La reina descalza (85 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

BOOK: La reina descalza
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La puerta de la casita se abrió y Caridad apareció en ella, su atención fija en los campos, saludando al día.

—Canta, morena.

La voz le surgió ronca, tomada, débil, ¡inaudible!

Transcurrió un segundo, dos… Caridad volvió lentamente la cabeza hacia donde estaban ellos…

—Canta —repitió Melchor.

—Quieto —conminó Martín a Servando en un murmullo cuando este hizo ademán de seguir al gitano, que caminaba erguido hacia una Caridad en cuyo rostro negro y redondo ya punteaban, brillantes, las lágrimas.

Melchor también lloraba. Luchó por no lanzarse a la carrera, por no gritar, por no aullar al cielo o al infierno; nada hizo sin embargo por contener el llanto. Detuvo sus pasos allí donde podría tocarla con solo extender el brazo. No se atrevió.

Parados el uno frente al otro, se miraron. Él mostró la palma de una mano atezada con los dedos extendidos. Ella esbozó una sonrisa que pronto volvió a confundirse con los temblores del llanto. Él frunció los labios. Caridad alzó la mirada al cielo, un solo instante, luego trató de sonreír de nuevo, pero las lágrimas le pudieron y devolvió a Melchor la visión de un rostro agarrotado por la vorágine de sentimientos que reventaban en su interior. Él, con todo, creyó reconocerlos: alegría, esperanza, amor…, y se acercó.

—Gitano —balbució ella entonces.

Se fundieron en un abrazo y acallaron las mil palabras que se amontonaban en sus gargantas con otros tantos besos.

44

Tras abandonar el piso de las Platerías, fray Joaquín tiró de Milagros hasta una vivienda de la calle del Pez, donde se amontonaban los edificios en los que vivían madrileños tan altivos y orgullosos como los de Lavapiés, el Barquillo o los demás cuarteles de Madrid. El religioso, temiendo levantar rumores innecesarios, ni siquiera se atrevió a acudir a una posada secreta, por lo que negoció y alquiló un par de habitaciones desastradas a la viuda de un soldado que se prestó a dormir junto al hogar y que no hizo preguntas. De camino, contó a la gitana su conversación con Blas.

—Pues vayamos a Triana —saltó ella agarrándolo de la manga para detenerle mientras ascendían por la calle Ancha de San Bernardo.

La muchedumbre descendía alegre, en sentido contrario, en busca de la calle de Alcalá y la plaza de toros.

—Pedro te mataría —se opuso el religioso mientras examinaba edificios y bocacalles.

—¡Mi hija está allí!

Fray Joaquín se detuvo.

—¿Y qué haríamos? —inquirió—, ¿entrar en el callejón de San Miguel y raptarla? ¿Crees que tendríamos la más mínima posibilidad? Pedro llegará antes que nosotros, y tan pronto como lo haga lanzará todo tipo de insidias contra ti; la gitanería entera te considerará una… —El fraile dejó la palabra colgada en el aire—. Ni siquiera llegarías… llegaríamos a cruzar el puente de barcas. Vamos —agregó con ternura unos instantes después.

Fray Joaquín continuó andando, pero Milagros no lo siguió, la riada de gente pareció engullirla. Al percatarse de ello, el fraile volvió sobre sus pasos.

—¿Qué importa que me mate? —murmuró ella entre sollozos, las lágrimas corriendo ya por sus mejillas—. Ya estaba muerta antes de…

—No digas eso. —Fray Joaquín hizo ademán de cogerla por los hombros pero se contuvo—. Tiene que haber otra solución, y la encontraré. Te lo prometo.

¿Otra solución? Milagros frunció los labios mientras se aferraba a esa promesa. Asintió y caminó a su lado. Era cierto, reconoció para sí misma cuando doblaban la calle del Pez: Pedro la difamaría, y Bartola confirmaría, obediente, cuantas injurias se le ocurrieran al malnacido. Un escalofrío recorrió su espalda al imaginar a Reyes la Trianera vilipendiándola a voz en grito. Los García disfrutarían repudiándola públicamente; los Carmona también lo harían, ultrajados en su honor. Milagros había conculcado la ley: no existían prostitutas en la raza gitana, y todos los gitanos se pondrían en su contra. ¿Cómo iba a presentarse en el callejón de San Miguel en esas condiciones?

Sin embargo, pasaban los días y la promesa de fray Joaquín no se cumplía. «Dame tiempo», le pidió una mañana cuando ella insistió. «El marqués nos ayudará», aseguró al día siguiente a sabiendas de que no sería capaz de ir a su casa. «He escrito una carta al prior de San Jacinto, él sabrá qué hacer», mintió la tercera vez que ella le recordó lo prometido.

Fray Joaquín tenía miedo de perderla, de que le hiciesen daño, de que la matasen; pero para no enfrentarse a sus preguntas la dejaba sola en un cuartucho inmundo con un desvencijado camastro y una silla rota como todo mobiliario. «No debes salir, la gente te conoce y los García te estarán buscando por encargo de Pedro.» Como eco de sus excusas, con la risa de su niña resonando constantemente en sus oídos, Milagros se entregaba al llanto. Estaba segura de que los García la maltratarían. Las imágenes de su niña en manos de aquellos desalmados resultaron demasiado para sus fuerzas. Sobria no podría soportarlas… Pidió vino, pero la viuda se lo negó. Discutió con ella en vano. «Vete si quieres», le dijo. «¿Adónde?», se preguntó ella. ¿Adónde podía ir?

Él regresaba siempre con algo: un dulce; pan blanco; una cinta de color. Y charlaba con ella, la animaba y la trataba con cariño, aunque no era eso lo que ella necesitaba. ¿Dónde estaban las agallas de los gitanos? Fray Joaquín era incapaz de sostenerle la mirada como hacían los de su raza. Milagros percibía que la seguía con los ojos siempre que estaban juntos, pero en cuanto ella se le encaraba, el fraile disimulaba. Parecía conformarse con su sola presencia, con olerla, con rozarla. Las pesadillas no abandonaron las noches de la gitana: Pedro y el desfile de nobles que la violentaban se sucedían en ellas; con todo, empezó a desechar la idea de que fray Joaquín pudiera llegara a actuar como ellos.

En un par de semanas se quedaron sin dinero para pagar el abusivo alquiler con el que la viuda garantizaba su silencio.

—Nunca llegué a sospechar que lo necesitaría —se excusó el religioso, contrito, como si le hubiera fallado.

—¿Y ahora? —preguntó ella.

—Buscaré…

—¡Miente!

Fray Joaquín quiso defenderse, pero la gitana no se lo permitió.

—Miente, miente y miente —gritó con los puños cerrados—. No hay nada, ¿cierto? Ni marqués, ni cartas al prior, ni nada. —El silencio le dio la razón—. Me voy a Triana —decidió entonces.

—Eso sería una locura.

La resolución de Milagros, la necesidad de abandonar las habitaciones antes de que la viuda los echase o, peor aún, los denunciase por adúlteros, la falta de dinero y, por encima de todo, la mera posibilidad de que la gitana lo dejase, hicieron reaccionar a fray Joaquín.

—Es la última vez que confío en usted; no me defraude, padre —cedió ella.

No lo hizo. Lo cierto era que durante aquellos días no había hecho otra cosa que pensar en cómo solucionar el asunto. Se trataba de una idea descabellada, pero no tenía alternativa: llevaba años soñando con Milagros y acababa de renunciar a todo por ella. ¿Qué actitud más descabellada que esa podía existir? Se dirigió a una prendería y cambió el mejor hábito de los dos de los que disponía por bastas ropas negras de mujer, incluidos guantes y una mantilla.

—¿Pretende que me ponga esto? —trató de oponerse Milagros.

—No puedes andar los caminos como una gitana sin papeles. Lo único que pretendo es que no nos detengan durante nuestro viaje… a Barrancos. —Las ropas resbalaron de las manos de Milagros y cayeron al suelo—. Sí —se le adelantó él—. Tampoco nos desviamos mucho. Solo es otro camino; unos días más. ¿Recuerdas lo que dijo la vieja curandera? Dijo algo así como que si hay algún lugar en el que se pueda encontrar a tu abuelo, ese es Barrancos. El día que hablamos, me contaste que no llegasteis a ir tras la detención, y las cosas no han cambiado mucho desde entonces. Quizá…

—Escupí a sus pies —recordó entonces Milagros como muestra de la ira con la que lo había tratado—. Le dije…

—¿Qué puede importar lo que hicieras o le dijeras? Siempre te quiso y tu hija lleva sangre Vega. Si lo encontrásemos, Melchor sabría qué hacer, seguro. Y si él ya no está, quizá encontremos a algún otro miembro de la familia al que no hubieran detenido en la gran redada. La mayoría de ellos se dedicaban al tabaco y probablemente logremos saber de alguno.

Milagros ya no escuchaba. Pensar en su abuelo la llenaba a la vez de esperanza y de temor. No había atendido a sus advertencias; ni tampoco a las de su madre. Ambos sabían lo que sucedería si se entregaba a un García. Lo último que había sabido del abuelo era que le habían detenido en Madrid y que había logrado escapar. Quizá… sí, quizá siguiera vivo. Y si alguien podía enfrentarse a Pedro, ese era Melchor Vega. Sin embargo…

La gitana se agachó a recoger las ropas negras del suelo. Fray Joaquín dejó de hablar al verla. Milagros no quería pensar en la posibilidad de que su abuelo la hubiera repudiado y le negara su ayuda, movido por el rencor.

—Ave María Purísima.

—Sin pecado concebida —dijo Milagros, cabizbaja, a la joven criada que abrió la puerta de la casa. Sabía qué era lo que tenía que hacer después, lo mismo que había hecho una legua más allá, en Alcorcón: entrelazar los dedos de sus manos enguantadas, mostrando el rosario de fray Joaquín que llevaba entre ellos, y musitar lo que recordaba de aquellas oraciones que le había enseñado Caridad en Triana, para su bautizo, y que el fraile le repetía machaconamente durante el camino.

—Una limosna para el ingreso de esta infeliz viuda en el convento de las dominicas de Lepe —imploró fray Joaquín alzando la voz entre la cantinela de ella.

A través de la mantilla negra que cubría su cabeza y escondía su rostro atezado, la gitana miró de reojo a la criada. Respondería igual que todas: negándose en principio para terminar abriendo desmesuradamente los ojos en el momento en que fray Joaquín descubriese el bellísimo rostro de la Inmaculada Concepción con la que cargaba. Entonces titubearía, les diría que esperasen, cerraría la puerta y correría en busca de su ama.

Así había sucedido en Alcorcón y también en Madrid, antes de que tomasen la puerta de Segovia. Fray Joaquín decidió aliviar su pobreza sumándose al ejército de peregrinos y santeros que limosneaban por las calles de España, aquellos disfrazados con esclavina adornada con conchas, sayal, bordón, calabaza y sombrero para supuestas peregrinaciones a Jerusalén o un sinfín de lugares extraños; estos de fraile, sacerdote o abate reclamando un óbolo para todo tipo de obras pías. La gente contribuía con sus limosnas a los primeros a cambio de besar las reliquias o los escapularios que sostenían como auténticos de Tierra Santa. Con los segundos, rezaban frente a las imágenes que portaban, las acariciaban, las besaban y las acercaban a los niños, a los ancianos y sobre todo a los enfermos antes de dejar caer unas monedas en el cepillo o la bolsa del santero.

Y por lo que atañía a imágenes sagradas, ninguna como la de la Inmaculada Concepción que destapaba fray Joaquín ante el estupor de las criadas de las casas acomodadas. Como preveía Milagros, en Móstoles, a poco más de tres leguas de Madrid, sucedió lo mismo que en Alcorcón. Poco después, abrió la puerta la señora de la casa, que se quedó prendada ante la belleza y opulencia de la talla de la Virgen, y los invitó a entrar. Milagros lo hacía encogida, como le había instruido fray Joaquín, murmurando oraciones y escondiendo sus pies descalzos bajo la larga falda negra que arrastraba por tierra.

Ya en el interior, la gitana buscaba el rincón más alejado del sitio en que a modo de altar colocaban a la Virgen mientras fray Joaquín la presentaba como su propia hermana, que acababa de enviudar y había hecho promesa de recluirse en un convento. Ni siquiera la miraban, atentos todos a la Inmaculada. «¿Se puede tocar?», preguntaban cautelosos. «¿Y besar?», añadían emocionados. Fray Joaquín dirigía los rezos antes de permitírselo.

Y si bien obtenían el dinero suficiente para seguir camino, comer y hospedarse en los mesones o en aquellas mismas casas si no los había —Milagros siempre separada de los demás, amparándose en un supuesto voto de silencio—, el avance era lento, irritantemente pausado. Buscaban siempre con quien viajar para evitar malos encuentros, y a veces tenían que esperar, como cuando en las casas las mujeres se empeñaban en reclamar la presencia de esposos, hijos y en ocasiones hasta del párroco del pueblo, con el que fray Joaquín conversaba hasta convencerlo de la bondad de sus intenciones. Las muestras de devoción y los rezos se eternizaban. En el momento en que necesitaban dinero perdían días enteros mostrando a la Virgen, como les sucedió en Almaraz, antes de cruzar el río Tajo, donde les pagaron bien por permitir que la imagen amparase a un enfermo en su habitación.

—¿Y si no sanase? —preguntó Milagros a fray Joaquín aprovechando que este le llevó de comer a la estancia que le habían cedido para que observase su voluntario silencio.

—Deja que sea Nuestra Señora quien decida. Ella sabrá.

Luego sonrió y Milagros, sorprendida, creyó entrever un atisbo de picardía en el rostro de fray Joaquín. El fraile había cambiado… ¿o era ella quien lo había hecho? Quizá los dos, se dijo.

Milagros no era capaz de soportar las noches; las pesadillas la despertaban bruscamente, sudorosa, aturdida, en busca de un aire que le faltaba: hombres forzándola; el Coliseo del Príncipe entero riéndose de ella; la vieja María… ¿Por qué soñaba con la curandera tantos años después? Pero si aquello sucedía durante la noche, la sola posibilidad de reencontrarse con su abuelo la animaba a soportar durante el día aquellas bastas ropas negras que le escocían. El tedio de las oraciones y de las horas que pasaba sola en casas o mesones, para que no se descubriera el engaño, se convertía en fantasías al pensar en Melchor, en su madre, y en Cachita. A menudo tenía que hacer esfuerzos por no lanzarse a cantar aquellas oraciones que Caridad le había enseñado a ritmo de fandangos. ¿Cuánto hacía que no cantaba? «El mismo tiempo que no bebes», le había contestado fray Joaquín dando por concluido el tema un día en que ella se lo comentó. El sol y sus anhelos lograban que todos aquellos momentos amargos que la martirizaban en sueños quedasen atrás, como encerrados en una burbuja, y abría ante ella la esperanza de volver con su gente. Eso era lo único que importaba realmente: su hija, su abuelo. Los Vega. En el pasado no había llegado a comprenderlo, aunque se consolaba con la excusa de la juventud. En algunos momentos también recordaba a su padre. ¿Qué le había dicho el Camacho cuando regresó de hablar con su madre en el depósito de Málaga? «Él sabía cuál era el trato: su libertad por tu compromiso con el García. Debía haberse negado y haberse sacrificado. Tu abuelo hizo lo que debía.»

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