—Va usted perdiendo la fama. No se le puede alabar todos los días… Ahora ensucia la ropa… Venga, mire esta pechera, está quemada, la plancha ha quedado marcada sobre los pliegues. Los botones están arrancados, no sé cómo se las arregla usted para que no quede nunca un botón… ¡Oh, vaya una camisa! No se la pagaré. ¿Ve usted esto? Aún se ve el sudor, no ha hecho más que extenderlo…, ¡muchas gracias! Si ni siquiera la ropa viene limpia… Se paró contando las piezas, y exclamó:
—¡Pero cómo!, ¿esto es todo lo que trae?… Faltan dos pares de medias, seis servilletas, un mantel, trapos… ¿Se está burlando de mí? Le he mandado a decir que me lo devolviera todo, planchado o sin planchar. Si dentro de una hora no está aquí su aprendiza con el resto, nos enfadaremos señora Coupeau, se lo advierto.
En aquel instante, Goujet tosió en su cuarto. Gervasia sintió un ligero estremecimiento. ¡Cómo la trataban en su presencia, Dios santo! Se quedó en medio del cuarto, confusa, molesta, esperando la ropa sucia. Pero después de haber sacado la cuenta, la señora Goujet había vuelto tranquilamente a su sitio cerca de la ventana y se puso a trabajar en el arreglo de su chal de blonda.
—¿Y la ropa? —preguntó tímidamente la planchadora.
—No, gracias —respondió la anciana—. No hay nada esta semana.
Gervasia palideció. Se quedaba sin parroquiana. Entonces perdió completamente la cabeza, tuvo que sentarse en una silla, porque le fallaban las piernas. No trató de defenderse y sólo pudo decir esta frase:
—¿El señor Goujet está enfermo?
Sí, estaba enfermo; había tenido que volver en lugar de irse a la fragua, y acababa de echarse sobre la cama para reposar. La señora Goujet hablaba seriamente; vestida de negro, como siempre, con su blanca faz encuadrada por su cofia monacal. Habían rebajado más el sueldo de los fundidores de pernos; de nueve francos lo habían dejado en siete, a causa de las máquinas que ahora hacían toda la tarea. Por eso decía que tenían que hacer economías; quería lavar su ropa de nuevo. Claro que si los Coupeau le hubieran devuelto el dinero prestado por su hijo no les hubiera venido mal. Pero no sería ella quien le mandara los alguaciles si no estaban en disposición de pagarlo. Gervasia, con la cabeza baja, parecía seguir el ágil juego de su aguja, recomponiendo las mallas una a una.
—Sin embargo —continuaba la encajera— esforzándose usted un poco llegaría a saldar la deuda. Pues ya sé que comen ustedes muy bien, gastan demasiado, estoy segura de ello… Con que nos diera solamente diez francos por mes…
Se vio interrumpida por la voz de Goujet que la llamaba.
—¡Mamá, mamá!
Cuando volvió a sentarse, casi en seguida, cambió de conversación. El herrero la había suplicado, sin duda, que no le pidiera el dinero a Gervasia. Pero, a su pesar, al cabo de cinco minutos hablaba de nuevo de la deuda. Ya había previsto ella lo que pasaba: el plomero se bebía la tienda y llevaría a su mujer muy lejos. Si su hijo la hubiera escuchado, no les hubiera prestado nunca los quinientos francos. Hoy estaría casado y no se moriría de tristeza, ante la perspectiva de ser un desgraciado toda la vida. Se animaba, se hacía cada vez más dura, acusando claramente a Gervasia de haberse puesto de acuerdo con Coupeau para abusar del tonto de su hijo. Sí, había mujeres que desempeñaban el papel de hipócritas durante años enteros y cuya mala conducta acababa por salir a la luz del día.
—¡Mamá, mamá! —llamó por segunda vez la voz de Goujet violentamente.
Se levantó, y, cuando volvió, dijo, volviendo a tomar su labor:
—Entre usted, la quiere ver.
Gervasia, temblando, dejó la puerta abierta. Aquella escena la emocionaba, porque era como una confesión de su ternura ante la señora Goujet. Encontró el cuarto tranquilo, decorado con estampas, con su camita de hierro, parecida a la habitación de un muchacho de quince años. El hercúleo cuerpo de Goujet, con los miembros rotos por las confidencias de mamá Coupeau, yacía tendido en el hecho sobre la cama, con los ojos enrojecidos y con su hermosa barba dorada humedecida aún. Debió haber destrozado su almohada con sus terribles puños en el primer momento de rabia, pues la tela, agujereada, dejaba escapar las plumas.
—Escúcheme, mamá se equivoca —dijo él a la planchadora, con voz casi imperceptible—. No me debe usted nada, no quiero que se hable de eso.
Se había incorporado y la miraba fijamente. Gruesas lágrimas subieron a sus ojos.
—¿Sufre usted mucho señor Goujet? —murmuró ella—. ¿Qué tiene usted, dígame, se lo suplico?
—Nada, gracias. Me he fatigado demasiado ayer. Voy a dormir un poco.
Luego, con el corazón destrozado, no pudo dominarse y exclamó:
—¡Ah, Dios mío, Dios mío! Eso no debía haber sucedido nunca… Usted había jurado… Y, sin embargo, es, es… ¡Ah, Dios mío! No sabe el mal que me hace. ¡Váyase!
Con la mano la despedía, con suplicante dulzura. No se aproximó a la cama, se fue como él le pedía, atontada, no encontrando nada que decir para aliviarle. En el cuarto de al lado agarró su cesto, pero no se decidía a marchar, quería encontrar algo que decir. La señora Goujet continuaba su labor sin levantar la cabeza. Fue ella misma quien dijo por fin:
—Eh, buenas tardes. Mándeme la ropa, que ya ajustaremos cuentas.
—Sí, eso es, buenas tardes —balbuceó Gervasia.
Cerró la puerta lentamente, lanzando una ligera ojeada a aquella casita tan limpia y arreglada, donde le parecía dejar algo de su honradez. Llegó a la tienda con la estupidez de las vacas que vuelven al establo, sin darse cuenta del camino que había seguido. Mamá Coupeau, en una silla, junto al hornillo, había dejado la cama por primera vez. La planchadora no le hizo el menor reproche; estaba demasiado cansada, con los huesos quebrantados como si le hubieran dado una paliza; pensaba que la vida era demasiado dura y que, a menos de reventar al instante, no podía arrancarse el corazón por sí misma.
Ahora Gervasia se burlaba de todo, hacía un gesto vago con la mano para enviar a paseo a todo el mundo. A cada nuevo enojo, se sumergía en el solo placer de preparar sus tres comidas diarias. La tienda podía hundirse con tal de que a ella no la pillara debajo; se hubiera ido de buena gana, sin llevarse una sola camisa. La tienda se hundía, no de un solo golpe, sino un poco cada semana y cada noche. Una tras otra, las parroquianas se enfadaban y se llevaban su ropa. El señor Madinier, la señorita Remanjou, los Boche mismos, habían vuelto a casa de la señora Fauconnier, donde encontraban más exactitud. La gente se cansaba de tener que reclamar un par de medias durante tres semanas y de devolver camisas con las manchas de grasa del domingo anterior. Gervasia, sin perder bocado, les decía «buen viaje», contestando descaradamente que se quedaba satisfecha por no ensuciarse más con su porquería. Todo el barrio podía dejarla, esto la desembarazaría de un montón de basura; y, a fin de cuentas, tendría menos trabajo. Entretanto se quedaba solamente con los malos pagadores, con las correntonas, con mujeres como la señora Gaudron, de cuya ropa ninguna de las planchadoras de la calle nueva quería encargarse, por lo mal que olía. La tienda estaba perdida. Tuvo que despedir a su última obrera, a la señora Putois; se quedó sólo con su aprendiza, aquella bizca de Agustina, que se atontaba más cuanto mayor era; y ni aun para las dos solas había trabajo suficiente; arrastraban su trasero sobre los taburetes tardes enteras. Era una zambullida completa; aquello olía a ruina.
Naturalmente, a medida que la pereza y la miseria entraban, la suciedad entraba también. No se podía reconocer aquella linda tienda azul, color de cielo, que antaño era el orgullo de Gervasia. Las molduras y los cristales del escaparate, que se olvidaba de limpiar, se veían de arriba abajo salpicados por el barro de los coches. En los estantes, y en el alambre de latón, se veían tres harapos grises, dejados por clientes muertos en el hospital. El interior causaba aún mayor lástima: la humedad de la ropa secándose en el techo había despegado el papel; el persa pompadour caía a pedazos, que colgaban parecidos a telas de araña llenos de polvo; el fogón, roto y agujereado por las tenazas, exhibía en un rincón dos restos de vieja ferretería como se ven en las tiendas de prenderos; el mostrador parecía haber servido de mesa a toda una guarnición, manchado de café y de vino, emplastado de confitura y grasiento por las comilonas de los lunes; añadíase a esto un olor de almidón agrio, hedor producido por el moho, por la bazofia y por la mugre. Pero Gervasia se encontraba allí divinamente. No había visto que la tienda se ensuciaba; se abandonaba a ello y se habituaba al papel desgarrado, a las molduras grasientas, en igual medida que había llegado a llevar las faldas rotas y a no lavarse las orejas. Hasta la misma suciedad era como un cálido nido donde se complacía en acorrucarse. Dejar las cosas desordenadas, esperar que el polvo tapase los agujeros y lo aterciopelara todo, sentir que el peso de la casa caía sobre sí mientras se agrandaba en un letargo de holgazanería, todo ello constituía una verdadera voluptuosidad donde se embriagaba. Su tranquilidad primero; lo demás le importaba muy poco. Las deudas, que entretanto aumentaban, no la atormentaban ya. Su probidad se desvanecía; se pagaría o no se pagaría, la cosa quedaba indecisa, y preferible era no saber nada. Cuando le cerraban un crédito en una casa, pronto habría otro en la casa de al lado, así iba recorriendo el barrio, encontrándose con alertas cada diez pasos. Tan sólo en la calle de la Goutte-d'Or no se atrevía ya a pasar delante del carbonero, ni del droguero, ni de la frutera; lo que le obligaba a dar la vuelta por la calle de Poissonniers, cuando tenía que ir al lavadero, una carrera de diez minutos. Los proveedores iban a su casa a tratarla de tramposa. Una noche, el hombre que había vendido los muebles de Lantier, alborotó a los vecinos; vociferaba que le levantaría las faldas y se cobraría en su persona si no le daban el dinero. Tales escenas la dejaban temblorosa, pero acababa sacudiéndose como un perro apaleado, y hasta otra; no por eso cenaba peor al llegar la noche. ¡No la molestaban poco aquellos insolentes! Si no tenía dinero, no podía fabricarlo. Además, bastante robaban los tenderos, y ya estaban acostumbrados a esperar. Volvía a tenderse en su agujero, procurando no pensar en lo que habría de suceder un día u otro. El salto lo iba a dar, pero no quería que la fastidiasen.
Mamá Coupeau se había restablecido. Por espacio de otro año la casa se fue sosteniendo. El verano, naturalmente, siempre traía más trabajo, con las faldas blancas y los vestidos de percal de las busconas del bulevar exterior. No obstante, se iba a la bancarrota; con la nariz cada vez más y más en el cieno, con altos y bajos, sin embargo, en noches en que se rascaba la tripa delante del aparador vacío, y otras en que se comía ternera hasta reventar. No se veía en las aceras a nadie más que a mamá Coupeau, ocultando paquetes bajo su delantal, yendo lentamente al Monte de Piedad de la calle Polonceau. Encorvaba la espalda, con el semblante meloso de la devota que va a misa, pues no le disgustaban aquellas cosas, los embrollos de dinero la divertían, y los asuntos de prendera halagaban sus pasiones de vieja comadre. Los dependientes de la calle Polonceau la conocían muy bien y la llamaban la tía «Cuatro francos», porque pedía siempre cuatro francos cuando ellos le ofrecían tres por sus paquetes tan voluminosos, como un grano de trigo. Gervasia habría ignorado la casa entera; se habría apoderado de ella el furor del empeño, y se habría dejado rapar la cabeza si hubiera habido alguien que le prestara sobre sus cabellos. Era muy cómodo, no podía por menos de ir allí a buscar dinero cuando hallábanse en espera de un pan de cuatro libras. Todo lo que podía valer algo pasaba por allí; la ropa blanca, los vestidos, hasta las herramientas y los muebles. En los comienzos, se aprovechaba de las buenas semanas para desempeñar lo que volvería a empeñar la semana siguiente. Después se burló de todas sus cosas y las dejó perder, vendiendo las papeletas. Sólo una le partió el corazón, fue el tener que llevar su reloj de mesa para pagar veinte francos a un alguacil que la venía a embargar. Hasta entonces había jurado morirse antes de hambre que tocar a su reloj. Cuando mamá Coupeau se lo llevó en una cajita de sombreros, cayó en una silla, con los brazos inertes y los ojos llenos de lágrimas, como si le robasen su fortuna. Pero cuando mamá Coupeau volvió con veinticinco francos, aquel préstamo inesperado, aquellos cinco francos de beneficio la consolaron; sin perder momento envió a la vieja a comprar veinte céntimos de aguardiente en un vaso con el único objeto de festejar la moneda de cinco francos. Con frecuencia ahora, cuando se entendían a las mil maravillas, se echaban su traguito en un extremo de la mesa de trabajo, una mezcla mitad de aguardiente y mitad de grosella. Mamá Coupeau tenía una maña especial para traer el vaso lleno en el bolsillo de su delantal, sin derramar una sola gota. Los vecinos no tenían necesidad de saberlo. La verdad era que éstos lo sabían todo perfectamente. La frutera, la tripicallera, los dependientes de los almacenes, decían: «¡Toma! La vieja va a casa de "mi tía"(Monte de Piedad)» , o bien: «¡Toma! La vieja lleva su traguete en el bolsillo». Y todo esto predisponía al barrio contra Gervasia. Todo se lo iba engullendo, y bien pronto acabaría con la tienda entera. Sí, sí, tres o cuatro bocados más y el sitio quedaría limpio.
En medio de aquella demolición general, Coupeau prosperaba. Aquel condenado borrachín tenía una salud envidiable. El peleón y el aguardiente le engordaban positivamente. Comía mucho y se burlaba de aquel encanijado de Lorilleux, que decía que la bebida mata a la gente, y le contestaba dándose golpecitos en el vientre, que ostentaba la piel bien estirada por la gordura, semejante a la de un tambor. Las vísperas de una comilona ejecutaba en ella una gran música compuesta de redobles y golpes de bombo capaz de hacer la fortuna de un sacamuelas. Pero Lorilleux, molesto por no tener vientre, decía que aquello era grasa amarilla, gordura fofa. De todas maneras, Coupeau se emborrachaba cada vez más, por su salud, como él decía. Sus cabellos, color de sal y pimienta, cuando los agitaba el viento, flameaban como una llama. Su faz de borracho, con su quijada de mico, se endurecía, tomando tonalidades de vino azul. Era un niño alegre; empujaba a su mujer, cuando a ésta se le ocurría contarle sus apuros. ¿Es que han nacido los hombres para descender a estas tonterías? Si en la casa no había pan, eso no le importaba que le llenaran la andorga por la mañana y por la noche, y no se inquietaría en lo más mínimo por averiguar de dónde salía. Cuando pasaba semanas enteras sin trabajar, se hacía más exigente todavía. Por lo demás, continuaba dando golpecitos amistosos en las espaldas de Lantier. Era indudable que ignoraba la conducta de su mujer; por lo menos, personas como los Boche y los Poisson, juraban por todos los santos que no sabía nada, y que sucedería una gran desgracia si lo supiera. Pero la señora Lerat, su propia hermana, movía la cabeza diciendo que conocía a muchos maridos a los cuales no les molesta eso grandemente. Una noche la propia Gervasia, al volver de la habitación del sombrerero, se quedó helada al recibir en la oscuridad un azote en el trasero; pero luego concluyó por tranquilizarse, creyendo que había tropezado contra la cama. La situación era más que terrible; su marido no podía divertirse gastando esas bromas.