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Authors: Patricio Sturlese

Tags: #Aventuras, Histórico

La sexta vía (4 page)

BOOK: La sexta vía
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—Ha llegado vuestra hora, brujo pecador y blasfemo —vociferó fray Bernardo—; es el último momento de vuestra vida, espero que lo utilicéis para hacer un acto final de reflexión, pues aún podéis arrepentiros de vuestros horrendos crímenes y esquivar el destino oscuro que os aguarda. A pesar de la muerte inevitable en esta hoguera, podéis incluso ganar la misericordia de Cristo y acceder a su infinita compasión. Es el turno de vuestro arrepentimiento, de afrontar la muerte y morir en la piedad como hizo el ladrón en su último suspiro sobre la cruz. Cristo os lavará de todo pecado.

El hereje permanecía en silencio; de su boca brotaba un fluido sanguinolento mezcla oscura de baba y sangre. Ya no podía responder con la voz, menos aún con el cuerpo; tan solo podía gesticular con la cabeza, prisionero de su cuerpo inválido.

Fray Bernardo escruto su cara y lanzó la pregunta final.

—Dariusz Hässler: ¿abandonáis a Lucifer como maestro de muerte y perdición y aceptáis la infinita misericordia de Cristo en la hora de vuestra muerte?

El brujo alemán observaba sin expresión alguna mientras el gentío buscaba una mínima señal en su rostro para saciar sus ansias e intrigas.

El reo movió su boca y emitió un gemido indescifrable. Más sangre y baba cayeron de sus labios. A continuación, irguió como pudo su cabeza para fijarse en su señor inquisidor y, ante él, negó con la cabeza. Finalmente sonrió mostrando sus dientes carcomidos y su lengua seccionada.

—¡Entonces seréis anatema! —exclamó el inquisidor—. Marchaos en la causa de Satanás y resucitad en los azufres mismos del Infierno.

La muchedumbre vociferó aterrorizada.

Fray Bernardo dio un paso atrás, alzó la mano y al instante dos guardias arrimaron las antorchas. Dariusz retiró la vista del fuego y en dirección a este gesticuló en silencio. Sus labios formaron palabras sin sonido, rezó una frase en latín y el fraile le comprendió. Volvió a repetir la mímica mientras supuraba más fluido repugnante y sus labios repetían sin cesar dos palabras: «Mapa secreto».

Tras esto, sonrió venenoso y provocador, y el inquisidor dio la orden para que ardiese la pira.

Las llamas prendieron en los leños más delgados, cebados por el aceite y el suave viento andino, y pausadamente el fuego fue creciendo e iluminando la planicie. En la pira Dariusz alzó el rostro al cielo hasta que las lenguas de fuego cobraron la bravura del Averno. Miró una última vez a fray Bernardo y contuvo una sonrisa satírica, luego chilló como un cerdo siendo rajado y arrugó el ceño en una mueca involuntaria mientras su vientre se resquebrajaba dejando surgir las vísceras con un hedor repugnante. La gente bajó sus cabezas para no contemplar aquello. La crudeza de la escena era insoportable para todos menos para fray Bernardo, que como arcángel vengador y triunfante controlaba cada chispa, cada brasa, cada ascua que se alimentaba de la madera y del cuerpo del condenado. El brujo alemán volvió a chillar sin lengua, silbó el idioma de los muertos, su rostro se deformó, sus ojos reventaron y, finalmente, ardió pausado y armónico con la fragancia grasienta de los herejes.

Anocheció en los bosques de Santiago de Guatemala. El valle mantuvo una lumbrera de grasa humana en la noche cerrada y sin luna, y fray Bernardo emprendió su regreso a Cartagena, donde elevó sus informes al Santo Oficio de Roma.

Horas más tarde, un joven varón de largos cabellos rubios emergió de la negrura del bosque, salió al claro donde se había producido la hoguera y se acercó hasta aquella estaca humeante que aún permanecía en pie. Alzó el mentón y se quedó hechizado, en silencio, ante los últimos destellos de la lumbre. Su cuello mostraba el tatuaje de un pentagrama invertido.

Lord Kovac se preguntó hasta dónde habría confesado Dariusz bajo tortura.

Transcurrieron horas desde su partida hasta que la llama de aquella pira se consumió en la noche.

Entonces, la oscuridad fue total.

II. Tinieblas
4

La penumbra ya se había adueñado del castillo del Monte, una fortificación oscura y fría que se asentaba sobre Puglia como si fuese un mausoleo abandonado al mundo de los muertos. Darko se tapaba el rostro con las manos, desconcertado por la nueva realidad y temblando de terror por su atrevimiento. En esa noche del nuevo año apenas comenzado, en ese amargo 20 de enero de 1599, le vino a la mente su pasado en Moldavia, los años de contemplación y estudio en la Iglesia bizantina y, después, su apostasía. Recordó su insoportable deseo de perdurar en la historia como un erudito inmortal, un Aristóteles o un san Basilio, algo que creyó alcanzar cuando estaba a solo unas horas de obtener el Conocimiento Revelado, la solución al secreto que le haría inmortal en la memoria de los hombres por traerles la Verdad sobre la auténtica naturaleza del dios ante el que se postraban. Ahora se daba cuenta de su error… Después de tantas intrigas y tantos años de preparación, cuando parecía haber vencido, su nueva y triste realidad se había manifestado quemándole los ojos con la fuerza de las brasas, provocándole una fina y lívida secreción de mucosa desvaída.

Darko, el brujo, estaba de rodillas cubierto con la capucha, apoyado contra el húmedo muro en el sitio más alto de la torre de una fortaleza asfixiante e inexpugnable. De nada le servía la pequeña rendija que permitía el paso de la luz exterior. Darko, el astrólogo, vivía hundido en una profunda oscuridad.

Sus escritos y estudios en torno a los astros y sus significados bíblicos le habían convertido rápidamente en un erudito, en una persona con admiradores y también con enemigos. La inestabilidad política de su tierra natal moldava le había llevado al exilio, un exilio forzado, gestado desde el seno mismo de la Iglesia ortodoxa. A pesar de ello, no podía maldecir su suerte, pues en la diáspora había sido acogido por el pontífice romano Inocencio, que en el transcurso de su corto reinado de cincuenta y siete días lo nombró consejero y astrólogo papal. Un puesto acomodado, de privilegio, aunque de no poco riesgo. Pese a todo, el vasto conocimiento de Darko había interesado también al sucesor del fallecido Inocencio, el nuevo papa Clemente VIII, quien lo había mantenido ocupado en las nuevas y difíciles cuestiones que se debatían en aquella época. Muy pronto su puesto en Roma le puso al frente de un estudio exhaustivo sobre los astros y las propuestas cientificistas de Copérnico para refutar las transgresoras afirmaciones del astrónomo polaco. Gracias a ello, Darko había conseguido una buena posición en los dominios de los sucesores de san Pedro.

Sin embargo, nadie le conocía en la intimidad; pese a ser popular, poderoso y respetado, nadie había llegado a profundizar en el trato con él hasta el punto de saber lo que pensaba, qué ambicionaba. Nadie conocía sus ocultas intenciones, y tendrían que pasar algunos años hasta que fuera desenmascarado, perseguido y encerrado por la Inquisición, como ahora se encontraba, no por sus prácticas como astrólogo, sino por el auténtico cargo que ostentaba: el de Gran Maestro de una antigua secta de brujos.

Súbitamente, Darko abandonó sus recuerdos y se volvió con rapidez. Había presentido unos pasos. Las manos ya no le cubrían su rostro afilado y huesudo, y la escasa luz de la estancia reveló su grotesca expresión: la de un hombre con sus ojos quemados. Estaba ciego.

Una mano blanca y delicada emergió de las sombras y recorrió con suavidad la mejilla del brujo. La mujer que ahora miraba petrificada el blanco de aquellos ojos, otrora azules y llenos de vida, no pudo reprimir un gesto de horror.

—¿Qué les ha sucedido a vuestros ojos? —murmuró—. La última vez que os vi no…

Darko mantuvo un largo y rabioso silencio.

—Pero… ¿cómo ha sido? —insistió con voz entrecortada.

—Nada que pueda interesaros y mucho menos que podáis comprender.

—Los guardias dijeron que solo se escuchan vuestros lamentos nocturnos sembrados de gemidos, que sus noches son sonámbulas y dolorosas.

Darko se tocó de nuevo el rostro. Luego bajó las manos angustiado, impotente.

—¿Qué aspecto tengo? ¿Cómo se ven mis ojos? —inquirió con ansiedad.

La mujer no contestó. No se atrevió.

—¡Responded! ¿Cómo se ven mis ojos? —exigió con un poso de ira.

—Muertos.

El viejo bajó la cabeza para ocultar de nuevo la cara. Sintió el ardor punzante en sus cuencas oculares mientras limpiaba una espesa secreción lagrimal con el dorso de su mano.

—Contadme cómo habéis llegado a este estado —porfió ella una vez más—. Decidme por qué estáis así.

—Solo intenté descifrar el misterio. Osé leer los conjuros que yo mismo extraje del Necronomicón y que me llevaron a… a una trampa, una trampa de los antiguos. Desvelar la clave, encontrar el mapa, no fue tan fácil como creía. ¡Fui un estúpido! Caí en un ardid del Medievo.

—¿Qué mapa?

—Eso ya no importa. Me he quedado ciego por no controlar mi ansiedad, por no respetar la inteligencia de aquellos que encriptaron el misterio…

—Yo seré vuestros ojos —afirmó ella.

Darko negó con la cabeza.

—Dejadme mirar por vos —se ofreció la mujer de nuevo—. Dejad que mis ojos sean los vuestros.

Volvió a acariciar la mejilla del moldavo, pero este apartó con fuerza la mano, alzó el rostro y replicó:

—Es peligroso, no sabéis nada. El mapa me condujo a una esfera, y esta os arrancará los ojos y los quemará, como ha hecho con los míos, si intentáis descifrarla. Su conocimiento os seducirá y hará olvidar el temor a Dios, os engañará haciéndoos sentir poderosa y luego os dejará ciega, temblando, como un despojo cubierto de miseria.

El astrólogo dirigió sus pupilas blancas, turbias, hacia la penumbra de donde provenía la voz suave y elegante de aquella mujer. El Gran Maestro de los Brujos pareció reflexionar, dudar, como si estuviera hilvanando varios pensamientos a la vez.

—¿Ha llegado la última señal? —quiso saber en un susurro, con la desesperación de una bestia famélica que rugiera desde el fondo de una caverna.

—No —respondió ella tras un largo silencio.

—¿Estáis segura? —Alzó sus cejas grises—. ¿Es que no habéis escuchado más noticias del Nuevo Mundo?

—No ha habido más muertes desde la última vez.

—Entonces algo ha salido mal —sentenció y se sujetó la frente con desesperación—. ¿Es que no lo entendéis? Ya no puedo guardar aquí la esfera, es peligroso, debo sacarla de este lugar cuanto antes… Los inquisidores vendrán en cualquier momento y me torturarán hasta arrancarme mi plan maestro. —Darko palideció y continuó, lacónico y frío—. Me quemarán como a un despojo.

—¿El mapa de la esfera está completo? —preguntó ella.

—Está listo para ser revelado. ¡He sacrificado mi vista por él!

—En ese caso yo puedo ponerlo a salvo… Puedo sacarlo de aquí.

Darko, pensativo, se acarició la frente arrugada.

—¿Por qué habría de confiar en vos?

—Porque soy la única capaz de hacerlo.

Era la verdad, y esto hizo que el ciego reflexionara intensamente durante un largo rato. Fueron pensamientos encontrados, nefastos y nobles, pensamientos turbulentos de derrota y optimismo, como los de cualquier mortal que arriesga su futuro. Finalmente, el anciano tomó su bastón del suelo y pidió a la mujer que lo alzase.

—Ya que podéis deambular por esta fortaleza con libertad, llevadme a la cámara del secreto —pidió—. Espero no arrepentirme de esta decisión.

5

Darko recorrió el pasillo guiado por la mujer y apoyado en el bastón, arrastrando la capa negra del hábito. Había decidido, amparado por la protección que ella le brindaba y por su pericia para prever y esquivar a los guardianes y centinelas, recorrer casi la mitad del piso superior de la fortaleza pasando en su trayecto por cinco de las ocho torres que cerraban el octógono amurallado del siglo XIII. Su acompañante lo conducía con cuidado y en silencio, consciente de que el moldavo estaba inmerso en pensamientos profundos y secretos.

El astrólogo sabía muy bien que las coincidencias no existían, y ahora reparaba en las similitudes de su ceguera con la de su más enconado enemigo, Piero del Grande, un carismático capuchino y maestre de la cofradía católica
Corpus Carus
, una entidad secreta oculta en el seno de la Iglesia, que había sido asesinado por el filo de una daga traidora, pues fue un monje benedictino leal a la Inquisición quien empuñó el arma. Su recuerdo le hizo reflexionar; sospechaba que había logrado acercarse peligrosamente a los secretos que guardaba el Necronomicón y que su ceguera, que todos achacaban a su avanzada edad, podría no ser natural, sino tal vez debida, como la suya, a su curiosidad teológica. ¿Acaso era posible que hubiera estado tan cerca del descubrimiento como él? Quizá sí, y eso le obsesionaba.

Paralizado por el repentino giro de sus pensamientos, se detuvo, y la mujer con él. Si el capuchino había llegado a conocer el secreto que reveló el Necronomicón, si había estado detrás del mapa prohibido que ahora guardaba la esfera… Entonces ¿podría haber alguien más que conociera el secreto? Seguramente sí. ¿Y quién sería?

Darko siguió cavilando. La muerte había puesto freno a la intromisión del capuchino, ya que desde la tumba el silencio es perpetuo. Así pues, ¿quién sería el único capaz de continuar con su legado? La respuesta le llegó con rapidez: su discípulo.

—… Angelo DeGrasso —concluyó sin darse cuenta de que había hablado en voz alta—, el que fuera inquisidor de Liguria hasta que cayó en desgracia.

Este, pese a ser dominico y haber profesado su fe en la orden enfrentada a los capuchinos, era el pupilo de Piero del Grande, y siguiendo sus pasos había osado desafiar a la Inquisición para unirse a la
Corpus Carus
, la hermandad formada por «Caballeros de la Fe» que buscaba regresar a la pureza de los primeros cristianos. Se reconocían entre sí por el lema Extra ecclesiam nulla salus, «Fuera de la Iglesia no hay salvación», y eran perseguidos ferozmente por orden de los inquisidores, que se negaban a aceptar la existencia de una organización secreta dentro de la Iglesia que poseyera sus propios dirigentes en la sombra. Para la curia, los cofrades eran unos rebeldes infiltrados en su estructura y debían ser eliminados, y DeGrasso, antes feroz inquisidor, era ahora uno de ellos y, sin duda, el heredero natural de los estudios de su maestro. Él sería la pieza a vigilar y la persona de quien desconfiar.

—Sigamos —ordenó Darko entonces saliendo de sus cavilaciones.

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