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Authors: Chufo Llorens

La Saga de los Malditos (30 page)

BOOK: La Saga de los Malditos
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Dirigió la vista a la iluminada esfera y vio que había transcurrido media hora desde que había apagado la luz. Súbitamente le pareció percibir un rumor de pies descalzos en el distribuidor del pasillo, lentamente la puerta de su habitación se abrió y se cerró a continuación. Manfred tuvo la certeza de que Helga había entrado en la estancia.

—¿Helga? ¿Estás ahí?

No obtuvo respuesta pero sintió claramente cómo el hermoso y desnudo cuerpo de la joven, apartando las frazadas de ropa, se deslizaba a su lado.

—Pero ¿qué estás haciendo muchacha?

Ella susurró a su oído:

—Si he de perder mi virginidad quiero que seas tú el primero.

—¡¿Te has vuelto loca?!

Helga se acurrucó junto a él colocando la pierna derecha sobre su cuerpo.

Manfred quedó petrificado sin atreverse a mover ni un músculo percibiendo el calor, la tersura y el aroma de su piel.

—Pero Helga...

—Chisst. Calla, no digas nada. —Sintió un dedo sobre sus labios—. He estado pensando todos estos días en los que me preguntabas qué era lo que pensaba, y ya ves lo que era.

—No vayas a hacer algo de lo que luego puedas arrepentirte. ¿No dijiste que tenías un novio?

Helga jugueteó con el vello de su pecho.

—Te mentí, he salido con muchachos de mi edad pero ninguno me ha llegado a interesar. Y ni quiero parecer una mojigata, y que me desvirgue un instrumento del doctor Wemberg, ni buscar a alguien que me haga un favor ni entregar este instante del que siempre me voy a acordar a alguien que no me importe nada.

—Pero ¿por qué yo?

—Porque tienes un alma noble, eres bueno, solidario, leal e inteligente y quisiera que, si algún día tengo un hijo, se parezca a ti, camarada Gunter, y porque te quiero, ¡idiota!

La cabeza de Manfred era un torbellino, la sangre de sus venas, ante la desnudez y la actitud de la muchacha, se convirtió en una torrentera de lava hirviente. Súbitamente se sintió elegido para algo que para cualquier mujer representaba el capítulo más importante de su vida. Helga había optado por lo que tantas hembras habían hecho a través de siglos de historia, elegir al macho que a su criterio era el más apto para perpetuar la especie.

La noche se alumbró de estrellas y sus cuerpos y sus almas quedaron para siempre unidas en el recuerdo.

Hanna, 1939

Las instrucciones de Manfred fueron tajantes: Hanna iba a apearse en la estación de Falkensteiner, que era la anterior a Postdam. Su tren era el que provenía de Budapest pero compartía estación con los expresos provenientes de Basilea, Frankfurt, Dresde, Múnich y Leipzig. Supo por sus contactos que aquél era el lugar en que la vigilancia era menos estricta ya que, al no ser la estación central y proceder muchos de los trenes del interior de Alemania, se suponía que la gran mayoría de pasajeros eran alemanes que se desplazaban dentro del país hacia la capital por negocios o por turismo interior. Recordó a Eric que la aguardase esperándola en la sala central donde el número de viajeros era más elevado. Que esperara a que ella lo divisase colocándose junto a la valla metálica que impedía que los que esperaban invadieran los andenes; que si no había ningún problema a la vista debería llevar la gorra en la mano. Caso contrario, al primer indicio de vigilancia anormal, aunque fuera el mero hecho de ver una pareja de policía pidiendo documentaciones, debía ponérsela. Que recordara que ahora su novia se llamaba Renata Shenke, que venía a matricularse en la Universidad de Berlín en filología germánica y para que desde lejos la pudiera divisar entre la multitud iría vestida con un suéter verde de cuello de cisne, una falda color mostaza, una trenca beige y una bufanda del mismo color, y en la cabeza una boina granate. No era fácil que alguien la reconociera, aquélla no era su estación habitual y que recordara que era una simple amiga a la que venía a recoger tras una larga ausencia, que las efusiones fueran las de los buenos amigos, que luego ya tendrían tiempo de explayarse. Ahora su hermana llevaba el pelo muy corto y mucho más claro. El círculo de amigos íntimos, en el que, antes de la partida, se movía, habían dejado de frecuentarse a causa de las procelosas circunstancias por las que atravesaba el pueblo judío. Todos habían adquirido una rara habilidad para disimularse y en público tenían la precaución, si no era en condiciones de absoluta seguridad, de no saludarse por no comprometerse. En cuanto a Sigfrid, la vería después cuando todos se reunieran en el lugar que acordaran para no bajar la guardia y que alguna involuntaria indiscreción pudiera comprometerlos. En cuanto a él mismo, debía andar con sumo cuidado, la policía lo había fotografiado en varias algaradas aunque su nueva identidad no constaba en ningún expediente y como ciudadano judío había desaparecido. Como tal, no se había dado la circunstancia que el Estado lo hubiera requerido para algo en concreto ya que el servicio militar estaba suspendido para los de su raza; y en cuanto a organizaciones juveniles, estaban condenados al ostracismo más absoluto. Manfred se había dado de alta en la relación de ciudadanos extranjeros en tránsito, con la nueva identidad que el partido le había facilitado, ya que además de los correspondientes carnés de conducir y de identidad, le había provisto de la cartilla de la Seguridad Social para extranjeros residentes, que desde luego jamás usaría, a nombre de Gunter Sikorski Maleter, ciudadano húngaro residente en Berlín, pero que en caso de una inspección policial en la calle le serviría para que no lo detuvieran por indocumentado. El partido tenía grandes amigos dentro de la embajada de Hungría, el domicilio que figuraba en sus papeles era ficticio pero para darles autenticidad figuraba que había residido en él aunque hacía tiempo que se había marchado sin dejar una nueva dirección.

Eric, a pesar de sentir la emoción incontenible de ver a Hanna, estaba dispuesto a seguir las instrucciones de Manfred, ya que si bien le costaba asimilar cuantas cosas decía su amigo, el hecho era que la realidad se iba imponiendo día a día y era irrebatible. Había que ser muy cerril o muy fanático para no darse cuenta de que las ordenanzas y leyes que se iban promulgando contra el pueblo semita hacían que el cerco se fuera estrechando más y más. Aunque una familia fuera tan heterodoxa y por otra parte tan alemana como la de sus amigos, que eran judíos únicamente por parte de padre y que habían seguido algunas de las costumbre judías por respeto a su progenitor, que por otra parte se había casado con una mujer alemana de religión católica y que seguía la ley mosaica de una forma totalmente atípica. El titular del día de la mayoría de rotativos no podía ser más explícito y al abrir el
Stern
aquella mañana las letras le hicieron daño.

A PARTIR DEL PRÓXIMO LUNES TODOS LOS CIUDADANOS DE ORIGEN JUDÍO, SIN EXCEPCIÓN, TENDRÁN LA OBLIGACIÓN DE LUCIR EN LA PARTE ANTERIOR DE SUS VESTIMENTAS, A LA DERECHA Y A LA ALTURA DEL PECHO, UNA ESTRELLA AMARILLA DE UN TAMAÑO NO MENOR DE DIEZ CENTÍMETROS, EXPONIÉNDOSE CASO DE NO HACERLO A FUERTES SANCIONES ECONÓMICAS E INCLUSIVE A PENAS DE CÁRCEL
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.

Eric aparcó el Volkswagen y, con el corazón en un puño, se dirigió al interior de la estación. Los sentimientos encontrados de ver a su amor y las circunstancias que lo rodeaban, al tener que hacerlo como si fuera un delito, pugnaban dentro de su pecho y, pese a su amor por Alemania, un sentimiento de ira creciente se iba albergando en lo más profundo de sus entrañas.

La boda

La ceremonia se preparó en el jardín al cabo de una semana. El día amaneció soleado y
la juppá
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se ubicó en la rosaleda de la sinagoga al fondo, al lado del palomar. Junto al novio, Rubén Ben Amía, alto y desgarbado, de bondadosa expresión, ojos algo estrábicos y barba recortada, se hallaba su padre, Samuel, y los rabinos de las otras aljamas, Ismael Caballería, Rafael Antúnez y Abdón Mercado, este último encargado de la celebración por expreso deseo de Isaac Abranavel. Y junto a ellos siete hombres a fin de que sumaran el número de varones requeridos para que hubiera
miñan
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y la ceremonia tuviera validez. Tres días antes, Esther, se había sometido a la Micvá, el baño ritual purificador en aguas corrientes. En el jardín de la casa de los Abranavel se habían reunido, además de los criados de la casa, los amigos y deudos del rabino que, en aquellos momentos y por su expreso deseo, era conducido, recostado en unas angarillas, hasta la primera fila del lugar donde se iba a celebrar el acto. Junto a él se hallaba Ruth, su esposa, y el doctor Díaz Amonedo, atento y vigilante a cada expresión o gesto que asomara al rostro de su paciente, que dentro de su inmensa gravedad parecía vivir únicamente para alcanzar a ver aquella ceremonia. Todos los invitados a la solemnidad restaban expectantes. La novia compareció por el fondo de la rosaleda bellísima y sin embargo, a través del fino velo que siguiendo el ritual cubría su rostro, se la veía intensamente pálida, precedida por sus cuatro mejores amigas, portando guirnaldas de flores blancas, y por su ama, Sara, que le sostenía el taled
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que la futura desposada debía entregar al novio cuando éste le impusiera el anillo antes de firmar la Ketubá. Un murmullo de admiración se alzó entre los presentes ante la aparición de la muchacha, que pese a no llevar afeites ni maquillajes, lucía bellísima vestida con un brial blanco de ajustadas mangas, rematado en las caderas por pasamanería portuguesa del mismo color, que descendía hacia el centro de su cuerpo en forma de V. En tanto que por el escote y por los costados abiertos asomaban el cuello y las mangas de una camisa de encaje que había pertenecido a su madre y que ésta lució en el día de su boda. Sobre su cabeza cubriendo una gruesa trenza que le llegaba a la cintura, un blanco velo de lino
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y los pies calzados por unos escarpines de raso. Abdón Mercado se adelantó a recibirla, pues era el rabino celebrante, y Rubén se colocó bajo la
juppá,
abierta por los cuatro costados simbolizando la hospitalidad que debía dispensar todo hogar judío, esperando la llegada de la novia emocionado y sin acabar de creer que él era el afortunado mortal que iba a desposar a aquella criatura. La pareja se ubicó bajo el pequeño toldo y comenzó la ceremonia. Abdón Mercado fue desgranando las palabras del ritual y los novios fueron cumpliendo con las acciones que marcaba el protocolo. Esther, luego de entregar el taled recibió el anillo propiedad del novio y sin dibujo alguno como mandaba la tradición; después dio las siete vueltas que marcaba el ritual alrededor de la
juppá
y finalmente Abdón, después que Rubén retirara el velo que cubría los cabellos de la muchacha, cubrió los hombros de los esposos con el taled y luego el novio rompió la copa de cristal
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sellando de esta manera el matrimonio. Las palabras del celebrante sonaron solemnes: «Un hombre rico es aquel que tiene una esposa virtuosa.» Un suspiro de alivio pareció recorrer a la concurrencia cuando todo hubo finalizado, al ver que el gran rabino había resistido las emociones de aquella ceremonia y que, con los ojos muy abiertos, había observado todos y cada uno de los detalles.

Finalmente los contrayentes y los testigos pasaron a una estancia, dentro de la sinagoga, para firmar la Ketubá. Y ya todo terminó.

Esther había sido la protagonista principal y sin embargo sus actos habían sido mecánicos, ya que su pensamiento estaba muy lejos de allí. Imaginaba la ceremonia, pero con su amado Simón entregándole el anillo y alzándole el velo, y mientras estas abstracciones asaltaban su espíritu dirigió una mirada hacia el palomar desde donde
Volandero,
el palomo mensajero regalo de Simón, la observaba con fijeza. Y sin poderlo remediar, una lágrima furtiva escapó de sus bellísimos ojos.

Rubén era la expresión de la dicha, jamás hubiera creído que aquella ceremonia llegara a celebrarse y al ir quemando etapas, despacio, muy despacio, consideró que aquel su oculto deseo, desde que Esther era una niña, tal vez sí se cumpliera. Sabía que la muchacha no le correspondía, pero su paciencia era infinita y además pensaba que era mucho mejor amar que ser amado, ya que lo primero lo sentía en su corazón cada mañana al levantarse y cada minuto del día; en cambio, lo segundo era un relámpago fugaz, un momento escaso, únicamente a percibir en una efusión, en un detalle del que sabría prescindir mientras supiera que era suya. Rubén Ben Amía era un buen muchacho cuya única pasión era el estudio de los sagrados textos y, a partir de aquel momento, también ver salir el sol al lado de Esther; que si bien sabía que no era el elegido de su corazón, tendría todo el tiempo del mundo para conseguir su amor.

La ceremonia terminó y todos se fueron retirando hacia el interior de la casa. Los criados cargaron con las angarillas del inválido que, con los ojos cerrados, estaba ausente de cuanto pasara a su alrededor tal que si el esfuerzo hubiera acabado con sus escasas fuerzas y él hubiera por fin coronado un monte. Ruth iba a su lado cuidando que nadie tropezara y atenta a todo lo concerniente al traslado de su marido. Los nuevos esposos, acompañados de sus amigos, caminaban en medio del cortejo, y cerraban la marcha los tres rabinos acompañados por Samuel Ben Amía, que iba departiendo con ellos —todavía emocionado por el maravilloso hecho de haber podido emparentar con los Abranavel— sobre la reciente ceremonia y los últimos sucesos acaecidos en Toledo. Al llegar al interior del palacete esperaba al enfermo el doctor Díaz Amonedo, que se había adelantado y que rápidamente se incorporó al cortejo para aposentar al paciente de nuevo en sus habitaciones. Los demás pasaron al comedor donde se iba a servir un frugal refrigerio acorde con la situación y en consonancia con los tristes acontecimientos que la rodeaban.

Esther veía todo aquello envuelto en una espesa neblina como si no fuera ella la protagonista del suceso ni el mismo tuviera algo que ver con ella; súbitamente un pálpito la hizo excusarse ante su esposo y subir al piso superior. Entonces se encontró, casi sin darse cuenta, frente a la entrada de la cámara de su padre y sin dilación penetró en ella. A un costado del lecho se hallaban su madrastra y el doctor y al otro un secretario real con los distintivos de correo mayor, que era portador de un mensaje de la Cancillería y que en aquel mismo instante, estirando su brazo a través del lecho, se lo estaba entregando a Ruth. La voz del enfermo detuvo la acción, Esther sintió los ojos de su padre clavados en ella y su voz jadeante, inundó la estancia.

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