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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Historia

La República Romana (9 page)

BOOK: La República Romana
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En 282 a. C., por ejemplo, Thurii, ciudad griega situada sobre la suela de la bota italiana, pidió ayuda a Roma contra las incursiones de las tribus italianas de Lucania, que aún mantenían una precaria independencia. Los romanos respondieron prontamente al llamado y ocuparon Thurii.

Tarento, consternada ante la aparición de un contingente romano en el corazón de la Magna Grecia, cayó en tal desesperación que emprendió una acción por su cuenta. Cuando aparecieron barcos romanos frente a la costa, los tarentinos hundieron los barcos y mataron a su almirante. (Los barcos eran pequeños, pues Roma aún no había creado una verdadera flota.) Alentados por este modesto éxito, luego los tarentinos enviaron un ejército a Thurii y expulsaron a la pequeña guarnición romana.

Roma, aún no dispuesta a luchar en el sur de Italia, y debiendo terminar el ajuste de cuentas más al norte, decidió por el momento presentar la otra mejilla. Envió delegados a Tarento para concertar una tregua y pedir la devolución de Thurii. Los tarentinos se rieron de la manera romana de hablar griego, y cuando los embajadores romanos estaban abandonando el centro del gobierno, un pillo de la multitud orinó deliberadamente la toga de uno de ellos. La multitud rió ruidosamente.

El indignado embajador proclamó amenazadoramente que esa mancha sería lavada con sangre; volvió a Roma y mostró la toga manchada al Senado. Este, lleno de cólera, declaró la guerra a Tarento en 281 a. C.

Ahora los tarentinos se sintieron realmente atemorizados. Una broma era una broma, pero los severos romanos parecían no tener sentido del humor. Los tarentinos miraron al exterior en busca de ayuda, y afortunadamente estaba disponible un general aún más capaz que Agatocles y ansioso de hacer suya la querella tarentina.

4. La conquista de Sicilia
Pirro

Mientras los romanos estaban empeñados en su guerra de medio siglo con el Samnio, el hijo de Filipo de Macedonia llevaba a cabo la más asombrosa hazaña militar de los tiempos antiguos y quizá de todos los tiempos. Con su pequeño y magníficamente entrenado ejército, del que formaba parte la falange macedónica, Alejandro Magno pasó a Asia Menor y atravesó todo el Imperio Persa, ganando todas las batallas contra todos los enemigos. Llevó las armas griegas y la cultura griega a los desiertos de Asia Central, a la frontera noroccidental de la India y a Egipto. Todo el vasto Imperio Persa cayó bajo su dominio.

Pero en 323 a. C., Alejandro murió en Babilonia, a la edad de treinta y tres años. Sólo dejó para sucederle un hermano deficiente mental y un bebé. Pronto fueron suprimidos, y sus generales empezaron a disputarse el Imperio.

Véase el
Mapa 2
- Italia Meridional
.

Lucharon unos contra otros incesantemente, y en 301, después de una gigantesca batalla librada en Asia Menor, parecía obvio que ninguno de ellos iba a quedarse con todo. El imperio de Alejandro quedó permanentemente dividido.

La principal parte de Asia —incluyendo Siria, Babilonia y las vastas regiones situadas al Este— cayeron bajo la dominación del general Seleuco, quien se proclamó rey. Sus descendientes iban a gobernar durante siglos lo que recibió habitualmente el nombre de Imperio Seléucida.

Egipto cayó en manos de otro de los generales de Alejandro, Tolomeo. Sus descendientes, todos los cuales se llamaron Tolomeo, gobernaron Egipto como reyes, por lo cual esa tierra y ese período de su historia son llamados el Egipto Tolemaico.

Asia Menor quedó escindida en una serie de pequeños reinos, a los que nos referiremos más adelante. En conjunto, esas partes macedónicas del Imperio Persa constituyeron los reinos helenísticos, y en 281 a. C., cuando Roma y Tarento estaban a punto de combatir, se hallaban todos firmemente establecidos. Pero todos ellos estaban demasiado lejos para prestar ayuda a Tarento y, además, demasiado atareados en reñir unos con otros.

Más cerca estaba la misma Macedonia, pero se hallaba muy debilitada por el hecho de que tantos de sus mejores hombres hubiesen marchado al exterior para convertirse en gobernantes de vastos reinos, al Este y al Sur. La debilitó aún más el hecho de que hubiese desaparecido la vieja familia real macedónica y de que generales rivales luchasen por su dominio. En verdad, en 281 a. C., Macedonia se hallaba en un estado de total anarquía y no podía ayudar a nadie.

Contribuía a esa anarquía el Reino de Epiro, situado sobre la frontera occidental de Macedonia. Desde el 295 antes de Cristo, el rey de Epiro era Pirro, hijo menor de un primo de aquel Alejandro de Epiro que antaño había invadido Italia (véase
La dominación etrusca
en el capítulo 1).

De todos los gobernantes helenísticos de la época, Pirro era, con mucho, el mejor general. Además, era el que más cerca se hallaba de Tarento. Por añadidura, era esencialmente un romántico que nunca se sentía más feliz que cuando estaba empeñado en alguna aventura militar. (En verdad, su gran fracaso consistió en que nunca se detuvo para consolidar una victoria, como siempre hacían los romanos, sino que constantemente se lanzaba a una nueva aventura antes de dar término a la anterior.)

Pirro había contribuido al infortunio de Macedonia, invadiéndola en 286 a. C., y la retuvo durante siete meses antes de ser expulsado de ella. Ahora hacía cinco años que estaba enmoheciéndose en la paz y estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de combatir.

A él, pues, se dirigieron los tarentinos, pues parecía hecho a la medida de ellos. Se hallaba a sólo 80 kilómetros, era un gran general y estaba ansioso de luchar. ¿Qué más podían pedir los tarentinos?

Pirro respondió al llamado, por supuesto, y en 280 antes de Cristo llegó a Tarento. Sin duda, no estaba allí sólo para ayudar a Tarento. Tenía sus propios planes. Iba a ponerse a la cabeza de un ejército griego que habría de derrotar a Roma y Cartago y establecer en Occidente un imperio tan grande como el que su primo lejano Alejandro Magno había creado en el Este. Pirro llevó consigo a 25.000 soldados veteranos y entrenados en la técnica de la falange, a la que los romanos iban a enfrentarse ahora por primera vez. Ya no se trataba de tribus italianas, que luchaban bravamente pero sin ciencia. Esta vez tendrían frente a ellos a un avezado general, maestro en todas las artes de la guerra.

Pirro no sólo llevó hombres. Cuando Alejandro llegó a la India en su marcha victoriosa, halló que los ejércitos indios luchaban con enormes elefantes de grandes colmillos. Los usaban como se usan los tanques en la actualidad: para aterrorizar al ejército enemigo y aplastarlo por el mero peso. Alejandro era suficientemente genial como para derrotar a los elefantes, pero sus generales no vieron ninguna razón por la cual no hacer uso de ellos. Durante una generación, los elefantes combatieron de una u otra parte (y a veces de ambas) en todas las grandes batallas que libraron los macedonios.

Pirro llevó veinte elefantes a Italia y empezó a actuar inmediatamente. Su primera tarea fue poner en vereda a los tarentinos. Si querían ayuda, tenían que colaborar. Cerró los teatros y los clubs y empezó a entrenar a los ciudadanos. Los tarentinos chillaron horrorizados, y Pirro envió a Epiro a los más ruidosos. Esto aquietó a los restantes.

Más tarde, ese mismo año, marchó al encuentro de los romanos hasta Heraclea, a mitad de camino entre Tarento y Thurii. Eligió un sitio de terreno suficientemente llano para su falange y preparó su caballería y sus elefantes. Los romanos contemplaron con terror a las enormes bestias. Nunca habían imaginado que pudieran existir tales seres, y los llamaron «bueyes lucanos».

Los romanos atacaron, pero la falange permaneció inmutable, y cuando Pirro envió a los elefantes a la carga, los romanos tuvieron que retirarse, pero en buen orden. La primera batalla entre la falange y la legión había dado la victoria a la primera, pero Pirro no se llamó a engaño. Cabalgó sombríamente por el campo de batalla y observó que los muertos romanos tenían las heridas en la frente. No habían echado a correr ni siquiera ante los elefantes.

Podían ser bárbaros no griegos, pensó Pirro, pero combatían como macedonios.

La victoria de Heraclea alentó a algunos de los enemigos de Roma apenas conquistados a rebelarse una vez más. Los samnitas, en particular, contemplaron con gozo la derrota romana y se unieron inmediatamente a Pirro.

Pirro, que no estaba muy ansioso de seguir luchando contra los romanos, pensó que sería justo concertar una paz con Roma basada en el principio de vivir y dejar vivir. Por ello envió a Cineas, un griego que se había destacado por su habilidad oratoria, a Roma para que persuadiera a los romanos a hacer la paz.

Cineas habló ante el Senado, y su hábil discurso estuvo a punto de impulsar a los senadores a convenir la paz. Pero, según la tradición, en ese momento apareció en la escena el viejo censor Apio Claudio Caecus. El héroe de la Segunda Guerra Samnita y constructor de la Vía Apia estaba ya viejo y ciego. Se hallaba demasiado débil para caminar, por lo que tuvo que ser transportado hasta la cámara del Senado.

Sin embargo, sus palabras no fueron débiles. Con voz trémula planteó un solo requisito: nada de paz con Pirro, dijo, mientras uno solo de sus soldados permaneciera en suelo italiano. El Senado inmediatamente adoptó esta posición, y Cineas partió después de ver fracasar su misión.

Pirro tuvo que combatir. Marchó hacia el Noroeste, hasta la Campania, tomando ciudad tras ciudad y acercándose hasta 40 kilómetros de la misma Roma, pero no pudo conmover la lealtad de las ciudades latinas y se vio obligado a volver a Tarento para invernar.

Durante ese invierno, los romanos mandaron enviados a Pirro para negociar el rescate y el retorno de los prisioneros romanos. El principal enviado fue Cayo Fabricio, que había sido cónsul dos años antes.

Pirro recibió a Fabricio con grandes honores y trató de persuadirle a que instara al Senado romano a hacer la paz. Fabricio se negó. Cuando Pirro le ofreció sobornos cada vez mayores, Fabricio, aunque era un hombre pobre, los rechazó todos. Para poner a prueba aún más a Fabricio (según la tradición romana), Pirro ordenó que llevaran silenciosamente un elefante detrás de él y lo hicieran bramar. A Fabricio no se le movió un músculo.

Lleno de admiración, Pirro, que era un hombre generoso y caballeresco, ordenó que liberasen a los prisioneros sin rescate.

Fabricio tuvo oportunidad de retribuir esta generosidad durante la siguiente campaña estival. El médico de Pirro acudió secretamente al campamento romano y propuso envenenar al rey epirota por un soborno, pero Fabricio, indignado, hizo apresar al posible asesino y lo entregó a Pirro.

Puesto que los intentos de paz continuaron fracasando, Pirro marchó hacia el Norte nuevamente en 279 a. C. Maniobró para que los romanos le presentaran batalla por segunda vez en terreno llano, en Ausculum, a unos 160 kilómetros al norte de Tarento. Como antes, los romanos cargaron contra la falange sin lograr doblegarla. Como antes, Pirro hizo avanzar a sus elefantes y, nuevamente, los romanos tuvieron que retirarse. En esta batalla, uno de los cónsules romanos era Publio Decio Mus, nieto y tocayo del cónsul que había buscado la muerte para derrotar a los latinos e hijo y tocayo del cónsul que se había sacrificado para derrotar a los galos. Se dice que el nuevo Decio hizo lo mismo, pero esta vez su sacrificio no dio resultado. Pirro ganó igual.

Por segunda vez la legión y la falange se enfrentaron, y por segunda vez ganó la falange. Pero sería la última.

Tampoco esta segunda victoria fue muy satisfactoria para Pirro, Sus pérdidas habían sido grandes, particularmente entre las tropas que había llevado consigo, y esto era grave, porque no podía confiar en las tropas griegas de la Magna Grecia. Menos aún podía confiar en la lealtad de sus súbditos italianos.

Por ello, cuando uno de sus compañeros congratuló a Pirro por su victoria, éste respondió bruscamente: «Otra victoria como ésta y volveré a Epiro sin un solo hombre». De aquí viene la frase «victoria pírrica», la cual alude a una victoria tan costosa que equivale a una derrota.

Pirro quedó tan debilitado por su pírrica victoria que no se consideró en condiciones de perseguir a los romanos en retirada. ¡Que se vayan! Tampoco podía contar con recibir refuerzos de su patria, pues, mientras Pirro estaba combatiendo en Italia, bandas de galos descendieron repentinamente sobre Macedonia, Epiro y el norte de Grecia, paralizando toda la región. (Pirro habría hecho mejor en luchar en su país para salvar a su propia patria.)

Pirro buscó una salida honorable, y la encontró en el hecho de que ahora Roma había sellado una alianza con Cartago. Esta ciudad africana había estado combatiendo con los griegos durante siglos, y puesto que ahora también los romanos luchaban contra ellos, ¿por qué no formar una alianza?

Esto brindó al rey de Epiro una manera lógica de combatir con los romanos, que tan terribles eran aún en la derrota. Podía cruzar a Sicilia y luchar con Cartago, aliada de los romanos. En 278 a. C. partió hacia Sicilia.

Allí se enfrentó con dos enemigos. Estaban primero los cartagineses y luego los mamertinos («hijos de Marte»), que eran en realidad tropas italianas importadas a Sicilia por Agatocles para ser su guardia de corps personal. Tales soldados mercenarios (esto es, soldados que prestan servicio por una paga, no por lealtad a una patria particular) pueden ser muy útiles, pues luchan mientras se les pague y son muy leales a quien les paga. Además, como la guerra es su profesión, por lo común luchan bravamente, aunque sólo sea para aumentar su cotización en la batalla siguiente al demostrar que son valiosos.

Pero si la paga no llega, son proclives a apoderarse de lo que necesitan o quieren arrancándolo de la inerme población que los rodea, y habitualmente no vacilan en saquear la misma población para cuya defensa fueron contratados. Así, después de la muerte de Agatocles, los mamertinos fueron una pesada carga para la población griega.

Pirro atacó con éxito a ambos grupos, acosándolos en diferentes vértices de la isla triangular: a los mamertinos en el vértice septentrional y a los cartagineses en el occidental. Pero los griegos sicilianos se sintieron cada vez más incómodos con la disciplina bélica de Pirro y, como los romanos estaban haciendo progresos en Italia en su ausencia, los tarentinos volvieron a llamarlo desesperadamente.

Partió de vuelta para Italia en 276 a. C. y nuevamente avanzó hacia el Noroeste, al corazón de Italia. En 275 antes de Cristo estaba dispuesto para una nueva batalla, esta vez en Benevento, a unos 65 kilómetros al oeste de Ausculum.

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