La reina descalza (50 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

BOOK: La reina descalza
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—¡Traidor, hijo de puta! —aulló al tiempo que hundía el arma en el pecho del Carmona, allí donde su corazón.

Solo llegó a comprender en toda su magnitud lo que había hecho al enfrentarse a los sorprendidos ojos de José Carmona, que ya presentían su muerte. ¡Acababa de asesinar al padre de su nieta!

Caridad, desnuda, se quedó quieta a medio camino y presenció las convulsiones que anunciaron la muerte del gitano, tendido en el suelo, con un gran charco de sangre formándose a su alrededor. Melchor trató de erguirse, pero no lo consiguió por completo, y llevó la mano ensangrentada que sostenía la navaja a la herida que le había infligido el Gordo.

—Traidor —repitió entonces más para Caridad que hacia el cadáver del Carmona—. Era un perro traidor —quiso excusarse ante la atemorizada expresión de la mujer. Pensó un instante. Recorrió la habitación con la mirada—. Vístete y ve a buscar a mi nieta —la apremió—. Dile que su padre la manda llamar. No le hables de mí; nadie debe enterarse de que estoy aquí.

Caridad obedeció. Mientras cruzaba el callejón y volvía con Milagros, preocupada esta por el pertinaz silencio con que la mujer negra acogía sus preguntas, Melchor arrastró con grandes dificultades el cadáver de José hasta esconderlo en la habitación contigua. ¿Cuál sería la reacción de Milagros? Era su padre y lo quería, pero el Carmona se lo había merecido… No le dio tiempo a limpiar el rastro de sangre que cruzaba la estancia, ni la gran mancha que brillaba húmeda en el centro, ni la hoja de su navaja, ni su casaca amarilla; Milagros solo lo vio a él y se lanzó a sus brazos.

—¡Abuelo! —gritó. Luego las palabras se atragantaron en su boca, mezcladas con sollozos de alegría.

Melchor dudó, pero al final la abrazó también y la meció.

—Milagros —susurraba una y otra vez.

Caridad, tras ellos, no pudo evitar seguir con la mirada el rastro de sangre hasta la habitación, antes de volver a centrarla en nieta y abuelo, y volver otra vez a la mancha de sangre del centro de la habitación.

—Vámonos, niña —soltó de repente Melchor.

—¡Pero si acaba de llegar! —respondió Milagros separándose de él con una amplia sonrisa en su boca, sus brazos todavía agarrándolo, con la intención de contemplarlo por entero.

—No… —rectificó Melchor—. Quiero decir que nos vamos de aquí… de Triana.

Milagros vio la casaca manchada de su abuelo. Torció el gesto y comprobó sus propias ropas, impregnadas de sangre.

—¿Qué…?

La muchacha miró más allá de Melchor.

—Vámonos, niña. Iremos a Madrid, a suplicar la libertad de…

—¿Y esa sangre? —le interrumpió ella.

Se separó del abuelo y evitó que este pudiera retenerla. Descubrió el rastro. Caridad la vio temblar primero y luego llevarse las manos a la cabeza. Ninguno de los dos la siguió a la habitación contigua, desde la que no tardó en llegarles un alarido que se mezcló con el martilleo de los herreros, que ya habían iniciado su jornada. Caridad, como si el desgarrador grito de su amiga la empujara, retrocedió hasta dar con su espalda en la pared. Melchor se llevó una mano al rostro y cerró los ojos.

—¿Qué ha hecho? —La acusación surgió rota de la garganta de Milagros; la muchacha buscaba apoyo en el dintel del hueco entre las habitaciones—. ¿Por qué…?

—¡Nos traicionó! —reaccionó Melchor alzando la voz.

—Asesino. —Milagros destilaba ira—. Asesino —repitió arrastrando las letras.

—Traicionó a los Vega casándote…

—¡Él no fue!

Melchor irguió el cuello y entrecerró los ojos hacia su nieta.

—No, él no fue, abuelo. Fue Inocencio. Y lo hizo para liberar a madre de la cárcel de Málaga.

—Yo… no lo sabía… lo siento… —acertó a decir Melchor, sobrecogido ante el dolor de su nieta. Con todo, rectificó al instante—: Tu madre nunca habría aceptado ese arreglo —afirmó—. ¡Un García! ¡Te has casado con un García! Ella habría elegido la cárcel. ¡Tu padre debería haber hecho lo mismo!

—¡Familias y querellas! —sollozó Milagros, como ajena a las palabras de su abuelo—. Era mi padre. No era ni un Vega ni un García ni siquiera un Carmona…, era mi padre, ¿lo entiende? ¡Mi padre!

—Ven conmigo. Abandona a los…

—Era todo lo que tenía —se lamentó.

—Me tienes a mí, niña, y conseguiremos la libertad de tu…

Milagros escupió a los pies de su abuelo antes de que terminara la frase.

El desprecio de aquel salivazo por parte de la persona a quien más quería en el mundo se reflejó en forma de un temblor en sus facciones y en los párpados que cubrían sus ojos. Melchor calló incluso cuando la vio gritar y abalanzarse sobre Caridad.

—¿Y tú?

Caridad no podía apartarse; tampoco se hubiera movido un ápice paralizada como estaba. Milagros chillaba frente a ella.

—¿Qué has hecho tú? ¿Qué has hecho tú? —le requería una y otra vez.

—La morena no ha hecho nada —intervino Melchor en su defensa.

—¡Eso es! —chilló Milagros—. ¡Mírame! —le exigió. Y como quiera que Caridad no alzara la vista, la abofeteó—. ¡Puta negra de mierda! Eso es: nunca haces nada. ¡Nunca has hecho nada! ¡Has permitido que lo asesinara!

Milagros empezó a golpearla sobre los pechos con los dos puños, de arriba abajo. Caridad no se defendió. Caridad no habló. Caridad no fue capaz de mirar a Milagros.

—¡Nunca haces nada! —aullaba la muchacha a cada golpe. Y cada uno de ellos arrancaba lágrimas de los ojos de Caridad—. ¡Tú lo has matado!

Por primera vez en su vida Caridad sintió el dolor en toda su intensidad y se dio cuenta de que, a diferencia de lo que sucedía cuando el capataz o el amo la maltrataban, aquellas heridas no sanarían jamás.

Una pegaba y gritaba; la otra lloraba.

—Asesina —sollozó Milagros dejando caer los brazos al costado, incapaz de golpear una sola vez más.

Durante unos instantes solo se escuchó el martilleo que venía de las forjas. Milagros se derrumbó en el suelo, a los pies de Caridad, que no se atrevió a moverse; Melchor tampoco.

—Morena —escuchó que le decía este—, recoge tus cosas. Nos vamos.

Caridad miró a la gitana, esperando, deseando que Milagros dijera una palabra…

—Vete —escupió ella sin embargo—. No quiero verte más en mi vida.

—Recoge tus cosas —insistió el gitano.

Caridad fue en busca del hatillo, el traje colorado y el sombrero de paja. Mientras ella se hacía con sus escasas pertenencias, Melchor, sin atreverse a mirar a su nieta, calculó el alcance de sus actos: si los pillaban en el callejón de San Miguel o en Triana, los matarían. Y aun cuando huyesen, el consejo de ancianos dictaría sentencia de muerte contra él y con seguridad contra la morena, y la pondrían en conocimiento de todas las familias del reino. En manos de Milagros estaba el que pudieran escapar vivos de Triana.

Caridad volvió con sus cosas y miró por última vez a quien había sido la única amiga de su vida. Titubeó al pasar a su lado encogida, llorando, maldiciendo entre gemidos. Ella no podía haber detenido a Melchor. Recordaba haber corrido hacia él, y lo siguiente que había visto era el cuerpo malherido de José.

Milagros le había dicho que no quería verla más. Intentó decirle que ella no había tenido ninguna culpa, pero en ese momento Melchor la empujó fuera del piso.

—Lo siento por ti, niña. Confío en que algún día se aplaque tu dolor —dijo a su nieta antes de irse.

Luego ambos abandonaron el edificio, presurosos. Necesitaban tiempo para huir. Si Milagros daba la voz de alarma, no llegarían a la salida del callejón.

23

Abandonaron Triana por el puente de barcas y se internaron en las callejuelas sevillanas. Melchor se encaminó a la casa de un viejo escribano público que ya no estaba en activo.

—Necesitamos pasaportes falsos para poder movernos por Madrid —escuchó Caridad que pedía, sin disimulo, el gitano al anciano.

—¿La negra también? —inquirió este señalándola desde detrás de un escritorio de madera maciza abarrotado de libros, pliegos y papeles.

Melchor, que se había sentado en una de las sillas de cortesía frente al escritorio, giró la cabeza hacia ella.

—¿Vienes conmigo, morena?

¡Claro que quería ir con él!, pero… Melchor intuyó los pensamientos que cruzaban la mente de Caridad.

—Iremos a Madrid a procurar la liberación de Ana. Mi hija lo arreglará todo —añadió convencido.

«¿Cómo va Ana a arreglar la muerte de José?», se preguntó Caridad. Sin embargo, se aferró a aquella esperanza. Si Melchor confiaba en su hija, ella no era quién para objetar, así que asintió.

—Sí —confirmó entonces Melchor al escribano—, la negra también.

El anciano tardó media mañana en falsificar los documentos que les debían permitir el desplazamiento hasta Madrid. Utilizando una vieja provisión de la Audiencia de Sevilla elevó a Melchor al grado de «castellano viejo» por los méritos de sus ancestros en las guerras de Granada, en las que algunos gitanos acompañaron a los ejércitos de los Reyes Católicos como herreros. Añadió un segundo documento: un pasaporte que le autorizaba a ir a Madrid para procurar por la libertad de su hija. A Caridad, quien le mostró los papeles de manumisión que le habían entregado en el barco, la convirtió en su criada. Aunque no fuera gitana, también necesitaba pasaporte.

Mientras él componía los documentos, la pareja esperaba en el zaguán de entrada a la casa. Caridad se había apoyado en la pared, agotada, sin atreverse a dejar que su espalda se deslizase por los azulejos hasta quedarse sentada en el suelo, poder ocultar el rostro y tratar de poner orden en lo que había vivido aquella mañana; Melchor pretendía huir de la sangre que manchaba su casaca amarilla y recorría de arriba abajo el pequeño espacio.

—Es bueno este hombre —comentó para sí, sin buscar la atención de su oyente—. Me debe muchos favores. Sí, es bueno. ¡El mejor! —añadió con una risotada—. ¿Sabes, morena? Los escribanos públicos se ganan la vida con las tasas que cobran por los papeles de los juicios, a tanto por hoja, a tanto por letra. ¡Salen caras las malditas letras! Y como cobran por garabatear en los papeles, son muchos los escribanos que promueven pleitos, rencillas y querellas entre la gente. Así se hacen juicios y ellos obtienen beneficios por escribir los papeles. Siempre que pasaba por su partido, Eulogio me encargaba que organizase algún altercado: denunciar a uno; robar a otro y esconder el botín en casa de un tercero… En una ocasión me indicó el domicilio de un rufián que explotaba los encantos de su esposa. ¡Magnífica hembra! —exclamó después de detenerse, alzar la cabeza y agitar el aire con el mentón—. Si hubiera sido mía…

Interrumpió su discurso y se volvió hacia Caridad, que mantenía la vista fija en sus manos temblorosas. La esposa del rufián nunca había sido suya, pero Caridad… Al sorprenderla acostada con José había sentido como si efectivamente hubiera sido suya alguna vez y el Carmona se la hubiera robado.

Caridad no desviaba la mirada de sus manos. Poco le importaban los enredos de Melchor y el escribano público. Solo podía pensar en la terrible escena que había vivido. ¡Se había desarrollado con tanta rapidez…! La aparición de Melchor, su propia vergüenza al sentirse desnuda, la pelea, el navajazo y la sangre. Milagros la había seguido hasta la casa de su padre sin dejar de preguntar por las razones, mientras ella balbucía excusas, y luego… Se agarró las manos con fuerza para evitar que temblaran.

Melchor reinició su ir y venir a lo largo del zaguán, ahora en silencio.

Consiguieron los documentos más una carta de recomendación que el viejo escribano dirigió a un compañero de profesión que ejercía en Madrid.

—Creo que todavía vive —comentó—. Y es de toda confianza —añadió al tiempo que guiñaba un ojo al gitano.

Los dos compinches se despidieron con un sentido abrazo.

Para no tener que atravesar Triana, salieron de Sevilla por la puerta de la Macarena y se dirigieron al poniente, hacia Portugal, por el mismo camino que casi un año antes habían tomado Milagros, Caridad y la vieja María. «¿Qué habrá sido de ella?», pensó la antigua esclava tan pronto como su mirada abarcó el campo abierto. Si la vieja María hubiera estado allí quizá no habría sucedido lo que sucedió: que Milagros, a la que tanto quería, la hubiese rechazado, la hubiera echado de su presencia a gritos, la golpeara con violencia. Caridad se acarició uno de los senos pero, ¿qué daño podían causarle los puños de su amiga? Le dolía por dentro, en lo más íntimo y recóndito de su cuerpo. Si por lo menos María hubiera estado ahí… Sin embargo, la vieja había desaparecido.

—¡Canta, morena!

Un sendero solitario entre huertas y campos de cultivo. El gitano caminaba por delante de Caridad con su inmensa y descolorida casaca amarilla colgando de los hombros; ni siquiera se había vuelto hacia ella.

¿Cantar? Tenía motivos para hacerlo, para llorar su tristeza y clamar por su desdicha con la voz, como hacían los esclavos negros, pero…

—¡No! —gritó ella. Era la primera vez que se negaba a cantar para él.

Después de detenerse un instante, Melchor dio un par de pasos.

—¡Has matado al padre de Milagros! —estalló Caridad a sus espaldas.

—¡Con el que tú estabas acostada! —chilló a su vez el gitano volviéndose de súbito y acusándola con el dedo.

La mujer abrió las manos en gesto de incomprensión.

—¿Qué…? ¿Y qué podía hacer? Vivía con él. Me obligaba.

—¡Negarte! —repuso Melchor—. Eso es lo que tendrías que haber hecho.

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