La sociedad de consumo (25 page)

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Authors: Jean Baudrillard

BOOK: La sociedad de consumo
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Examinemos el caso del billar eléctrico: el jugador se deja absorber por el ruido, las sacudidas y los guiños de la máquina. Juega con la electricidad. Al presionar los botones, tiene conciencia de desencadenar influjos y corrientes a través de un universo de cables multicolores, tan complicado como un sistema nervioso. En su juego hay un efecto de participar mágicamente de la ciencia. Para convencerse de ello, basta con observar en un café, cómo se agolpa la gente alrededor del reparador de esas máquinas cuando éste abre una. Nadie comprende esas conexiones y esas redes, pero todos aceptan ese mundo extraño como un dato primario e indiscutible. Nada en común con la relación entre el caballero y su caballo, o del obrero con su herramienta, o del aficionado con la obra de arte: aquí, la relación del hombre con el objeto es propiamente mágica, es decir, fascinada y manipuladora.

Esta actividad lúdica puede alcanzar la apariencia de una pasión. Pero nunca lo es. Es consumo. En este caso, manipulación abstracta de luces, de
flippers
y de sinapsis eléctricas, además de la manipulación abstracta de signos de prestigio en las variantes de la moda. El consumo es investidura combinatoria que excluye la pasión.

EL
POP
, ¿UN ARTE DEL CONSUMO?

Según vimos, la lógica del consumo se define como una manipulación de signos. En ella están ausentes los valores simbólicos de creación, la relación simbólica de interioridad. El consumo es todo exterioridad. El objeto pierde su finalidad objetiva, su función, y llega a ser el término de una combinatoria mucho más vasta, de conjuntos de objetos con los cuales está relacionado y de los cuales depende su valor. Por otra parte, el objeto pierde su sentido simbólico, su jerarquía milenaria antropomórfica y tiende a agotarse en un discurso de connotaciones, también ellas relacionadas entre sí en el marco de un sistema cultural totalitario, es decir, un sistema que puede integrar todas las significaciones, independientemente de donde provengan.

Hasta aquí nos hemos limitado al análisis de los objetos
cotidianos
. Pero hay otro discurso sobre el objeto, el discurso del arte. Una historia de la evolución de la importancia de los objetos y de su representación en el arte y la literatura sería por sí sola muy reveladora. Después de haber desempeñado, en todo el arte tradicional, el papel de figurantes simbólicos y decorativos, en el siglo XX, los objetos dejaron de estimarse atendiendo a valores morales y psicológicos, dejaron de vivir por procuración a la sombra del hombre y comenzaron a adquirir una importancia extraordinaria como elementos autónomos de un análisis del espacio (el cubismo, etc.). En ese proceso mismo, se fragmentaron hasta la abstracción. Después de festejar su resurrección paródica en el dadaísmo y el surrealismo, desestructurados y volatilizados por el arte abstracto, los vemos hoy aparentemente reconciliados con su imagen en la nueva figuración y el
pop art
. Aquí es donde se plantea la cuestión de su rango contemporáneo, cuestión que nos impone, por lo demás, este súbito ascenso de los objetos al cénit de la figuración artística.

En una palabra: el
por art
¿es la forma de arte contemporánea de esta lógica de los signos y del consumo de la que hablábamos antes? ¿O sólo es un efecto de moda y, por consiguiente, también él un puro objeto de consumo? Podemos admitir que el
pop art
transporta un mundo objeto al tiempo que desemboca (según su propia lógica) en objetos puros y simples. La publicidad participa de la misma ambigüedad.

Formulemos la cuestión en otros términos: la lógica del consumo elimina la jerarquía sublime tradicional de la representación artística. En rigor, ya no hay privilegio de esencia o de significación del objeto sobre la imagen. Uno ya no es la verdad del otro: ambos coexisten en la superficie y en el mismo espacio lógico, donde actúan de igual a igual como signos
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(en su relación diferencial, reversible, combinatoria). Mientras que, antes del
pop
, todo arte se fundaba en una visión «en profundidad» del mundo
79
, el
pop
, en cambio, pretende pertenecer al mismo género de ese
orden inmanente de signos
: ser homogéneo de su producción industrial y serial y, por lo tanto, del carácter artificial, fabricado, de todo el ambiente que lo rodea, homogéneo de la saturación en extensión al mismo tiempo que de la abstracción culturalizada de ese nuevo orden de cosas.

¿Consigue el
pop art
«traducir» esta secularización sistemática de los objetos, «traducir» ese nuevo ambiente señaléctico todo exterioridad, hasta el punto de que no quede nada de la «luz interior» que hizo el prestigio de toda la pintura anterior? ¿Es un
arte de lo no sagrado
, o sea, un arte de la manipulación pura? ¿Es en sí mismo un arte no sagrado, es decir, productor de objeto y no creador?

Habrá quien diga (y los mismos
pop
lo dirán) que las cosas son mucho más sencillas: que hacen lo que hacen porque les da la gana, que en el fondo se divierten, que miran alrededor, pintan lo que ven, que es realismo espontáneo, etc. Esto es falso: el
pop
significa el fin de la perspectiva, el fin de la evocación, el fin del testimonio, el fin del creador gestual y, lo que no es menos, el fin de la subversión del mundo y de la maldición del arte. Apunta no sólo a la inmanencia del mundo «civilizado», sino además a la integración total de ese mundo. En esto hay una ambición loca: la ambición de abolir los fastos (y los fundamentos) de toda una cultura, la de la trascendencia. Tal vez también hay, sencillamente, una ideología. Despejemos dos objeciones: «Es un arte estadounidense», en su material de objetos (entre ellos la obsesión de las «rayas y estrellas»), en su práctica empírica pragmática, optimista, en el apasionamiento indiscutiblemente chovinista de ciertos mecenas y coleccionistas que se «reconocen» en él, etc. Aun cuando esta objeción sea tendenciosa, respondamos a ella objetivamente: si todo esto es
americanidad
, los artistas
pop
, según su propia lógica, no pueden, sino asumirlo. Si los objetos fabricados «hablan en inglés americano», es porque no tienen otra verdad que esta mitología que los desborda y la única opción rigurosa del artista es integrar ese discurso mitológico e integrarse a su vez en él. Si la sociedad de consumo está empantanada en su propia mitología, si carece de una perspectiva crítica de sí misma y si
allí estriba precisamente su definición
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, en ella no puede haber arte contemporáneo que no sea transigente, cómplice, en su existencia misma y su práctica, de esta evidencia opaca. Ésta es justamente la razón por la cual los artistas
pop
pintan los objetos según su apariencia real, pues es
así como funcionan mitológicamente, como signos confeccionados, «fresh from the assembly line»
. Es por ello que pintan preferentemente siglas, marcas, los eslóganes que son el vehículo de esos objetos y que, en última instancia, podrían pintar sólo eso (Robert Indiana). No se trata de un juego ni de «realismo»: es reconocer la evidencia de la sociedad de consumo, a saber, que la verdad de los objetos y de los productos es su
marca
. Si la
ameri canidad
es esto, la
americanidad
es pues la lógica misma de la cultura contemporánea y no podríamos reprocharles a los artistas
pop
que la pongan de relieve.

Como tampoco podría reprochárseles su éxito comercial y que lo acepten sin vergüenza. Lo peor sería ser maldito y recobrar así una función sagrada. Es lógico que un arte que no contradice el mundo de los objetos, sino que explora su sistema, entre a su vez en el sistema. Hasta es el fin de una hipocresía y un ilogismo radical. Por oposición a la pintura anterior (desde fines del siglo XIX), cuya genialidad y trascendencia no le impedía ser objeto
firmado
y comercializado en función de la firma (los expresionistas abstractos llevaron a su punto más alto esta genialidad triunfante y este oportunismo bochornoso), los artistas
pop
concilian el objeto de la pintura y la pintura objeto. ¿Coherencia o paradoja? A través de su predilección por los objetos, a través de esta figuración indefinida de objetos «con marca» y de materias comestibles —como a través de su éxito comercial—, el arte
pop
es el primero en explorar su propia condición de arte objeto «firmado» y «consumido».

Sin embargo, esta empresa lógica, que uno no puede sino aprobar hasta en sus consecuencias extremas, por más que contravenga nuestra
moral
estética tradicional, está teñida de una ideología en la que no está lejos de caer: la ideología de la naturaleza, del «despertar» (
wake up
) y de la autenticidad, que evoca los mejores momentos de la espontaneidad burguesa.

Este «empirismo radical», este
incompromising positivism
, este «antiteleologismo» (
Pop as Art
, Mario Amaya) a veces reviste una apariencia peligrosamente
iniciática
. Oldenburg: «Vagaba un día por la ciudad con Jimmy Diñe. Casualmente pasamos por Orchard Street: en cada acera, una hilera de pequeñas tiendas. Recuerdo haber tenido una visión de la Tienda. Imaginé un ambiente total basado en ese tema. Me pareció haber descubierto un mundo nuevo. Me puse a circular entre los comercios —innumerables y de todas clases—
como si fueran museos
. Los objetos exhibidos en los escaparates y sobre los estantes se me aparecieron como preciosas obras de arte.» Rosenquist: «Entonces, súbitamente, me pareció que las ideas afluían a mí por la ventana. Todo lo que tenía que hacer era asirlas al vuelo y ponerme a pintar. Todo tomaba espontáneamente su lugar: la idea, la composición, las imágenes, los colores, todo, por sí mismo, se ponía a trabajar.» Como vemos, en lo tocante al tema de la «inspiración», los
pop
no les van a la zaga a las generaciones anteriores. Ahora bien, ese tema sobreentiende, desde Werther, la idealidad de una
Naturaleza
a la que basta ser fiel para ser verdadera. Sencillamente, hay que despertarla, revelarla. Leemos en John Cage, músico y teórico inspirador de Rauschenberg y de Jasper Johns: «…
art should be an affirmation of life, not an attempt to bring other… but simply a way of
waking up
to the very life we are living, which is so excellent, once one gets one's mind, one's desire out of the way and lets it act of its own accord
»
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. Este asentimiento a un orden revelado —el universo de las imágenes y de los objetos fabricados transparentándose en el fondo como una
naturaleza
— desemboca en profesiones de fe misticorrealistas: «
A flag was just a flag, a number was simply a number
»
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(Jasper Johns), o nuevamente John Cage: «
We must set about discovering a means to let sound be themselves
»
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, lo cual supone una esencia del objeto, un nivel de realidad absoluto que nunca es el del ambiente cotidiano y que constituye, en relación con éste, sencillamente una surrealidad. Wesselmann habla así de la «superrealidad» de una cocina banal.

En suma, reina la confusión plena y uno se encuentra ante una especie de conductismo hecho de una yuxtaposición de cosas vistas (algo así como un impresionismo de la sociedad de consumo) redoblada por una mística zen o budista de despojamiento del Yo y del Super- yó para encontrar el Ello del mundo circundante. ¡En esta curiosa mezcolanza, también hay americanidad!

Pero, sobre todo, hay un equívoco y una inconsecuencia graves. Pues, al mostrar el mundo circundante, no como lo que es, es decir, en primer lugar, un campo artificial de signos manipulables, un artefacto cultural total donde entran en juego, no la sensación ni la visión, sino la percepción diferencial y el juego táctico de las significaciones, es decir, al mostrarlo como naturaleza revelada, como esencia, el
pop
se connota doblemente: primero, como ideología de una sociedad integrada (sociedad actual = naturaleza = sociedad ideal, pero hemos visto que esa colusión forma parte de su lógica) y, por otra parte, reinstaura todo el
proceso sagrado del arte
, lo cual aniquila su objetivo fundamental.

El
pop
quiere ser el arte de lo banal (por ello mismo se llama Arte Popular). Pero, ¿qué es lo banal sino una categoría metafísica, versión moderna de la categoría de lo sublime? El objeto sólo es banal en su uso, en el momento en que sirve (el transistor «que funciona», como dice Wesselman). El objeto deja de ser banal desde el momento en que significa: ahora bien, vimos que la «verdad» del objeto contemporáneo ya no es servir para algo, sino significar; es ser manipulado no ya como instrumento, sino como signo. Y el logro del
pop
, en el mejor de los casos, es mostrarlo como tal.

Andy Warhol, autor del más radical de estos intentos, es también quien mejor resume la contradicción teórica que hay en el ejercicio de esta pintura y las dificultades que tiene la obra para concebir su propio objeto. Warhol dice: «El lienzo es un objeto absolutamente cotidiano, como lo es esta silla o este letrero.» (Siempre esa voluntad de absorción, de resorción del arte donde encontramos a la vez el pragmatismo norteamericano —terrorismo de lo útil, chantaje a la integración— y como un eco de la mística del sacrificio.) Y agrega: «La realidad no necesita intermediarios, sencillamente hay que aislarla del entorno y llevarla al lienzo.» Pues bien, allí está todo el asunto: pues la cotidianidad de esta silla (o de tal hamburguesa, aleta de automóvil o rostro de
pin-up
) es justamente su contexto y singularmente el contexto serial de todas las sillas semejantes o ligeramente desemejantes, etc. Al aislar la silla en el lienzo, le quito toda cotidianidad y, al mismo tiempo, le quito al lienzo todo carácter de objeto cotidiano (que sería, según Warhol, lo que le haría parecerse absolutamente a la silla). Este callejón sin salida es muy conocido: el arte no puede absorberse en lo cotidiano (lienzo = silla) ni puede capturar lo cotidiano en cuanto tal (silla aislada en el lienzo = silla real). Inmanencia y trascendencia son igualmente imposibles: son dos aspectos de un mismo sueño.

En resumidas cuentas, no hay esencia de lo cotidiano, de lo banal y, por lo tanto, no hay arte de lo cotidiano: es una aporía mística. Si Warhol (y otros) creen que lo hay, es porque abusan del carácter mismo del arte y del acto artístico, lo cual no es nada raro entre los artistas. Por lo demás, se advierte la misma nostalgia mística en el nivel del acto, del gesto productor: «Querría ser una máquina», dice Warhol quien pinta, en efecto, en planchas, por serigrafía, etc. Ahora bien, en el arte no hay peor orgullo que el de adoptar la postura maquinal —ni mayor afectación para quien goza, lo quiera o no lo quiera, de la condición de creador— que entregarse al automatismo serial. Sin embargo, nadie podría acusar a Warhol ni a los artistas
pop
de mala fe: su exigencia lógica se topa con una jerarquía sociológica y cultural del arte contra la cual no pueden hacer nada. Lo que traduce su ideología es precisamente esa impotencia. Cuando intentan desacralizar su práctica, la sociedad los sacraliza aún más. Y entonces resulta que su intento —por radical que sea— de secularizar el arte, en sus temas y en su práctica, termina siendo una exaltación y una evidencia nunca vista de lo sagrado en el arte. Sencillamente, los
pop
olvidan que para que el cuadro deje de ser un supersigno sagrado (objeto único, firma, objeto de un tráfico noble y mágico) no basta con el contenido ni con las intenciones del autor: lo decisivo son las estructuras de producción de la cultura. Llevando esta idea al extremo, se diría que sólo la racionalización del mercado de la pintura, como el de cualquier otro mercado industrial, podría desacralizarla e integrar el cuadro al conjunto de los objetos cotidianos
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. Esto probablemente no sea concebible, ni posible, ni deseable ¿quién sabe? En todo caso, esta sería la condición límite: llegado allí, el artista o bien deja de pintar, o bien continúa haciéndolo al precio de una regresión en la mitología tradicional de la creación artística. Y por esta falla se recuperan los valores pictóricos clásicos: factura «expresionista» en Oldenberg, fauvista y matisseana en Wesselman,
modern style
y caligrafía japonesa en Lichtenstein, etc. ¿Qué tenemos que hacer con esas resonancias «legendarias»? ¿Qué hacer con estos efectos que hacen decir: «De todos modos, es por cierto pintura»? La lógica del
pop
no está, por otra parte, en una computación estética ni en una metafísica del objeto.

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