La reina descalza (86 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

BOOK: La reina descalza
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Cuando rememoraba esas palabras del gitano, Milagros pugnaba por alejar los recuerdos y volcarse de nuevo en el abuelo. Solo con su ayuda podría recuperar a su niña y, con ella, la alegría de vivir. Cada pueblo que dejaban atrás la acercaba un poco más a esa ilusión.

A veces, después de escucharle mentir a los cándidos beatos que se acercaban a la Virgen, Milagros también pensaba en fray Joaquín, y al hacerlo la invadían sensaciones contradictorias. Los primeros días en Madrid, cuando empezaron con lo de la Virgen para conseguir dineros con los que liquidar la onerosa cuenta de la viuda, la gitana se exasperaba ante sus titubeos. Mentalmente le pedía firmeza y convicción, pero todavía se ponía más nerviosa al vislumbrar, a través de las puntillas y los encajes de la mantilla, sus constantes miradas de reojo para cerciorarse de su comportamiento. «Preocúpese por usted, fraile. ¿Cómo cree que alguien va a reconocerme dentro de estas ropas que cuelgan de mis hombros y mis caderas?» A medida que fray Joaquín ejercía con más seguridad su papel de santero, varió su actitud hacia Milagros, como si encontrase fuerzas en su propia seguridad. No parecía tan turbado por su presencia y en ocasiones hasta sostenía la mirada de la gitana. Entonces ella, aunque fuera durante unos instantes, se sentía niña, como en Triana.

—¿Ya no le atraigo vestida de negro? —se le descaró un día.

—¿Qué…? —Fray Joaquín enrojeció hasta las orejas—. ¿Qué quieres decir?

—Pues eso, si ya no le gusto con estos… estos trapos que me obliga a vestir.

—Debe de ser la Inmaculada, que pretende evitar las tentaciones —se burló él señalando hacia la imagen.

Ella fue a replicar pero se calló, y él creyó entender por qué no llegó a hacerlo: asomaba en ella la mujer maltratada, humillada por los hombres.

—No quería decir… —empezó a excusarse Milagros antes de que él la interrumpiera.

—Tienes razón: no me gustas con esas ropas de castellana viuda. Pero sí que me gusta —se apresuró a añadir ante su triste expresión— que vuelvas a bromear o a preocuparte por tu aspecto.

Milagros mudó de nuevo su rostro. Una sombra de tristeza enturbió su mirada.

—Fray Joaquín, las mujeres hemos venido a este mundo para parir con dolor, para trabajar y para sufrir la perversión de los hombres. Calle —le instó ante su ademán por replicar—. Ellos… ustedes se revuelven, luchan y pelean ante la infamia. A veces ganan y se convierten en el macho victorioso; otras muchas pierden y entonces se ensañan con los débiles para engañarse y vivir con la venganza como único objetivo. Nosotras tenemos que callar y obedecer, siempre ha sido así. He terminado aprendiéndolo y me ha costado la juventud. Ni siquiera me veo capaz de luchar por mi hija sin la ayuda de un hombre. Sí, se lo agradezco —añadió antes de que él interviniese—, pero es la verdad. Nosotras solo podemos luchar por olvidar nuestros dolores y sufrimientos, para vencerlos, pero nunca vengarlos. Aferrarnos a la esperanza, por pequeña que esta sea, y mientras tanto, de vez en cuando, solo de vez en cuando, intentar volver a sentirnos mujeres.

—No sé qué…

—No diga nada.

Fray Joaquín se encogió de hombros al tiempo que negaba con la cabeza, las manos extendidas.

—Alguien que le dice a una mujer que no le gusta —alzó la voz Milagros—, por más de negro que vaya vestida, por vieja y fea que pueda ser, no tiene derecho a decir nada.

Y le dio la espalda tratando de que el golpe de cadera con que lo hizo llegara a revelarse bajo sus informes ropajes.

La cercanía, el objetivo común, la constante ansiedad ante el peligro de que alguien descubriese que la respetable y piadosa viuda que se escondía bajo aquel disfraz no era más que una joven gitana —la Descalza del Coliseo del Príncipe de Madrid, por más señas— y que el fraile mentía al limosnear para su ingreso en un convento, los unía cada día un poco más. Milagros no hacía nada por evitar el roce; sentía la necesidad de ese contacto humano, respetuoso y cándido. Reían, se sinceraban, se examinaban el uno al otro; ella como no lo había hecho nunca hasta entonces, observando al hombre que se escondía bajo los hábitos: joven y apuesto, aunque no parecía fuerte. Salvo por aquella calva redonda que lucía en la coronilla, podía decirse que era atractivo. Aunque quizá el cabello volviera a crecerle… Sin duda le faltaba gitanería, decisión, soberbia, pero a cambio le sobraba entrega, dulzura y cariño.

—Aquí no creo que saquemos limosnas —se lamentó en voz baja fray Joaquín un atardecer, al arribar a un miserable grupo de barracas hasta las que les había conducido una pareja de agricultores que retornaban de sus labores, la única compañía que encontraron en el camino.

—Quizá no las obtengamos por la Virgen, pero seguro que daríamos con quien pagase por escuchar la buenaventura —apostó ella.

—Sandeces —soltó el fraile, espantando el aire con las manos.

Milagros agarró una de ellas al vuelo, instintivamente, igual que tantas otras veces había hecho en Triana ante hombres o mujeres reacios a soltar unas monedas.

—Su eminencia reverendísima —bromeó—, ¿desea saber lo que le deparan las líneas de su mano? Veo…

Fray Joaquín intentó retirarla, pero ella no se lo permitió y él acabó cediendo. Milagros se encontró con la mano del fraile entre las suyas, repasando ya con el índice enguantado una de las rayas de su palma. Al ritmo al que deslizaba su dedo, un perturbador cosquilleo asaltó su vientre.

—Vaya… —carraspeó y se movió inquieta.

Trató de justificar su nerviosismo en las incómodas ropas que vestía. Se despojó del guante y apartó la mantilla de su rostro con un manotazo. Encontró la mano del fraile todavía extendida frente a ella. Volvió a tomarla y notó su calor. Observó la piel blanca, casi delicada, de un hombre que nunca había trabajado el hierro.

—Veo…

Por primera vez en su vida, Milagros careció del desparpajo necesario para clavar sus ojos en aquel al que pretendía leer la buenaventura.

Se acercaban al río Múrtiga, con Encinasola a su espalda y Barrancos erigiéndose por encima de sus cabezas. Milagros se arrancó la mantilla y la arrojó lejos; luego hizo lo mismo con los guantes y alzó el rostro al cielo radiante de finales de mayo como si pretendiera atrapar toda la luz que durante casi mes y medio de camino le había sido negada.

Fray Joaquín la contempló embelesado. Ahora ella forzaba los corchetes de su jubón negro para que los rayos de sol acariciaran el nacimiento de sus pechos. El largo peregrinaje, extenuante en otras circunstancias, había obrado en Milagros los efectos contrarios: el cansancio llamó al olvido; la constante preocupación por ser descubiertos eliminó cualquier otra inquietud, y la ilusión del reencuentro suavizó unos rasgos antes contraídos y en permanente tensión. La gitana se supo observada. Lanzó un grito espontáneo que rompió el silencio, zarandeó la cabeza y se volvió hacia el fraile. «¿Qué sucederá si no encontramos a Melchor?», se preguntó entonces fray Joaquín, temeroso ante la abierta sonrisa con que le premiaba Milagros. Ella luchaba por deshacer el moño y liberar unos cabellos que se negaban a caer sueltos. El mero pensamiento de no dar con Melchor hizo que fray Joaquín dejase la imagen de la Inmaculada en el suelo para dedicarse a recoger la mantilla y los guantes.

—¿Qué hace ahora? —se quejó Milagros.

—Podríamos necesitarlos —respondió él con la mantilla en la mano; los guantes continuaban perdidos entre los matorrales.

Tardó en encontrar el segundo. Cuando se alzó con él, Milagros había desaparecido. ¿Dónde…? Recorrió la zona con la mirada. En vano, no la encontró. Rodeó un cerrillo que le permitió asomarse al cauce del Múrtiga. Respiró. Allí estaba, arremangada y arrodillada, introduciendo una y otra vez la cabeza en el agua, frotando sus cabellos con frenesí. La vio levantarse, empapada, con la abundante melena castaña cayéndole por la espalda, chispeando al sol en contraste con su tez oscura. Fray Joaquín se estremeció al contemplar su belleza.

Las gentes de Barrancos acogieron su entrada en el pueblo con curiosidad y recelo: un fraile cargado con un bulto y una bella gitana altanera, atenta a todo. Fray Joaquín dudó. Milagros no: se encaró al primer hombre con el que se cruzó.

—Buscamos al que vende el tabaco para contrabandear en España —apabulló a uno ya entrado en años.

El otro balbució unas palabras en la jerga local, sin poder apartar la mirada de aquel rostro que le interrogaba como si fuera culpable de algún delito.

Fray Joaquín percibió la tremenda ansiedad de Milagros y decidió terciar.

—La paz sea contigo —saludó con sosiego—. ¿Nos entiendes?

—Yo sí —se oyó detrás del primero.

«Es muy peligroso», repitió fray Joaquín una decena de veces mientras se acercaban al conjunto de edificios que les habían indicado y que componían el establecimiento de Méndez. El lugar era un nido de contrabandistas. Milagros caminaba resuelta, con la cabeza erguida.

—Por lo menos vuelve a cubrirte el rostro —le rogó él, apresurando el paso para ofrecerle la mantilla.

Ni siquiera obtuvo contestación. Un sinfín de posibilidades, todas aterradoras, rondaban la cabeza del fraile. Melchor podía no encontrarse allí, podía incluso ser enemigo del tal Méndez. Temía por él, pero sobre todo por Milagros. Pocos eran los que permanecían ajenos a la presencia de la gitana; se detenían, la miraban, algunos incluso la piropearon en aquel idioma extraño de los barranqueños.

«¿En qué apuro he metido a Milagros?», se lamentó justo al traspasar los portalones del establecimiento de Méndez. Varios mochileros holgazaneaban en el gran patio de tierra que se abría frente al cuartel del contrabandista; uno de ellos silbó al ver a Milagros. Un par de mujeres de aspecto turbio asomadas a una de las ventanas del dormitorio corrido sobre las cuadras torcieron el gesto ante la llegada del fraile, y una pandilla de chiquillos semidesnudos que correteaban entre las mulas somnolientas atadas a postes dejó de hacerlo para acercarse a ellos.

—¿Quiénes sois? —preguntó uno de los niños.

—¿Tenéis dulces? —inquirió otro.

Llegaban ya a la casa principal. Ninguno de los hombres que los contemplaban hizo ademán de moverse. Milagros fue a liberarse del acoso de los chiquillos cuando fray Joaquín intervino de nuevo.

—No —se adelantó al gesto brusco de ella—, no tenemos dulces, pero tengo esto —añadió mostrándoles un real de a dos.

Los niños se arremolinaron alrededor del fraile con los ojos brillantes a la vista de la moneda de cobre.

—Os la daré si avisáis al señor Méndez de que tiene visita.

—¿Y quién pregunta por él?

Los niños callaron; algunos de los mochileros se irguieron y las prostitutas de la ventana se asomaron todavía más.

—La nieta de Melchor Vega, el Galeote —contestó entonces Milagros.

Méndez, el contrabandista, apareció en la puerta de la casa principal; examinó a la gitana de arriba abajo, ladeó la cabeza, volvió a escrutarla, dejó transcurrir unos segundos y sonrió. Con un resoplido, fray Joaquín soltó el aire que había retenido en sus pulmones.

—Milagros, ¿no? —preguntaba en ese momento el contrabandista—. Tu abuelo me ha hablado mucho de ti. Sé bienvenida.

Uno de los niños reclamó la atención de fray Joaquín estirando de la manga de su hábito.

—Por esa moneda les llevo con el Galeote —le propuso.

Milagros dio un respingo y se abalanzó sobre el mocoso.

—¿Está aquí? —chilló—. ¿Dónde? ¿Sabes dónde…? —De repente desconfió. ¿Y si el chaval les estaba engañando por un real? Se volvió hacia el contrabandista y le interrogó con unos ojos capaces de traspasar el edificio entero.

—Llegó hace un par de semanas —confirmo Méndez.

Con el contrabandista todavía frente a ella, Milagros balbució algo que tanto podía ser un agradecimiento como una despedida, agarró el extremo de la larga falda negra dejando a la vista sus pantorrillas y, con la prenda terciada, se dispuso a seguir a los chiquillos, que ya les esperaban entre risas y gritos junto a los portalones de acceso al establecimiento del contrabandista.

—¡Vamos! —les animó uno de ellos.

—Vamos, fray Joaquín —le apresuró la gitana, ya unos pasos separada de él.

El religioso sí que se despidió.

—No puedo correr cargado con la Virgen —se quejó después.

Pero Milagros no lo escuchó. Una niña le agarraba de la mano y tiraba de ella hacia el camino.

Fray Joaquín los siguió con parsimonia, exagerando el peso de una imagen que había trasladado sin problema alguno por media España. Melchor estaba en Barrancos, gracias a Dios. Nunca llegó a creer en serio que lo encontrasen. «Mataría por ella. Usted es payo… y además fraile. Lo segundo podría tener arreglo, lo primero, no.» La advertencia que un día le hizo el gitano a la orilla del Guadalquivir, ante la posibilidad de una relación con su nieta, se le agarró al estómago tan pronto como Méndez confirmó su presencia. ¡El Galeote haría cualquier cosa por ella! ¿Acaso no había matado ya al padre de Milagros por consentir su matrimonio con un García?

—¿Qué hacéis?

Dos de los chiquillos pugnaban por descargarle del peso de la imagen de la Inmaculada.

—¡Désela! —le conminó Milagros por delante de él—. ¡No llegaremos nunca!

No se la entregó; no estaba seguro de querer encontrarse frente a frente con Melchor Vega.

—Fuera de aquí. ¡Largaos! —gritó a la pareja de mocosos que, pese a todo, seguían acompañándole e intentaban ayudarle a portar el bulto con unas manos que eran más un estorbo que otra cosa.

Milagros lo esperó, sujetándose el borde de la falda, impaciente. La niña que la acompañaba se quedó a su lado, en jarras, imitando el gesto de la gitana.

—¿Qué le sucede? —inquirió extrañada la gitana.

«Que voy a perderte, eso es lo que sucede. ¿No te das cuenta?», quiso decirle él.

—No vendrá de unos minutos después de todo lo que hemos recorrido —contestó en cambio, con mayor brusquedad de la que hubiera deseado.

Ella malinterpretó su actitud y torció el gesto. Miró a los chiquillos, que seguían correteando alegres por delante, contra el sol. Le asaltaron las dudas.

—¿Cree usted…? —Dejó caer los brazos. Cayó la falda—. Usted dijo que el abuelo me perdonaría.

—Y lo hará —aseguró fray Joaquín por no proponerle que huyeran juntos de nuevo, que regresaran a los caminos para recorrerlos mostrando la imagen de la Virgen.

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