La rueda de la vida (16 page)

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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

BOOK: La rueda de la vida
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Pero mi padre amenazó con suicidarse si no le permitían morir en la paz y comodidad de su casa. Mi madre estaba tan cansada y angustiada que también amenazó con suicidarse. Yo conocía la historia de la que nadie hablaba en esos momentos. Mi abuelo, el padre de mi padre, que se había fracturado la columna, murió en un sanatorio. Su último deseo fue que lo llevaran a casa, pero mi padre se negó, prefiriendo hacer caso a los médicos. En esos momentos papá se encontraba en la misma situación.

Nadie en el hospital hizo el menor caso de que yo fuera médico. Me dijeron que podía llevármelo a casa si firmaba un documento que los eximiera de toda responsabilidad.

—El trayecto probablemente lo va a matar —me advirtió su médico.

Yo miré a mi padre, en la cama, impotente, aquejado de dolores y deseoso de irse a casa. La decisión era mía. En ese momento recordé mi caída en una grieta cuando andábamos de excursión por un glaciar. Si no hubiera sido por la cuerda que me lanzó y me enseñó a atarme, habría caído al abismo y no estaría viva. Yo iba a rescatarlo a él esta vez.

Firmé el documento.

Mi tozudo padre, una vez conseguido lo que quería, deseó celebrarlo. Me pidió un vaso de su vino favorito, que yo había metido a hurtadillas en su habitación unos días antes. Mientras le ayudaba a sostener el vaso para que bebiera, vi cómo salía el vino por uno de los tubos que tenía insertados en el cuerpo. Entonces supe que era el momento de dejarlo marchar.

Una vez que el equipamiento médico estuvo instalado en su habitación, lo llevamos a casa. Yo iba sentada a su lado en la ambulancia, observando cómo se le alegraba el ánimo a medida que nos acercábamos a casa. De tanto en tanto me apretaba la mano para expresarme lo mucho que me agradecía todo eso. Cuando los auxiliares de la ambulancia lo llevaron a su dormitorio, vi lo marchito que estaba su cuerpo en otro tiempo tan fuerte y potente. Pero continuó dando órdenes a todo el mundo hasta cuando lo tuvieron instalado en su cama.

—Por fin en casa —musitó.

Durante los dos días siguientes dormitó apaciblemente. Cuando estaba consciente miraba fotografías de sus amadas montañas o sus trofeos de esquí. Mi madre y yo nos turnábamos para velar junto a su cama. Por el motivo que fuera, mis hermanas no pudieron ir a casa, pero llamaban continuamente.

Habíamos contratado a una enfermera, aunque yo asumí la responsabilidad de mantener a mi padre limpio y cómodo. Eso me recordó que ser enfermera es un arduo trabajo.

Cuando se aproximaba el final, mi padre se negó a comer, le dolía demasiado. Pero pedía diferentes botellas de vino de su bodega. Muy propio de él.

La penúltima noche lo observé dormir inquieto, molesto por terribles dolores. En un momento crítico le puse una inyección de morfina. Al día siguiente por la tarde ocurrió algo de lo más extraordinario. Mi padre despertó de su sueño agitado y me pidió que abriera la ventana para poder oír con más claridad las campanas de la iglesia. Estuvimos un rato escuchando las conocidas campanadas de la Kreuzkirche. Después comenzó a hablar con su padre, pidiéndole disculpas por haberlo dejado morir en ese horrible sanatorio. «Tal vez lo he pagado con estos sufrimientos», le dijo, y le prometió que lo vería pronto.

En medio de esa conversación se volvió a mí para pedirme un vaso de agua. Yo me maravillé de que se orientara tan bien y fuera capaz de pasar de una realidad a otra. Lógicamente, no oí ni vi a mi abuelo. Al parecer mi padre arregló muchísimos asuntos pendientes. Esa noche se debilitó considerablemente. Yo me acosté en una cama plegable junto a la suya. Por la mañana comprobé que estaba cómodo, le di un cariñoso beso en la frente, le apreté la mano y salí a prepararme un café en la cocina. Estuve fuera dos minutos. Cuando volví, mi padre estaba muerto.

Durante la media hora siguiente, mi madre y yo estuvimos sentadas junto a él despidiéndonos. Había sido un gran hombre, pero ya no estaba allí. Aquello que había conformado el ser de mi padre, la energía, el espíritu y la mente, ya no estaba. Su alma había salido volando de su cuerpo físico. Yo estaba segura de que su padre lo había guiado directo al cielo, donde ciertamente estaba envuelto en el amor incondicional de Dios. Entonces no tenía yo ningún conocimiento de la vida después de la muerte, pero estaba segura de que mi padre estaba finalmente en paz.

¿Qué hacer a continuación? Notifiqué su fallecimiento al Departamento de Salud de la ciudad, que no sólo se llevarían el cadáver sino que proporcionarían gratis el ataúd y la limusina para el funeral. Inexplicablemente, la enfermera que yo había contratado se marchó en cuanto se enteró de que mi padre había muerto y me transfirió la obligación de prodigar las últimas atenciones al cadáver. Una amiga, la doctora Bridgette Willisau, me prestó su generosa ayuda. Juntas lo lavamos, limpiamos el pus y las heces de su deteriorado cuerpo y lo vestimos con un bonito traje. Trabajamos en una especie de silencio religioso. Agradecida, pensé que mi padre había tenido la oportunidad de ver a Kenneth y que mi hijo había conocido a su abuelo aunque fuera por un breve período de tiempo. Yo nunca conocí a mis abuelos.

Cuando llegaron los dos funcionarios con el ataúd, mi padre estaba vestido sobre la cama en una habitación limpia y ordenada. Después de colocarlo con toda delicadeza dentro del féretro, uno de los hombres me llevó hacia un lado y me preguntó si quería coger algunas flores del jardín para ponérselas entre las manos. ¿Cómo lo sabía? ¿Cómo pude haberlo olvidado? Fue mi padre quien había estimulado mi amor por las flores, quien me había abierto los ojos a la belleza de la naturaleza. Corrí escaleras abajo llevando a Kenneth de la mano, y después de recoger los más hermosos crisantemos que pudimos encontrar los pusimos entre las manos de mi padre.

El funeral se celebró tres días después. En la misma capilla donde se casaron sus hijas, mi padre fue recordado por las personas con quienes había trabajado, por alumnos a los que había enseñado y por sus amigos del Club de Esquí. A excepción de mi hermano, toda la familia asistió al servicio, que acabó con sus himnos favoritos. Nuestro duelo duró algún tiempo más, pero a ninguno nos quedó ningún pesar. Esa noche escribí en mi diario: «Mi padre ha vivido de verdad hasta el momento de su muerte.»

17. Mi primera conferencia

En 1962 ya me había convertido en una estadounidense; bastaron cuatro años para ello. Masticaba chicle, comía hamburguesas, tomaba cereales azucarados para desayunar y apoyaba a Kennedy contra Nixon. Preparé a mi madre para una de sus visitas con una carta en que le advertía: «No te escandalices demasiado al saber que para salir uso pantalones con tanta frecuencia como faldas.»

Pero continuaba sintiendo una especie de inquietud, una sensación interior de que, a pesar de mi matrimonio y maternidad, aún no estaba establecida en la vida. No me sentía establecida. Traté de comprender eso escribiendo en mi diario: «Todavía no sé por qué estoy en Estados Unidos, pero tiene que haber un motivo. Sé que hay una frontera por allí y que alguna vez voy a internarme en el territorio desconocido.»

No tengo idea de qué me hacía pensar eso, pero ese verano, tal como había pronosticado, viajamos al Oeste. Manny y yo encontramos puestos en la Universidad de Colorado, la única Facultad de Medicina del país que tenía vacantes en neuropatología y psiquiatría. Viajamos a Denver en el descapotable nuevo de Manny. Mi madre nos acompañó y nos ayudó a atender a Kenneth. Encontré maravilloso, majestuoso y amplio el paisaje; se renovó mi entusiasmo y mi pasión por la Madre Naturaleza.

Llegados a Denver nos encontramos con que la casa aún no estaba totalmente lista. No importaba; dejamos aparcada la caravana en el camino de entrada y emprendimos un recorrido turístico. Visitamos al hermano de Manny en Los Ángeles y de ahí nos fuimos a Tijuana, y eso sólo porque mi madre, novata en la lectura de mapas, nos aseguró que estaba «al lado». A la vuelta yo tuve la idea de ir a la zona llamada Cuatro Esquinas, el punto de intersección de Arizona, Utah, Colorado y Nuevo México.

Fue una oportunidad fabulosa de contemplar las grandes mesetas, molas y rocas del valle Monument. Sentí una misteriosa afinidad con ese lugar, sobre todo cuando en la distancia divisé a una india a caballo. La escena me pareció tan familiar como si la hubiera visto antes; entonces sentí un estremecimiento de emoción al recordar mi sueño en el barco la noche anterior a nuestra llegada a Estados Unidos. No les dije nada a mi madre ni a Manny, pero esa noche, sentada en la cama, permití a mi mente hacer todas las preguntas que quisiera, por estrafalarias que parecieran. Después, para no olvidarlo, saqué mi diario y escribí:

Sé muy poco sobre la teoría de la reencarnación; siempre he tenido la tendencia a relacionar la reencarnación con personas de la nueva ola que explican sus vidas anteriores en una habitación llena de incienso. Ese no ha sido mi tipo de educación. Me siento a gusto en los laboratorios. Pero ahora sé que existen misterios de la mente, la psique, y el espíritu que no se pueden investigar al microscopio ni con reacciones químicas. A su tiempo sabré más; con el tiempo lo comprenderé.

En Denver volví a la realidad, en la que buscaba una finalidad para mi vida. Eso fue particularmente cierto en el hospital. Era psiquiatra, pero la psiquiatría normal no estaba hecha para mí. También traté de trabajar con adultos y niños aquejados de problemas. Pero lo que finalmente captó mi interés fue el tipo de psiquiatría intuitiva que había practicado con las esquizofrénicas en el Hospital Estatal de Manhattan, el tipo de interacción personal que sustituye a los medicamentos y las sesiones de grupo. Hablé de ello con mis colegas de la universidad, pero ninguno mostró aprobación ni me infundió aliento.

¿Qué podía hacer? Les pedí consejo a tres distinguidos y famosos psiquiatras; me sugirieron que me analizara en el famoso Instituto Psicoanalítico de Chicago, respuesta tradicional que en esos momentos no consideré práctica para mi vida.

Por aquel entonces asistí a una conferencia del catedrático Sydney Margohn, el respetado jefe del nuevo laboratorio de psicofisiología del departamento psiquiátrico. Desde el estrado, el profesor Margolin captaba poderosamente la atención. Era un hombre mayor, de largos cabellos grises que hablaba con un fuerte acento austríaco. Era un orador fascinante, un excelente actor. Después de unos minutos de escucharlo comprendí que era exactamente lo que necesitaba.

No resultaba sorprendente que sus charlas fueran muy populares. Asistí a varias. Daba la impresión de que se materializaba en el estrado. Los temas de sus charlas eran siempre una sorpresa. Un día me decidí a seguirlo a su despacho y me presenté. Él se mostró muy amable y pronto descubrí que era aún más fascinante al hablar con él personalmente. Conversamos muchísimo rato, en alemán y en inglés. Igual que en algunas de sus charlas, tocamos todos los temas. Aproveché para explicarle mi situación y él me habló de su interés por la tribu india ute.

A diferencia de sus colegas, no me dijo nada de ir a Chicago, sino que me animó a trabajar en su laboratorio. Acepté.

El profesor Margolin era un jefe difícil y exigente, pero el trabajar a sus órdenes en enfermedades psicosomáticas fue lo más gratificante que yo hiciera en Denver. A veces me limitaba a recomponer algún antiguo equipo electrónico desechado por otros departamentos que él aprovechaba. Eso me gustaba. Era un médico heterodoxo. Por ejemplo, en su equipo había un electricista, un hombre que sabía hacer de todo y una fiel secretaria. El laboratorio estaba lleno de instrumentos como polígrafos, electrocardiógrafos, etc. Al profesor Margohn le interesaba medir la relación entre los pensamientos y emociones de un paciente y su patología. Entre sus métodos estaba también la hipnosis, y creía en la reencarnación.

Mi felicidad en el trabajo se reflejaba en mi vida hogareña. Manny también estaba contento con su trabajo; era un importante conferenciante en el departamento de neurología. Nuestro hogar era todo lo que yo había soñado que sería la vida de familia. En el patio construí un jardín rocoso al estilo suizo en el que no faltaba una picea, flores alpinas y mi primera edelweiss norteamericana. Los fines de semana llevábamos a Kenneth al zoológico y hacíamos excursiones por las Rocosas. También pasábamos agradables veladas con el profesor Margolin y su esposa, escuchando música y conversando sobre diversos temas, desde las teorías de Freud hasta las de vidas anteriores.

Las desilusiones fueron pocas, pero importantes para nuestra familia. En 1964, nuestro segundo año en Denver, quedé embarazada dos veces y las dos veces perdí al bebé con un aborto espontáneo. Cada vez se me hacía más difícil soportar la frustración, más que la pérdida. Tanto Manny como yo deseábamos añadir otro hijo a nuestra prole. Yo quería tener dos hijos. Ya tenía a mi hijo. Si Dios era bueno, tendría también una hija. Decidí seguir intentándolo.

El catedrático Margolin viajaba con frecuencia. Un día me llamó a su despacho para anunciarme su próximo viaje a Europa, para una estancia de dos semanas. Yo pensé que sólo quería hablar de ciudades y lugares, como solíamos hacer cuando recordábamos nuestras muy viajadas juventudes. Pero en esta ocasión no se trataba de eso. Imprevisible como siempre, me designó para reemplazarlo en sus charlas en la Facultad de Medicina. Yo tardé un momento en captar su petición, pero cuando la entendí al instante comencé a sudar de nerviosismo.

No sólo lo consideré un honor, también me pareció algo imposible. El profesor Margolin era un orador animado e interesante cuyas conferencias semejaban más bien espectáculos intelectuales de un solo actor. Eran las que atraían mayor número de público en la facultad. ¿Cómo podía yo ponerme en su pellejo? Cuando me veía obligada a hablar delante de un grupo, fuera grande o pequeño, me invadían una timidez y una inseguridad terribles.

—Tiene dos semanas para prepararse —me dijo en tono tranquilizador—. Yo no sigo ningún plan preestablecido. Si quiere, eche una mirada a mis archivos. Elija cualquier tema que le apetezca.

Después del pánico surgió la obligación. Durante la semana siguiente me instalé en la biblioteca y leí libro tras libro tratando de encontrar un tema original. No me entusiasmaba la psiquiatría al uso. Tampoco me gustaba la cantidad de medicamentos que se administraba a los pacientes para hacerlos «manejables». Descarté también todo lo que fuera demasiado especializado, por ejemplo todo lo que tratara de las diferentes psicosis. Al fin y al cabo, la mayoría de los alumnos que asistían a las conferencias estaban interesados en otras especialidades, no en psiquiatría.

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