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Authors: Patricio Sturlese

Tags: #Aventuras, Histórico

La sexta vía (3 page)

BOOK: La sexta vía
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—Confesad ahora el porqué de esos niños sacrificados y de lo que significan —pidió fray Bernardo.

Dariusz se supo acorralado. Sabía que hablar sería tan doloroso como su terquedad.

—Es una señal —respondió el reo—. Una que esperan desde Europa.

Un murmullo generalizado se difundió en la sala de tormentos.

—¿Quién? —El inquisidor disimuló una leve sonrisa.

—Mi Gran Maestro.

El notario apuntaba con su pluma una confesión que jamás creyó escuchar. La mazmorra estaba sumida en un silencio sepulcral.

—¿Qué representan los niños en todo esto?

Dariusz frunció el rostro, su lengua se trababa a causa del dolor.

—Los niños empalados son crímenes tan atroces y repulsivos que se convierten en una noticia que puede cruzar mares y océanos y llegar a toda Europa. Cada niño muerto era un mensaje.

—Pero… ¿por qué habéis sacrificado a niños y no despachado un escrito? ¿Por qué asumisteis tanto riesgo pudiendo enviar un mensajero?

—Porque el que escucha mis señales no puede recibir emisarios ni leer carta alguna.

—Vuestro Maestro… ¿dónde está? —Las miradas que todos en la estancia dirigían al brujo eran tan afiladas como dagas.

—Incomunicado, preso en una cárcel de la Inquisición… —Un cuchicheo colectivo recorrió el tribunal. Fray Bernardo los silenció alzando su mano derecha y constató que el notario anotaba cada una de las palabras pronunciadas por el reo—. En un castillo de Italia. Con el sexto niño muerto el mensaje se habría completado, pero vos lo habéis impedido. —Dariusz hizo una mueca que evidenció el sufrimiento que padecía. Los hombros dislocados comenzaban a hincharse y su dolor se propagaba por la espalda y el costado de forma insoportable—. El sexto niño sacrificado tras el solsticio daría la señal… la señal para que el Maestro libere el mapa que esconde en su mazmorra y lo filtre al exterior.

Otro murmullo se adueñó de la sala de tormentos. El inquisidor volvió su rostro de piedra pero esta vez solo hizo falta una seria mirada para acallarlos.

—¿Un mapa secreto? ¿Acaso afirmáis que vuestro Maestro tiene el
Necronomicón
en su celda? —Sabía bien a qué se refería aunque el séquito inquisitorial no comprendiera esa pregunta.

—Así es.

—Dios mío… —resopló fray Bernardo.

—Pero el
Necronomicón
ya no interesa. —Dariusz negó con la cabeza, tomó aire y continuó—. Sus doce conjuros han sido leídos y es un libro vacío. Ahora solo importa el secreto que emergió de sus páginas, el mapa… ¡Lo único que siempre importó! ¡A los brujos y a vuestra Iglesia!

—¿Y adónde conduce ese mapa?

Dariusz cerró su boca como indicando que no pensaba seguir revelando más secretos. Luego, lentamente, sonrió mostrando su dentadura podrida.

—Eso… jamás lo sabréis.

El inquisidor contempló atónito al hereje. Súbitamente, Dariusz palideció y fijó su interés en la cúpula de la sala de tormentos, como seducido por algún cuerpo invisible que flotaba ante él y parecía hechizarle. Después volvió a sonreír y tornó sus ojos en blanco.

—¡Está poseído! —gritó el fiscal—. ¡Se está comunicando con los espíritus!

La docena de ayudantes se santiguaron, exaltados y temerosos, desde los guardias iletrados hasta los médicos y los distinguidos consultores. Fray Bernardo, tajante e impaciente, contuvo el alboroto y tomó de nuevo el control de la situación.

—¡Silencio! —gritó—. Si hay algún demonio en la sala, ya sea sobre nosotros o en el cuerpo del hereje, nadie debe temerle pues estoy aquí para expulsarlo y mortificarle. ¡Que nadie tema más que de Dios!

Lentamente la sala volvió a quedar en silencio aunque podían percibirse, casi palparse, las emociones a flor de piel de todos los presentes.

—No os atreváis a jugar conmigo —susurró al oído del hereje tras aproximarse a él. Estaba decidido a combatirlo tanto en la carne como en el espíritu—. ¿Adónde conduce el mapa que emergió del Necronomicón? —porfió tenaz y desafiante.

Los ojos de Dariusz recuperaron su expresión sombría, que se clavó en su interrogador.

—Satán ridet dum anima tua putrescit in hoc universo.

El dominico se echó hacia atrás sorprendido, dio media vuelta e hizo señas a los carceleros. «Satán ríe mientras tu alma se pudre en este mundo» era una frase desafortunada, más aún para un hereje en posición desigual frente a un inquisidor. Fray Bernardo señaló el baúl donde guardaba sus propias herramientas de tormento.

—El Diablo está presente en este hombre —manifestó—, sus blasfemias lo demuestran. Anhelo que no derrame sus maldiciones sobre nosotros.

Dicho esto, consultó en silencio al representante del obispo. Sabía que ese juez diocesano ni siquiera imaginaba los métodos y herramientas que se usaban en herejes demonólatras como el alemán; pese a todo, aquel asintió con la cabeza conminándole a que continuara. El silencio del inquisidor, afanado en seleccionar los instrumentos más adecuados para proseguir con el interrogatorio, pareció ser la única respuesta posible al demonio que aguardaba la llegada de los mazos y maderos hasta entonces ocultos en el baúl…

El doloroso exorcismo de fray Bernardo estaba a punto de comenzar.

2

—Dejadme en paz, fraile, ya habéis escuchado suficiente. —Dariusz gruñía desde lo más profundo de su dolor—. Haced caso a vuestros hermanos eunucos u os maldeciré también y os secaréis todos como higueras estériles. ¡Os mandaré a los demonios y soñaréis pesadillas que os atormentarán por las noches! ¡Seréis poseídos hasta perder la voluntad y luego vomitaréis sapos y víboras ante la eucaristía!

Dariusz parecía un demente, tenía la fiera actitud de un animal salvaje enjaulado, utilizaba la rabia y el pánico como herramientas para aliviar su padecimiento.

—Es la última vez que preguntaré desde la misericordia —entonó con acento monocorde el dominico—. ¿Adónde conduce el mapa que posee vuestro Maestro?

El brujo alemán no contestó. Pasó del frenesí al silencio más absoluto. Su expresión era indescifrable y su mente parecía ahora enferma.

—Vos mismo os estáis perjudicando —le advirtió el inquisidor—, los demonios que os inspiran no sentirán dolor alguno, no como lo sentiréis vos.

—Vos no tenéis poderes —masculló el reo con voz desgajada—. Sois de la esencia del polvo, mortal y temeroso, y no poseéis el poder de expulsar espíritus ni de combatir demonios, solo tenéis en vuestra frente el óleo de un bautismo que no logra borrar la cicatriz indeleble del pecado. —Sonrió con vehemencia.

El dominico mandó colocar un madero entre los tobillos del reo mientras dos guardias fornidos le impedían mover las piernas. A Dariusz se le borró la sonrisa del rostro. Le era imposible resistirse; tenía los brazos dislocados y las piernas sujetas, y solo podía asistir con enorme desconfianza a los actos de sus carceleros.

Dos nuevos guardias se acercaron al hereje portando sendos mazos. Fray Bernardo se plantó airoso para anunciarle:

—Ahora sentiréis mi poder para espantar demonios.

El reo sudaba pero no contestó, tan solo se preparó para otra sesión de barbarie. El poder del ministro de Cristo estaba a punto de manifestarse en su cuerpo. Un poder tan real y palpable que dudó de las desafiantes palabras que poco antes había osado pronunciar.

Los dos carceleros descargaron sus mazos en la parte exterior de los tobillos del hereje, que al estar separados y apuntalados por la madera se fracturaron con un sonido seco. Sus piernas quedaron desarticuladas en la base al tiempo que lanzaba un profundo alarido.

Fray Bernardo asintió e indicó que continuaran. El guardián más fornido soltó una de las piernas y colocó la mano de Dariusz sobre otro madero, luego se apartó y esperó la señal del inquisidor. Al recibirla, levantó el pesado mazo por encima de su cabeza y lanzó un golpe certero que partió la muñeca del hereje como si fuera una débil vasija de barro. Sin perder tiempo repitió el mismo proceso en la otra mano y a continuación se esmeró con paciencia en moler cada uno de los huesos de sus extremidades superiores. Cada dedo y falange fue martillado y fracturado sin piedad. Sus lamentos eran continuos y su garganta ya estaba agotada, reseca y sin palabras que proferir.

—¿Confesaréis ahora? —indagó fray Bernardo.

Dariusz permanecía descolocado y aturdido, sin responder. De este modo, un carcelero comenzó a moverle uno de los tobillos rotos haciéndolo girar lentamente de lado a lado. Lágrimas y gritos fueron la respuesta inmediata.

—¡Confesaré! —gritó con un hilo de voz y la barbilla, el cuello, el pecho empapados de lágrimas y espumarajos—, confesaré… ¡No me hurguéis más…! ¡Por el amor de vuestro Dios!

El poder del inquisidor parecía tan grande y real como el de aquellos apóstoles que con la fe espantaban demonios, y el alemán se dio cuenta de ello. Permitió el ingreso del médico y el sangrador durante unos breves momentos. Cuando estos se hubieron retirado, fray Bernardo continuó, tan impertérrito e infatigable como se había mostrado durante aquel largo interrogatorio.

—Decid pues, ¿adónde conduce el mapa que emergió del
Necronomicón
?

Dariusz habló con dificultad, su voz sonaba rota y dolorida, pero ni siquiera se le cruzó por la cabeza mentir a aquel hombre que llevaba el crucifijo.

—Al lugar donde reposa escondido el misterio final —gargajeó escupiendo una flema.

—¿Misterio? ¿Qué misterio? ¡Hablad claro, maldito patán, mi paciencia se acaba!

—El caos —añadió trabajosamente—. El mapa conduce al sitio donde espera el caos. Un caos tan verdadero como vuestros mazos que os hará presenciar de la noche a la mañana una apostasía que ni siquiera podéis imaginar…

—¿Dónde esconde ese mapa vuestro Maestro? —gritó el inquisidor.

El reo desvió sus ojos de él centrándolos en el crucifijo que pendía del muro.

—Bajo vuestras propias narices —añadió—; lo ha disfrazado para sacarlo de su encierro y lo alejará del seno inquisitorial sin que nadie pueda evitarlo oculto en una reliquia. Una reliquia sacra que guarda el mapa más destructivo que el hombre jamás haya podido imaginar.

—¿Cómo es esa reliquia?

—No os llevaréis de mí esta revelación. —Rió—. Vuestra Iglesia está plagada de reliquias. Podríais pasar la vida entera buscándola… y no la encontraríais.

La frente del fraile español se frunció ante la inmensa resistencia del hereje y sus ojos brillaron repentinamente como gemas ante el fuego. Levantó su bota para descargar el tacón en la muñeca astillada del cautivo. Su grito fue tan descarnado y potente que con su resonancia inundó todas las celdas del subsuelo. Pero fray Bernardo no se detuvo, siguió machacando él mismo los huesos quebrados como si de cascaras de huevo se tratasen.

La garganta de Dariusz resonó entonces tremenda y diáfana, indemne frente al tormento infinito, frente al dictamen punzante de su propia carne.

—¡Una esfera! —bramó como un animal herido—. ¡Es una esfera de oro! Una discípula intentará sacarla del castillo. Lo había de hacer en breve después de recibir la señal del último niño empalado… la señal que nunca llegó, aquella que vos impedisteis.

El dominico bajó su bota y se giró para comprobar que el notario transcribía con rapidez la importante confesión. Después se volvió nuevamente hacia el asesino de niños, que contraía el rostro por la furia interminable de su tormento.

—¿Quién es la discípula?

Emitió un ronquido seco y luego asintió con la cabeza. El inquisidor tuvo que arrodillarse para escucharlo una vez más.

—La ceguera será la señal —murmuró, y mirando a su confesor con sus últimas fuerzas sacó la lengua, desafiante y burlona, y la agitó como una víbora de Satanás, cerrando de inmediato las mandíbulas con una potencia desmedida y un odio infinito. Su lengua empezó a sangrar a raudales. Entre lágrimas y gemidos el hereje se la estaba cercenando.

El inquisidor movió el brazo y a su señal los guardias se arrojaron de inmediato para abrirle las mandíbulas, pero todo fue inútil. Cuando por fin consiguieron forzarlas con una palanca de hierro esta pendía por un fino y delgado hilo de carne.

Dariusz Hässler cerró sus ojos. Sin poder hablar ni escribir, su destino estaba ahora en manos de la Iglesia.

3

Atardecía lentamente en las alturas de Santiago de Guatemala. En la lejanía se observaba el volcán de agua que se alzaba más allá de los confines de la ciudad. El sol ya no calentaba con la inclemencia del mediodía; sucumbía despacio, mostrando un tímido color similar al bronce que sembraba las cumbres de arrugas y tibios resplandores. Una planicie estéril fue el lugar elegido, entre rocas y cardos, bajo el vuelo de las aves carroñeras… Ese fue el lugar donde fray Bernardo ordenó plantar la hoguera.

Parte de la procesión llegó en carruajes y muías, pero el inquisidor lo hizo montado sobre un alazán, como buen príncipe al frente de su ejército, protector y verdugo. Los guardias acomodaron la leña seca debajo del poste, en haces generosos y prolijamente enlazados. Todo parecía estar dispuesto; el público, se dispersó en derredor formando un semicírculo con los rostros expectantes y curiosos como los de aquellos que huelen la muerte e invocan su mortaja. Ningún familiar de Dariusz se hallaba allí, pero sí había personas honestas que ratificaban con su presencia los procedimientos de la Iglesia: el fiscal, un teólogo portugués; y a su lado se apelotonaban los consultores y calificadores, el diocesano ordinario, el alguacil mayor y también el comisario. En el centro mismo del calvario esperaba el inquisidor, silencioso y encapuchado. El notario no se alejaba de su lado.

El reo estaba a punto de llegar. El sol retrocedió un ápice sobre las altas cumbres confiriendo a la tarde una penumbra ideal para encender las ansiadas llamas purificadoras. Y las aves de rapiña seguían surcando los cielos. Presintiendo y esperando.

El estandarte con la cruz verde entró erguido por el sendero del bosque, sostenido por un monje de sienes afeitadas y escoltado por una larga comitiva cuyos miembros vestían enteramente de negro. Dariusz era custodiado inútilmente por el despensero de los presos y el sangrador. El médico le seguía mientras era trasladado sobre un carro plano vestido con un sambenito punitorio con bordados de flamas y demonios. Su postración le impedía caminar; tenía las manos y los tobillos fracturados, los hombros dislocados y la lengua cercenada. De esta forma y con cuidado lo acomodaron en el poste, fue atado y bañado en aceite y se le abandonó en la soledad de la pira, bajo la mirada atenta del inquisidor español.

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