Lantier, enternecido por aquel postre continuo, se mostraba paternal para Gervasia, le daba consejos y la reñía porque ya no tenía amor al trabajo. ¡Qué diantre! Una mujer, a su edad, debía saber componérselas. La acusaba de haber sido siempre golosa. Mas, como hay que tender la mano a las personas, aun cuando no lo merezcan, procuraba proporcionarle algunos trabajillos. Decidió que Virginia la hiciese ir una vez por semana para limpiar la tienda y las habitaciones; ya estaba familiarizada con el agua de potasa, y cada vez ganaba un franco y medio. Gervasia llegaba el sábado por la mañana con un cubo y un cepillo, sin que le doliera, al parecer, ir de aquel modo a hacer una sucia y humilde tarea, la tarea de las fregonas, en aquella casa donde había reinado como hermosa dueña rubia.
Aquella era la última humillación, el fin de su orgullo.
Un sábado, la tarea fue muy dura. Había llovido durante tres días y los pies de las parroquianas parecían haber llevado al almacén todo el lodo del barrio. Virginia estaba en el mostrador, dándose aires de señora, bien peinada, con un cuellecito y mangas de encaje. A su lado, sentado en una banqueta de pana roja, Lantier se pavoneaba, como si estuviera en su casa, como verdadero amo de la tienda; y, como al descuido, metía la mano en un bote de pastillas de menta, para chupar azúcar y no perder la costumbre.
—¡Oiga usted, señora Coupeau! —gritó Virginia, que vigilaba el trabajo de la fregona, mordiéndose los labios—. Está dejando porquería en aquel rincón. Restriéguelo un poco más.
Gervasia obedeció. Volvió al rincón y fregó de nuevo. Arrodillada en el suelo, en medio del agua sucia, se doblaba en dos, con los hombros salientes y los brazos amoratados y rígidos. Su vieja falda empapada, se le pagaba a las nalgas. Daba la sensación de un montón de algo nada limpio, despeinada, enseñando por los agujeros de su blusa la carne de su cuerpo, desbordamiento de carnes blandas que se movían, doraban y saltaban por las rudas sacudidas de su tarea; y sudaba de tal manera, que de su rostro inundado caían gruesas gotas.
—Cuanto más aceite de codo se emplea, más reluce —dijo sentenciosamente Lantier con la boca llena de caramelos.
Virginia, repantigada, con aire de princesa, los ojos medio cerrados seguía con la vista el fregado, haciendo observaciones.
—Un poco a la derecha. Ponga atención en las molduras… No quedé muy contenta el sábado pasado; no quitó usted las manchas.
Y los dos, el sombrerero y la confitera, se arrellanaban más, como en un trono, mientras que Gervasia se arrastraba a sus pies sobre el negro fango. Virginia la gozaba, pues sus ojos de gato se llenaron un instante de lucecitas amarillas, y miró a Lantier sonriendo. ¡Por fin estaba vengada de la antigua paliza del lavadero, que no había podido apartar de su memoria!
Entretanto, de la pieza del fondo, cuando Gervasia dejaba de restregar, salía un ligero ruido de sierra. Por la puerta abierta se veía, destacándose sobre la pálida claridad del patio, el perfil de Poisson, libre ese día y aprovechándose a su placer en confeccionar las pequeñas cajitas de madera. Estaba sentado en una mesa y cortaba con minuciosidad arabescos en la caoba de una caja de cigarros.
—¡Escuche, Badinguet! —gritó Lantier, que había vuelto a darle aquel apodo por amistad—; me quedo con esa cajita para regalársela a una señorita.
Virginia le pellizcó, pero el sombrerero, galantemente, sin dejar de sonreír, le devolvió bien por mal, haciéndola el ratón a lo largo de su rodilla, bajo el mostrador, y retiró la mano de una manera natural, cuando el marido levantó la cabeza dejando ver su perilla y sus rojos bigotes erizados en su cara terrosa.
—Justamente —dijo el guardia—, trabajaba para obsequiarle. Augusto. Se lo ofrezco como recuerdo de amistad.
—¡Caramba! Entonces me guardaré su artefacto —repuso Lantier riendo—. Ya lo sabe usted, me lo pondré al cuello con una cinta.
De repente, como si esta idea le trajese otra, exclamó:
—A propósito, anoche encontré a Nana.
La emoción que aquella noticia produjo en Gervasia la hizo sentarse en mitad del charco de agua sucia que llenaba la tienda. Quedóse sudorosa, sin aliento, con el cepillo en la mano.
—¡Ah! —murmuró solamente.
—Sí, yo bajaba por la calle de los Mártires cuando me llamó la atención una jovencita que se contoneaba del brazo de un viejo delante de mí, y yo me dije: «Esa popa la conozco». Entonces apreté el paso y me encontré de manos a boca con el diablo de Nana… Vaya, no tienen por qué compadecerla: es feliz, y ¡qué vestido de lana tan bonito llevaba!, ¡y qué cruz de oro al cuello!, ¡y qué aire tan seductor!
—¡Ah! —repitió Gervasia con voz más ahogada todavía.
Lantier, que había terminado los caramelos, tomó otro confite de un frasco distinto.
—¡Pero es tan viciosa esa criatura! —prosiguió—. Figúrese que, con gran aplomo, me hizo señas para que la siguiera. En seguida dejó a su viejo, no sé dónde, en un café… ¡Despampanante el viejo!…, y ella vino a mi encuentro en un portal. Una verdadera culebrilla, monísima y moviéndose y lamiéndole a uno como un perrillo. Pues sí, me besó, y quiso saber noticias de todo el mundo… Me alegré de encontrarla.
—¡Ah! —dijo por tercera vez Gervasia.
Estaba callada, escuchando. ¿Y su hija no había tenido ni una palabra para ella? En medio del silencio se oía de nuevo la sierra de Poisson. Lantier, divertido, chupaba con rapidez su caramelo con un silbido de labios.
—Pues bien, si yo la veo, me iré a la otra acera —repuso Virginia, que acababa de pellizcar por segunda vez al sombrerero, con mano feroz—. Sí, el rubor me subiría a la frente de ser saludada, en público, por una de esas ramerillas… No es porque esté usted aquí, señora Coupeau, pero su hija es una verdadera podredumbre. Poisson recoge todos los días a muchachas como ella y que valen más.
Gervasia no decía nada, no se movía, con los ojos fijos en el vacío. Acabó por mover lentamente la cabeza como para responder a los pensamientos que guardaba en ella, mientras que el sombrerero, con su cara de goloso, murmuraba:
—De podredumbres como esa, tomaría de buena gana una indigestión. Es tierna como una pollita.
Pero la tendera le miraba con unos ojos tan terribles que tuvo que detenerse y sosegarla con una fineza. Miró al guardián municipal, viéndole con la nariz pegada a su cajita, y aprovechóse de ello para meter un confite en la boca de Virginia. Entonces ésta se sonrió complaciente y desplegó su cólera contra la fregona.
—¡Dése usted prisa, esto no adelanta nada! Si sigue así como un poste… Vaya, muévase; no tengo ganas de chapotear en el agua hasta la noche.
Y añadió más bajo, con maldad:
—¿Acaso es culpa mía que su hija se haya dado a la vida?
Gervasia, sin duda, no la oyó. Se había puesto otra vez a frotar el suelo, doblado el espinazo, arrastrándose por el piso, con movimientos entumecidos de rana. Con sus dos manos crispadas sobre la madera del cepillo, empujaba ante sí una ola negra, cuyas salpicaduras la manchaban de barro hasta los cabellos. No le faltaba más que enjuagar, después de haber barrido las aguas sucias del arroyo.
Al cabo de un rato de silencio, Lantier, que se aburría, alzó la voz para decir:
—¿No sabe usted, Badinguet, que vi ayer a su patrón en la calle de Rivoli? ¡Qué arruinado está!… ¡No tiene ni para seis meses!… ¡Claro, con la vida que hace!
Hablaba del Emperador. El guardia respondió con tono seco, sin levantar los ojos:
—Si usted fuera gobierno no estaría tan gordo.
—¡Oh, amigo mío! Si yo fuera gobierno —repuso el sombrerero afectando una repentina gravedad—, las cosas andarían un poco mejor, se lo aseguro a usted. Su política exterior, a decir verdad, les debe hacer sudar desde algún tiempo a esta parte. Yo, yo a quien usted ve, si conociese siquiera a un periodista para inspirarle con mis ideas…
Se iba animando, y como había terminado de mascar su caramelo, abrió un cajón de donde tomó pedazos de pasta de malvavisco, que iba chupando mientras hacía gestos.
—La cosa es muy sencilla… Ante todo, reconstruiría Polonia, establecería un gran Estado Escandinavo, que mantendría con respeto al gigante del Norte; en seguida formaría una República con todos los pequeños reinos alemanes. En cuanto a Inglaterra, no es de temer, si se movía, enviaría cien mil hombres a la India; agregue usted a esto, que conduciría, con el cayado del obispo a la espalda, al gran turco a la Meca y al Papa a Jerusalén…, ¿qué tal? Europa quedaría limpia bien pronto. Fíjese bien, Badinguet.
Se interrumpió para coger un puñado de pedazos de pasta de malvavisco.
—No se emplearía mas tiempo que el necesario para tragar esto.
Y metía en su abierta boca los pedazos, uno tras otro.
—El Emperador tiene otro plan —dijo el municipal al cabo de dos minutos de reflexiones.
—¡Déjeme en paz! —repuso violentamente el sombrerero—. Ya conocemos su plan. Europa se burla de nosotros… No pasa un día sin que los lacayos de las Tullerías recojan a su amo de debajo de la mesa entre dos
cocottes
de alto copete.
Pero Poisson se levantó y avanzó con la mano puesta sobre su corazón, diciendo:
—Me ofende usted, Augusto. Discuta sin dirigirse a personalidades.
Entonces intervino Virginia, suplicándoles que la dejaran en paz. A Europa la tenía ella en cierta parte. ¿Cómo era posible que dos hombres que en todo iban al unísono anduvieran a la greña por la política? Durante un instante mascullaron palabras sordas. A continuación, el municipal para demostrar que no guardaba rencor, trajo la tapadera de su cajita que acababa de terminar; se leía encima, en letras taladradas: «A Augusto, recuerdo de amistad». Lantier, muy lisonjeado, se echó hacia atrás, de tal manera que casi lo hizo sobre Virginia, y el marido miraba aquello con su cara color de pared vieja, en que sus turbios ojos no decían nada; pero los pelos de sus bigotes se agitaban a ratos, de tan singular manera, que hubieran podido inquietar a un hombre menos seguro de sí que el sombrerero.
Ese animal de Lantier tenía aquel desparpajo que agradaba a las señoras. Cuando Poisson volvió las espaldas, se le ocurrió la idea de dar un beso en el ojo izquierdo a la señora. De ordinario mostraba una prudencia solapada, pero cuando discutía de política lo arriesgaba todo, sin más afán que triunfar sobre la mujer. Aquellas caricias voraces, robadas descaradamente a espaldas del guardia, le vengaban del Imperio, que hacía de Francia una porquería. Pero esta vez había olvidado la presencia de Gervasia. Acababa de limpiar la tienda y estaba de pie, cerca del mostrador, esperando que le dieran su franco y cincuenta. El beso en el ojo la dejó tan tranquila, como la cosa más natural, en la que no tenía que mezclarse. Virginia se quedó un poco azorada, arrojó el franco y cincuenta sobre el mostrador, delante de Gervasia. Esta no se movió, como si esperase algo más, sacudida por la tarea, mojada y fea, como un perro de aguas.
—¿Conque no le dijo a usted nada? —preguntó al sombrerero.
—¿Quién? —exclamó él—. ¡Ah, sí, Nana!… No, nada. ¡Y tiene una boca! ¡Un cestillo de fresas!
Y Gervasia se fue con su franco y cincuenta en la mano. Sus zapatos, calzados a modo de chancletas, escupían como bombas, verdaderos zapatos de música que dejaban sobre la acera las húmedas huellas de sus anchas suelas. En el barrio, las borrachas de su calaña referían que bebía para consolarse de la caída de su hija. Ella misma, cuando se echaba su copita en el mostrador, tomaba aspecto de drama, recostándose sobre el cinc, deseando que aquello la hiciese reventar. Y los días que volvía completamente borracha, decía que era la pena. Pero las buenas gentes alzaban los hombros; ya sabían que las turcas que pescaba en la taberna iban a cuenta de la pena; lo que debía de llamarse aquello era «penas embotelladas». Sin duda, en un principio, no había podido acostumbrarse a la fuga de Nana. Lo que quedaba en ella de honradez se sublevaba; además, generalmente a una madre no le gusta decirse a sí misma que su hija, quizá en aquel momento, se está dejando tutear por el primero que se le acerca; pero sentíase ya demasiado embrutecida, con la cabeza enferma y el corazón aplastado, para conservar mucho tiempo esta vergüenza. Aquello entraba y salía en ella. Pasaba ocho días sin volverse a acordar de la chiquilla; y de repente se veía invadida de ternura o de cólera; a veces, en ayunas, a veces con la andorga llena, la metía una furiosa necesidad de pellizcar a Nana en un sitio donde quizá la hubiera besado o quizá molido a golpes, según los deseos del momento. Terminaba por no tener una idea clara de la honradez. Pero Nana le pertenecía, ¿no era cierto? Pues bien, cuando se tiene una propiedad, nadie quiere que se le evapore.
Cuando se apoderaban de ella esos pensamientos, iba mirando por todas las calles, con ojos de gendarme. ¡Si se hubiera tropezado con su pendoncillo de hija, de qué buena gana la hubiera acompañado a casa!
Aquel año se hallaba el barrio revuelto. Estaban abriendo el bulevar Magenta y el bulevar Ornano, que hacía desaparecer la barrera Poissonniers y atravesaba el bulevar exterior. Aquello quedaría desconocido. Todo un lado de la calle de Poissonniers estaba en el suelo. Ahora, desde la calle de la Goutte-d'Or, se veía un inmenso espacio, sol en abundancia y aire libre; y en lugar de las casuchas que quitaban la vista, por aquel lado, se alzaba en el bulevar Ornano un verdadero monumento, una casa de seis pisos, esculpida como una iglesia cuyas ventanas claras y con cortinajes bordados olían a riqueza. Aquella casa toda blanca, situada enfrente de la calle, parecía iluminada con una ráfaga de luz. Cada día era objeto de disputa entre Lantier y Poisson. El sombrerero no paraba de hablar de las demoliciones de París, acusaba al Emperador de poner palacios en todos los sitios, para que los obreros se fueran a provincias; y el guardia municipal, pálido y con fría cólera, respondía que, al contrario, el Emperador pensaba primero en los obreros y que arrasaría París si fuera necesario, con el solo objeto de darles trabajo. También Gervasia se encontraba enojada con aquellos embellecimientos que echaban a perder el negro rincón del arrabal al que ya estaba acostumbrada. Su disgusto se fundaba en que precisamente el barrio se embellecía cuando ella ya estaba en ruina. A nadie le gusta, cuando está en el fango, recibir un rayo de luz en la cabeza. Así, pues, los días en que iba a buscar a Nana, renegaba por tener que saltar aquellos materiales, chapotear a lo largo de las aceras en construcción y tropezar contra las empalizadas. La bella construcción del bulevar Ornano la ponía fuera de sí. Edificios semejantes eran tan sólo para perdidas como Nana.