—¡Cugel, tu actitud se ha vuelto intolerable! ¡Quedas destituido inmediatamente! ¡Ahora, arriba al tejado! ¡Quiero que Weamish sea bajado ahora mismo!
—Mi cabeza no soporta las alturas —dijo Cugel—. Renuncio a mi puesto.
—No hasta que tu cuenta haya sido saldada. E incluye los quesos finos sobre los cuales arrojaste a Gookin.
Cugel protestó, pero Twango dirigió de nuevo su atención al tejado y se negó a escuchar.
Weamish caminaba de un lado para otro por entre las dos vertientes del tejado. Gark y Gookin aparecieron tras él. Twango llamó:
—¡Weamish, ve con cuidado! ¡Gark y Gookin te conducirán!
Weamish lanzó un último y alocado grito y, corriendo a lo largo del tejado, se arrojó al aire, para aterrizar de cabeza en el pavimento de abajo. Gark y Gookin se arrastraron hasta el borde del tejado para mirar con ojos muy abiertos a la desmadejada figura.
Tras una breve inspección, Twango se volvió a Soldinck.
—Me temo que Weamish está muerto.
—¿Qué hay entonces de las escamas que faltan?
—Deberéis buscar en otro lado —dijo Twango—. El robo no puede haberse producido en Flutic.
—No estoy tan seguro —dijo Soldinck—. Si he de decir la verdad, sospecho lo contrario.
—Estáis engañado por las coincidencias —dijo Twango—. La noche es fría; volvamos dentro. Cugel, lleva el cadáver al cobertizo del jardinero en la parte de atrás. La tumba de Weamish está preparada; puedes enterrarlo por la mañana.
—Si recordáis —señaló Cugel—, he renunciado a mi puesto. Ya no me considero empleado en Flutic, a menos que vuestras condiciones mejoren notablemente.
Twango dio una patada contra el suelo.
—Oh, vamos, en estos momentos de tribulación ¿quieres irritarme con tonterías? ¡Carezco de paciencia para tratar contigo! ¡Gark! ¡Gookin! ¡Cugel piensa eludir sus obligaciones!
Gark y Gookin avanzaron. Gookin lanzó un lazo corredizo en torno a los tobillos de Cugel, mientras Gark arrojaba una red sobre su cabeza. Cugel cayó pesadamente a suelo, donde Gark y Gookin le golpearon con estaca cortas.
Tras un cierto tiempo, Twango acudió a la puerta.
—¡Ya basta! —exclamó—. ¡El clamor ofende nuestros oídos! Si Cugel ha cambiado de opinión, dejad que haga su trabajo.
Cugel decidió obedecer las órdenes de Twango. Maldiciendo para sí, arrastró el cadáver al cobertizo en la parte de atrás del jardín. Luego cojeó hasta la choza que Weamish había dejado libre, y allí pasó la noche en vela a causa de las luxaciones, los arañazos y las contusiones.
A primera hora Gark y Gookin golpearon a la puerta
—¡Sal a hacer tu trabajo! —exclamó Gookin—. Twango quiere inspeccionar el interior de esta choza.
Cugel, pese a sus dolores, ya lo había hecho, sin resultado. Se alisó las ropas, ajustó su sombrero, salió de la choza, y se apartó a un lado mientras Gark y Gookin, bajo la dirección de Twango, inspeccionaban meticulosamente el lugar. Soldinck, que al parecer había pasado la noche en Flutic, observaba vigilante desde el umbral.
Twango finalizó su búsqueda.
—Aquí no hay nada —le dijo a Soldinck—. ¡Weamish queda libre de toda sospecha!
—¡Pudo esconder las escamas en algún otro lugar!
—¡Improbable! Las escamas fueron embaladas mientras vos mirabais. Fueron llevadas al carro bajo una atenta guardia. Vos mismo, con Rincz y Jornulk, trasladasteis las cajas a vuestro carro. ¡Weamish no tuvo más oportunidades de robar las escamas que yo.
—Entonces, ¿cómo explicáis la repentina riqueza de Weamish?
—Encontró un nido de escamas. ¿Es eso tan extraño? Soldinck no tenía nada más que decir. Abandonó Flutic, de vuelta a Saskervoy al otro lado de la colina.
Twango convocó a una reunión del personal en el refectorio. El grupo incluía a Yelleg, Malser, Cugel y Bilberd, el jardinero débil mental. Gark y Gookin permanecían acuclillados sobre un alto estante, observando la conducta de todos.
Twango habló sombríamente.
—¡Hoy debemos sentirnos tristes! El pobre Weamish, mientras caminaba en medio de la oscuridad, sufrió un accidente y ya no está entre nosotros. Es una pena que no haya vivido para gozar de su retiro. ¡Esto debería hacernos reflexionar a todos!
»Hay otras noticias, no menos inquietantes. Cuatro cajas de escamas, que representan un gran valor, han sido robadas de algún modo, alguien se ha apropiado de ellas. ¿Tiene alguno de vosotros alguna información, no importa lo trivial que parezca, relativa a este odioso caso? —Twango escrutó rostro tras rostro—. ¿No? En ese caso, no tengo más que decir. Todos a su trabajo, ¡y dejemos que la suerte de Weamish sea una inspiración para todos!
»¡Una última palabra! Puesto que Cugel todavía no está familiarizado con las rutinas de este trabajo, pido que todos extendamos hacia él la mano de la buena amistad y le enseñemos todo lo que necesite conocer. A trabajar, con rapidez y eficiencia!
Twango llamó a Cugel aparte.
—Parece que esta noche hubo un malentendido respecto al significado de la palabra «supervisor». En Flutic, esta palabra señala a una persona que supervisa el confort y la conveniencia de sus compañeros trabajadores, incluido yo, pero que no controla en absoluto su conducta.
—Esta distinción ha quedado ya muy clara —dijo secamente Cugel.
—Exacto. Ahora, como tu primera obligación, enterrarás a Weamish. Su tumba está más allá, tras el macizo de arándanos. Puedes seleccionar también un lugar y excavar ya una tumba para ti mismo, en previsión del desgraciado caso de que murieras durante tu estancia en Flutic.
—No hay que pensar en eso —dijo Cugel—. Pienso ir hasta muy lejos antes de morir.
—Weamish hablaba del mismo modo —indicó Twango—. ¡Pero está muerto! Y sus camaradas se han visto libres de una melancólica tarea, puesto que él mismo cavó, cuidó y decoró una espléndida sepultura. —Twango dejó escapar una triste risita—. ¡Weamish debió sentir el aletear de las alas del pájaro negro! ¡Apenas hace dos días lo descubrí limpiando y ordenando su tumba, y dejándolo todo bien dispuesto!
—¿Hace dos días? —consideró Cugel—. Eso fue después de que encontrara sus escamas.
—¡Cierto! ¡Era un hombre dedicado! ¡Confío en que tú, Cugel, mientras vivas y trabajes en Flutic, te sientas guiado por su conducta!
—Espero hacer exactamente eso —dijo Cugel.
—Ahora puedes enterrar a Weamish. Su carretilla está allá en el cobertizo. El mismo la construyó, y es de lo más acertado que la utilices para llevar su cuerpo a la tumba.
—Ese es un pensamiento considerado. —Sin más palabras, Cugel fue al cobertizo y sacó la carretilla: una tabla sustentada por cuatro ruedas. Impelido, al parecer, por el deseo de adornar su trabajo, Weamish le había unido una especie de faldellín de tela azul oscuro que colgaba por los cuatro lados.
Cugel cargó el cuerpo de Weamish en la carretilla y lo llevó a la parte de atrás del jardín. La carretilla funcionaba bien, aunque la superficie de carga parecía sujeta al marco de una forma un tanto insegura. Extraño, pensó Cugel, cuando aquel vehículo debía cargar con valiosas cajas de escamas. Tras una inspección, Cugel descubrió que un pasador aseguraba la superficie al marco. Cuando quitó el pasador, la superficie pivotó, y hubiera arrojado a un lado el cadáver si Cugel no hubiera estado alerta.
Inspeccionó la carretilla con cierto detalle, luego llevó el cuerpo a aquella zona discreta en la parte norte de la propiedad que Weamish había seleccionado para su eterno descanso.
Cugel examinó los alrededores. Una hilera de miradiones colgaba sus largos festones de flores púrpura sobre la tumba. Algunos huecos en el follaje permitían ver a lo largo de la playa y la enorme extensión del mar. A la izquierda, una pendiente cubierta de hierbaamarga y sirinx descendía hasta una charca de negro lodo.
Yelleg y Malser estaban ya trabajando. Encogidos y estremecidos de frío, se sumergían desde una plataforma al lodo. Descendiendo tanto como podían con ayuda de pesos y cuerdas, tanteaban en busca de escamas, y finalmente emergían jadeando y resollando y chorreando negros goterones.
Cugel agitó la cabeza con desagrado, luego lanzó una seca exclamación cuando algo pinchó su nalga derecha. Dio un salto y miró, y descubrió a Gark observándole desde debajo de la amplia hoja de una planta color carmesí. Llevaba un pequeño dispositivo mediante el cual podía arrojar piedras, y que evidentemente había utilizado contra Cugel. Gark ajustó su puntiagudo gorro rojo sobre su cabeza y avanzó dando saltos,
—¡Trabaja rápido, Cugel! ¡Hay mucho que hacer!
Cugel no se dignó responder. Descargó solemnemente el cuerpo, y Gark se fue.
Realmente, Weamish había cuidado con orgullo su tumba. El agujero, de metro y medio de profundidad, había sido cavado cuadrado y limpio, aunque al fondo y a un lado la tierra parecía algo suelta. Cugel asintió con tranquila satisfacción
—Muy probable —se dijo a si mismo—. Y en absoluto improbable.
Pala en mano, saltó a la tumba y cavó en la tierra. Con el rabillo del ojo observó la pequeña figura con gorro rojo que se aproximaba. Gark había vuelto, con la esperanza de sorprender a Cugel y lanzarle otra piedra cuidadosamente apuntada. Cugel cargó la pala de tierra, dio una violenta palada hacia arriba, y oyó un satisfactorio chillido de sorpresa.
Salió de la tumba. A una cierta distancia, Gark se sacudía la tierra de su gorro.
—¡Eres descuidado cuando arrojas la tierra!
Cugel, apoyado en la pala, rió.
—Si te deslizas por entre los arbustos, ¿cómo quieres que te vea?
—La responsabilidad es tuya. Mi deber es inspeccionar tu trabajo.
—¡Salta dentro de la tumba, donde puedas inspeccionarle de cerca!
Gark desorbitó los ojos, ultrajado, y se frotó la parte quitinosa de su boca.
—¿Me tomas por imbécil? ¡Sigue con tu trabajo! ¡Twango no paga buenos terces para que te pases las horas soñando.
Gark, eres insistente. Está bien, si debo hacerlo, debo hacerlo. —Sin más ceremonias, hizo rodar a Weamish hasta la tumba, lo cubrió, y pateó la tierra.
Así pasó la mañana. Al mediodía Cugel hizo una excelente comida de anguila braseada con nabos, una macedonia de frutas exóticas en conserva y una botella de vino blanco. Yelleg y Malser, inclinados sobre pan duro y bellotas encurtidas, le miraban de soslayo con sorpresa y envidia entremezcladas.
A última hora de la tarde, Cugel fue a la charca para ayudar a los buceadores mientras terminaban el trabajo del día. El primero en emerger fue Malser, con las manos como garras, luego Yelleg. Cugel lavó el lodo con agua bombeada de un arroyo, luego Yelleg y Malser fueron a un cobertizo a cambiarse de ropas, con la piel arrugada y enrojecida por el frío. Cugel había olvidado encender el fuego, de modo que sus quejas se vieron interrumpidas solamente por el castañetear de sus dientes.
Cugel se apresuró a reparar el olvido, mientras los buceadores hablaban del trabajo del día. Yelleg había extraído tres escamas «ordinarias» de debajo de una roca, mientras que Malser, explorando una grieta, había descubierto cuatro de la misma calidad.
Yelleg le dijo a Cugel:
—Ahora puedes bucear si quieres, aunque la luz se va muy rápido.
—Esta es la hora a la que buceaba Weamish —dijo Malser—. A menudo lo hacía también a primera hora de la mañana. Pero no importaba lo que hiciera, nunca olvidaba el fuego para calentarnos.
—Fue un descuido por mi parte —dijo Cugel—. Todavía no estoy acostumbrado a la rutina.
Yelleg y Malser gruñeron algo más, luego fueron al refectorio, donde cenaron algas hervidas. Para su propia cena, Cugel eligió primero una sopera de gulash de caza, con hierba mora y albóndigas de pasta. Para segundo plato seleccionó una espléndida loncha de cordero asado, con salsa picante y guarnición variada, y un denso vino tinto; luego, como postre, devoró un abundante plato de bayas de mung.
Yelleg y Malser, al salir del refectorio, se detuvieron para aconsejar a Cugel.
—Estás consumiendo alimentos de excelente calidad, pero los precios son desorbitados. Tu cuenta con Twango va a ocupar tus esfuerzos durante todo el resto de tu vida.
Cugel se limitó a reír e hizo gesto de que no le importaba.
—Sentaos, y permitidme reparar mis deficiencias de esta tarde. ¡Gark! Dos vasos más, otra botella de vino, ¡y rápido!
Yelleg y Malser se sentaron de buen grado. Cugel fue generoso al llenar los vasos, y volvió a llenar también el suyo. Se reclinó cómodamente en su asiento.
—Naturalmente —dijo—, la posibilidad de precios exorbitantes ya se me ha ocurrido. Pero puesto que no tengo intención de pagar, me importan un higo esos precios.
Yelleg y Malser murmuraron sorprendidos:
—Esa es una actitud notablemente osada.
—En absoluto. En cualquier instante el sol puede sumirse en el olvido. En ese momento, aunque le deba a Twango diez mil terces por una larga serie de excelentes comidas, mis últimos pensamientos serán felices.
Tanto Yelleg como Malser se mostraron impresionados por la lógica del concepto, que no se les había ocurrido previamente.
Meditabundo, Yelleg dijo:
—Tu idea parece ser que, si la deuda de uno con Twango se mantiene siempre entre los treinta y los cuarenta terces, ¡lo mismo da que sean diez mil!
—Veinte mil, o incluso treinta mil, parecen incluso una deuda más digna —admitió Malser, también pensativo.
—Esta es realmente una ambición de gran alcance —declaró Yelleg—. ¡En este mismo momento, creo que voy a probar una buena loncha de ese cordero asado!
—¡Y yo también! —dijo Malser—. ¡Dejemos que Twango se preocupe por el precio! ¡Cugel, bebo a tu salud!
Twango saltó de un reservado cercano, donde había permanecido sentado sin ser visto.
—¡He oído toda esta vil conversación! ¡Cugel, tus conceptos no te acreditan! ¡Gark! ¡Gookin! En el futuro, a Cugel se le servirá únicamente cocina Grado Cinco, similar a la que disfrutaba hasta ahora Weamish.
Cugel se limitó a encogerse de hombros.
—Si es necesario, pagaré mi cuenta.
—¡Eso son buenas noticias! —dijo Twango—. ¿Y qué piensas usar como terces?
—Tengo mis pequeños secretos —dijo Cugel—. Te diré esto: pretendo introducir notables innovaciones en el proceso de recuperación de las escamas.
Twango se echó a reír, incrédulo.
—Por favor, realiza esos milagros en tu tiempo libre. Hoy olvidaste quitarles el polvo a las reliquias; tampoco enceraste ni puliste el parquet. Olvidaste cavar tu tumba, y no sacaste la basura de la cocina.