Casi no hablamos mientras el coche corría entre los campos amarillos por una carretera llena de sol. Estaba contenta de sentarme en un automóvil, contenta con la excursión, con el aire que por la ventanilla me daba en el rostro y no me cansaba de mirar el campo. Tal vez era la segunda o tercera vez en mi vida que hacía una excursión en coche y temía no saborearla lo bastante. Abría mucho los ojos y trataba de observarlo todo: pajares, granjas, árboles, campos, colinas, bosques... Pensaba que pasarían meses, tal vez años, antes de que pudiera dar otro paseo como aquél y que tenía que fijar todos sus detalles en la memoria para conservar un recuerdo preciso para cada vez que quisiera evocarlo. Pero Astarita que, un poco apartado y rígido, se sentaba a mi lado, no parecía mirar otra cosa que a mí. No apartaba un solo instante sus ojos melancólicos y ansiosos de mi cara y de mi cuerpo y verdaderamente su mirada me hacía el efecto de una mano que se fuera posando poco a poco sobre todo mi ser. No voy a decir que esa atención me disgustara; sólo me embarazaba un poco. Lentamente fui sintiendo el deber de ocuparme de él y hablar. Estaba sentado con las manos sobre las rodillas y en una mano tenía la alianza y una sortija con un brillante. Aturdida, comenté:
—¡Qué anillo tan bonito!
Astarita bajó los ojos, miró su anillo sin mover la mano y contestó:
—Era de mi padre... Yo mismo se lo quité del dedo cuando murió.
—¡Oh! —hice como excusándome.
Y señalando la alianza, añadí:
—¿Está usted casado?
—¡Ya lo creo! —contestó con una sombría complacencia—.
Tengo mujer y tengo hijos... Lo tengo todo.
—¿Y es guapa su mujer? —pregunté tímidamente.
—Menos que usted —repuso sin sonreír, con voz muy baja y enfática, como si acabara de enunciar una verdad importante.
Y con la mano del anillo intentó coger mi mano. Lo evité instintivamente y le pregunté al azar:
—¿Y vive usted con ella?
—No —respondió—. Ella está...
Nombró una lejana ciudad de provincias y prosiguió:
—Yo estoy aquí. Vivo solo y espero que usted vendrá un día a visitarme.
Fingí no haber oído estas palabras pronunciadas en un tono trágico y casi convulso y pregunté:
—¿Por qué? ¿No le gusta vivir con su esposa?
—Estamos separados legalmente —explicó haciendo una mueca—. Cuando me casé era un muchacho... Fue mi madre la que arregló lo del matrimonio. Ya sabe usted cómo suceden esas cosas. Una chica de buena familia con una buena dote... Los padres arreglan los matrimonios y después son los hijos los que tienen que casarse... ¿Vivir con mi mujer...? ¿Es que viviría alguien con una mujer así?
Se sacó la cartera del bolsillo, la abrió y me enseñó una fotografía. Vi dos niñas que parecían gemelas, morenas y pálidas, vestidas de blanco. Tras ellas, con las manos posadas en sus hombros, una mujer pequeña, morena, pálida, con los ojos casi juntos como los del búho y la expresión maliciosa. Le devolví la fotografía, él volvió a guardarla en la cartera y dijo con un suspiro:
—No... Yo quisiera vivir con usted.
—Pero usted no me conoce —repuse, desconcertada por aquella actitud obsesiva.
—La conozco muy bien. Hace un mes que la sigo y lo sé todo de usted.
Hablaba distante, respetuoso, pero la intensidad de su sentimiento le hacía casi poner los ojos en blanco.
—Tengo novio —dije.
—Ya me lo ha dicho Gisella —murmuró con voz ahogada—. Pero no hablemos de su novio... ¿Qué importa eso?
Hizo con la mano un gesto torpe y breve, de cuidada negligencia, y siguió mirándome.
—Pues a mí sí me importa —dije.
Me miró y siguió como si tal cosa:
—Usted me gusta...
—Ya lo he notado.
—Me gusta mucho —repitió—. Es posible que no se dé cuenta de todo lo que me gusta.
Realmente hablaba como un loco. Pero me tranquilizaba el que estuviera sentado un poco distante y no intentara cogerme la mano.
—No hay nada malo en que le guste —concedí.
—¿Y yo le gusto?
—No.
—Tengo dinero —dijo con una mueca convulsiva—. Tengo el dinero suficiente para hacerla feliz... Si viene a visitarme no se arrepentirá.
—No necesito su dinero —repuse con calma, casi con cortesía.
Como si me hubiera oído, dijo mirándome:
—Es usted muy bonita.
—Gracias.
—Tiene unos ojos preciosos.
—¿Lo cree usted?
—Sí. Y su boca también es muy bonita... Quisiera besarla.
—¿Por qué me dice eso?
—Y también quisiera besar su cuerpo... todo su cuerpo.
—¿Por qué me habla así? —protesté de nuevo—. No está bien.
Tengo novio y voy a casarme dentro de dos meses.
—Perdóneme —dijo—. Pero necesito decir todas esas cosas... Imagínese que no hablo con usted.
—¿Falta mucho para llegar a Viterbo? —pregunté para cambiar de tema.
—Estamos llegando. En Viterbo comeremos; prométame que en la mesa se sentará a mi lado.
Me eché a reír porque, al fin y al cabo, aquella pasión tan intensa me lisonjeaba.
—Bien —dije.
—Se sentará a mi lado —continuó—, como ahora... Me conformo con sentir su perfume.
—Pero yo no me he perfumado.
—Yo le regalaré un perfume.
Estábamos ya en Viterbo y el coche aminoraba la marcha. Durante toda la excursión, Gisella y Ricardo, que iban delante de nosotros, habían guardado silencio. Pero cuando nos adentramos por una calle abarrotada de gente, Gisella se volvió y me dijo:
—¿Qué tal vosotros dos? ¿Acaso creéis que no os he visto?
Astarita no dijo nada, pero yo protesté:
—No puedes haber visto nada. No hemos hecho más que hablar.
—¡Vaya, vaya! —dijo ella.
Me sentí profundamente asombrada y un poco irritada también, lo mismo por la actitud de Gisella como porque Astarita no protestara.
—Pero te digo...
—Sí, sí —me interrumpió Gisella—. No tengas miedo, que no le diremos nada a Gino.
Habíamos llegado a la plaza, dejamos el coche y nos pusimos a pasear por entre la gente endomingada por el Corso, a la luz del sol suave y brillante de noviembre. Astarita no me dejaba un instante, cada vez más serio y hasta sombrío, con la cabeza rígida sobre el alto cuello de la camisa, una mano en el bolsillo y la otra caída. Más que seguirme parecía hacerme la guardia. En cambio Gisella reía y bromeaba en voz alta con Ricardo y mucha gente se volvía a mirarnos. Entramos en un café y sin sentarnos tomamos el aperitivo. De pronto, me di cuenta de que Astarita estaba mascullando furioso unas palabras y le pregunté qué le ocurría.
—Ese imbécil que está en la puerta, que no hace más que mirarla —contestó, resentido.
Me volví y vi, efectivamente, un joven rubio y flaco que me miraba en el umbral del establecimiento.
—Me mira... ¿y qué?
—Soy capaz de ir y romperle la cara.
—Si lo hace, no volveré a mirarle ni a hablar con usted —le dije, un poco fastidiada—. No tiene derecho a hacer nada, puesto que no es usted nada mío.
Astarita no dijo nada y se dirigió a la caja a pagar. Salimos del bar y volvimos a pasear por el Corso. El sol, el ruido y el movimiento de la gente, todas aquellas caras sanas y rojas de provincianos, me alegraron. Cuando llegamos a una plazuela apartada, al fondo de una travesía del Corso, dije de pronto:
—Si yo tuviera una casa bonita como aquélla...
Señalé una pequeña y sencilla, de dos pisos, al lado de una iglesia.
—Me gustaría mucho vivir en un sitio así.
—¡Qué horror! —exclamó Gisella—. Vivir en provincias, y por si fuera poco en Viterbo... ¡Ni cubierta de oro!
—Te cansarías pronto, Adriana —dijo Ricardo—. El que está acostumbrado a vivir en una gran capital, no puede vivir en una ciudad de provincias.
—Os equivocáis —les dije—. Yo estaría muy a gusto con un hombre que me quisiera y cuatro habitaciones limpias, una pérgola y cuatro ventanas... No pediría más.
Hablaba con sinceridad porque estaba viéndome con Gino en aquella casita viterbense.
—¿Y usted qué piensa? —le pregunté a Astarita.
—Con usted, desde luego me quedaría —respondió casi entre dientes, procurando que no lo oyeran los otros.
—Tu defecto, Adriana —dijo Gisella— es ser demasiado modesta. En esta vida, quien desea poco no obtiene nada.
—Yo no deseo nada —repliqué.
—Pero casarte con Gino, sí —observó Ricardo.
—¡Ah, eso sí!
Ya era tarde. El Corso iba quedando desierto y entramos en un restaurante. La sala de la planta baja estaba llena mayormente de campesinos llegados a Viterbo para el mercado. Gisella frunció la nariz observando que había un hedor que cortaba la respiración y preguntó al dueño si podíamos comer en el piso superior. El dueño contestó afirmativamente y, precediéndonos por una escalerilla de madera, nos condujo a una habitación larga y estrecha con una sola ventana que daba a un callejón. Abrió las contraventanas y cerró los cristales y después cubrió con un mantel una gran mesa rústica que ocupaba gran parte de la estancia. Recuerdo que las paredes estaban cubiertas con un viejo papel descolorido y roto en diversas partes que aún mostraba un dibujo de flores y de pájaros y que además de la mesa no había más que un pequeño aparador con un armario de vidrio lleno de platos.
Gisella, entretanto, iba de un lado para otro de la habitación, examinándolo todo y hasta mirando por la ventana. Por último empujó una puerta que parecía comunicar con otra habitación y, tras haber curioseado un momento, se volvió al dueño y le preguntó con su fingida desenvoltura qué habitación era aquélla.
—Es una alcoba —respondió el del restaurante—. Si después de comer alguno de ustedes quiere descansar...
—Descansaremos, ¿eh Gisella? —dijo Ricardo con su estúpida sonrisa.
Pero Gisella fingió no haber oído y, tras haber mirado de nuevo dentro de la alcoba, volvió a cerrar la puerta con precaución, aunque limitándose a entornarla dejándola entreabierta.
El comedor aquel, tan pequeño y tan íntimo, me había devuelto una cierta alegría y no me fijé en aquella puerta que había quedado entreabierta ni en una mirada de complicidad que me pareció sorprender entre Gisella y Astarita. Nos sentamos a la mesa y yo me senté al lado de Astarita, como le había prometido, pero él no pareció reparar en ello, parecía preocupado hasta el punto de ser incapaz de hablar. Al cabo de un rato, volvió el dueño del establecimiento con los entremeses y el vino, y yo, que tenía un hambre canina, me puse a comer con verdadero ímpetu, lo que hizo reír a los demás. Gisella aprovechó la ocasión para reanudar sus habituales punzadas acerca de mi matrimonio.
—Come, come —dijo—. Con Gino nunca comerás tanto ni tan bien.
—¿Y por qué? —repuse—. Gino gana lo suyo.
—Sí, para comer judías a todas horas.
—Las judías son buenas —dijo Ricardo riendo—. Voy a pedir que me traigan un plato inmediatamente.
—Eres una tonta, Adriana —prosiguió Gisella—. Tú necesitarías un hombre con posibilidades, un hombre serio, ordenado, que piense en ti y procure que nada te falte y te permita valorizar tu belleza... Y vas a meterte con ese Gino...
Yo guardaba silencio, obstinada, con la cabeza baja, y me preocupaba sólo de comer. Ricardo observó, riendo:
—Si yo estuviera en el lugar de Adriana, no renunciaría a nada, ni a Gino, puesto que tanto le gusta, ni al hombre serio. Me quedaría con los dos... Y hasta podría ocurrir que Gino no tuviera nada que oponer a eso.
—¡Eso sí que no! —repliqué apresuradamente—. Si se enterara de que hoy he hecho esta excursión con vosotros, rompería nuestro noviazgo.
—¿Y por qué? —preguntó Gisella, picada.
—Porque no quiere que salga contigo.
—¡Puerco asqueroso, andrajoso, ignorante! —dijo con rabia Gisella—. Me entran ganas de hacer la prueba, ir a él y decirle:
«Adriana sale conmigo, hoy ha pasado todo el día a mi lado, y ahora rompe con ella.»
—¡No, no! —supliqué, asustada—. ¡No lo hagas!
—Para ti sería una suerte.
—Sí, pero no lo hagas —volví a suplicar—. Si me quieres de veras, no lo hagas.
Durante toda esta conversación, Astarita no dijo una palabra ni casi probó bocado. En cambio, no apartaba sus ojos de mí, con aquella mirada suya cargada, pesada, desesperada, que me embarazaba de un modo indecible. Me hubiera gustado decirle que no me mirara de aquella manera, pero temía las bromas de Gisella y Ricardo. Por el mismo motivo no tuve el valor de protestar cuando Astarita, aprovechando un momento en que apoyé la mano derecha en el banco, me la cogió apretándola con fuerza y obligándome a comer con una sola mano. Hice mal, porque Gisella exclamó en seguida, riendo:
—Mucha fidelidad a Gino de palabra, pero con los hechos... ¿O es que crees que no me doy cuenta de que Astarita y tú os estáis cogiendo las manos por debajo de la mesa?
Enrojecí por la confusión y traté de soltar la mano. Pero Astarita la retuvo con fuerza. Ricardo dijo:
—Déjalos en paz, mujer. ¿Hay algo de malo en eso? Se aprietan la mano... Pues hagamos nosotros lo mismo.
—Bromeaba —dijo Gisella—. La verdad es que estoy contenta.
Tras haber comido la pasta asciutta esperamos un buen rato el segundo plato. Gisella y Ricardo no hacían más que reírse y bromear y entre tanto bebían y me hacían beber. El vino, tinto, era bueno, pero muy fuerte, y en seguida se me subió a la cabeza. Me gustaba el sabor cálido y punzante del vino y en mi embriaguez me parecía no estar bebida y que podía beber indefinidamente. Astarita, serio y sombrío, seguía apretándome la mano y yo no me rebelaba. Pensaba que, al fin y al cabo, podía concederle un estrujón de manos. Sobre la puerta había colgada una litografía en la que se veía un balcón con rosas y una mujer y un hombre, vestidos a la moda de cincuenta años antes, abrazados de una manera artificiosa y complicada. Gisella observó la oleografía y dijo que no entendía cómo aquellos dos podían besarse de aquel modo.
—Probemos —propuso a Ricardo—. Vamos a ver si podemos imitarlos.
Ricardo, riendo, se puso de pie e imitó al hombre del cuadro, mientras Gisella, también entre risas, se pegaba a la mesa del mismo modo que la mujer del cuadro se cogía a la balaustrada florida del balcón. Con gran esfuerzo lograron unir sus bocas, pero, al mismo tiempo, faltó poco para que perdieran el equilibrio y cayeran los dos sobre la mesa. Gisella, excitada por el juego, gritó: