La silla de plata (19 page)

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Authors: C.S. Lewis

BOOK: La silla de plata
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—¿Por qué? —preguntó Eustaquio ansiosamente—. ¿Qué hay tan atroz en ese camino?

—Demasiado cerca de la cima, del exterior —explicó Golg, estremeciéndose—. Eso fue lo peor que nos hizo la Bruja. Nos iba a sacar al aire libre, hacia las afueras del mundo. Dicen que no hay techo allá; nada más que un horrible y enorme vacío que llaman cielo. Y las excavaciones están tan avanzadas que bastan unos pocos golpes de chuzo para salir por ahí. Yo no me atrevería a acercarme.

-¡Bravo! ¡Ahora sí que te entiendo! —gritó Eustaquio.

Y Jill dijo:

—Pero si no hay nada horrible allá arriba. A nosotros nos gusta, y vivimos allí.

—Sé que ustedes los de Sobretierra viven allí —dijo Golg—. Pero yo creía que era porque no podían encontrar cómo bajar hasta acá adentro. No puede ser cierto que les
guste
eso...: ¡andar en cuatro patas, como moscas en la tapa del mundo!

—¿Qué te parece si nos muestras el camino de inmediato? —dijo Barroquejón.

—¡En buena hora! —gritó el Príncipe.

El grupo se preparó. El Príncipe volvió a montar su caballo, Barroquejón trepó a la grupa del de Jill y Golg los guiaba. Al caminar iba gritando la buena noticia de que la Bruja estaba muerta y que los cuatro de Sobretierra no eran peligrosos. Y los que lo escuchaban se lo decían a gritos a otros, de modo que en pocosminutos Bajotierra entera resonaba con gritos y aplausos, y cientos y miles de gnomos dando brincos y volteretas, poniéndose de cabeza, jugando a saltar y haciendo estallar inmensos petardos, empezaron a apiñarse alrededor de Azabache y Copo de Nieve. Y el Príncipe tuvo que contarles la historia de su propio encantamiento y liberación al menos unas diez veces.

De esta manera llegaron al borde del abismo. Tenía unos trescientos metros de largo y quizás unos cien metros de ancho. Bajaron de sus caballos, se acercaron a la orilla y miraron dentro. Un fuerte calor mezclado con un olor totalmente distinto a cualquier otro que hubieran olido jamás golpeó con violencia sus caras. Era muy fuerte, penetrante, excitante, y te hacía estornudar. El fondo del abismo era tan brillante que al principio los deslumbró y no podían ver nada. Cuando se acostumbraron a la luz, pensaron que podían vislumbrar un río de fuego y, en las riberas de ese río, algo que parecía ser campos y bosquecillos de un insoportable brillo ardiente, aunque débil en comparación con el del río. Había azules, rojos, verdes y blancos, todos revueltos; una gran vidriera en que se reflejara el sol tropical a mediodía podría dar más o menos el mismo efecto. Por los ásperos bordes del abismo, negros como moscas contra aquella llameante luz, bajaban cientos de terrígeros.

—Sus Señorías —dijo Golg (y cuando se volvieron a mirarlo no pudieron ver nada más que oscuridad por unos cortos instantes, tan encandilados estaban sus ojos)—. Sus Señorías, ¿por qué no bajan a Bism? Serían mucho más felices ahí que en ese país frío, indefenso, desnudo, que está allá arriba, afuera. O por lo menos vengan a hacernos una breve visita.

Jill dio por sentado que ninguno de los otros aceptaría semejante proposición ni por un segundo. Para su espanto, oyó al Príncipe que decía:

—Verdaderamente, Golg, tengo muchas ganas de bajar contigo. Pues ésta es una aventura fabulosa, y es muy posible que ningún hombre mortal haya recorrido Bism antes, ni tendrá otra vez la oportunidad de hacerlo. Y no sé si podré soportar, cuando pasen los años, el recuerdo de que tuve una vez en mi mano el poder explorar el mayor abismo de la tierra y que me abstuve. Pero ¿puede vivir un hombre allí? ¿No tienen ustedes que nadar en ese río de fuego?

—Oh, no, su Señoría. Nosotros no. Sólo las salamandras viven en el fuego mismo.

—¿Qué clase de bestias son esas salamandras tuyas? —preguntó el Príncipe.

—Es difícil definir su especie, su Señoría —respondió Golg—, porque son demasiado candentes para mirarlas. Pero son muy parecidas a pequeños dragones. Nos hablan desde el fuego. Son maravillosamente inteligentes con sus lenguas: muy ingeniosas y elocuentes.

Jill echó una rápida mirada a Eustaquio. Estaba segura de que a él le gustaría menos todavía que a ella la idea de dejarse caer por ese abismo. Se le heló la sangre cuando vio un cambio absoluto en la expresión de su rostro. Ahora se parecía más al Príncipe que al Scrubb de antes, el del Colegio Experimental. Lo que pasaba era que volvían a su memoria todas sus aventuras de aquellos días en que navegaba con el Rey Caspian.

—Su Alteza —dijo el niño—. Si estuviese aquí mi viejo amigo el Ratón Rípichip diría que no podríamos rehusar la aventura de Bism sin poner en tela de juicio nuestro honor.

—Allá abajo —dijo Golg— les podría mostrar lo que es el verdadero oro, la verdadera plata, los verdaderos diamantes.

—¡Estupideces! —exclamó Jill, en tono bastante grosero—. Como si no supiéramos que aun aquí estamos debajo de las minas más profundas.

—Sí —asintió Golg—. He oído hablar de esos rasguñitos en la corteza que ustedes los de encima llaman minas. Pero ustedes sacan oro muerto, plata muerta, joyas muertas. Abajo, en Bism, las tenemos vivas y creciendo. Les recogería puñados de rubíes para que coman y les exprimiría una taza llena de jugo de diamantes. No tendrían ningún interés en manosear esos fríos tesoros muertos de sus superficiales minas después de probar los vivos en Bism.

—Mi padre fue hasta el fin del mundo —dijo Rilian, pensativamente—. Sería maravilloso si su hijo fuera al fondo del mundo.

—Si su Alteza quiere ver a su padre con vida todavía, que creo sería lo que él preferiría —intervino Barroquejón— ya estaría bueno que nos pusiéramos en camino rumbo a las excavaciones.

—Y yo no pienso bajar por ese hoyo, diga lo que diga cualquiera de ustedes —añadió Jill.

—Entonces, si sus Señorías están realmente dispuestos a regresar al Mundo de Encima —dijo Golg—,
hay
un trozo de camino que está más bajo aún que éste. Y quizás, si esa marea sigue subiendo...

—¡Oh, por favor, vamos, por favor, por favor! —suplicó Jill.

—Me temo que deberá ser así —suspiró el Príncipe—. Mas dejaré la mitad de mi corazón en la tierra de Bism.

—¡Por favor! —rogó Jill.

—¿Dónde está el camino? —preguntó Barroquejón.

—Hay lámparas a lo largo de todo el trayecto —respondió Golg—. Su señoría puede ver el comienzo de la senda al otro lado del abismo.

—¿Cuánto durarán las lámparas encendidas? —preguntó Barroquejón.

En ese momento una voz sibilante, abrasadora como la voz del propio fuego (más tarde se preguntaron si podría haber sido la de una salamandra) subió silbando desde las profundidades de Bism.

—¡Rápido! ¡Rápido! ¡Rápido! ¡A los acantilados, a los acantilados, a los acantilados! —gritó Golg—. La grieta se cierra. Se cierra. Se cierra. ¡Rápido! ¡Rápido!

Y al mismo tiempo, con chasquidos y chirridos que te rompían los oídos, las rocas empezaron a moverse. Ya, mientras miraban, el abismo se estrechaba. De todas partes corrían enanos atrasados que se precipitaban dentro. No podían esperar para bajar por las rocas. Se lanzaban de cabeza y, ya sea porque una ráfaga muy fuerte de aire caliente soplaba desde el fondo, o por cualquiera otra razón, se les podía ver flotar hacia abajo como hojas. Y eran tantos y tantos los que flotaban que su sombra casi oscurecía el llameante río y los bosquecillos de joyas encendidas.

—Adiós, sus Señorías. Me voy —gritó Golg, y se zambulló.

Quedaban pocos tras él. Ahora el abismo era apenas más ancho que un riachuelo. ¡Ahora era tan angosto como la boca de un buzón! ¡Ahora era sólo una hebra de hilo intensamente radiante! Y luego, con una sacudida tan fuerte como si mil trenes de carga se estrellaran contra mil parachoques, los labios de roca se cerraron. El olor caliente y enloquecedor se desvaneció. Los viajeros estaban solos en un Mundo Subterráneo que ahora parecía muchísimo más oscuro que antes. Pálidas, débiles y tristes, las lámparas señalaban la dirección del camino.

—Y ahora —dijo Barroquejón—, apuesto diez a uno a que ya nos hemos demorado demasiado; pero, de todos modos, podemos tratar. Esas lámparas dejarán de alumbrar en cinco minutos más; no me extrañaría nada.

Condujeron sus caballos a medio galope, retumbando por el oscuro camino a paso firme. Pero casi de inmediato éste empezó a ir cuesta abajo. Habrían llegado a pensar que Golg los había enviado por el camino errado si no hubiesen visto al otro lado del valle las lámparas encendidas que seguían hacia arriba hasta donde alcanzaban a ver sus ojos. Pero al fondo del valle las lámparas iluminaban las aguas que se movían.

—¡Apúrense! —gritó el Príncipe.

Bajaron galopando por la pendiente. Cinco minutos más tarde y hubiera sido muy peligroso, pues la marea subía valle arriba como por un caz
[4]
, y si se hubiesen visto obligados a pasar a nado los caballos difícilmente lo hubieran logrado. Pero el agua tenía aún cerca de medio metro de profundidad y, aunque azotaba fuerte en las patas de los caballos, los viajeros pudieron llegar a la otra orilla sanos y salvos.

Después empezó la lenta y agotadora marcha cuesta arriba, sin ver ante ellos nada más que las pálidas lámparas que subían y subían hasta donde alcanzaban a ver. Al mirar atrás notaron cómo se extendía el agua. Todas las colinas de Bajotierra se habían convertido en islotes y sólo en esos islotes quedaban lámparas. A cada momento alguna luz distante se apagaba. Pronto habría total oscuridad en todas partes, excepto en el sendero que ellos seguían; y ya en la parte más baja de ese camino, aunque ninguna lámpara se había apagado todavía, su luz brillaba sobre agua.

A pesar de que tenían buenas razones para tratar de ganar tiempo, los caballos no podían seguir caminando para siempre sin descansar. Hicieron un alto; en el silencio podían escuchar el chapoteo del agua.

—Me pregunto si no se habrá inundado el cómo-se-llama... El Padre Tiempo —dijo Jill—. Y todos esos curiosos animales dormidos.

—No creo que estemos tan alto todavía —dijo Eustaquio—. ¿No te acuerdas que tuvimos que ir cuesta abajo para llegar al mar sin sol? No creo que el agua haya alcanzado aún hasta la cueva del Tiempo.

—Así debe ser —comentó Barroquejón—. Me preocupan más las lámparas del camino. Se ven un tanto débiles, ¿no?

—Igual que siempre —contestó Jill.

—Ah —dijo Barroquejón—, pero ahora están más verdes.

—¿No querrás decir que se van a apagar? —gritó Eustaquio.

—Bueno, como sea que funcionen, no puedes esperar que duren eternamente, ¿no crees? —replicó el Renacuajo—. Pero no te desanimes, Scrubb. He estado vigilando el agua también, y creo que no sube a tanta velocidad como antes.

—Poco consuelo, amigo mío —dijo el Príncipe—, si no podemos encontrar la salida. Les pido perdón a todos. Es culpa mía; por mi orgullo y fantasía perdimos tiempo allá a la entrada de la tierra de Bism. Y ahora, a caballo.

En el rato que siguió después, Jill pensó a veces que Barroquejón tenía razón acerca de las lámparas, y a veces pensó también que era sólo su imaginación. A todo esto el lugar cambiaba de aspecto. El techo de Bajotierra estaba tan cerca que incluso con aquella luz opaca podían verlo ahora muy claramente. Y los enormes y ásperos muros de Bajotierra se juntaban cada vez más a ambos lados. La senda, en realidad, los conducía hacia arriba por un escarpado túnel. Principiaron a encontrar picas, palas y carretillas, y otras señales de que los excavadores habían estado trabajando allí recientemente. Todo esto sería muy alentador si uno contara con la certeza de salir. Pero era bastante desagradable la idea de continuar penetrando en un socavón que se estrechaba más y más, haciendo muy dificultoso el darse vuelta dentro.

Al final, el techo estaba tan bajo que Barroquejón y el Príncipe se golpeaban la cabeza contra él. El grupo tuvo que desmontar y llevar los caballos de la brida. El camino era disparejo y había que pisar con sumo cuidado. Fue así como Jill se dio cuenta de la creciente oscuridad. Ya no cabía duda. Los rostros de los demás se veían extraños y de una palidez cadavérica al verde resplandor. Entonces, de repente (no pudo contenerse), Jill lanzó un grito. Una luz, la que seguía hacia adelante, se acababa de apagar del todo. Luego una atrás de ellos se apagó igualmente. Y quedaron en una absoluta tiniebla.

—Valor, amigos —se escuchó la voz del Príncipe Rilian— En la vida o en la muerte, Aslan será nuestro soberano señor.

—Así es, señor —dijo la voz de Barroquejón—. Y recuerden siempre que hay algo bueno en estar atrapados acá abajo: nos ahorraremos los gastos del funeral.

Jill se quedó callada. (Si no quieres que la gente sepa lo asustada que estás, eso es lo más prudente que puedes hacer; es tu voz la que te delata).

—Da lo mismo que sigamos o que nos quedemos aquí —dijo Eustaquio; y cuando escuchó el temblor de su voz, Jill supo cuan sabia fue al no confiar en la suya.

Barroquejón y Eustaquio iban adelante con los brazos extendidos al frente, por temor a tropezar con algo; Jill y el Príncipe los seguían, llevando los caballos.

—¡Oigan! —se escuchó la voz de Eustaquio al cabo de mucho rato—. ¿Se me están nublando los ojos o es que hay un manchón de luz allá arriba?

Antes de que ninguno pudiera responderle, Barroquejón gritó:

—Deténganse. Topé con el fin de este pasillo. Y es de tierra, no de roca. ¿Qué decías, Scrubb?

—¡Por el León! —exclamó el Príncipe—. Eustaquio tiene razón. Hay una especie de...

—Pero no es luz de día —interrumpió Jill—. Es solamente una especie de fría luz azul.

—Mejor que nada, de todos modos —dijo Eustaquio—. ¿Podemos llegar hasta allí?

—No está exactamente arriba de nuestras cabezas —explicó Barroquejón—. Está encima de nosotros, pero sobre esa muralla con la que choque recién. Pole, ¿qué tal si te subes en mis hombros y ves si puedes trepar por ahí?

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