Read La reliquia de Yahveh Online
Authors: Alfredo del Barrio
—Bastet tenía un gran templo en la ciudad de Bubastis o Tell Basta, en el delta del Nilo, más o menos por donde está situada la moderna Al Zaqaziq —tomó aire y prosiguió—. Yo visité sus restos en una ocasión, están bastante cerca de El Cairo. No queda apenas nada del templo, una lástima; según Herodoto, el padre de la historia, las fiestas que se ofrecían en honor a la diosa eran bastante licenciosas, llegando a juntarse más de 700.000 personas.
—¡700.000 personas!— exclamó el americano. Era la primera vez, aparte de las presentaciones, que decía algo. John pensó con acierto que el dato le había impresionado.
—Sí, bastante gente —aseguró el detective—, habida cuenta que Bastet también era la diosa mágica de la euforia y el arrebatamiento las celebraciones debían ser bastante dignas de presenciarse, bueno dignas por decir algo.
—Casi como un carnaval antiguo —volvió a emitir Patrick Allen sin preguntar ni afirmar, parece que el tema le interesaba sobremanera.
—Herodoto decía que durante las fechas en las que se celebraba la fiesta se bebía tanto vino como el que se consumía durante el resto del año en todo el país. Se bebía, se bailaba y se organizaban grandes voceríos entre abigarrados grupos de gente que se insultaban y lanzaban todo tipo de improperios —sostuvo John que estaba disfrutando con la descripción—. Después de efectuados los sacrificios a la diosa, toda la multitud entraba en una especie de trance que les conducía a una especie de llanto colectivo, muchos de los presentes se infringían daños con varas y palos y llegaban a autolesionarse con cuchillos y espadas.
—Supongo que pensaban que después del placer tenía que venir el dolor — intervino de nuevo el americano.
—Egipcios hubo desde que hay hombres —sentenció John volviendo a tomar prestadas las palabras del griego Herodoto.
Sir Arthur no parecía contento con el giro que estaba dando la conversación y decidió intervenir.
—¿Y qué puede contarnos de las otras dos diosas? —preguntó con firmeza, zanjando de paso cualquier referencia adicional a las fiestas egipcias.
—Bueno —dijo John—, yo diría que la figura con cabeza de leona es Sejmet o Sekhmet, diosa de la guerra y de cualquier tipo de enfrentamiento armado. Era hermana de Ra y esposa de Ptah.
Tras un intervalo de varios segundos, en el que trató de aclarar las ideas, John volvió a retomar la explicación.
—La de cabeza de vaca es Hator, hija de Ra y esposa de Horus, era diosa del cielo, del amor y también de la fertilidad. El disco solar simbolizaba su dominio sobre el firmamento y normalmente se ponía bajo su advocación a las mujeres, también era la protectora de los matrimonios. Hator, como portadora de fecundidad también era un icono que se adoraba en Bubastis. Podría decirse que es el equivalente egipcio de la Afrodita griega o la Venus romana. Los hombres inventan siempre los mismos dioses pero con distintos nombres.
John hizo otra pausa para presenciar el efecto de sus palabras, pero no pudo ver ninguno. Por lo visto aquellos caballeros sabían mantener las formas o eran inmunes a las frases lapidarias, una pena porque acostumbraba a emitir bastantes, siempre disfrutaba con el impacto que suscitaban en sus interlocutores, era una de las pocas ocasiones en las que disfrutaba conversando con desconocidos.
John miró detenidamente la fotografía de nuevo. Nadie decía nada. Después de tanto interrogatorio creyó que se había ganado el derecho de formular alguna pregunta.
—Díganme, aunque estas tres deidades están bastante relacionadas entre sí, no se las suele representar juntas, más bien sus cultos son intercambiables. Numerosas veces se utiliza una diosa u otra según el contexto o concepto que se quiere transmitir. Bastet, Hator y Sejmet eran tres modos de representar el mismo principio femenino en sus tres acepciones: magia, fecundidad y furia. Tres características que los egipcios asociaban a la mujer. Esta pieza no me es familiar ¿Se trata de algún nuevo descubrimiento? —interrogó John con cautela.
—Quizá —respondió lacónicamente Sir Arthur—. Permítame mostrarle otra fotografía.
Seguidamente rebuscó de nuevo en su carpeta hasta dar con otra foto del mismo tamaño que la primera. Como hizo anteriormente, la miró unos instantes y se la acercó a John.
Evidentemente, la fotografía era un trozo ampliado de la imagen anterior, se podían ver con más nitidez las filas de jeroglíficos que estaban situados en la parte de arriba de la losa, justo por encima de las cabezas de las tres efigies femeninas.
John empezó a descifrar los ideogramas, aunque no pudo evitar dirigir primero su mirada a los signos inscritos en dos cartuchos, los que indicaban sin duda dos nombres propios. Leyó el primer nombre y su corazón pareció girar 360° dentro de su cavidad torácica.
El sobresalto no pasó desapercibido para sus interlocutores, ahora no pudieron evitar una amplia sonrisa por mucho que apretaron los labios. Todos menos su jefe, que seguía ejerciendo de convidado de piedra.
John miró uno por uno a los sonrientes anfitriones, ninguno dijo nada, pero parecían estar al tanto de la importancia de la inscripción. Sólo esperaban que él se lo confirmara. Así que se decidió a hacerlo, no sin antes darse 30 segundos para recobrar la adecuada compostura.
—Parece el epitafio de un faraón— John inspiró profundamente y soltó el aire de golpe—, el faraón Sheshonk I, o Shoshenq I, también conocido según los textos de la Biblia, más concretamente por el Antiguo Testamento, como Sosaq o Sisaq. Su reinado tuvo lugar sobre el año 1000 antes de Cristo aproximadamente si no recuerdo mal.
John estudió el nombre inscrito en el segundo cartucho.
—El segundo nombre que puede leerse es Shiskag, el padre del faraón, como puede deducirse por la colocación del signo "hijo" entre los dos nombres. Concretamente el texto reza: Sheshonk, hijo de Shiskag.
Parecía como si el agente encubierto de Scotland Yard estuviese profundamente afectado por el descubrimiento que acababan de poner en sus manos. Había vuelto a estudiar las líneas de jeroglíficos y en su mirada se había esfumado todo el aire de indiferencia e imperturbabilidad que había cultivado durante años. Parecía un colegial que hubiese encontrado su primer cómic erótico.
Sir Arthur interrumpió el atento estudio de John.
—¿Puede decirnos algo de este faraón, señor Winters?
John levantó la vista y volvió a bajarla mientras contestaba.
—Pues la verdad es que no mucho —meditó—. Por lo que puedo recordar nunca se ha encontrado nada, ni restos, ni construcciones, ni papiros que nombren a este faraón, ni siquiera un trozo de cerámica; aparte de la Biblia, claro, y alguna enumeración antigua de faraones como la realizada por Manetón, un sacerdote egipcio muy posterior que vivió en la época helenística, en el siglo III antes de Cristo.
Ahora las palabras salían a borbotones de la garganta de John.
—Este faraón es de origen líbico, reinó en un tiempo bastante confuso de la historia de Egipto, el Tercer Periodo Intermedio, un lapso de unos 350 años que se extiende entre el Periodo Ramesida y la Baja Época, etapas ambas del Imperio Nuevo. Después de Ramsés III, fundador de la XX Dinastía, parece que los divinos gobernantes del País del Bajo y Alto Nilo no estuvieron a la altura de sus predecesores. No se puede ser débil si estás en el poder, por muy dios que seas, siempre hay alguien que no respeta ni lo más sagrado.
John dejó pasar unos segundos para que su ocurrencia calara en el auditorio y volvió a la carga.
—Lo cierto es que a partir del año 1000 antes de Cristo, más o menos, hablo de memoria, los regentes de Egipto eran sumamente tenues. No pudieron evitar las invasiones del los pueblos del mar y de los ejércitos procedentes de Libia. Tal es así que las Dinastías XXI, con capital en Tanis; la XXII, con Bubastis como centro político; la XXIII, con sede también en Tanis; y la XXIV, emplazada en la ciudad de Sais, se sucedieron en este corto periodo de 350 años y algunas de ellas fueron contemporáneas. Egipto pasó dividido en diversos reinos buena parte de esta época de gran inestabilidad política. Luego vinieron los etíopes, conquistaron, reunificaron el país y fundaron la Dinastía XXV.
No se podía poner en duda que John se sabía la lección de memoria.
—Supongo —dijo Lord Stanley de improviso— que la representación de la diosa gata de Bubastis en esta lápida no es gratuita, ¿no es cierto?
—Desde luego que no —contestó John mirando al Lord—. Sheshonk I es tenido históricamente por el fundador de la Dinastía XXII de Bubastis, una dinastía de orígenes libios. Se sabe que entró en guerra con la Dinastía XXI de Tanis, a la que venció en una o dos batallas.
—Ya, ¿y puede decirnos en qué contexto aparece su nombre en la Biblia? — requirió Lord Stanley que parecía que a estas alturas de conversación había tomado el relevo a Sir Arthur.
John decidió tomarse un respiro, tenía la boca y la garganta completamente seca.
—Perdón, antes de continuar con esta tertulia histórica, ¿podría alguien ofrecerme un vaso de agua o algo parecido? —dijo con timidez, tenía el don de entonar humildemente frases que no lo eran en absoluto.
—Por supuesto —Lord Stanley se apresuró a recoger la petición—. Perdone la descortesía, pero es que con su exposición nos había obnubilado a todos.
El Lord salió al pasillo cerrando la puerta tras de sí. Todos permanecieron como si estuviesen rumiando lo que se había dicho hasta ahora y no tardaron en volver a dirigir las miradas a los estantes huecos. Todos menos el jefe de John, Jeremy, que parecía más interesado en la manicura de sus manos que en la disertación histórica que estaba teniendo lugar alrededor de la ancha mesa. John aprovechó la pausa para volver a estudiar los jeroglíficos inscritos en la lápida.
Después de lo que parecieron cinco minutos Lord Stanley volvió a la sala con bebidas variadas, todas sin alcohol, y algunos bollos y pastas. Todos cogieron alguna cosa. John se sirvió una Coca-Cola para ver si las chispas del líquido le hacían efecto en su cerebro.
—¿No tienen por aquí alguna Biblia? —inquirió John.
Todos dirigieron otra vez la vista a las vacías estanterías, como si acabaran de verlas por primera vez y no supieran ya que no había nada en ellas.
Lord Stanley se levantó otra vez de su butuca y se dirigió a la puerta de la sala.
—Enseguida le traigo una Biblia, tenía que haber previsto que sería necesaria — dijo mientras salía.
Apareció a los pocos segundos con un grueso y negro volumen bajo el brazo, desde luego no podía ser otra cosa que una Biblia. Lord Stanley dejó el libro al alcance de John y volvió a tomar asiento.
El detective cesó de mirar la fotografía de los jeroglíficos y cogió el pesado tomo encuadernado en piel. Por suerte era un ejemplar que tenía un índice onomástico. John tenía buena memoria, pero no tanta como para recordar el capítulo y versículo exacto donde era nombrado el faraón.
Buscó primero Sosaq y encontró un pasaje en el
Primer Libro de los Reyes,
una narración histórica que refiere los múltiples acontecimientos políticos vividos por las tribus judías en una edad en la que todavía no existía un solo texto escrito en la civilizada Europa. También había un segundo párrafo donde se nombraba al rey egipcio con el apelativo de Sisaq, en el
Segundo Libro de Crónicas,
otro tratado histórico como su propio nombre indicaba. El párrafo de
Crónicas
era casi idéntico al de
Reyes,
así que optó por dirigir su atención sólo al primero.
—Bien, he encontrado el lugar donde se nombra a nuestro faraón. Voy a leerlo.
John miró a su alrededor para comprobar que contaba con la atención de todo el mundo y empezó a recitar.
En el año quinto del reinado de Roboam, Sosaq, rey de Egipto, subió contra Jerusalén, y se apoderó de los tesoros del templo de Yahvéh y de los del palacio real. Se apoderó de todo; incluso se llevó todos los escudos de oro que había fabricado Salomón. (1Re 14, 25-26)
John se creyó en la obligación de comentar un poco el pasaje.
—Roboam era el hijo de Salomón, ya saben, el sabio Salomón, el mismo que construyó el Templo de Jerusalén, el que consiguió saber qué madre mentía de las dos que reclamaban un niño sentenciando que le daría la mitad del crío a cada una de las litigantes.
John nunca sabía, cuando hablaba con legos, si se excedía en la profusión de sus explicaciones, todo el mundo ha oído contar la fábula de Salomón.
—Ya, ya conocemos la historia de Salomón, nos la explicaron a todos en el colegio —despachó Lord Stanley.
Después del reproche John se mantuvo a la expectativa, pensó que mejor sería que esperase a que le preguntaran. No tardaron en hacerlo.
—Dígame, señor Winters —continuó Lord Stanley—. ¿Sabe qué tesoros exactamente había en Jerusalén y su Templo por la época en que este faraón invadió la ciudad?
—Pues bastantes —John hizo esfuerzos para rebuscar la información entre sus excitadas conexiones neuronales—. Según las descripciones de la Biblia, creo recordar que, aparte de los escudos que se mencionan en el pasaje que acabo de leer, el Templo poseía un altar lleno de incensarios, recipientes y candelabros de siete brazos; también había dos grandes esculturas de ángeles,… había oro por todas partes, incluso muchas paredes estaban revestidas con este metal. A Salomón le fueron bien las cosas en su reinado.
—¿Y el Arca? —preguntó Sir Arthur mientras se erguía en su asiento y se echaba hacía delante como para oír antes que nadie lo que pudiera contestar John.
—El Arca de la Alianza, por supuesto —respondió John mientras miraba fijamente a Sir Arthur—. También era de oro, pero según la tradición no fue robada por Sheshonk en su saqueo de los tesoros del Templo.
—¿Está seguro de esa noticia? —volvió a preguntar Sir Arthur.
—Sí, desde luego.
La voz de John deslizaba un tono de duda, por primera vez desde el inicio de la conversación. ¿Sería una pregunta trampa? Fue lo primero que pensó. Creyó conveniente ampliar su respuesta.
—El Arca es mencionada posteriormente en la Biblia, si me dejan ojear un momento… —y alzó una mano como pidiendo un poco de tiempo.
Encontró el pasaje que buscaba haciendo uso de los siempre socorridos índices bíblicos. Estaba ubicado en uno de los dos libros que formaban las
Crónicas
y el texto hablaba de Yosías, rey de Judá que gobernó Jerusalén unos tres siglos más tarde de la visita de Sheshonk.