiente, además eres cómica. Todos conocen la impudicia de las cómicas, sus amoríos están en boca de todo Madrid, como los tuyos con el marqués…
—¡No son ciertos!
—¿Qué importancia tiene? ¿Sabes lo que dicen del marqués ese y de ti en los mesones de Madrid? ¿Quieres que te lo diga? Hay hasta alguna copla sobre vosotros. —Hizo una pausa y prosiguió con voz fría—: Denuncia. Hazlo. Te condenarán por adúltera sin pensárselo dos veces. El barón se ocupará de que sea de por vida… y yo le apoyaré.
Así que continuó con los saraos y cantando y bailando en el Príncipe, insatisfecha, descontenta de sí misma, aunque para su sorpresa el público la premiaba con aplausos y vítores, que ella acogía con apatía. Luego regresaba a casa, donde Bartola la vigilaba; ni siquiera en el interior de la habitación la dejaba a solas. «Son órdenes de tu esposo —replicaba la vieja de malos modos ante sus insultos—. Díselo a él.» Y la acompañaba con la pequeña María si salía a la calle. Los pocos dineros de los que podía disponer desaparecieron, y la García, igual que hiciera Reyes en Triana, terciaba en sus conversaciones en el mercado, en la calle o en la confitería de la calle del León, en la que gustaba de comprar algún dulce, para terminar con ellas.