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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Historia

La República Romana (22 page)

BOOK: La República Romana
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Sin duda, Lúculo también gozó de las cosas más refinadas de la vida. Protegió a poetas y artistas, gozó de su compañía, reunió una magnífica biblioteca y escribió (en griego) una historia de la Guerra Social, en la que había combatido bajo el mando de Sila.

Nuevos hombres

Después de la muerte de Mario y de Sila, nuevos hombres comenzaron a surgir en Roma. El que tuvo más éxito de ellos, en un principio, fue Gnaeus Pompeius, comúnmente conocido en castellano como Pompeyo.

Nació en 106 a. C. y de joven luchó junto a su padre contra los aliados italianos en la Guerra Social. Aunque la familia era plebeya y aunque el padre de Pompeyo trató de mantener una cautelosa neutralidad en la lucha entre Mario y Sila, las simpatías del joven Pompeyo iban hacia los aristócratas senatoriales.

Mientras Mario y Cinna tuvieron a Roma bajo su dominación, Pompeyo trató discretamente de pasar inadvertido y logró mantenerse vivo. Al oír que Sila volvía de Asia Menor se apresuró a unirse a él, después de reunir un ejército por su cuenta. Combatió al lado de Sila y lo hizo tan bien que se ganó la gratitud del dictador.

Sila lo envió a Sicilia a hacerse cargo de las fuerzas partidarias de Mario que había allí, y Pompeyo tuvo tanto éxito que, al volver en 81 a. C., Sila le otorgó un triunfo, aunque no reunía los requisitos para ello: no era un funcionario gubernamental y carecía de la edad suficiente. Sila también le otorgó el nombre adicional de «Magnus» («el Grande»), que era más bien exagerado.

La carrera militar de Pompeyo siguió siendo afortunada aun después de la muerte de Sila. En 77 a. C. derrotó a un general romano, Marco Emilio Lépido, que se había rebelado contra la política de Sila. Lépido tuvo que huir a España, que era por entonces el centro de la facción partidaria de Mario.

España se hallaba a la sazón bajo el mando del general Quinto Sertorio. Se había retirado al Oeste cuando Sila se apoderó de Roma. Combatió en España y en el África del Noroeste; más tarde, algunas tribus rebeldes españolas le pidieron que se pusiese a su frente para combatir al gobierno romano.

Sertorio aceptó y estableció de hecho la independencia de España en 80 a. C. Fue un general eficiente e ilustrado que trató bien a los españoles nativos, tratando de civilizarlos según el modelo romano, formando un senado nativo y estableciendo escuelas para los jóvenes del país. Más aún, derrotó a las fuerzas regulares romanas enviadas contra él.

Pompeyo juzgó natural perseguir al derrotado Lépido, y en 77 a. C. persuadió al Senado a que lo enviase a España para dar cuenta de ambos rebeldes. En realidad, no lo consiguió. Lépido murió poco después de llegar a España, pero Sertorio superaba en mucho al joven general. Pompeyo, derrotado y confundido, tuvo que pedir refuerzos a Roma. Esto era indicio suficiente de que Pompeyo no era un general de primer rango, pero siguió su buena suerte. En 72 a. C., Sertorio fue asesinado (es indudable que el asesino fue pagado con dinero romano), y pronto se derrumbó el movimiento que había creado en España. Aunque no lo merecía, se atribuyó a Pompeyo todo el mérito por esto.

El interés romano por los combates de gladiadores se había convertido en una costumbre perversa y repugnante. Originalmente, esos espectáculos habían sido ejercicios en los que los contrincantes armados desplegaban su capacidad para atacar y defenderse con eficiencia. Esto era útil, porque ayudaba a los soldados a mantenerse en forma, y esa práctica les permitía salvar la vida en las batallas reales.

Pero cuando llegaron a Italia esclavos extranjeros se adoptó el hábito de escoger los gladiadores entre ellos. A los romanos no les importaba mucho lo que les ocurriese a los esclavos, y les divertía hacer luchar a esos gladiadores hasta la muerte o enfrentarlos con bestias feroces. Hacían grandes apuestas a los gladiadores, como hoy apostamos a los boxeadores profesionales.

Algunos gladiadores especialmente buenos podían sobrevivir largo tiempo y hasta conquistar finalmente su libertad, mas para la mayoría su vida era breve y dura, y su muerte sangrienta.

Había un gladiador que era originario de Tracia (la región que está al norte del mar Egeo y al este de Macedonia) y se llamaba Espartaco. Había sido capturado por los romanos (quizá después de haber desertado del ejército romano) y, por su talla y fortaleza, enviado a una escuela de gladiadores. En 73 a. C. persuadió a una cantidad de otros gladiadores a escaparse de la escuela y usar sus armas contra sus amos romanos, en vez de hacerlo unos contra otros.

Se escaparon setenta gladiadores, a quienes se unieron pronto otros esclavos ansiosos de tratar de recuperar su libertad. Así comenzó la Guerra de los Gladiadores o la Tercera Guerra Servil. En las dos primeras guerras de este tipo había sido Sicilia la que había sufrido. Ahora fue Italia la que se vio obligada a enfrentarse con los horrores de una guerra de esclavos, y, lo que era peor aún, esta vez los esclavos estaban dirigidos por un hábil jefe.

Durante dos años, Espartaco derrotó a todos los ejércitos romanos enviados contra él. En la cúspide de su poder tuvo 90.000 hombres bajo su mando y dominó casi toda la Italia Meridional. En 72 a. C. se abrió camino hacia el Norte, hacia los Alpes, con la intención de abandonar Italia y conquistar la libertad permanente en las regiones bárbaras del Norte. Pero sus hombres, engañados por sus victorias iniciales, prefirieron permanecer en Italia para obtener un rico botín, y Espartaco tuvo que volver al Sur nuevamente.

Por fin los romanos hallaron al hombre capaz de salvarlos, el pretor Marco Licinio Craso. Este, nacido alrededor del 115 a. C., pertenecía a una conocida familia conservadora. Su padre y su hermano estaban entre los que habían muerto a manos de Mario y Cinna, y él había salvado su vida porque se marchó apresuradamente de Italia. Cuando Sila volvió, Craso —como Pompeyo— se unió inmediatamente a él y —también como Pompeyo— se convirtió en uno de los favoritos de Sila.

Craso fue uno de los que se enriqueció como resultado de las proscripciones de Sila. Reunió todas las propiedades que pudo de las que habían sido confiscadas y no vaciló (según algunos relatos) en hacer ejecutar a personas inocentes cuyas propiedades codiciaba. Se ganó la horrible reputación de ser un monstruo de codicia, pero se convirtió en el hombre más rico que había existido nunca en Roma y fue llamado «Crassus Dives», o sea, «Craso el Rico».

Se cuentan muchas historias sobre la inescrupulosa búsqueda de oro por Craso. Roma tenía muchas casas de apartamentos de madera destartalados, donde los pobres vivían en la mayor miseria. Pero la ciudad no tenía nada semejante a un moderno cuerpo de bomberos, de modo que, cuando se producía un incendio en los edificios de madera repletos de gente, grandes partes de la ciudad desaparecían en las llamas.

Craso organizó un cuerpo de bomberos propio, que enviaba rápidamente a cualquier edificio que se hallase presa de las llamas y negociaba con el propietario. Después de comprar la propiedad casi por nada, y sólo entonces, hacía extinguir el fuego. A menudo compraba también propiedades vecinas, ya que también se habrían incendiado si Craso no hacía nada para impedirlo. De esta manera llegó a poseer gran parte de los bienes raíces de Roma.

Sin embargo, era un soldado bastante competente, y cuando fue enviado contra Espartaco logró derrotarlo en dos encuentros. En el segundo de ellos, que tuvo lugar en 71 a. C., Espartaco halló la muerte y su ejército fue prácticamente destrozado. Pompeyo retornó de España en ese momento y participó en las acciones. El y Craso barrieron los restos dispersos de los rebeldes, y nuevamente Pompeyo obtuvo por ello más honores de los que merecía.

Tan feroz y cruelmente fueron castigados los esclavos capturados que Roma nunca más volvería a pasar por otra insurrección de esclavos.

Pompeyo se llevaba bien con Craso por entonces. La riqueza de Craso no bastaba para hacerlo socialmente aceptable ante la aristocracia senatorial y se vio obligado a volverse hacia el pueblo, ante el cual empezó a adoptar actitud de filántropo. Prestaba dinero sin interés, hizo una costumbre el hablar en defensa de individuos que eran llevados ante los tribunales y que no podían permitirse pagar un abogado, etc.

En cuanto a Pompeyo, el Senado se volvió cada vez más receloso de él y de sus éxitos. Era demasiado joven y demasiado popular entre sus tropas para que el Senado se sintiese seguro de él. Pompeyo se percató de ello y empezó a ponerse contra el Senado.

La miopía del Senado era grande en todo esto, pues una vez que Pompeyo y Craso unieron sus fuerzas, pudieron hacer una campaña para obtener el consulado, y lo ganaron en 70 a. C. Como cónsules, inmediatamente empezaron a debilitar al Senado. Restablecieron los poderes de los tribunos y los censores, de modo que, sólo ocho años después de la muerte de Sila, toda su obra quedó deshecha, y ello por obra de dos de sus favoritos, contra los cuales se había opuesto el Senado estúpidamente.

Pompeyo y Craso también se dispusieron a reformar los tribunales, que Sila había dejado exclusivamente en manos del Senado y que seguían siendo notoriamente corruptos.

Un ejemplo particularmente repugnante de esto era un político romano llamado Cayo Verres, individuo inescrupuloso y sin principios, cuya única finalidad en la vida era robar. En un principio había sido partidario de Mario, pero se pasó al bando de Sila cuando comprendió que éste iba a ganar. Sila le perdonó los robos que ya había cometido y lo envió a Asia para formar parte del equipo del gobernador de esta provincia. Ambos robaron desvergonzadamente a los impotentes provincianos, pero, cuando fueron llevados a juicio en Roma, Verres presentó tranquilamente documentos oficiales contra el gobernador y él quedó libre de cargo.

Más tarde, en 74 a. C., fue nombrado gobernador de Sicilia, donde procedió a enriquecerse aún más. Era habitual, desde luego, que los gobernadores se enriqueciesen por medios ilegales. Luego, cuando terminaban en sus funciones y los provincianos presentaban juicio contra ellos ante el Senado, era habitual que éste hiciera la vista gorda. Todo senador esperaba su oportunidad para hacer una buena operación o ya la había hecho.

Pero el saqueo debía estar dentro de ciertos límites, Verres no conocía límite alguno. Batió todos los récords de villanía. Sus robos eran increíbles, y hasta robó a la misma ciudad de Roma, pues se embolsó un dinero que se le había dado para pagar a los barcos cargados de cereales que los transportaban de Sicilia a Roma.

Por entonces se estaba destacando en Roma otro hombre: Marco Tulio Cicerón.

Cicerón, nacido en 106 a. C., no era un guerrero, pues había sido bastante enfermizo en su juventud, sino que era un intelectual. Cuando joven, había servido en las filas durante la Guerra Social; ésta fue su única experiencia militar, y no duró mucho. En la Guerra Civil, sus simpatías habían estado con Sila, pero consiguió evitar el verse obligado a combatir. En cambio, se dedicó a adquirir una educación, viajando por todo el Este culto para tomar clases de grandes maestros. A su retorno a Roma, en 77 a. C., se casó con Terencia, rica mujer de mucho carácter que lo dominó (pues tampoco era un luchador en su casa).

Cicerón tenía dones naturales de escritor y orador. En el Este aprendió oratoria y llegó a ser el más grande orador de la historia romana. Sólo él puede ser comparado con Demóstenes, el gran orador griego que vivió dos siglos antes que Cicerón. Mientras se tratase de hablar, Cicerón podía combatir vigorosamente, atacar con energía y ganar.

En aquellos días, las decisiones legales tomadas por los tribunales no siempre dependían de los elementos de juicio. A menudo los jueces (y el pueblo) eran persuadidos por la oratoria de los abogados, quienes trataban deliberadamente de despertar los prejuicios y las emociones en beneficio de sus clientes. Cicerón lograba esto de maravilla, gracias a su genio oratorio, y pronto se convirtió en un abogado muy cotizado.

Cicerón había prestado servicios en Sicilia en 75 a. C., y como era un hombre honesto, los sicilianos confiaban en él. Cuando Verres dejó su cargo en Sicilia en 70 a. C., fue naturalmente a Cicerón a quien apelaron los sicilianos. Le pidieron que los defendiese en un juicio contra Verres.

Cicerón aceptó el caso alegremente, aunque Verres era apoyado por casi toda la aristocracia senatorial. (Afortunadamente, el juez que tuvo a su cargo el caso era uno de los pocos senadores honestos.) Durante meses, los senadores ensayaron toda clase de argucias para lograr la absolución de Verres. Buscaron un hábil abogado que lo defendiese, trataron de reemplazar a Cicerón por un acusador títere, retrasar el juicio para que otro juez entendiera en el caso, etc. Todo lo que consiguieron fue que el juicio adquiriera cada vez más publicidad, mientras Cicerón frustraba hábilmente todas sus maniobras.

Finalmente, Cicerón empezó a presentar las pruebas contra Verres, y la culpabilidad del gran ladrón quedó tan abrumadoramente de manifiesto que no hubo discusión posible. Verres huyó a Massilia y fue condenado en ausencia. (Pero se llevó muchos de los bienes robados y vivió confortablemente durante otro cuarto de siglo.)

El caso de Verres contribuyó a reducir un poco el grado de deshonestidad en las provincias, pero su principal resultado fue el triunfo de Cicerón. También contribuyó a reducir el prestigio del Senado, por lo que Pompeyo y Craso no tuvieron dificultades para hacer aprobar su programa de reformas de los tribunales un año después del juicio.

Pompeyo limpia el Oriente

Pompeyo fue entonces un gran favorito del pueblo. Había obtenido victorias en Sicilia, Italia y España; había roto con la aristocracia y había demostrado ser un triunfal campeón del pueblo y la reforma. ¿Qué otros problemas había para que él los resolviera?

Ciertamente, el Este se hallaba aún agitado por obra del incansable Mitrídates. Por el momento Lúculo se hacía cargo de la situación y obtenía victorias en Ponto y Armenia (véase
La dominación de Sila
en este mismo capítulo). Pero había otros problemas más cerca de Roma.

Cuando Roma debilitó a la última ciudad comercial griega de importancia, Rodas, eliminó a una valiosa fuerza policial contra los piratas. Ahora todo el Mediterráneo estaba plagado de ellos, mucho más que en los tiempos de la piratería ilírica de casi dos siglos atrás (véase
Pirro
en el capítulo 4).

Era casi imposible que los barcos hiciesen la travesía desde un punto del ámbito romano hasta otro sin pagar tributo o ser destruidos. Los mismos cargamentos de cereales destinados a Roma eran interceptados, por lo que el precio de los alimentos en ésta subían constantemente. Peor aún, los piratas de tanto en tanto hacían correrías por las ciudades, raptando hombres, mujeres y niños, y vendiéndolos a los tratantes de esclavos, quienes se cuidaban de hacer muchas preguntas. Las mismas costas de Italia no eran inmunes a su cruel actividad. (Paradójicamente, los piratas eran a menudo esclavos escapados que se dedicaban a la piratería como único modo de permanecer en libertad.)

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