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Authors: Jean Baudrillard

La sociedad de consumo (11 page)

BOOK: La sociedad de consumo
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En cierto modo, con la abundancia ocurre algo semejante: para que llegue a ser un
valor
; hace falta que haya, no sólo suficiente, sino
demasiado
, es necesario mantener y manifestar una diferencia significativa entre lo necesario y lo superfluo, ésta es la función del despilfarro a todos los niveles. Lo cual implica que es ilusorio querer reabsorberlo, pretender eliminarlo, pues, de alguna manera, es el elemento que orienta todo el sistema. Como pasa con los aparatos, ¿dónde termina lo útil y comienza lo inútil? es algo que no se puede definir ni circunscribir. Toda producción y gasto que vaya más allá de la estricta supervivencia puede fustigarse como despilfarro (no sólo en el campo de la moda o de la «chatarra» alimentaria, también en lo referente a los súper presupuestos militares, la «bomba», el sobreequipamiento agrícola de ciertos campesinos estadounidenses y las industrias que renuevan su panoplia de máquinas cada dos años en lugar de amortizarlas. Pues no sólo el consumo, también la producción obedece en alto grado a procesos de ostentación… (por no hablar de la política). En todas partes las inversiones rentables están inextricablemente ligadas a las inversiones suntuarias. Un industrial que había invertido 1.000 dólares en publicidad declaraba: «Sé que la mitad es dinero perdido, pero no sé qué mitad.» Esto es lo que sucede siempre en una economía compleja: es imposible aislar lo útil y querer sustraer lo superfluo. En el excedente, la mitad «perdida» (económicamente) tal vez no sea la que adquiere menor valor, a largo plazo o de una manera más sutil, en su «pérdida» misma.

Esta es la manera en que debe interpretarse el inmenso despilfarro de nuestras sociedades de la abundancia. El derroche es el que desafía la rareza o escasez y significa contradictoriamente la abundancia. Él, en su principio y no en la utilidad, constituye el esquema psicológico, sociológico y económico rector de la abundancia.

«
Que los envases de vidrio se puedan tirar, ¿no es
ya LA EDAD DE ORO?».

Uno de los grandes temas de la cultura de masas, analizado por Riesman y Morin, ilustra esta cuestión en su modalidad épica: el tema de los
héroes del consumo
. En Occidente al menos, hoy las biografías exaltadas de los héroes de la producción le ceden su lugar en todas partes a los héroes del consumo. Las grandes vidas ejemplares de los
selfmade men
y de los fundadores, los pioneros, los exploradores y los colonos, que sucedieron a las de los santos y los personajes históricos, dieron paso a las de las estrellas del cine, del deporte y del juego, de algunos príncipes dorados o de señores feudales internacionales, en suma, de
grandes despilfarradores
(aun cuando, a menudo, el imperativo es mostrarlos al revés, en su «simplicidad» cotidiana, haciendo la compra, etc.). Lo que siempre se exalta de esos grandes dinosaurios que hacen la comidilla de las revistas y de la televisión es su vida excesiva y la virtualidad de sus gastos monstruosos. Su cualidad sobrehumana estriba en su perfume de
potlatch
. Al exhibirse cumplen una función social bien precisa: la del gasto suntuario, por procuración, para todo el cuerpo social, como lo hacían los reyes, los héroes, los sacerdotes o los grandes advenedizos de épocas anteriores. Por lo demás, como James Dean, éstos nunca son tan grandes como cuando pagan esta dignidad con la vida.

La diferencia esencial está en que en nuestro sistema actual esta dilapidación espectacular ya no tiene la significación simbólica y colectiva determinante que podía alcanzar en la fiesta y el
potlatch
primitivos. Este consumo prestigioso también se ha «personalizado» y mediatizado. Cumple la función de reactivar económicamente el consumo de masa, que se define, en comparación, como subcultura laboriosa. La caricatura del vestido suntuoso que la estrella de cine usa una sola noche es el calzoncillo «efímero» confeccionado con 80% de viscosa y 20% de acrílico no tejido que uno se pone a la mañana y tira a la noche y que no se lava. Sobre todo, ese despilfarro de lujo, ese despilfarro sublime presentado por los medios de comunicación masiva imita, en el plano cultural, un despilfarro mucho más profundo y sistemático, integrado directamente en los procesos económicos, un despilfarro
funcional
y burocrático, que la producción crea al mismo tiempo que los bienes materiales, los incorpora a ellos y terminan siendo obligatoriamente
consumidos
como una de las cualidades y las dimensiones del objeto de consumo: su fragilidad, su obsolescencia calculada, su condena a una vida efímera. Lo que se produce hoy no se crea en función de su valor de uso o de su duración posible, sino, por el contrario,
en función de su muerte
, cuya aceleración sólo tiene un parangón: la de la inflación de los precios. Sólo este fenómeno bastaría para poner en tela de juicio los postulados «racionalistas» de toda la ciencia económica sobre la utilidad, las necesidades, etc. Ahora bien, sabemos que el orden de producción únicamente puede sobrevivir pagando el precio de este exterminio, de este «suicidio» calculado perpetuo del parque de objetos, que esta operación se sustenta en el «sabotaje» tecnológico o en la pérdida de vigencia organizada bajo el signo de la moda. La publicidad realiza ese prodigio de un presupuesto considerable consumido con el único fin no de agregar valor, sino
de quitar el valor
de uso a los objetos, de quitarles su valor/tiempo sometiéndolos a su valor/moda y a la renovación acelerada. Por no hablar de las riquezas sociales colosales que se sacrifican en los presupuestos de guerra y otros gastos estatales y burocráticos de prestigio: este tipo de prodigalidad no tiene nada del perfume simbólico del
potlatch
. Es la solución desesperada, pero vital, de un sistema económico político camino a su perdición. Este «consumo» en el más alto nivel forma parte de la sociedad de consumo, lo mismo que la tetánica avidez de objetos de los particulares. Ambos, en conjunto, aseguran la reproducción del orden de producción y es importante distinguir el despilfarro individual y colectivo, como acto simbólico de gasto, como rito festivo y forma exaltada de la socialización, de su caricatura fúnebre y burocrática que se da en nuestras sociedades donde el consumo dispendioso se ha convertido en una obligación cotidiana, una institución forzada y a menudo inconsciente como el impuesto indirecto, una participación involuntaria en las coacciones del orden económico.

«¡Rompa su automóvil, la compañía de seguros se ocupa del resto!». Por otra parte, el automóvil es, sin duda, uno de los focos privilegiados del despilfarro cotidiano y a largo plazo, privado y colectivo. No sólo por su valor de uso, sistemáticamente reducido, por su coeficiente de prestigio y de estilo de vida sistemáticamente reforzado, por las sumas desmesuradas que se invierten en él, también lo es y más profundamente por el espectacular sacrificio colectivo de chapas, de mecánica y de
vidas humanas
que representa el Accidente: gigantesco
happening
, el más bello de la sociedad de consumo, mediante el cual se da, en la destrucción ritual de materia y de vida, la prueba de su superabundancia (prueba inversa, pero mucho más eficaz, para la profunda imaginación, que la prueba directa por acumulación).

Para ser, la sociedad de consumo tiene necesidad de sus objetos o, más precisamente, tiene necesidad de
destruirlos
. El uso de los objetos sólo lleva a su
pérdida lenta
. El valor creado es mucho más intenso cuando se produce su
pérdida violenta
. Por ello, la destrucción continúa siendo la alternativa fundamental a la producción; el consumo no es más que un término intermedio entre ambas. En el consumo hay una tendencia profunda a superarse, a transfigurarse en la destrucción. Allí es donde adquiere todo su sentido. La mayor parte del tiempo, en la cotidianidad actual, el consumo está subordinado, como gasto dirigido, al orden de productividad. Ésta es la razón de que generalmente los objetos estén allí
por defecto
y de que su abundancia misma signifique paradójicamente la escasez. Las existencias son la redundancia de la falta, el signo de la angustia. Sólo en la destrucción los objetos están allí
por exceso
y, al desaparecer, testimonian la riqueza. En todo caso, es evidente que la destrucción, ya sea violenta y simbólica (
happening, potlatch, acting out
destructivo, individual o colectivo), ya sea sistemática e institucional, está condenada a ser una de las funciones preponderantes de la sociedad postindustrial.

SEGUNDA PARTE. TEORÍA DEL CONSUMO
3. LA LÓGICA SOCIAL DEL CONSUMO
LA IDEOLOGÍA IGUALITARIA DEL BIENESTAR

Todo el discurso sobre las necesidades se basa en una antropología ingenua: la de la propensión natural del ser humano a la felicidad. La felicidad, inscrita en letras de fuego detrás de la más trivial publicidad de unas vacaciones en las Canarias o de unas sales de baño, es la referencia absoluta de la sociedad de consumo: es propiamente el equivalente de la
salvación
. Pero, ¿cuál es esa felicidad cuya búsqueda atormenta a la civilización moderna con semejante fuerza ideológica?

También en este aspecto, es necesario revisar toda visión espontánea. La fuerza ideológica de la noción de felicidad no procede justamente de una propensión natural de cada individuo a alcanzarla para sí. Procede, sociológica e históricamente, del hecho de que el mito de la felicidad recoge y encarna en las sociedades modernas
el mito de la Igualdad
. Toda la virulencia política y sociológica con que se ha cargado ese mito, desde la revolución industrial y las revoluciones del siglo XIX, se transfirió al mito de la Felicidad. El hecho de que la felicidad tenga, en primer lugar, esta significación y esta función ideológica acarrea importantes consecuencias en cuanto a su contenido: por ser el vehículo del mito
igualitario
, es necesario que la felicidad sea mensurable. Hace falta que sea un
bienestar
mensurable en objetos y signos, en «confort» como decía Tocqueville quien ya notaba esta tendencia de las sociedades democráticas a acumular cada vez más bienestar, como resorción de las fatalidades sociales e igualación de todos los destinos. La felicidad como goce total o interior, esa felicidad independiente de los signos que podrían manifestarla a los ojos de los demás, esa felicidad que no tiene necesidad de
pruebas
, queda pues excluida de entrada del ideal de consumo, en el cual la felicidad es sobre todo exigencia de igualdad (o de distinción, por supuesto) y, en función de ello, debe manifestarse siempre en relación con criterios
visibles
. En ese sentido, la felicidad está aún más lejos de toda «fiesta» o exaltación colectiva puesto que, alimentada por una exigencia igualitaria, se basa en los principios
individualistas
, fortalecidos por la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que reconoce explícitamente a cada uno (a cada individuo) el derecho a la Felicidad.

La «revolución del Bienestar» es la heredera, la ejecutora testamentaria, de la revolución burguesa o simplemente de toda revolución que erige en principio la igualdad de los hombres, sin poder (o sin querer) realizarla
en el fondo
. El principio democrático se transfiere pues de una igualdad real, de las capacidades, de las responsabilidades, de las oportunidades sociales, de la felicidad (en el sentido pleno del término) a una igualdad ante el Objeto y otros signos
evidentes
del éxito social y de la felicidad. Es la
democracia de la posición social
, la democracia de la televisión, del automóvil y del equipo estéreo de música, democracia aparentemente concreta, pero igualmente formal, que responde, más allá de las contradicciones y las desigualdades sociales, a la democracia formal inscrita en la constitución. Ambas, cada una sirviéndole de pretexto a la otra, se conjugan en una ideología democrática global que oculta que la democracia está
ausente
y la igualdad es imposible de encontrar.

En la mística de la igualdad, la noción de «necesidades» es solidaria de la de bienestar. Las necesidades describen un universo tranquilizador de fines, y esta antropología naturalista funda la promesa de una igualdad universal. La tesis implícita es la siguiente: todos los hombres son iguales ante la necesidad y ante el principio de satisfacción, pues todos los hombres son iguales ante el
valor de uso
de los objetos y de los bienes (mientras son desiguales y están divididos ante el
valor de intercambio
). Puesto que la necesidad está indexada según el valor de uso, se tiene una relación de utilidad
objetiva
o de finalidad natural ante la cual ya no hay desigualdad social ni histórica. En el nivel del bistec (valor de uso) no hay proletarios ni privilegiados.

Así es cómo los mitos complementarios del bienestar y de las necesidades adquieren una poderosa función ideológica de resorción, de escamoteo de las determinaciones objetivas, sociales e históricas de la desigualdad. Todo el juego político del Estado providente y de la sociedad de consumo consiste en superar sus contradicciones aumentando el volumen de los bienes, en la perspectiva de una igualación automática en virtud de la cantidad y de un nivel de
equilibrio
final que sería el del bienestar total para todos. Las sociedades comunistas mismas hablan en términos de equilibrio, de necesidades individuales o sociales «naturales», «armonizadas», separadas de toda diferenciación social o connotación de clase —pues también allí se deriva de una solución
política
a una solución definitiva a través de la abundancia—, con lo cual se suple la transparencia social de los intercambios con una igualdad formal. Así es cómo, también en los países socialistas, se ve que la «Revolución del Bienestar» toma el relevo de la revolución social y política.

Si esta perspectiva de la ideología del bienestar es acertada (a saber, que transmite el mito de la igualdad formal «secularizada» en los bienes y los signos), queda pues claro que el eterno problema de si «¿la sociedad de consumo es igualitaria o desigual?, ¿está la democracia realizada o en vías de realizarse?, o, a la inversa, ¿reproduce sencillamente las desigualdades y las estructuras anteriores?» es, en realidad, un
falso problema
. Que se llegue a probar o no que las posibilidades consumidoras se igualan (aplastamiento de los ingresos, redistribución social, la misma moda para todos, los mismos programas de televisión, todos juntos en el
Club Mediterranée
) no significa nada, pues plantear el problema en términos de igualación consumidora ya es sustituir los verdaderos problemas y su análisis
lógico
y sociológico por una búsqueda de objetos y de signos (nivel de sustitución). Para decirlo brevemente, analizar la «abundancia» no significa ir a verificarla en las cifras, que sólo pueden ser tan míticas como el mito, sino que implica cambiar radicalmente de plano y atravesar el mito de la abundancia con una lógica diferente de su propia lógica.

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