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Authors: José Luis Sampedro

Tags: #Relato

La sonrisa etrusca (2 page)

BOOK: La sonrisa etrusca
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El viejo, efectivamente, frota y enciende con habilidad en el hueco formado por sus manos. Arroja el fósforo al exterior y fuma despaciosamente. Silencio desgarrado tan sólo por zumbido de motor, susurrar de neumáticos, algún imperioso bocinazo. El coche empieza a oler a tabaco negro, evocando en el hijo recuerdos infantiles. Con disimulo baja un poco el cristal de la ventanilla. El viejo entonces le mira: nunca ha podido acostumbrarse a ese perfil delicado, herencia materna cada año más perceptible. Conduce muy serio, atento a la ruta… «Sí, siempre ha sido un chico muy serio.»

—¿Por qué reían de esa manera tan…, bueno, así? ¡Y encima de su tumba, además!

—¿Quiénes?

—¡Quiénes van a ser! ¡Los etruscos, hombre, los del sepulcro! ¿En qué estabas pensando?

—¡Vaya por Dios, los etruscos!… ¿Cómo puedo saberlo? Además, no reían.

—¡Oh, ya lo creo que reían! ¡Y de todo, se reían! ¿No lo viste?… ¡De una manera…! Con los labios juntos, pero reían… ¡Y qué bocas! Ella, sobre todo, como… —se interrumpe para callar un nombre (Salvinia) impetuosamente recordado.

El hijo se irrita. «¡Qué manía! ¿Acaso la enfermedad está ya afectándole al cerebro?»

—No reían, padre. Sólo una sonrisa. Una sonrisa de beatitud.

—¿Beatitud? ¿Qué es eso?

—Como los santos en las estampas, cuando contemplan a Dios.

El viejo suelta la carcajada.

—¿Santos? ¿Contemplando a Dios? ¿Ellos, los etruscos? ¡Ni hablar!

Su convicción no admite réplica. Les adelanta un coche grande y rápido, conducido por un chófer de librea. En el asiento de atrás el fugitivo perfil de una señora elegante.

«Este hijo mío… —piensa el viejo—. ¿Cuándo llegará a saber de la vida?»

—Los etruscos reían, te lo digo yo. Gozaban hasta encima de su tumba, ¿no te diste cuenta?… ¡Vaya gente!

Da otra chupada al cigarro y continúa:

—¿Qué fue de esos etruscos?

—Los conquistaron los romanos.

—¡Los romanos! ¡Siempre haciendo la puñeta!

El viejo se abisma en la vieja historia, recuerdos de la dictadura y de la guerra, de los políticos después, mientras el coche rueda hacia el norte.

El sol culmina su carrera, entibiando los cultivos otoñales. En una colina todavía vendimian cuando, allá en Roccasera, el mosto ya empieza a fermentar. Unos surcos desiguales llaman la atención del viejo: «Si uno de mis mozos me hiciera una labor así —piensa —a patadas le echaba de mi casa». Cada detalle de las tierras tiene un significado para él, aunque sea un paisaje tan diferente. Más verde, más blando, para esa gente del Norte.

—Toda esta tierra era etrusca —exclama de pronto el hijo, deseando hacerse grato.

Al viejo le parecen aún más jugosos los campos. Al cabo de un rato se ve forzado a pedir algo:

—Cuando puedas paras un momento, hijo. Necesito echar abajo el pantalón. Ya sabes, la bicha que me anda por dentro.

El hijo vuelve a inquietarse con la grave enfermedad del padre, causa de que lo lleve a los médicos de Milán, y se reprocha haberla olvidado un rato por culpa de su propio problema. Cierto, el posible traslado a Roma de su mujer le importa mucho, pero lo de su padre es el final. Se vuelve hacia el viejo cariñosamente.

—En la primera ocasión. De paso tomaré un buen café para despejarme conduciendo.

—Puedo esperar, no te apures.

El hijo detalla el perfil de su padre. Aguileño todavía, pero ya la nuez se afila, guijarro atragantado, y los ojos se hunden. ¿Cuánto tiempo aún podrá contemplar ese rostro invulnerable que siempre le inspiró seguridad? La vida les ha distanciado, llevándoles a mundos diferentes y, sin embargo, ¡cómo echará de menos la sombra protectora del viejo roble! Puñalada de angustia: si hablara se le notaría la congoja. Al viejo no le gustaría.

Aparcan en una estación de servicios. El hijo lleva el coche a repostar y cuando entra en el bar ya está su padre sorbiendo de una taza humeante.

—Pero ¡padre! ¿No se lo ha prohibido el médico?

—¿Qué más da? ¡Hay que vivir!

—¡Pues por eso!

El viejo calla y sonríe, paladeando su café. Luego empieza a liarse otro cigarrillo.

Reanudan la marcha y al cabo de unos minutos en la autopista leen la indicación de próxima salida hacia Arezzo, a la derecha.

—Fue una gran ciudad etrusca —explica el hijo cuando pasan junto al rótulo, dejándolo atrás.

Arezzo: el viejo retiene el nombre.

2

El coche retorna a la autopista desde un mesón de carretera donde los viajeros han cenado ligeramente. Por la llanura del Po la niebla se extiende como avanzadilla de la noche, enredando sus vedijas en las hileras de álamos. El viejo se adormila poco a poco: no retienen su atención esas tierras monótonas y blandas, huertos domesticados.

«Pobre», piensa el hijo, contemplando esa ladeada cabeza sobre el respaldo. «Está cansado… ¿Tendrá esperanzas de curarse?… Y, si no, ¿por qué viene?… Nunca creí que accediese a dejar su Roccasera; no me lo explico.»

Cuando el viejo abre los ojos ya es noche cerrada: el reloj del tablero, débilmente iluminado en verde, marca las diez y diez. Vuelve a cerrar los párpados como resistiéndose a enterarse. Le irrita volver a Milán. La vez anterior, recién enviudado, no pudo aguantar ni quince días, cuando le habían planeado los hijos un par de meses. Insoportable todo: la ciudad, los milaneses, el minúsculo pisito, la nuera… Y ahora, sin embargo, ¡hacia Milán!… «¡Con lo a gusto que me moriría en casa! —piensa—. ¡Maldito Cantanotte! ¿Por qué no reventará él de una vez?»

—Buen sueñecito, ¿verdad? —le dice el hijo cuando al fin el viejo decide moverse—. Ya estamos llegando.

Sí, ya están llegando a la trampa. Las ciudades, para el viejo, han sido siempre un embudo cazahombres donde acechan al pobre los funcionarios, los policías, los terratenientes, los mercaderes y demás parásitos. La salida de la autopista, con su casilla de control para detenerse y entregar un papel, es justamente la boca de la trampa.

Empiezan los suburbios y el viejo mira receloso, a un lado y a otro, las tapias, hangares, talleres cerrados, viviendas baratas, solares, charcos… Humo y bruma, suciedad y escombros, faroles solitarios y siniestros. Todo inhumano, sórdido y hostil. Al bajar el cristal percibe un vaho húmedo apestando a basura y a residuos químicos. Se suelta el cinturón de seguridad y le alivia sentirse más desembarazado para reaccionar contra cualquier amenaza.

«Menos mal que la
Rusca
está hoy tranquila», piensa consolándose. A la enfermedad que le corroe la llama
Rusca
, nombre de un hurón hembra que le regaló Ambrosio después de la guerra: no hubo nunca en el pueblo mejor conejera. «Me tienes consideración, ¿eh,
Rusca
? Comprendes que venir a Milán ya es bastante duro. También para ti, lo sé. Si no fuera por lo que es, te aseguro que acabábamos los dos juntos allá abajo, en nuestra tierra.»

Recuerda el hociquito cariñoso —pero debajo colmillos ferocísimos— de aquella buena conejera. Se la mató un perro del Cantanotte. El recuerdo hace sonreír al viejo porque, en venganza, le cortó el rabo al perro y el otro se tragó el insulto. Además, poco después desvirgó a la Concetta, una sobrina del rival.

Ahora, a cada lado, les encajonan las casas. Muros por todas partes, menos hacia delante, para atraer al coche cada vez más hacia el fondo de la trampa. Los semáforos se obstinan en regular un tráfico casi nulo a esa hora, los anuncios luminosos guiñan mecánicamente, como signos burlones. De vez en cuando, sorpresas inquietantes: el repiqueteo estrepitoso de un timbre que no alarma a nadie, el súbito fragor de un tren por el viaducto metálico bajo el cual pasan, o unos mugidos y un olor a estiércol inexplicables en pleno casco urbano.

—El matadero —aclara el hijo, señalando las tapias a la derecha—. Ahí compramos vísceras para la fábrica.

«Así que trampa también para los animales.»

Embocan una avenida. «¿Qué es aquella hoguera con mujeres moviéndose alrededor de las llamas, como brujas en el páramo?»

Un semáforo rojo les detiene justo al lado y una de las mujeres se acerca al coche, abre su chaquetón y exhibe sus tetas al aire.

—¿Os animáis, buenos mozos? ¡Tengo para los dos! —grita su pintada boca.

Cambia el semáforo a verde y el coche arranca.

—¡Qué vergüenza! —murmura el hijo, como si él tuviera la culpa.

«Pues como tetas, eran un buen par —piensa el viejo regocijado—. Ahora ponen mejor cebo en la trampa.»

El laberinto continúa encerrándoles. Al cabo el hijo frena y aparca entre los coches dormidos junto a la acera. Se apean. El viejo lee con extrañeza un rótulo en la esquina:
viale Piave
.

—¿Es aquí? —comenta—. No recuerdo nada.

—La otra casa se quedó pequeña cuando nació el niño —explica el hijo mientras abre el maletero—. Éste es mejor barrio; si podemos pagar un piso en él es gracias a que nuestras ventanas dan atrás, a la via Nino Bixio: Andrea está encantada.

«¡El niño, claro!», piensa el viejo, reprochándose no haberle tenido más presente. Pero con la muerte de su mujer, y luego con su propia enfermedad, ¡han ocupado su cabeza tantas cosas…!

Cruzan un vestíbulo, con tresillo y espejo, deteniéndose ante el ascensor. Al viejo no le gusta, pero desiste de subir a pie, al saber que son ocho pisos: «¡Buena se pondría la
Rusca
!».

Llegados arriba el hijo abre despacio la puerta y enciende una suave luz, recomendando silencio al viejo porque el niño estará dormido. Aparece una silueta en el pasillo:

—¿Renato?

—Sí, querida. Aquí estamos.

El viejo reconoce a Andrea: su boca delgada y seria entre los marcados pómulos, bajo la mirada gris. Pero ¿no usaba antes gafas?

—Bienvenido a su casa, papá.

—Hola, Andrea.

La abraza y esos labios rozan su mejilla. Es ella, sí. Recuerda los huesos en la espalda, el pecho liso. «¡Y sigue llamándome papá, a lo señoritingo!», piensa el viejo disgustado.

No sospecha el esfuerzo que le ha costado a ella pronunciar la sacrosanta fórmula de bienvenida —Renato se lo encareció mucho—, pues le recuerda sus dos horribles semanas de recién casada en la salvaje Calabria, donde la analizaban todos como a un insecto bajo una lupa. ¡Las mujeres llegaban incluso a entrar en el patio con pretextos para ver colgada a secar la fina ropa interior de «la milanesa»!

—¿Cómo habéis tardado tanto?

El viejo reconoce también ese tono incisivo. Renato culpa a la niebla, pero Andrea ya no le escucha. Se aleja pasillo adelante, segura de que la siguen. Enciende una luz y da entrada al viejo en su cuarto, indicando a Renato el armario de pared donde se guardan las sábanas para el diván-cama.

—No tuve tiempo de prepararlo —concluye—; el niño tardó mucho en dormirse…

—Discúlpeme, papá, mañana doy mi clase a primera hora… Buenas noches.

El viejo contesta y Andrea se retira. Mientras Renato abre el armario, el viejo recorre esa celda con la mirada. Cortinillas tapando la ventana; una mesita con una lámpara, una estampa confusa con algo como pájaros; una silla…

Nada le dice nada, pero no se sorprende.

Mentalmente se encoge de hombros: No siendo allá abajo, ¿qué más le da?

3

El diván-cama se resiste a ser desplegado. El hijo forcejea y el viejo no sabe ayudarle, ni quiere tampoco relacionarse con semejante máquina, tan contraria a su vieja cama. La de toda la vida desde su boda: alta, maciza, dominando la alcoba como una montaña cuya cumbre fuese el copete de la cabecera en castaño pulido, cuyos prados los mullidos colchones, dos de lana sobre uno de crin, como en todo hogar que se respete… ¡Rotunda, definitiva, para gozar, parir, descansar, morir!… Evoca también otras yacijas de su agitada vida: la dura tierra de las majadas pastoriles, el jergón cuartelero, el heno seco de los pajares, la hierba extendida sobre roca en las cuevas cuando era partisano, los colchones campesinos de paja de maíz chascando como sonajas bajo el retozo amoroso… Todo un mundo ajeno a ese artefacto híbrido de la celda, con resortes agazapados como cepos loberos.

Al fin cede el mecanismo y el mueble se despliega casi de golpe. El hijo tiende las sábanas y pone una sola manta porque —advierte— hay calefacción. Al viejo le da igual: se ha traído su manta de siempre, adelgazada ya por medio siglo de uso. Imposible abandonarla; es su segunda piel. Le ha protegido de lluvias y ventiscas, ha sudado con él las mejores y peores horas de su vida, fue incluso condecorada con un agujero de bala, será su mortaja.

—¿Necesita algo más? —pregunta al fin Renato.

Necesitar, necesitar… ¡Todo y nada! Le sobra cuanto ve y, en cambio, ¡desearía tanto!

Le apetece, sobre todo, un largo, largo trago de vino, pero del tinto de allá, recio y áspero, para gargantas de hombre; el de Milán será pura química… ¿Con qué podría quitarse el mal sabor de boca? Algo que sea verdad… Le asalta una idea:

—¿Tienes fruta?

—Unas peras buenísimas. De Yugoslavia.

El hijo sale y vuelve pronto con dos hermosas peras y un cuchillo, sobre un plato que deja en la mesilla. Luego hace asomarse a su padre al pasillo, para indicarle la puerta de la cocina —en el refrigerador hay de todo— y la del baño, más allá.

—Procure no hacer mucho ruido al lavarse cuando el niño duerma, porque su cuarto es justo al lado… Le verá usted mañana, ¿verdad?, no sea que ahora le despertemos. ¡Está más hermoso! Se parece a usted.

—Sí, mejor mañana —contesta el viejo, disgustado por esa observación final que le resulta aduladora. «¡Tonterías! Los recién nacidos no se parecen a nadie. No son más que niños. Nada, bultos que lloran.»

—Buenas noches, padre. Bienvenido.

El viejo se queda solo y su primer gesto es descorrer las cortinas: odia todo trapo de adorno. A través de los cristales ve un patio y, enfrente, otra pared con ventanas cerradas.

Abre y se asoma. Arriba, lo que en Milán es el cielo nocturno: un bajo dosel de niebla y humo devolviendo la violácea claridad callejera de focos y neón. Abajo, un negro pozo despidiendo olor a comida fría, ropa mojada, cañerías, emanaciones de fuel…

Al cerrar se da cuenta de que abrió instintivamente, por un reflejo de tiempos de guerra: comprobar si la abertura puede servir de escapatoria. Resultado negativo. «Como en la Gestapo de Rímini… Aquellos días al borde del paredón, hasta que logré engañarles y me soltaron… ¡Gracias a que Petrone aguantó la tortura y no dijo una palabra! ¡Pobre Petrone!»

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