El tercer hombre llevaba un cubo cuyo contenido arrojó por la borda. Su pelo era denso, blanco y muy corto; su boca un delgado corte en un rubicundo rostro de cuadrada mandíbula. Debía ser el camarero de las cabinas, pensó Cugel, un puesto para el que los modales secos e incluso truculentos del hombre parecían de lo más inadecuado.
De los tres, sólo el hombre con el cubo pareció darse cuenta realmente de la presencia de Cugel. Gritó con voz seca:
—¡Hey, el vagabundo del rostro sesgado! ¡Sal de ahí! No necesitamos amuletos ni talismanes ni plegarias ni accesorios eróticos!
Cugel respondió fríamente:
—Será mejor que moderes tu tono. Soy Cugel, y estoy aquí por solicitud expresa de Soldinck. Así que mejor muéstrame mis aposentos, y con educación.
El otro lanzó un profundo suspiro, como de infinita paciencia puesta a prueba. Llamó al otro lado de una pasarela que descendía hasta las profundidades:
—¡Bork! ¡Sube a cubierta!
Un hombre bajo y gordo con un rostro redondo apareció de abajo.
—Sí, señor. ¿Qué hay que hacer?
—Muéstrale a ese tipo sus aposentos; dice que es huésped de Soldinck. He olvidado su nombre: Fugle o Kungle o algo así.
Bork se rascó desconcertado la nariz.
—No tengo noticia de él. Con el Maestro Soldinck y toda su familia a bordo, ¿dónde voy a encontrar acomodo? No a menos que este caballero utilice vuestra propia cabina, mientras vos compartís la de Drofo.
—¡Esa idea no es de mi agrado!
—¿Tenéis alguna sugerencia mejor? —dijo Bork, quejoso.
El otro echó los brazos al aire y se alejó por cubierta Cugel se lo quedó mirando.
—¿Quién es este tipo tan poco amistoso?
—Es el capitán Baunt. Está irritado porque vos vais a ocupar su cabina.
Cugel se rascó la barbilla.
—A decir verdad, preferiría utilizar una cabina asignada normalmente a los pasajeros comunes.
—No es posible en este viaje, señor. El Maestro Soldinck va acompañado por la señora Soldinck y sus tres hijas, y el espacio está más bien apretado.
—Dudo en molestar al capitán Baunt —dijo Cugel— Quizá debiera…
—¡No digáis más, señor! Los ronquidos de Drofo no molestan al capitán Baunt, y me atrevería a decir que todos estaremos mejor así. Por aquí, señor; os mostrar vuestra cabina.
El hombre condujo a Cugel a la cómoda estancia ocupada hasta entonces por el capitán Baunt. Cugel la examinó aprobadoramente.
—La encuentro ideal. Me gusta particularmente la vista que hay desde estas lucernas.
El capitán Baunt apareció en el umbral.
—Espero que todo esté a vuestra satisfacción.
—Completamente. Me sentiré muy cómodo aquí. —dirigiéndose a Bork—: ¿Puedes servirme una colación ligera? Desayuné muy temprano hoy.
—Por supuesto, señor; inmediatamente.
El capitán Baunt dijo con voz hosca:
—Lo único que os pido es que no desordenéis la. estanterías. Mi colección de conchas marinas es irreemplazable, y no deseo que mis libros antiguos sean molestados.
—¡No tengáis miedo! Vuestras pertenencias están tan seguras como si fuesen mías. Y ahora, si me disculpáis, desearía descansar algunas horas antes de dedicarme a mi trabajo.
—¿Trabajo? —El capitán Baunt frunció desconcertado el ceño. ¿Qué trabajo?
Cugel habló con dignidad.
—Soldinck me ha pedido que realice algunas tareas simples durante el viaje.
—Extraño. No me dijo nada al respecto. Bunderwal es el nuevo sobrecargo, y tengo entendido que un extranjero de miembros flacos va a servir como subgusaneador.
—Yo he aceptado el puesto de gusaneador —dijo Cugel con tono austero.
El capitán Baunt miró a Cugel, con la mandíbula caída.
—¿Tú eres el subgusaneador?
—Eso es lo que tengo entendido —dijo Cugel.
El nuevo alojamiento de Cugel estaba situado en la parte delantera de la sentina, donde la roda se encuentra con la quilla. El mobiliario era sencillo: un camastro estrecho con un colchón de cañas secas y una especie de armario donde estaban colgadas algunas ropas rancias abandonadas por Wagmund.
A la luz de una vela, Cugel examinó sus contusiones. Ninguna parecía de naturaleza peligrosa o desfiguradora, pese a que la conducta del capitán Baunt había excedido de toda contención.
Una voz nasal alcanzó sus oídos:
—Cugel, ¿dónde estás? ¡A cubierta, aprisa!
Cugel gruñó y cojeó hacia cubierta. Allí le aguardaba un hombre alto y grueso con una densa mata de rizos negros en la cabeza y unos ojillos pequeños, también negros. Inspeccionó a Cugel con franca curiosidad.
—Soy Lankwiler, gusaneador de primera, y en consecuencia tu superior, aunque ambos servimos a las órdenes del Jefe Gusaneador Drofo. Quiere tener una charla instructiva contigo. Así que escucha atentamente, si sabes lo que es bueno para ti. Ven por aquí.
Junto al mástil estaba Drofo: el hombre enjuto con k barba color caoba oscuro que Cugel había observado su llegada a bordo.
Drofo señaló el escotillón.
—Sentaos.
Cugel y Lankwiler se sentaron y aguardaron, educadamente atentos.
Con la cabeza inclinada hacia delante y las manos unidas a su espalda, Drofo examinó a sus subordinados. Al cabo de un momento dijo con voz profunda y desapasionada:
—¡Puedo deciros mucho! ¡Escuchad, y conseguiréis una sabiduría superior a la de los eruditos del Instituto con sus concordancias y paradigmas! ¡Pero no me interpretéis mal! ¡El peso de mis palabras no es superior a peso de una simple gota de lluvia! ¡Para saber, tenéis que actuar! Tras un centenar de gusanos y diez mil leguas entonces quizá podáis decir con justicia: «¡Soy sabio!», lo que es lo mismo: «¡Soy un gusaneador!». Y entonces, puesto que seréis sabios y puesto que seréis gusaneadores, no desearéis vanagloriaros de nada de ello. Elegiréis la reticencia, ¡puesto que vuestra valía será la que hablará por vosotros! —Drofo miró los dos rostros que tenía ante sí—. ¿Está claro?
—No del todo —dijo desconcertado Lankwiler—. Los eruditos del Instituto calculan de rutina del peso de una gota de lluvia. ¿Hay que considerar eso bueno o malo?
—No estamos juzgando las investigaciones de los eruditos en el Instituto —respondió Drofo educadamente—. Estamos examinando más bien el trabajo del gusaneador.
—¡Oh! Ahora está claro.
—Exacto —dijo Cugel—. Prosigue con tus interesantes observaciones, Drofo.
Con las manos a la espalda, Drofo dio un paso hacia babor, luego un paso hacia estribor.
—¡Nuestra vocación es absolutamente noble! El diletante, el apocado, el estúpido: todos se revelan con sus auténticos colores. Cuando el viaje va bien, todos los tontos se sienten felices y contentos; bailan la jiga y tocan la concertina, y todo el mundo piensa: «¡Oh, por la vida del gusaneador!». ¡Pero luego ataca la adversidad! La negrura arroja su ira sin remordimientos; los impactos resuenan como los gongs del Destino; el gusano retrocede y se sumerge: ¡luego el petimetre es revelado, o más probablemente es descubierto oculto en el rincón más oscuro de la caía!
Cugel y Lankwiler meditaron sobre aquellas observaciones, mientras Drofo caminaba primero a babor, luego a estribor. Señaló con un largo y pálido dedo hacia el mar.
—Allá al fondo vamos, a medio camino entre el cielo y el suelo del océano, donde los secretos de todas las eras se ocultan en la oscuridad que se volverá absoluta cuando el sol se apague.
Como para enfatizar las observaciones de Drofo, el rostro del sol se oscureció momentáneamente con una especie de velo oscuro, parecido a una fluxión en el ojo de un viejo. Tras un parpadeo, la luz del día volvió, con evidente alivio de Lankwiler, aunque Drofo ignoró el incidente. Alzó un dedo en el aire.
—¡El gusano es un familiar del mar! Es sabio, aunque solamente usa seis conceptos: sol, ola, viento, horizonte, profundidad oscura, dirección fiel, hambre y saciedad… ¿Si, Lankwiler? ¿Por qué cuentas con los dedos?
—Señor, no importa.
—Los gusanos no son listos —dijo Drofo—. No realizan trucos y no gastan bromas. El buen gusaneador, como sus gusanos, es un hombre de extrema simplicidad. Le preocupa poco lo que come y es indiferente a si duerme mojado o seco, o incluso si duerme. Cuando sus gusanos se comportan como corresponde, cuando la estela es correcta, cuando la ingestión es simple y el vaciado correcto: entonces el gusaneador está sereno. No anhelo más del mundo, ni riqueza ni comodidad ni las sensuales caricias de lánguidas mujeres ni adornos como ese torpe abalorio que lleva Cugel en su sombrero. ¡Así es el vaci acuoso!
—¡Muy inspirador! —exclamó Lankwiler—. ¡Me siento orgulloso de ser un gusaneador! ¿Y tú, Cugel?
—¡Tanto como tú! —declaró Cugel—. Ha sido un buen discurso, pero permíteme decirte que este adorno del sombrero, aunque no tiene ningún valor intrínseco, es un recuerdo de familia.
Drofo asintió indiferente.
—Ahora divulgaré el primer axioma de nuestro comercio, que por supuesto puede ser ampliado a una aplicación universal. Es éste: Un hombre puede presentarse ante ti y decir: «¡Soy un Maestro Gusaneador!». O un Maestro Gusaneador puede pararse a tu lado y no decir una palabra. ¿Cómo se sabe la verdad? Es dicha por los gusanos.
»Seré más preciso. Si veis a una amarillenta criatura biliosa, con los fausiclos hinchados, las branquias incrutadas de cal y un dote obstruido, ¿de quién es la culpa ¿Del gusano, que solamente conoce agua y espacio? ¿o de aquél que lo cuida? ¿Podemos llamarle un gusaneador? Formaos vuestra propia opinión. Pero aquí tenemos otro gusano, fuerte, firme en su rumbo, rosado como un amanecer. ¡Este gusano testimonia la fe de su gusaneador, que pule incansablemente sus lincturas, desobstruye su dote, cepilla y peina sus branquias hasta que brilla como plata! ¡Se halla en comunión mística con la marejada y el mar, y conoce la serenidad que sólo el gusaneador puede conocer!
»Diré algo más. Cugel, tú sabes poco del asunto todavía, pero tomo como una buena señal el que hayas venido a mi para que te instruya, puesto que mis métodos no son suaves. Aprenderás, o te ahogarás, o sufrirás un golpe de aleta, o peor aún, incurrirás en mi desagrado. Per has empezado bien y voy a enseñarte bien. Nunca pienses que soy duro o autoritario; ¡estarás en un error que puede llevarte a la derrota! Soy estricto, sí, incluso severo, pero al final, cuando reconozca en ti a un gusaneador, me darás las gracias.
—Es realmente una buena noticia —murmuró Cugel.
Drofo no le prestó atención.
—Lankwiler, a ti tal vez te falte algo de la intensidad de Cugel, pero tienes la ventaja de un viaje junto a Wagmund, que ahora sufre dolor en una pierna. Ya te he indicado algunos errores y dejadeces, y seguro que mis observaciones están aún frescas en tu mente, ¿correcto?
—¡Absolutamente! —dijo Lankwiler con una blanda sonrisa.
—Bien. Le mostrarás a Cugel los arcones y los sacos, y le dotarás con una buena alegra y pinctas. Cugel, ¿incluye tu equipo un par de horcajaderas fuertes?
Cugel hizo un gesto negativo.
—Las olvidé con las prisas.
—Una lástima… Bien, quizá puedas usar el excelente equipo de Wagmund, pero tienes que cuidar de él.
—Lo haré, sin duda.
—Entonces preparad vuestras cosas. Ya casi es hora de ir a buscar los gusanos; el Galante zarpa a las órdenes de Soldinck en persona.
Lankwiler llevó a Cugel hasta el armario de herramientas en la bodega de proa, donde rebuscó entre los instrumentos, dejando a un lado los mejores para usarlos él y tomando para Cugel una casual selección de lo que quedaba.
Lankwiler aconsejó a Cugel:
—No prestes demasiada atención al viejo Drofo. Ha inhalado demasiados vapores de sal, y sospecho que utiliza el tónico auricular de los gusanos para alegrarse un poco, pues a menudo está borracho.
Animado por la afabilidad de Lankwiler, Cugel hizo una cautelosa pregunta:
—Si sólo tenemos que tratar con gusanos, ¿para qué necesitamos estos instrumentos tan grandes y pesados?
Lankwiler alzó la vista sorprendido, y Cugel se apresuró a añadir:
—Supongo que trabajamos con nuestros gusanos sobre una mesa, o quizá sobre un banco; en consecuencia, me pregunto por qué Drofo glorifica las privaciones y la exposición a los elementos. ¿Se nos requiere que enjuaguemos los gusanos en agua salada, o extraerlos del lodo en plena noche?
Lankwiler dejó escapar una risita.
—¿Tú nunca has sido gusaneador?
—Muy poco tiempo, realmente.
—Pronto lo verás todo claro; no sigamos charlando y teorizando y perdiendo el tiempo en verbalizaciones ociosas; como Drofo, soy un hombre de acción, no de retórica.
—Yo también —dijo fríamente Cugel.
Con un fruncimiento de burla en los labios, Lankwiler dijo:
—Por el peculiar estilo de tu sombrero deduzco que derivas de una región lejana y exótica.
—Cierto —dijo Cugel.
—¿Y qué piensas de la región de Cutz?
—Posee aspectos interesantes; de todos modos, me siento ansioso por regresar a la civilización.
Lankwiler resopló.
—Yo soy de Tugersbir, a noventa kilómetros al norte, donde también reina la civilización. Bien, aquí están las horcajaderas de Wagmund. Creo que tomaré prestado este juego con las conchas de plata; tú puedes elegir entre las otras. Ve con cuidado; Wagmund, como un calvo con un sombrero de piel, es orgulloso y vano, e infantilmente meticuloso con su equipo. Aprisa ahora, a menos que quieras recibir otra retahíla de dogmas por parte de Drofo.
Llevaron ambos su equipo a cubierta. Con Drofo a la cabeza, desembarcaron del Galante y se encaminaron hacia el norte a lo largo del muelle hasta un largo corral donde flotaban plácidamente un cierto número de enormes criaturas tubulares, de dos a tres metros de grosor y casi tan largas como el propio Galante.
Drofo señaló.
—Aquellas de allá con las protuberancias amarillas, Lankwiler, son las criaturas que fueron asignadas a tu cuidado. Como puedes ver, necesitan atención. Cugel, las dos criaturas del extremo de la izquierda, con las protuberancias azules, son los espléndidos gusanos de Wagmund, que ahora quedan bajo tu supervisión.
Lankwiler hizo una pensativa sugerencia.
—¿Por qué no dejar que Cugel supervise los gusanos con las protuberancias amarillas, mientras yo me encargo de los que las tienen azules? Esto tiene la ventaja de permitirle a Cugel un valioso entrenamiento en los procedimientos básicos como una parte formativa de su carrera.