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Authors: Chufo Llorens

La Saga de los Malditos (34 page)

BOOK: La Saga de los Malditos
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Al bachiller Rodrigo Barroso lo trasladaron, en unas parihuelas, siempre boca abajo y bajo la jurisdicción del galeno que, vistiendo solemne su verde hopalanda, daba órdenes a los improvisados angarilleros para que obraran con cuido a fin de no perjudicar la precaria salud del lisiado. De esta forma procediendo lo condujeron a una celda que hubiera podido ocupar sin desdoro, caso que el lugar hubiera sido un monasterio, cualquier monje de rango medio, cual fuere un chantre
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o un miembro menor de cualquier cabildo. La estancia estaba orientada a poniente, sus pétreas paredes estaban recubiertas de estoras que la resguardaban de humedades, una pequeña ventana se habría al huerto que dotaba de excelentes verduras a su ilustrísima y el mobiliario, aunque no lujoso, era el suficiente para que cualquier persona se acomodara, sin lujos, pero con más desahogos de los que ofrecían la mayoría de mesones que salpicaban la ciudad. La comitiva llegó hasta la pieza y, bajo la dirección del galeno, procedieron los camilleros a colocar al preso, siempre boca abajo, en la cama que, arrumbada a la pared, ofrecía una anchura holgada y una colchoneta rellena de lana de una calidad muy superior a la que correspondía a un convicto. Luego los hombres de las angarillas se retiraron y entró en la escena un acólito portando una jofaina en una mano y en la otra el maletín del físico, que depositó en el alféizar de la ventana. El médico, tras recogerse las amplias mangas que ornaban su hopalanda, se dispuso a retirar los lienzos que cubrían el dorso del flagelado. Para ello, tras abrir su valija, tomó un esmerilado frasco que contenía un espeso líquido violeta y, después de retirar el tapón, lo vertió en el agua de la jofaina que sostenía su asistente, produciendo en ella raros y flotantes dibujos. Posteriormente tomó un paño y lo impregnó en la coloreada solución; entonces se acercó al costado libre de la cama del fustigado.

—Bien, no sé si me podéis oír con claridad, voy a proceder a retiraros los paños que cubren vuestra espalda. Estoy aquí por orden de su ilustrísima y voy a hacer lo imposible para aliviar vuestros dolores que, me consta, son terribles. Pero para ello debo contar con vuestra fortaleza, ya que no voy a poder evitar el lastimaros, ¿me habéis oído?

Un gruñido fue la respuesta que llegó al físico cuando éste se dispuso a comenzar su cometido. En primer lugar, con sumo cuidado, procedió a humedecer la espalda del desventurado con la poción que empapaba el paño. Nada más tocarla, un gemido profundo se escapó de la garganta del azotado.

—Ya os he dicho que os va a doler, pero si quiero aliviaros, que es la orden que me ha dado su ilustrísima, no puedo proceder de otra manera.

Entonces una voz de ultratumba pareció escaparse de los resecos labios del convicto:

—Proceded como debáis, el dolor es asunto mío; si salgo de ésta, mucho más quebranto del que yo sufra lo han de sentir los causantes de mi mal.

—Pensad en lo que queráis si eso os ayuda a mejor soportar el sufrimiento.

—No os preocupen mis lamentos ni quejas, vos ejerced vuestro oficio pero, ¡por Dios bendito!, haced lo imposible para que salga de ésta.

—Con este ánimo seguro que conseguiréis sobrevivir.

La operación fue prolija y dificultosa. El galeno, con paciencia infinita, fue retirando los inmundos trapos que cubrían la deshecha espalda del bachiller impregnados de coágulos de sangre seca mientras éste intentaba contener sus quejas y lamentos mordiendo un pico de la manta que cubría el lecho. Cuando el dorso quedó al descubierto, el médico, que estaba de vuelta de muchas visiones apocalípticas, se asombró del minucioso y terrible trabajo del sayón: ni una pulgada de la espalda del Tuerto había escapado del terrible castigo. El galeno, con sumo cuidado, fue lavando los abiertos costurones con un desinfectante, y al acabar procedió a untar, con un ungüento fabricado con vísceras de serpiente machacadas, las laceraciones que las finas tiras de cuero de piel de toro, los ganchos de acero y las bolas de plomo habían dejado en la espalda del bachiller. Éste se retorcía de dolor y pensó que no soportaría el fuego que el médico estaba aplicando a su espalda pero, pasado un tiempo, lentamente el ardor fue remitiendo y un singular alivio fue ganando terreno. Y al rato el sufrimiento se hizo soportable. En aquella misma postura y sin que el físico terminara su labor, la modorra lo venció y al rato dormía un inquieto y atormentado sueño.

La conversación

La escena se desarrollaba en el comedor de la antigua mansión de los Pardenvolk y los protagonistas eran Sigfrid y el matrimonio Hempel. Stefan ocupaba la cabecera de la mesa y a ambos lados se sentaban Anelisse y el muchacho. Herman, el viejo sirviente, los atendía, con la diligencia habitual en él, como una sombra llevando desde el bufé a la mesa los manjares que sabía consumían cada uno de ellos para desayunar. En el calentador y al baño maría se mantenía la temperatura de unos huevos revueltos con bacón y salchicha de Frankfurt troceada que Stefan y Sigfrid tomaban cada mañana. Frente a Anelisse, un platillo de porcelana con pastas y una taza de humeante té con menta, que Herman servía en aquel momento con una tetera de plata que en su pico portaba una esponjina sujeta con una goma para impedir que goteara manchando el níveo mantel de hilo blanco de Abacia; así mismo, y con una nube de leche, era el alimento matinal cotidiano de Anelisse.

Frente a Stefan el ejemplar de
Der Sturmer
con el ignominioso titular de la portada en inmensos caracteres negros y góticos.

—Ya ves, Stefan, hasta dónde han llegado las cosas, creo que esto es definitivo, no se va a salvar ni el apuntador.

El médico levantó la vista por encima de unos diminutos lentes que cabalgaban sobre su nariz y miró a Sigfrid.

—No sé qué decir, hoy día, ser alemán es muy complicado, e ignoro adónde quieren ir a parar.

—Yo te lo diré: comenzaron apartando de la circulación a gentes cuya visión molestaba a todo el mundo, y nos fuimos acostumbrando a que el hecho de retirar de las calles a la escoria social que todas las grandes ciudades producen era normal. Luego, para que los turistas que acudieran a ver la Olimpiada gozaran de un Berlín inmaculado, transigimos con todo, ya que era un beneficio para la gran Alemania que propugna el Führer. Lo que no quisimos ver y miramos hacia otro lado, era adónde iba a parar toda esa gente. Cuando acabaron los Juegos siguieron lentamente con su táctica y persiguieron a los que ellos llamaban antisociales o diferentes, ya fueran gitanos, gentes de color, testigos de Jehová o comunistas, y dejaron para el final a los judíos ricos porque pretendieron despojarlos de sus bienes dentro de los límites de la legalidad por ellos establecida, entre otras cosas por no estigmatizar la imagen que el partido nazi pretendía dar en el exterior. Entonces se dio rienda suelta a los mastines y se puso en marcha la caza de brujas que ahora ya alcanza a todas aquellas gentes de mi raza y clase que no han tenido la visión o la habilidad de escapar del infierno que se ha desatado, como hizo mi padre en su día.

Anelisse, que estaba sobrecogida, preguntó:

—Pero entonces, ¿qué pretenden?

—Está claro, tía: quedarse con todos los bienes que tienen los judíos en Alemania y condenarlos a exiliarse. Para ello promulgan leyes claramente antijudías que condenan al pueblo de mi padre a, en principio, ser ciudadanos de segunda clase y seguramente después a acabar con todos nosotros, inclusive con aquellos que como yo solamente tenemos una parte de sangre semita. Y con quienes, no estando conformes con tamaños atropellos, nos hayan ayudado.

Un silencio descendió sobre los tres, únicamente interrumpido por el laborioso ajetreo de Herman junto al gran trinchante. Luego de una pausa, Sigfrid prosiguió:

—Creo, tío Stefan, que mi presencia, actualmente, se ha tornado no solamente incómoda sino altamente peligrosa, y creo así mismo que, si algo ocurriera, ni las altas instancias en las que, por tu carrera y prestigio te mueves, podrían hacer algo por ti, y eso no me lo perdonaría de por vida. Por lo tanto es mi decisión abandonar esta casa e irme a vivir a algún lugar en el que mi estancia no perjudique a nadie, porque os adelanto desde este momento que no me voy a poner ninguna estrella amarilla en mi ropa pese a quien pese.

Herman, que había visto crecer a los tres hermanos, se retiró silencioso con los ojos al borde del llanto, y cuando hubo desaparecido por la puerta que daba a los servicios, Sigfrid se dirigió a Anelisse bajando la voz.

—Aunque no debiera, debo deciros algo importante.

—¿Qué es ello, hijo?—indagó la mujer.

—Hanna regresa a Alemania.

El matrimonio intercambió una mirada de sorpresa y Stefan habló:

—Permite que ponga un poco de orden a tanta noticia. En primer lugar decirte que sigo creyendo que todo lo que está pasando remitirá, que ésta es tu casa, que por nosotros no tienes por qué irte; yo entré en ella e hice con tu padre la ficticia compraventa y en aquel momento no había ninguna ley que lo prohibiera y, por tanto, asumo ese riesgo del que hablas, y en un caso extremo recurriría a «mi cliente». —Se refería a Rheinard Heydrich—. Y ya sabes que su protección es un seguro de vida de incalculable valor, ni la Gestapo se atrevería a actuar contra su influencia.

—No, tío, mi decisión es irrevocable.

—Déjame continuar. En los momentos en los que vivimos, es una imprudencia que Hanna regrese a Berlín; tu padre nada me ha comunicado al respecto en su última carta, ¿sabes tú algo más?

—Únicamente lo que me ha dicho mi hermano, nada más te puedo decir. Ni sé cuándo llega ni por qué medios; cuando lo sepa os pondré al corriente, aunque el motivo es obvio y tiene un nombre: Eric.

Ahora la que habló fue Anelisse.

—¡Me haría tanta ilusión verla!

—Y a ella estoy seguro que también verte a ti. En cuanto sea posible me pondré en contacto con vosotros para que os pueda dar un abrazo y contaros cosas de los padres. Algo te quiero pedir, tío Stefan, antes de irme.

—Tú dirás, hijo.

—Si no te importa, por el momento, voy a dejar algunas cosas en el tercer piso de la torre, ya que el lugar a donde vaya, seguro que no va a ser tan grande como esta casa. En cuanto pueda lo retiraré todo.

—Deja lo que te convenga. Esta casa es inmensa, más aún para dos personas, el tío y yo únicamente usamos la parte baja y el dormitorio. Y, además, ven a vernos cuando quieras. —Respondió la mujer.

—No lo entiendes, tía, esto se ha acabado; si no, sería innecesario que me fuera. Cuando os quiera ver lo haré en secreto y en lugar donde no pueda comprometeros. Hasta aquí lo hemos hecho muy bien, dado a la amistad de nuestras familias, he abusado de vuestra hospitalidad, pero ya es tiempo de que me vaya. Nadie compra una casa para compartirla con el hijo del vendedor.

—Si quisieras podrías utilizar la antigua casa de los guardeses, la del fondo del jardín. Hace tiempo que está vacía.

Anelisse porfiaba.

—No insistas, mujer, creo que Sigfrid tiene razón.

—Y ¿dónde vas a vivir?

—Por el momento, es mejor que no lo sepáis.

Sigfrid tenía un pequeño apartamento en Brabantplatz, junto a Hidegardstrasse, que había compartido con Eric desde sus tiempos de universidad, y que aún estaba a nombre de su antiguo ocupante, que había marchado de Berlín el año anterior. En él habían pasado momentos inolvidables. Sin embargo su amigo no había querido volver desde que Hanna había partido hacia Viena. Muchas veces habían hablado del tema, pero a Sigfrid no le había parecido necesario ocultarse. El día que hablaron de la llegada de su hermana, le comunicó que a partir de aquel día iba a trasladarse a vivir allí, precisamente para que ella pudiera alojarse con él, ya que era evidente que no podía volver a vivir en la mansión que había sido su casa.

La llegada

Anunciando su llegada por la vía 4, la locomotora del tren en el que Hanna regresaba a Berlín emitió un silbido corto, y un vapor blanquecino salió bajo el bigote de barras rojas de acero que en forma de cepillo tendido y vertical iba sujeto a la parte delantera de la máquina, a efectos de impedir que alguien que cayera a las vías fuera a parar directamente bajo las ruedas del convoy.

La muchacha había bajado la ventanilla de su compartimiento y oteaba ansiosa por ver si adivinaba en la distancia la figura de su amado, que en aquellos instantes aguardaba, dentro de la estación, impaciente, tras la barrera de seguridad establecida, a que los trenes fueran entrando en los correspondientes andenes y los pasajeros, tras los consabidos controles, ingresaran en el recinto central. Cuando la máquina, entre bufidos de vapor, chirriar de frenos y entrechocar de topes detuvo su andadura, Hanna se despidió de sus compañeros de viaje, que como ella estaban trajinando en las redecillas de los portaequipajes ubicados sobre los asientos para recuperar sus bultos y maletas. Ella, tras rescatar las suyas, salió al pasillo y aguardó nerviosa su turno en la cola que se había formado para ganar la portezuela. La muchacha fue avanzando trabajosamente arrastrando con el pie una maleta, con una gran bolsa sujeta mediante una cincha de cuero a su hombro derecho; su bolso, en la otra mano junto a su neceser y su boina, en precario equilibrio sobre sus cortos cabellos. Finalmente recorrió el tramo final y sobrepasando la puerta de los servicios del vagón llegó a la plataforma posterior y se dispuso, no sin grandes trabajos, a descender los dos peldaños del estribo de hierro que le permitiría pisar de nuevo el suelo de su patria. Un amable compañero del compartimiento la ayudó a bajar la maleta y ya en tierra requirió los servicios de un mozo que acudió solícito con su carretilla de mano, provista de dos ruedecillas delanteras, y que con la habilidad adquirida por los años de oficio se hizo cargo de su equipaje.

En aquel instante la asaltaron todos los miedos que hasta entonces no había sentido: era la primera vez que, en territorio alemán, iba a comprobar la solidez de su documentación. Fue avanzando en medio de la corriente humana que en el mismo sentido se iba desplazando lentamente, como la lava de un volcán, y que la conducía inexorablemente hacia la cola formada frente a una garita verde en la que de lejos podía observar a dos uniformados policías de ferrocarriles pidiendo, tras los cristales, las respectivas documentaciones que los pasajeros iban depositando sucesivamente en una bandeja de latón acanalado ubicada bajo la ventanilla y que ellos a su vez, una vez inspeccionadas someramente en tanto hablaban y sonreían, depositaban de nuevo. Súbitamente, la cola se detuvo; ante la caseta se encontraba un individuo barbudo con aspecto eslavo. Desde la distancia Hanna pudo observar cómo el de la taquilla descolgaba el auricular de un teléfono y hablaba con alguien. Al punto aparecieron dos uniformados guardias de la Gestapo y cambiaron con el hombre unas palabras; luego éste tomó del suelo su maltrecha maleta atada con una cincha de lona, desapareciendo por el fondo, cabizbajo y resignado, entre los dos policías y un paisano con sombrero negro y abrigo de cuero del mismo color, que portaba en su diestra los documentos intervenidos hacía unos momentos en la casilla. Pasado el incidente, la cola se puso en marcha de nuevo como si nada hubiera ocurrido y los pasajeros reactivaron sus conversaciones sin casi comentar el incidente. Llegó el turno de Hanna, por primera vez fue consciente del peligro que comportaba su decisión, depositó sus papeles frente al hombre que la midió con una mirada ambigua y desprovista de cualquier interés, revisó su documentación superficialmente y con un rutinario gesto, mientras seguía conversando con su compañero, tomó un tampón de goma que se hallaba junto a su mano diestra y, tras humedecerlo en la esponjilla negra que ocupaba el interior de una cajita blanca de latón en cuya abierta tapa se veía la imagen azul de un pelícano y una letras, con un seco golpe lo estampó sobre la página de su pasaporte bajo su fotografía y junto a un apartado en el que se podía leer la palabra «entrada». El hombre, sin más, le devolvió el documento y, con un sentimiento de clandestinidad, Hanna retomó de nuevo trabajosamente sus pertenencias que el maletero había dejado en el suelo al embocar la cola de pasaportes y avanzó hacia la sala central de la estación cargando todo su equipaje.

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