El empleado lanzó a Cugel una mirada interrogadora.
—Es una distancia considerable. Bien, venid; quizá Soldinck quiera veros.
—Sólo tienes que decirle que mi nombre es «Cugel».
El empleado le guió hasta el final de un pasillo y asomó la cabeza por unas cortinas.
—Un tal «Cugel» desea veros.
Hubo un momento de tenso silencio, luego llego la respuesta de Soldinck:
—Bien, Diffin: ¿qué quiere?
—Transporte a algún país imaginario, por lo que he podido deducir.
—Hummm… Déjale entrar.
Diffin apartó las cortinas a un lado para Cugel, luego se retiró por donde había venido. Cugel entró en una estancia octogonal amueblada con austero lujo. Soldinck, pelo gris y rostro severo, estaba de pie al lado de una mesa también octogonal, mientras Bunderwal permanecía sentado en un sillón de respaldo alto de peluche marrón. La luz carmesí que entraba por las altas ventanas iluminaba un par de tapices bárbaros colgados de la pared, tejidos en las remotas tierras del lejano Cutz. Un pesado candelabro negro de hierro colgaba de una cadena también de hierro del techo.
Cugel dirigió un saludo formal a Soldinck, que éste devolvió sin entusiasmo.
—¿Qué asunto os trae, Cugel? Estoy en consulta con Bunderwal sobre cuestiones de importancia y sólo puedo dedicaros un momento.
—Seré breve —dijo fríamente Cugel—. ¿Estoy en lo cierto al suponer que enviáis escamas a Almery bajo pedido de Iucounu el Mago?
—No enteramente —dijo Soldinck—. Enviamos las escamas a nuestro representante en Port Perdusz, el cual se encarga de hacer que prosigan su camino.
—¿Puedo preguntar por qué no las enviáis directamente a Almery?
—No resulta práctico aventurarse tan al sur.
Cugel frunció el ceño, irritado.
—¿Cuándo zarpa su próximo barco para Port Perdusz?
—El Galatea zarpará antes de que termine la semana.
—¿Y cuánto cuesta un pasaje hasta Port Perdusz?
—Sólo llevamos pasajeros seleccionados. El precio, según creo, es de trescientos terces: una suma —y aquí la voz de Soldinck se hizo un tanto desdeñosa— que quizá se halle más allá de vuestras posibilidades.
—En absoluto. Tengo conmigo un cierto número de escamas que me proporcionarán considerablemente más que esa cantidad.
Soldinck evidenció un parpadeo de interés.
—Bien, les echaremos un vistazo.
Cugel desplegó sus escamas.
—Observad en especial esa espléndida «Astrágalo Malar».
—Es un espécimen decente, pese al tinte verdoso del marathaxo. —Soldinck examinó las escamas con ojo experto—. Siendo generoso, valoro el lote en aproximadamente ciento ochenta y tres terces.
La suma era veinte terces más de lo que Cugel se había atrevido a esperar. Inició una protesta automática, luego se lo pensó mejor.
—Muy bien: las escamas son vuestras.
—Llevadlas a Diffin; él os entregará vuestro dinero. —Soldinck hizo un gesto hacia las cortinas.
—Otro asunto. Sólo por curiosidad: ¿qué pagaríais por una «Estallido Pectoral de Luz»?
Soldinck alzó bruscamente la vista.
—¿Tenéis en custodia esa escama?
—Por el momento, digamos que se trata de un caso hipotético.
Soldinck dirigió los ojos al techo.
—Si estuviera en buenas condiciones, me atrevería a arriesgar tanto como doscientos terces.
Cugel asintió.
—¿Y por qué no deberíais hacerlo, puesto que Iucounu os pagará dos mil terces o incluso más?
—Entonces sugiero que toméis esa hipotética escama y se la llevéis directamente a Iucounu. Incluso puedo sugeriros una ruta conveniente. Si regresáis hacia el este a lo largo de la costa de Shanglestone, llegaréis a la Cabeza de la Bruja y al castillo de Cil. Girad entonces al sur para evitar el Gran Herm, que encontraréis infestado de erbs y leucomorfos. Las montañas de Magnatz se alzarán ante vos; son extremadamente peligrosas, pero si intentáis evitarlas deberéis enfrentaros al desierto de los Obeliscos. De las tierras que se extienden más allá sé poco.
—Tengo un cierto conocimiento de esas tierras —dijo Cugel—. Prefiero el pasaje a bordo del Galante.
—Mercantides insiste en que transportemos solamente a nuestros propios empleados. Desconfiamos de los pasajeros bien hablados que, a una señal dada, se convierten en despiadados piratas.
—Me sentiré complacido en aceptar un puesto en vuestra firma —dijo Cugel—. Poseo habilidades en muchos asuntos; creo que descubriréis que puedo seros útil.
Soldinck exhibió una breve y fría sonrisa.
—Desgraciadamente, en estos momentos sólo hay un puesto vacante, el de sobrecargo a bordo del
Galante
, para el que tengo ya a un candidato cualificado, Bunderwal.
Cugel dedicó a Bunderwal una atenta inspección:
—Parece tratarse de una persona modesta, decente y sin pretensiones, pero definitivamente no una buena elección para el puesto de sobrecargo.
—¿Por qué decís esto?
—Si os fijáis —señaló Cugel—, observaréis que Bunderwal muestra las aletas de la nariz caídas, signo que indica infaliblemente una tendencia al mareo.
—¡Cugel es un hombre de discernimiento! —declaró Bunderwal—. Lo considero un candidato de mucha mejor calidad, y os ruego que ignoréis sus largos dedos espatulados que observé por última vez en Larkin, el ladrón de niños. Hay una diferencia significativa entre los dos: Larkin fue ahorcado, y Cugel no ha sido ahorcado.
—Estamos planteándole problemas al pobre Soldinck, que ya tiene bastantes preocupaciones —dijo Cugel—. Seamos considerados. Sugiero que confiemos nuestra fortuna a Mandingo, la Diosa de los Tres Ojos de la Fortuna. —Extrajo una baraja de cartas de su bolsa.
—La idea tiene su mérito —admitió Bunderwal—. Pero mejor utilicemos mis cartas, que son más nuevas y mejores para los ojos de Soldinck.
Cugel frunció el ceño. Agitó decisivamente la cabeza y devolvió las cartas a su bolsa.
—Tal como analizo la situación, veo que pese a vuestras inclinaciones, y lamento realmente decir esto, Bunderwal, no es correcto tratar los importantes asuntos de Soldinck de una manera tan frívola. Lo sugerí tan sólo como prueba. ¡Una persona con las cualidades adecuadas hubiera rechazado de plano la idea!
Soldinck se mostró favorablemente impresionado.
—¡Ha sido un buen golpe, Cugel!
—Permitidme sugeriros un programa global —dijo Cugel—. En razón de mi amplia experiencia y mis muchas capacidades, aceptaré el puesto de sobrecargo. En cuanto a Bunderwal, tengo la impresión que será un buen ayudante para Diffin, el empleado.
Soldinck se volvió a Bunderwal.
—¿Qué decís a esto?
—Las cualificaciones de Cugel son impresionantes —admitió Bunderwal—. A ellas sólo puedo oponer honestidad, habilidad, dedicación y celo infatigable. Además, soy un digno ciudadano de la zona, no un vagabundo con cara de zorro y un fantasioso sombrero.
Cugel se volvió a Soldinck.
—Por último, y somos afortunados en esto, el estilo de Bunderwal, que consiste en la calumnia y el vituperio, puede ser contrastado con mi dignidad y contención. Hubiera podido señalar su aceitosa piel y sus excesivas posaderas; indican una evidente inclinación hacia la vida de muelle e incluso una tendencia hacia la malversación. Si llegamos a contratar a Bunderwal como subempleado, sugiero que sean reforzadas todas las cerraduras, para la mejor protección de vuestros objetos de valor.
Bunderwal carraspeó para hablar, pero Soldinck alzó las manos.
—¡Caballeros, ya he oído suficiente! Discutiré vuestras cualificaciones con Mercantides, que tal vez desee interrogaros a los dos. Mañana al mediodía tendré mas noticias que comunicaros.
Cugel inclinó la cabeza.
—Gracias, señor. —Se volvió a Bunderwal y señalo las cortinas—. Podéis iros, Bunderwal. Yo deseo hablar en privado con Soldinck.
Bunderwal empezó a protestar, pero Cugel dijo:
—Tengo que discutir con él la venta de valiosas escamas.
Bunderwal se marchó, reluctante. Cugel se volvió a Soldinck.
—Durante nuestra conversación se mencionó la «Estallido Pectoral de Luz».
—Cierto. Nunca definisteis el alcance real de vuestro control sobre esa escama.
—Ni voy a hacerlo ahora, excepto para señalar que la escama está oculta a buen recaudo. Si fuera atacado por salteadores, sus esfuerzos serían en vano. Lo menciono solamente para ahorrarnos a ambos molestias.
Soldinck exhibió una hosca sonrisa.
—Vuestra afirmación de «amplia experiencia» parece bien fundada.
Cugel recogió la suma de ciento ochenta y tres terces de Diffin, que contó tres veces las monedas antes de depositarlas reluctante sobre el mostrador de mármol marrón. Cugel barrió los terces al interior de su bolsa, luego se marchó del lugar.
Recordando el consejo de Weamish, Cugel se alojó en La Hostería de las Lámparas Azules. Para cenar tomó un plato de pez-bola asado, con acompañamiento de carbades, ñames y puré de boniatos. Inclinado sobre el vino y el queso que remataban la comida, estudió los alrededores.
Al otro lado de la estancia, en una mesa junto a la chimenea, dos hombres se habían puesto a jugar a las cartas. El primero era alto y delgado, de complexión cadavérica, mala dentadura en una larga mandíbula, liso pelo negro y párpados caídos. El segundo exhibía un físico poderoso, con grandes nariz y mandíbula y una mata de pelo rojo tan densa como su brillante barba del mismo color.
Para dar más interés al juego, buscaron otros jugadores a su alrededor. El hombre alto exclamó:
—¡Hey, Fursk! ¿Te animas a una partida de skax? ¿No?
El pelirrojo de la barba llamó:
—¡Ahí está el buen Sabtile, que nunca rechaza una partida! ¡Sabtile, ven aquí, con tu bolsa llena y tu mala suerte! Excelente.
—¿Quién más? ¿Qué dices tú, el de la larga nariz y el curioso sombrero?
Cugel se aproximó desconfiado a la mesa.
—¿A qué jugáis? Os advierto, con las cartas soy un auténtico desastre.
—Jugamos al skax, y no nos importa como juegues, siempre que cubras tus apuestas.
Cugel sonrió educadamente.
—Aunque sólo sea por mostrarme sociable, me arriesgaré a una o dos manos, pero tenéis que enseñarme las particularidades del juego.
El pelirrojo se atragantó con la risa.
—¡No temas! ¡Aprenderás tan rápido como repartamos las cartas! Soy Wagmund; éste es Sabtile, y ese degollador de aspecto saturnino es Koyman, embalsamador de la ciudad de Saskervoy y estimado ciudadano. ¡Bien, adelante! Las reglas del skax son así. —Y se puso a explicar la forma del juego, remarcando cada punto con golpes sobre la mesa con un recio índice—. Bien, ¿está todo claro, Cugel? ¿Crees que puedes unirte al juego? Recuerda, todas las apuestas deben hacerse en sólidos terces. Nadie está autorizado a guardar sus cartas debajo de la mesa ni a moverlas de aquí para allá de una manera sospechosa.
—Soy a la vez cauto y falto de experiencia —dijo Cugel—. De todos modos, creo comprender el juego y estoy dispuesto a arriesgar dos, no, tres terces, de modo que apuesto un discreto, sólido y entero terce en la primera mano.
—¡Así se habla, Cugel! —dijo Wagmund aprobadoramente—. Koyman, distribuye las cartas, por favor.
—Primero —señaló Sabtile—, debes hacer tu propia apuesta.
—Cierto —admitió Wagmund—. Veamos si tú haces lo mismo.
—No temas; soy conocido por mi forma rápida e inteligente de jugar.
—¡Menos alardes y más dinero! —exclamó Koyman—. ¡Aguardo tus terces!
—¿Y qué hay de tu apuesta, mi buen ladrón de cierraesfínteres de oro ornamental
[1]
de los cadáveres: que son entregados a tu custodia?
—Pura inadvertencia, nada más.
Empezó el juego. Cugel perdió once terces y bebió dos jarras de la cerveza local: un liquido fuerte fermentado de bellotas, musgo amargo y salchichas negras. Finalmente Cugel consiguió introducir sus propias cartas en el juego, a partir de cuyo momento su suerte cambió, y ganó rápidamente treinta y ocho terces, con Wagmund, Koyman y Sabtile quejándose y golpeándose incrédulos la frente ante las desfavorables consecuencias de la partida.
Bunderwal entró en el salón. Pidió cerveza y durante un tiempo estuvo observando el juego, balanceándose sobre sus talones y fumando hierbas secas en una pipa de arcilla de boquilla larga. Parecía un avezado analista del juego, y de tanto en tanto expresaba su aprobación ante una buena jugada, mientras se burlaba de los perdedores por su torpeza.
—Oh, vamos, Koyman, ¿por qué no has jugado tu doble rojo y barrido el campo antes de que Cugel te ganara con su lacayo verde?
—Porque la última vez que lo hice —restalló Koyman—, Cugel sacó la reina de demonios y destruyó mis esperanzas. —Se puso en pie—. Me rindo. Cugel, al menos invítame a una cerveza con tus ganancias.
—Encantado. —Cugel llamó al camarero—. ¡Cerveza para Koyman, y también para Bunderwal!
—Gracias. —Koyman señaló a Bunderwal su lugar—. Puedes probar tu suerte contra Cugel, que juega con una evidente habilidad.
—Probaré uno o dos terces. ¡Hey, muchacho! ¡Trae cartas nuevas, y arroja a la basura esos viejos harapos! Algunas son cortas, otras son largas; algunas están manchadas; otras muestran extraños dibujos.
—Cartas nuevas, por supuesto —dijo alegremente Cugel—. De todos modos, me quedaré esas cartas viejas para practicar con ellas. Bunderwal, ¿dónde está tu apuesta?
Bunderwal depositó un terce en la mesa y distribuyó las nuevas cartas con una aleteante agilidad de dedos que hizo parpadear a Cugel.
Se jugaron varias manos, pero la suerte había abandonado a Cugel. Cedió su silla a otro y fue a situarse detrás de Bunderwal, a fin de estudiar la forma en que éste llevaba su juego.
Tras ganar diez terces, Bunderwal declaró que no deseaba jugar más aquella noche. Se volvió a Cugel.
—Permíteme invertir parte de mis ganancias en una noble finalidad: la ingestión de buena cerveza. Por aquí; veo un par de sillas vacías junto a la pared. ¡Muchacho! ¡Dos jarras de la mejor Tatterblass!
—¡Inmediatamente, señor! —El muchacho saludó y corrió a la despensa.
Bunderwal retiró su pipa de la boca.
—Bien, Cugel: ¿qué opinas de Saskervoy?
—Parece una agradable comunidad, con perspectivas para quien desee trabajar.
—Exacto, y de hecho ésta es también mi finalidad. Primero beberemos para que prosiga para ti la prosperidad.