Al mismo tiempo hablaba cada vez más de la vida que llevaríamos cuando nos casáramos. Hablaba también de su familia, que vivía en una provincia y no era pobre, puesto que poseía algunas tierras. Creo que, como suele ocurrir a los mentirosos, él mismo acabó por creer en su propia mentira. Desde luego, mostraba por mí un sentimiento muy fuerte que, probablemente, aumentando cada día nuestra intimidad, debía hacerse en la misma medida cada vez más sincero. En cuanto a mí, sus palabras adormecían mis remordimientos y me proporcionaban un sentido de felicidad pleno e ingenuo que, más adelante, no he vuelto a experimentar. Amaba, era amada y pensaba que me casaría pronto. Me parecía que en el mundo no podía aspirarse a más.
Mi madre se daba perfecta cuenta de que nuestros paseos matinales no eran del todo inocentes y a menudo me lo dio a entender con frases como: «No sé qué hacéis cuando salís en coche ni quiero saberlo», o también: «Tú y Gino estáis preparando algún lío... Peor para ti», y cosas semejantes. Pero no pude por menos de observar que esta vez sus reproches parecían curiosamente blandos e ineficaces. Parecía que no sólo se había resignado a la idea de que Gino y yo fuéramos amantes, sino que incluso lo deseaba. Hoy estoy convencida de que esperaba la ocasión para hacer fracasar nuestro noviazgo.
Un domingo, Gino me dijo que sus señores se habían ido al campo, que las criadas habían marchado con permiso a sus pueblos y que la villa quedaba confiada a él y al jardinero. ¿Quería visitarla? Me había hablado tan a menudo y en términos tan encomiásticos de la villa, que me había hecho sentir curiosidad de verla y acepté la invitación de buena gana. Pero al mismo tiempo que aceptaba, una turbación profunda y ansiosa me hizo comprender que mi curiosidad de ver la villa de aquellos señores podía no ser más que un pretexto y que el verdadero motivo de la visita era muy distinto. Pero como ocurre cuando se desea algo y al mismo tiempo se quisiera no desearlo, acabamos tanto él como yo por creer en el pretexto.
—Sé que no debería ir —advertí mientras subía al coche—, pero estaremos poco tiempo, ¿verdad?
Me di cuenta de que pronunciaba estas palabras con un tono provocativo y al mismo tiempo amedrentado, Gino contestó con seriedad:
—Sólo el tiempo de visitar la casa. Después iremos al cine.
La villa daba a una calle corta en cuesta, entre otros chalets, en un barrio nuevo y rico. Era un día sereno y todas aquellas casas ordenadas en la colina sobre un fondo de cielo azul, con sus fachadas de ladrillos rojos y piedra blanca, las galerías adornadas con estatuas, las ventanas con vidrieras de colores, los balcones y terrazas rebosantes de geranios y los jardines con altos árboles frondosos, me produjeron una sensación de descubrimiento y novedad, como si entrara en un mundo más libre y más bello en el que habría de ser agradable vivir. Sin querer, recordé mi barrio, la enorme calle a lo largo de las murallas, las casas de los empleados de ferrocarril, y dije a Gino:
—He hecho mal en aceptar el venir aquí.
—¿Por qué? —preguntó con desenvoltura—. Estaremos poco tiempo, tranquilízate.
—No me has entendido —repliqué—. He hecho mal porque después voy a avergonzarme de mi casa y de mi barrio.
—¡Ah, eso sí! —dijo, aliviado—. Pero, ¿qué vas a hacerle? Tendrías que haber nacido millonaria... En este barrio sólo viven millonarios.
Abrió la verja y me precedió por un caminito de gravilla entre dos hileras de pequeños árboles podados en forma de bolas y de azucarillos. Entramos en la casa por una puerta de vidrio macizo y nos encontramos en un blanco recibidor desamueblado con pavimento de mármol ajedrezado en negro y blanco, brillante como un espejo. Del recibidor pasamos a un atrio espacioso, con mucha luz, al que daban las habitaciones de la planta baja. Al fondo del atrio se veía la escalera, toda blanca, que subía al piso superior. Me sentí tan intimidada por el aspecto del atrio, que empecé a caminar de puntillas. Gino lo observó y me dijo riendo que podía hacer todo el ruido que quisiera, ya que en la casa no había nadie.
Me enseñó el salón, una estancia grande con muchas vidrieras y varios juegos de butacas y divanes; el comedor no era tan amplio y tenía una mesa ovalada, sillas y aparadores de bella madera oscura y brillante, y el guardarropa estaba lleno de armarios empotrados barnizados de blanco. En una salita más pequeña había incluso un bar empotrado en un recodo de la pared, un verdadero bar con las alacenas para las botellas, la máquina niquelada para hacer el café y la barra con mesa de cinc. Parecía una capillita, incluso por la pequeña verja dorada que cerraba la entrada. Pregunté a Gino dónde cocinaban y me explicó que la cocina y las habitaciones de la servidumbre estaban en el sótano. Era la primera vez en mi vida que entraba en una casa como aquélla y no podía resistir la tentación de tocar las cosas con la punta de los dedos, como si no creyera lo que veían mis ojos. Todo me parecía nuevo y hecho con materiales preciosos: vidrio, madera, mármol, tejidos, metales. No conseguía alejar de mi mente la comparación de aquellas paredes, los suelos, los muebles, con los suelos sucios, las paredes tan renegridas y los muebles desvencijados de mi casa, y me decía para mis adentros que le sobraba razón a mi madre cuando afirmaba que en el mundo sólo importaba el dinero. Pensaba también que las personas que vivían entre cosas tan bonitas por fuerza tenían que ser hermosas y buenas; no debían beber, ni blasfemar, ni gritar, ni pegarse, ni hacer nada de lo que yo había visto en mi casa y en otras casas como la mía.
Entre tanto, Gino me explicaba por centésima vez cómo era la vida allí dentro. Lo hacía con un orgullo especial, como si algo de todo aquel lujo y de tanta riqueza le tocara de cerca.
—Comen en platos de porcelana, pero la fruta y los dulces los toman en los de plata. Los cubiertos son todos de plata... Comen cinco platos y beben tres clases de vino. Por la noche, la señora se pone el traje escotado y el marido va de negro... Al terminar la comida, la doncella les lleva en una bandeja de plata siete clases de cigarrillos, naturalmente todos extranjeros... Después salen del comedor y se hacen servir el café y los licores en esa mesita de ruedas... Siempre tienen algún invitado, y algunas veces, dos, tres y hasta cuatro... La señora tiene unos brillantes así de gordos y un collar de perlas que es una maravilla... Únicamente en joyas debe de tener varios millones.
—Ya me lo has dicho —le interrumpí secamente. Pero él, envanecido, no se daba cuenta de mi fastidio y prosiguió:
—La señora nunca baja al sótano y da las órdenes por teléfono... Además, en la cocina todo es eléctrico... Está más limpia nuestra cocina que los dormitorios de muchos... ¡Y no sólo la cocina! Hasta los dos perros de la señora están más limpios y mejor tratados que mucha gente.
Hablaba con admiración de sus amos y con menosprecio de los pobres, y yo, en parte por sus palabras y en parte por la comparación que hacía continuamente entre aquella casa y la mía, me sentía muy pobre.
Por la escalera subimos al segundo piso. Mientras subíamos, Gino me ciñó la cintura con un brazo y me apretó con fuerza. Y entonces, no sé por qué, tuve la sensación de ser la dueña de aquella casa mientras subía en compañía de mi marido, después de alguna fiesta o una comida, para ir a acostarme con él en la misma cama, en el segundo piso. Como si hubiera adivinado mis pensamientos, pues tenía siempre esas intuiciones, Gino dijo:
—Y ahora nos vamos a dormir juntos, y mañana por la mañana nos llevan el café a la cama.
Me eché a reír y casi esperé que pudiera ser verdad. Aquel día para salir con Gino me había puesto mi mejor vestido, mi mejor par de zapatos, mi mejor blusa, mi mejor par de medias de seda. Recuerdo que el vestido era de dos piezas, un bolero negro y una falda a cuadros blancos y negros. La tela no era mala, pero la costurera del barrio, que me había cortado el traje, era poco más experta que mi madre. Me había hecho una falda muy corta, pero más corta por detrás que por delante, de manera que mientras me cubría las rodillas por un lado, por el otro dejaba ver los muslos. El bolero me lo había ceñido exageradamente a la cintura, con unas vueltas enormes en las mangas, que eran muy estrechas, de manera que me dolían las axilas. Parecía ir a estallar en aquel atuendo. El pecho se me salía fuera, como si al bolero le faltara un pedazo. La blusa era rosa, muy sencilla, de un tejido pasable, sin bordados, y transparentaba mi mejor combinación, que era de algodón blanco. Por último, los zapatos eran negros, brillantes, de piel buena, pero de una forma anticuada. No llevaba sombrero y los cabellos, castaños y ondulados, me caían en desorden sobre los hombros. Era la primera vez que me ponía este vestido y estaba orgullosa de él. Creía estar muy elegante y hasta me hacía ilusión de que en la calle todos se volvían a mirarme. Pero cuando entré en la alcoba de la dueña de Gino y vi el gran lecho bajo y blando con su colcha de seda calada, las sábanas de lino bordado y todos aquellos velos ligeros que caían desde arriba sobre la cabecera, y me vi a mí misma reflejada tres veces en el triple espejo del tocador que había al fondo de la habitación, me di cuenta de que iba vestida como una miserable, que mi orgullo por aquellos harapos era ridículo y digno de compasión y pensé que no podría considerarme feliz mientras no pudiera vestirme bien y vivir en una casa como aquélla. Casi tenía ganas de llorar, y me senté aturdida en la cama sin decir palabra.
—¿Qué te pasa? —me preguntó Gino sentándose a mi lado y cogiéndome una mano.
—Nada —contesté—. Estaba mirando a una pareja que conozco bien.
—¿Quién? —preguntó, extrañado.
—Aquélla —le contesté señalando el espejo en el que me veía sentada en la cama, al lado de él.
Realmente parecíamos los dos, yo más que él, una pareja de salvajes hirsutos que, por casualidad, había entrado en una casa civilizada.
Esta vez comprendió la sensación de desaliento, de envidia y de celos que me angustiaba y dijo abrazándome:
—Ea, no te mires en ese espejo.
Temía por el éxito de sus planes y no se daba cuenta de que nada podía serle más propicio que aquel sentimiento mío de humillación. Nos besamos y el beso me devolvió valor porque sentía que, en fin de cuentas, amaba y era amada.
Pero cuando poco después me enseñó el baño, amplio como una sala, blanco y brillante de mayólicas, con la bañera empotrada en la pared y la grifería niquelada, y sobre todo cuando abrió uno de los armarios, dejándome ver dentro, apretados el uno contra el otro hasta no caber más, los vestidos de la dueña de la casa, la envidia y el sentimiento de mi miseria volvieron a adueñarse de mí y a suscitar en mi ánimo una especie de desesperación. Sentí de pronto una gran necesidad de no pensar en esas cosas y por primera vez quise convertirme de veras en la amante de Gino, en parte para olvidar mi condición y en parte para darme la ilusión, contra el sentimiento de esclavitud que me oprimía, de ser también libre y capaz de obrar. No podía vestir bien, ni poseer una casa como aquélla, pero por lo menos podía hacer el amor como los ricos y quizá mejor que ellos. Pregunté a Gino:
—¿Por qué me enseñas todos esos vestidos? ¿Qué me importan a mí?
—Creí que sentirías curiosidad —contestó, desconcertado.
—No siento ninguna curiosidad —dije—. Son bonitos, es verdad, pero no he venido aquí a ver vestidos.
Vi cómo sus ojos se encendían al oír mis palabras y añadí distraídamente:
—Prefiero que me enseñes tu habitación.
—Está en el sótano —dijo con vivacidad—. ¿Quieres que vayamos?
Lo miré un momento en silencio y después le pregunté con una franqueza nueva que me disgustó:
—¿Por qué haces el tonto conmigo?
—Pero yo... —empezó, turbado y sorprendido.
—Sabes mejor que yo que si hemos venido aquí no ha sido para visitar la casa o admirar los vestidos de tu ama, sino para ir a tu habitación y hacer el amor... Bien, pues vamos cuanto antes y no se hable más.
Así, en un instante, por la simple razón de haber visto aquella casa, había dejado de ser la muchacha tímida e ingenua que había entrado allí unos minutos antes. Esto me asombraba y a duras penas me reconocía. Salimos de la habitación y comenzamos a bajar la escalera. Gino me rodeaba la cintura con un brazo y a cada peldaño nos besábamos. Creo que jamás se bajó una escalera tan despacio. En la planta baja, Gino abrió una puerta disimulada en la pared y sin dejar de besarme y de ceñirme la cintura, me llevó al sótano. Había anochecido y el sótano estaba oscuro. Sin encender luces, por un corredor en sombras, unidas nuestras bocas en un beso, llegamos a la habitación de Gino. Abrió, entramos, oí que cerraba la puerta. Estuvimos en la oscuridad un buen rato de pie, besándonos. El beso no acababa nunca. Cuando yo quería interrumpirlo, él empezaba de nuevo, y si iba a interrumpirlo Gino, lo reanudaba yo. Después él me llevó hacia el lecho y caí en él boca arriba.
Gino me repetía en el oído afanosamente dulces palabras y frases persuasivas, con la clara intención de aturdirme para que no me diera cuenta de que, entre tanto, sus manos procuraban desnudarme, pero no había necesidad de todo aquello, en primer lugar porque había decidido darme a él y después porque ahora odiaba aquellos pobres vestidos que antes me gustaban tanto y ansiaba liberarme de ellos. Pensaba que desnuda sería tanto o más bella que la dueña de Gino y que todas las mujeres ricas del mundo. Además, hacía meses que mi cuerpo esperaba aquel momento y, a pesar de mí misma, lo sentía estremecerse de impaciencia y de anhelos reprimidos como una bestia hambrienta y atada a la que, por fin, al cabo de largo ayuno, se la desata y se le ofrece comida.
Por todo esto, el acto del amor me pareció natural del todo y al placer físico no se le unió la sensación de estar cometiendo una acción insólita. Al contrario, como a veces ocurre con algunos paisajes que nos parece haberlos visto ya cuando en realidad es la primera vez que se ofrecen a nuestra mirada, me pareció estar haciendo cosas que ya había hecho, no sabía cuándo ni dónde, tal vez en otra vida. Todo ello no me impidió amar a Gino con pasión y con furor, besándolo, mordiéndolo, apretándolo entre mis brazos hasta casi sofocarlo. También él parecía poseído por la misma furia. Así, durante un tiempo que me pareció muy largo, en aquella habitación oscura, enterrada bajo dos pisos de una casa vacía y silenciosa, nos abrazamos violentamente, hurgándonos de mil maneras las carnes como dos enemigos que luchan por la vida y tratan de hacerse el mayor daño posible.