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Authors: Alfredo del Barrio
En una excursión por el desierto egipcio, una arqueóloga, Marie Mariette, descubre la lápida de entrada a una tumba aparentemente intacta. Toma unas fotografías y vuelve a tapar su descubrimiento con vistas a una exploración posterior.
Una vez analizadas las fotos llega a la conclusión que el enterramiento pertenece a Sheshonk I, un legendario faraón de los tiempos de Salomón que, según la Biblia, consiguió invadir y saquear la ciudad de Jerusalén en el siglo X antes de Cristo. Y eso no es todo, en la puerta de entrada al complejo subterráneo también aparece nítidamente representada el Arca de la Alianza, el cofre de oro puro donde los israelitas guardaban las Tablas de los Diez Mandamientos y sus más preciados tesoros religiosos.
Ante tamaño hallazgo, se organiza secretamente una expedición relámpago de la que también formarán parte un detective de Scotland Yard experto en jeroglíficos y en las Sagradas Escrituras, John Winters, y un conservador del Museo de El Cairo, Alí Khalil.
Sin embargo, no será tan fácil recuperar el sagrado vestigio: la tumba está llena de enigmáticos acertijos y numerosas trampas mortales, el Arca se revela como algo más que un simple e inofensivo objeto de culto y los servicios secretos de varios países pugnan por hacerse con tan preciada y terrible reliquia.
Alfredo del Barrio
La reliquia de Yahvéh
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Título: La reliquia de Yahvéh
Lengua de publicación: Castellano
Edición: 1ª ed., 1ª imp.
Fecha Edición: 03/2007
Publicación: Editorial Abaco, S.L.
ISBN 13: 978-84-935082-7-2
Todas las puertas se hicieron para abrirse al menos una vez.
Está visto: somos muertos, perdidos, perdidos todos.
Cualquiera que se acerque al Tabernáculo de Yahvéh, morirá.
¿Acabaremos todos por morir?
(Núm 17, 27-28)
—Teeerrrsooobiiii, sooooo, sooobiiiiteeerrr —rugió el móvil con una distorsionada melodía tan conocida como difícil de identificar.
—¿John Winters?
—Sí, soy yo.
—Coja el tren de las 16:30 hacia Ashford y diríjase al cementerio de la ciudad. Allí esperará a que contacten con usted.
John estaba un poco harto de las llamaditas inesperadas y de las instrucciones dictadas por personas totalmente desconocidas. Su irritación se multiplicó por dos al recordar que hoy era sábado.
¿Quién sería el idiota de la voz? Estaba convencido, un mismo tipo radiaba todas las comunicaciones dirigidas a los agentes encubiertos de Scotland Yard. Seguro que actuaban de ese modo para que nadie tuviese tiempo de decir: "vaya, lo siento, a esa hora me viene mal, tengo cita con mi agente de bolsa".
Había trabajos bastante raros, el de John también lo era. Aunque no podía quejarse, la mayoría de los días ni siquiera era molestado, lo que le dejaba mucho tiempo libre para leer y, sobre todo, no hacer nada. Lo único fastidioso de su profesión de pseudopolicía es que nunca tenía manera de saber cuándo iban a requerir sus servicios, lo que le mantenía en una constante incertidumbre de lo más irritante.
Eran las diez de la mañana, por lo menos no le habían avisado a las dos de la madrugada. Tenía tiempo de sobra para comer tranquilamente e ir a la estación de ferrocarril a coger ese tren.
Hoy John no había madrugado; aunque, por otra parte, nunca lo hacía si podía evitarlo. La llamada le había encontrado despierto, pero casi recién levantado, a punto de afeitarse.
Después de gastar cinco minutos en cavilaciones inútiles sobre qué tipo de misión le estaría esperando, salió de su ensimismamiento y regresó al mundo exterior, un mundo que le exigía un rasurado a conciencia.
El espejo le devolvía un semblante que ya no era joven, 36 años no son muchos para algunas cosas, pero son demasiados para otras. La imagen proyectada por el cristal le revelaba una tez indolente que le miraba con ojos marrón claro que descollaban en el marco formado por un blanquecino cutis y un corto pelo oscuro, un contraste de pigmentos fruto de los caprichos de la genética. Si bien todo tenía arreglo, los ojos iban perdiendo su brillo ingénito y el cabello principiaba a blanquearse; dentro de poco su rostro alcanzaría una completa uniformidad plomiza para luego pasar a invertir los términos: unos ojos casi oscuros y un pelo completamente cano. Es inevitable pasar por todos los estadios que nos dicta la naturaleza.
Se puso un poco de espuma de afeitar en las patillas y en las sienes, intentaba conseguir que el reflejo del espejo le revelase el huidizo futuro. No le gustaba demasiado lo que veía, a nadie le gusta envejecer.
Puso la televisión mecánicamente, siempre lo hacía a esa hora, servía para acabar de despertarle.
…el atentado se ha saldado con ocho muertos. Nadie, por ahora, ha reivindicado el acto terrorista. David Mayer era miembro del gabinete del primer ministro israelí Isaac Ben Wise desde hacía dos años, ocupaba la cartera de defensa y era considerado como uno de los integrantes más moderados del gobierno. El centro de Tel Aviv está paralizado, la potente bomba ha causado además otros 22 heridos, entre ellos varios niños que entraban en ese momento en una escuela cercana al lugar del atentado…
John apagó el aparato, ya estaba suficientemente despejado. Fue a coger un mapa para estudiar detenidamente dónde quedaba la ciudad de Ashford, aunque no se preocupó de buscar el cementerio, ya preguntaría una vez allí.
Siempre que le encargaban un nuevo caso, más o menos una vez cada dos semanas, pensaba en lo que le había motivado para entrar a formar parte de Scotland Yard, pero nunca se le ocurría nada que lo justificase.
Había pasado ocho años en Oxford y tres en La Sorbona acumulando todos los datos del mundo, empapándose de conocimiento y convirtiéndose en un reputado erudito, en un experto, aunque a John muy poca gente le tenía como tal.
El deambular por tan egregios establecimientos fue tan plácido y suave que más parecía que había estado matando el tiempo allí como podía haber estado trabajando de guardia de seguridad en unos grandes almacenes. Nunca se relacionó mucho con sus compañeros, salvo algún café ocasional y los consabidos intercambios protocolarios de apuntes; menos con los profesores, siempre se sentaba en las últimas filas, a poder ser detrás de algún alumno de anchas espaldas, y nadie le vio jamás levantar la mano para preguntar algo o aclarar alguna duda, sus opiniones y conjeturas eran lo suficientemente heterodoxas como para no atreverse nunca a exponerlas en público.
En sus años de estudiante a veces pasaba tan desapercibido que la gente no sabía si le había visto ayer o anteayer, si solía vestir con cazadora vaquera o de cuero, si aprobaba o suspendía. No es que fuese pesimista, pero lo parecía; no es que fuese mal conversador, pero a nadie le interesaba mucho lo que pudiera decir; no es que fuese sombrío, pero a veces parecía gris aunque se vistiese de rojo.
A pesar de eso, el detective había aprovechado su paso por la universidad. Contra toda apariencia, el bagaje intelectual del melancólico funcionario John Winters era bastante respetable y brillante, había estudiado con los mejores catedráticos, aunque éstos difícilmente le evocaran como alumno. Después de 11 años se había licenciado en historia antigua y filología clásica, lo que le había convertido en un consumado especialista en lenguas fósiles: latín, griego clásico, hebreo y arameo: cuatro idiomas para no hablarlos con nadie. A esto había que añadir sus avanzados conocimientos de la antigua escritura de los egipcios, los jeroglíficos, una lengua todavía más muerta que las otras. Hubiese sido imposible intentar una simple conversación con el mismísimo Champollion, nadie conocía la pronunciación de tan artísticos ideogramas, ni siquiera su primer traductor.
No, no sabía explicarse cómo la universidad había perdido un competente perito en historia antigua y la policía había ganado un mediocre detective, no fue por vocación, no fue por dinero, no fue por desesperación. Cada vez que le llamaban de la Central reproducía el mismo monólogo interior que siempre acababa de la misma manera: John llegaría puntual al lugar de la cita, al fin y al cabo en el mundo ya hay demasiados expertos en todos los campos del saber.
Después de almorzar y vagabundear un poco por su barrio de Londres, haciendo tiempo mirando escaparates y observando a la gente que hacía el mismo ejercicio que él, John se metió dentro de la estación del ferrocarril que quedaba justo al lado de su casa. Disponía de línea férrea directa a su destino, eso debía saberlo ya el autómata que le había llamado por teléfono, igual que el detalle de que careciese de coche propio para ir hasta el punto de reunión.
—Por favor, un billete a Ashford, para el tren que sale a las 16:30 —pidió con desgana al taquillero.
Había máquinas expendedoras de billetes dispuestas a lo largo de todo el vestíbulo, pero nunca consiguió fiarse de ellas.
—4 libras por favor —informó el empleado dejando caer el billete, no sin antes recoger las monedas que le daba John; el dinero, siempre cambiando de manos.
Pasaban unos minutos de las tres de la tarde, a John le tocaba esperar durante más de una hora, había llegado demasiado pronto. Compró un periódico, se sentó en un rincón y lo empezó a leer con detenimiento. Había poca gente en la estación, no era hora punta.
Atentado en Tel Aviv, muere el ministro de defensa. 8 muertos y 22 heridos en un ataque terrorista con coche bomba. El primer ministro israelí Isaac Ben Wise anuncia represalias. Crece la tensión en la zona. Movimiento de tropas israelíes en la franja de Gaza.
El diario se hacía eco en sus titulares de la noticia del día, pero a John ya no le afectaban demasiado los acontecimientos contemporáneos, por muy terribles que fuesen. Cuando alguien se ha pasado unos cuantos años estudiando a fondo la historia de la humanidad todo se relativiza. Examinando la relación de acontecimientos, excesos, desmanes y logros que ha sido capaz de perpetrar la especie humana a lo largo de su corta existencia es inevitable mantener cierta distancia con el presente porque todo se compara con lo pasado.
El tren salió puntual. John estaba bastante acostumbrado a estas citas misteriosas y siempre le hacia mucha gracia lo de "espere a que contacten con usted" porque el contacto era invariablemente el mismo hombre: su superior, el inspector Jeremy Cohen. De hecho, a pocas personas más conocía en su departamento, dedicado a perseguir el contrabando de obras de arte.
Su jefe le eximía de horarios fijos y de aparecer por la oficina, a cambio esperaba de él que de vez en cuando se hiciese pasar por algún excéntrico comprador de objetos artísticos. Comprador o admirador, porque el inspector Cohen tenía la teoría de que la mitad de los objetos que atesoraban los miembros de la Cámara de los Lores en sus casas de campo eran infaliblemente de oscura procedencia; así, otro de sus frecuentes cometidos era el de mezclarse con las clases altas británicas y hacerse pasar por entusiasta de las piezas únicas hasta que los coleccionistas consentían en mostrarle sus tesoros más preciados, aunque algunos los tenían expuestos sin ningún reparo en el mueble más visible del comedor.
Su trabajo llegaba habitualmente hasta reconocer la autenticidad del objeto porque luego su jefe se ocupaba de los detalles que, por lo que él conocía, no terminaban normalmente en escándalos públicos o sonadas sanciones administrativas, dada la categoría de los infractores. Su sospecha más afianzada es que la mayoría de las veces el inspector Cohen tendía a ser bastante benevolente si los objetos en cuestión pasaban a alimentar los estómagos, vientres y buches del Museo Británico, que más parecía, con tanta voracidad, un legendario Litófago, monstruo comedor de piedras, que una respetable galería de antigüedades. De todas formas, las negociaciones y tratos a los que llegaba Jeremy con los imputados eran un total misterio para él. Y había un segundo detalle que le mantenía intrigado, John había descubierto que muchas veces los más altos cargos del gobierno británico estaban perfectamente enterados de las maniobras y componendas del inspector.