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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

La rueda de la vida (17 page)

BOOK: La rueda de la vida
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Pero tenía que llenar dos horas y necesitaba un tema que aportara los conocimientos de psiquiatría que yo creía necesarios para los futuros médicos. ¿Qué podía interesar a un ortopedista o a un urólogo? Según mi experiencia, la mayoría, de los médicos se mostraban demasiado distanciados en su trato con los pacientes. Les hacía mucha falta enfrentarse a los sentimientos, temores y defensas normales que sentían las personas al entrar en el hospital. Necesitaban tratar a los pacientes como a seres humanos iguales que ellos.

Así pues, buscaba algo que tuvieran en común todos, pero por muchos libros que mirara, no se me ocurría nada.

De pronto un día me vino algo a la cabeza: la muerte. Todos los enfermos y médicos pensaban en ella. La mayoría la temían. Tarde o temprano, todos tendrían que enfrentarse a ella; eso era algo que médicos y enfermos tenían en común, y era probablemente el mayor misterio de la medicina. Y el mayor tabú también.

Ése fue mi tema. Busqué libros para investigarlo, pero en la biblioteca no había material, aparte de un difícil tratado psicoanalítico y unos cuantos estudios sociológicos sobre los ritos mortuorios de los budistas, judíos, indios norteamericanos y otros. Yo deseaba un enfoque distinto. Mi tesis era la simple idea de que los médicos se sentirían menos violentos ante la muerte si la entendieran mejor, si sencillamente hablaran de cómo es morir.

Bueno, estaba sola y debía lanzarme. El catedrático Margolin siempre dividía en dos partes sus charlas; dedicaba la primera a los aspectos teóricos, y en la segunda presentaba pruebas empíricas que respaldaran lo que había dicho antes. Trabajé más que nunca preparando la primera hora, y luego vi que tenía que inventar algo para la segunda.

¿Qué?

Durante varios días anduve por el hospital pensando, explorando y deseando que se me ocurriera algo. Un día, cuando hacía mi ronda de visitas, me senté en la cama de una chica de dieciséis años que iba a morir de leucemia. Estábamos hablando de su situación, como habíamos hecho muchas veces antes, cuando de pronto caí en la cuenta de que a Linda no le costaba esfuerzo alguno hablar de su estado con sinceridad y sin rodeos. El trato impersonal que le dispensaba su médico ahogaba las esperanzas que pudiera tener, pero Linda también expresaba libre y elocuentemente su rabia hacia su familia, que había adoptado una actitud errónea ante el hecho de que estuviera moribunda. Hacía poco su madre había hecho pública su situación, pidiendo a la gente que le enviaran tarjetas de felicitación para su cumpleaños, «Felices 16», porque estaba segura de que ése sería su último aniversario.

Ese día había llegado una inmensa saca con felicitaciones de cumpleaños. Todas las tarjetas eran bien intencionadas pero impersonales, escritas por personas totalmente desconocidas. Mientras conversábamos, Linda hizo a un lado las tarjetas con sus brazos delgaduchos y frágiles. Se le colorearon de rabia las pálidas mejillas y me dijo que en lugar de eso prefería visitas cariñosas de sus familiares.

—Ojalá pensaran en cómo me siento —exclamó—. Lo que quiero decir es ¿por qué yo? ¿Por qué Dios me eligió a mí para morir?

Me sentí fascinada por esa niña valiente y en ese momento supe que los alumnos de medicina tenían que oírla.

—Diles todas las cosas que nunca podrías decirle a tu madre —la insté—. Diles lo que es tener dieciséis años y estar moribunda. Si estás furiosa, expresa tu furia. Emplea las palabras que quieras. Simplemente habla con el alma y el corazón.

El día de la charla subí al estrado delante del enorme anfiteatro y leí mis notas mecanografiadas. Tal vez se debió a mi acento suizo, pero la reacción de los oyentes fue muy distinta de la que suscitaba el profesor Margolin. Los alumnos se comportaron francamente mal; masticaban chicle, hablaban entre ellos y en general se mostraron mal educados y groseros. De todos modos yo continué mi clase, preguntándome si alguno de esos alumnos sería capaz de dar una charla en francés o alemán. También pensé en las facultades de medicina suizas, donde los catedráticos inspiraban el mayor de los respetos a los alumnos. Nadie se atrevería a masticar chicle ni a murmurar durante la clase. Pero me encontraba a miles de kilómetros de mi tierra natal.

También estaba tan absorta en mi disertación que no me fijé en que hacia el final de la primera hora los alumnos estaban más callados y se comportaban mejor. Pero en esos momentos yo ya me sentía tranquila, pensando con ilusión en la sorpresa que les daría en la segunda mitad, al presentarles a una enferma moribunda.

Durante el descanso fui a buscar a mi valiente chica de dieciséis años, que se había puesto un vestido muy bonito y se había peinado, y la llevé en silla de ruedas hasta el estrado en el centro del auditorio. Si yo había estado hecha un manojo de nervios durante la primera hora, los límpidos ojos castaños de Linda y su decidido mentón indicaban que estaba absolutamente tranquila y preparada.

Cuando los alumnos volvieron del descanso, ocuparon sus asientos nerviosos y en silencio, mientras yo presentaba a la chica y les explicaba que se había ofrecido generosamente a responder a sus preguntas sobre lo que es ser un enfermo terminal. Se produjo un ligero e inquieto revuelo al cambiar todos de posición en sus asientos, y después, silencio, un silencio tan profundo que llegaba a ser perturbador. Era evidente que los alumnos se sentían incómodos. Cuando pedí voluntarios, nadie levantó la mano. Finalmente elegí a unos cuantos, los llamé al estrado y les pedí que hicieran preguntas. Las únicas preguntas que se les ocurrieron eran relativas a los recuentos sanguíneos, tamaño del hígado, su reacción a la quimioterapia y otros detalles clínicos.

Cuando estaba claro que no iban a preguntarle nada acerca de sus sentimientos personales, decidí llevar la entrevista en la dirección que yo había imaginado. Pero no tuve necesidad de hacerlo. Linda perdió la paciencia con sus interrogadores y, en un apasionado ataque de rabia, clavó los ojos en ellos y planteó y contestó las preguntas que siempre había deseado le hicieran su médico y el equipo de especialistas. ¿Qué se siente cuando te dan sólo unas cuantas semanas de vida y tienes dieciséis años? ¿Cómo es no poder soñar con el baile de fin de curso al terminar los estudios secundarios? ¿O con salir con un chico? ¿O no tener que elegir una profesión para cuando seas mayor? ¿Qué se hace para vivir cada día? ¿Por qué no me dicen la verdad?

Cuando ya llevábamos cerca de media hora, Linda se cansó y la llevé a su cama; los alumnos se quedaron en un emotivo y atónito silencio casi reverencial. ¡Qué cambio se había producido en ellos! Aunque ya había pasado el tiempo de la charla, ninguno se levantó para marcharse. Querían hablar, pero no sabían qué decir, hasta que yo inicié la conversación. La mayoría reconoció que Linda los había conmovido hasta las lágrimas. Finalmente sugerí que si bien sus reacciones habían sido provocadas por la chica moribunda, se debían en realidad al reconocimiento de su propia mortalidad. Muchos de ellos no habían reflexionado nunca sobre los sentimientos y temores que provoca la posibilidad e inevitabilidad de la propia muerte. No podían dejar de pensar qué sentirían si estuvieran en el lugar de Linda.

—Ahora reaccionáis como seres humanos, no como científicos —comenté.

Silencio.

—Tal vez ahora no sólo vais a saber cómo se siente un moribundo sino también seréis capaces de tratarlos con compasión, con la misma compasión con que desearíais que os trataran a vosotros.

Agotada por la charla, me senté en mi consulta a beber café, y de pronto me puse a pensar en un accidente que sufrí cuando trabajaba en el laboratorio de Zúrich en 1943. Estaba mezclando unas sustancias químicas cuando se me cayó la redoma y estalló en llamas, provocándome quemaduras en las manos, la cara y la cabeza. Pasé dos semanas tremendamente dolorida en el hospital; no podía hablar ni mover las manos, y cada día los médicos me torturaban al quitarme las vendas y de paso arrancándome también la piel sensible; después me desinfectaban las heridas con nitrato de plata y las volvían a vendar. Su pronóstico era que jamás recuperaría la movilidad total de los dedos.

Pero por la noche, y sin que lo supiera mi médico, un técnico de laboratorio amigo entraba subrepticiarnente en mi habitación equipado con un artilugio de su invención con el que iba poniendo cada vez más peso en mis dedos para ejercitarlos lentamente. Era nuestro secreto. Una semana antes de que me dieran el alta, el médico llevó a un grupo de estudiantes de medicina para que me vieran. Mientras les explicaba mi caso y por qué me habían quedado inutilizables los dedos, yo reprimía un fuerte deseo de reírme, hasta que de pronto levanté la mano y moví los dedos, flexionándolos y doblándolos. Se quedaron pasmados.

—¿Cómo? —me preguntó el médico.

Le conté mi secreto, y creo que todos aprendieron algo de él. Les cambió para siempre la forma de pensar.

Bueno, hacía sólo unas horas, Linda, de dieciséis años, había hecho lo mismo para un grupo de alumnos de medicina. Les había enseñado algo que yo también estaba aprendiendo: qué resulta valioso y oportuno al final de la vida y qué es un desperdicio de tiempo y energías. La verdad es que todos seguiríamos recordando las lecciones de su corta vida durante muchos años después de que muriera.

Había muchísimo que aprender sobre la vida escuchando a los moribundos.

18. Maternidad

Durante el tiempo en que di esas charlas, en las que también traté otros temas además del de la muerte, trabajé motivada por una finalidad, pero cuando volvió el profesor Margolin, tuve la impresión de que se desvanecía esa motivación. No obstante, la necesitaba tanto que envié una solicitud al Instituto Psicoanalítico de Chicago, aunque la sola idea de pasar cada día varias horas sometida al psicoanálisis era suficiente para odiarme a mí misma, y ese sentimiento se hizo más fuerte cuando a comienzos de 1963 me aceptaron la solicitud. Pero entonces tuve la disculpa para rechazarla: descubrí que estaba embarazada.

Al igual que me ocurriera con Kenneth, presentí que ese bebé iba a llegar a término. Incluso me hice una pequeña operación que según mi tocólogo era necesaria para «mantener al bebé en el horno». Pero durante los nueve meses estuve en perfecto estado de salud tanto en lo físico como en lo emocional. No tuve dificultad para compaginar mi trabajo en el hospital, donde llevaba un pabellón de personas muy perturbadas, con mi vida doméstica. Kenneth, que por entonces tenía tres años y era muy activo y alegre, estaba feliz ante la perspectiva de tener un hermanito o hermanita.

El 5 de diciembre de 1963 rompí aguas, cuando acababa de dar una charla. Era demasiado pronto para que comenzara el parto, pero me senté ante mi escritorio y le pedí a un alumno que llamara a Manny. Puesto que trabajaba en el mismo edificio, éste llegó a los pocos minutos. Aunque yo me sentía perfectamente bien, igual que momentos antes, me llevó a casa y llamó por teléfono al tocólogo. Éste no se preocupó especialmente y me dijo que descansara y fuera a verlo en su consulta el lunes. Simplemente tenía que estar en cama, controlarme la temperatura y evitar hacer esfuerzos, me dijo.

Eso es fácil de decir para un hombre. Si me iban a hospitalizar el lunes, tenía que hacer algunos preparativos. Me pasé el fin de semana cocinando platos para congelar, para Manny y Kenneth, y dejando lista una maleta con ropa. El lunes por la mañana me sentía bien, pero cuando entré en la consulta del tocólogo tenía la pared abdominal tan dura como una piedra. El médico se alarmó y asustó por esa anomalía. Pensó que era peritonitis, una peligrosa infección que se podría haber evitado si me hubiera visitado el día que rompí aguas.

Me llevaron a toda prisa al Hospital Católico, que estaba cerca, y allí las monjas se dispusieron a inducir el parto, mientras mi médico me informaba que era probable que el bebé fuera demasiado pequeño para sobrevivir. Ciertamente no iba a tolerar ningún tipo de analgésico, me dijo. Mientras me decía eso, yo ya estaba experimentando fuertes dolores. Un simple toque en el abdomen me producía un dolor terrible, oleadas tras oleadas de dolor, hasta dejarme extenuada.

Observé que las monjas habían preparado una mesa con un recipiente de agua bendita y todo lo necesario para el bautismo. Sabía lo que significaba eso; suponían que el bebé iba a morir. En lugar de ocuparse de mí y mi salud, querían asegurarse de poder bautizar al recién nacido antes de que muriera.

Durante cuarenta y ocho horas navegué por oleadas de dolores, perdiendo y recuperando el conocimiento. Manny estaba sentado a mi lado, pero no podía hacer nada para acelerar el parto. Casi dejé de respirar una vez, y varias veces tuve la impresión de que me estaba muriendo. Hacia el final, el médico me puso una inyección espinal a fin de aliviarme el dolor, pero nada dio resultado. Lo que fuera a ocurrir tenía que ocurrir naturalmente. Por fin, después de dos días de dolores, oí el llanto de un recién nacido. «Es una niña», dijo alguien.

Aunque todos esperaban un bebé muerto, Barbara estaba muy viva y luchando por continuar así. Pesó casi 1,400 kilos. Alcancé a mirarle detenidamente la carita antes de que una monja se la llevara para ponerla en la incubadora. Más adelante yo haría notar la similitud con mi nacimiento, cuando era una «cosita de novecientos gramos» que nadie esperaba que sobreviviera. Pero entonces, agotada por los incesantes dolores, apenas tuve energías para sonreír por el nacimiento de la hija que tanto deseaba, y después caí en un sueño profundo y reparador.

Después de pasar tres días en el hospital, volví a casa, pero desgraciadamente no me permitieron llevarme a mi bebé. A la pequeña le costaba ganar peso, por lo cual los médicos consideraron que debía continuar en el hospital hasta que estuviera más fuerte. Durante la semana siguiente iba en coche hasta allí cada tres horas para amamantarla. A los pediatras no les sentó bien que les dijera que podía cuidar mejor de mi hija en casa, pero finalmente, al cabo de siete días, me puse mi bata blanca de laboratorio y yo misma saqué a mi hija del hospital.

Bueno, el cuadro estaba completo. Tenía un hogar,un marido y mis hermosos hijos Kenneth y Barbara. El trabajo en casa se multiplicó, pero recuerdo una noche cuando estaba en la cocina contemplando a Kenneth meciendo a su hermanita sobre las rodillas; Manny estaba sentado en su sillón leyendo. Mi pequeño mundo estaba en orden.

Sin embargo Manny, que era el único neuropatólogo de Denver, comenzó a sentirse inquieto e impaciente; allí no veía satisfechas sus ambiciones y ansiaba más estímulo intelectual. Yo lo comprendí y le dije que buscara otro puesto. Yo iría adondequiera que él encontrara una buena colocación para los dos.

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