En el mes de marzo, Coupeau regresó una noche mojado hasta los huesos; venía de Montrouge con Mes-Bottes, donde se habían embaulado una sopa de anguilas y les pilló un gran chaparrón desde la barrera de Fourneaux hasta la barrera de Poissonniers, un buen paseíto. Durante la noche se vio acometido por una maldita tos; se puso rojo, con una fiebre muy alta, que le hacía jadear como fuelle agujereado. Cuando el médico de los Boche le vio por la mañana y le hubo auscultado, movió la cabeza, llamando a Gervasia aparte, para aconsejarla que sin pérdida de momento llevase a su marido al hospital. Coupeau tenía pulmonía.
Como era natural, Gervasia no se disgustó. En otro tiempo se habría dejado picar antes que confiar a su marido a los practicantes. Cuando ocurrió el accidente de la calle de la Nación, gastó sus ahorrillos para tratarle con mimo. Pero aquellos buenos sentimientos no perduran cuando los hombres caen en el vicio. No, no; no pensaba volver a darse un ajetreo semejante. Podían llevárselo y no volverlo a traer, y ella daría las gracias. Sin embargo, cuando llegó la camilla y cargaron en ella a Coupeau, como a un mueble, se quedó muy pálida, mordiéndose los labios, y si por un lado rezongaba, diciendo que lo merecía, por otro, su corazón no andaba en ello y habría querido tener siquiera diez francos en su cómoda para no dejarle marchar. Le acompañó al hospital Lariboisière, vio a las enfermeras cómo le acostaban, en el extremo de una gran sala, donde los enfermos, en hilera, con caras de difuntos, se incorporaban y seguían con la vista al compañero que les llevaban: un ambiente de muerte había allí dentro; un fuerte olor de fiebre, que sofocaba, y una música de tísicos capaz de hacer arrojar los pulmones a cualquiera; esto, sin contar con que la sala tenía el aspecto de un reducido Père-Lachaise bordeado de lechos blancos: una verdadera alameda de sepulturas. Como Coupeau se quedase amodorrado sobre la almohada, ella se marchó, no encontrando nada que decir, no teniendo desgraciadamente nada en el bolsillo para aliviarle. Fuera, enfrente del hospital, se volvió y echó una mirada al edificio. Pensaba en los días pasados, cuando Coupeau, colgado en el borde de los canalones, colocaba en la parte alta sus planchas de cinc, cantando al sol. Entonces no bebía, tenía cutis de jovencita. Ella, desde su ventana del hotel Boncœur, le buscaba y le veía en medio del cielo; los dos agitaban sus pañuelos, enviándose risitas como por telégrafo. Sí, Coupeau había trabajado allá arriba, sin sospechar que trabajaba para él. Ahora ya no estaba sobre los tejados, semejante a un gorrión, vivaracho y enamorado: estaba debajo, había construido su nicho en el hospital, y allí venía a morir con su piel arrugada. ¡Dios mío, qué lejana se aparecía la época de sus amores!
A los dos días, cuando Gervasia se presentó para tener noticias, encontró la cama vacía. Una hermana de la Caridad le dijo que tuvieron que transportar a su marido al Asilo de Santa Ana, porque el día anterior se había puesto a delirar. Un trastorno completo, con intenciones de estrellarse la cabeza contra la pared y lanzando aullidos que impedían dormir a los demás enfermos. Al parecer, aquello provenía del alcohol. La bebida, que fermentaba en su cuerpo, se había aprovechado para atacarle y retorcerle los nervios en el mismo instante en que la pulmonía le tenía sin fuerzas, boca arriba. La planchadora volvió desconcertada. ¡Su hombre seguramente estaba loco! ¡Qué divertida iba a ser su vida si lo soltaban! Nana gritaba que había que dejarlo en el hospital, porque si no acabaría por matarlas a las dos.
Hasta el domingo, Gervasia no pudo ir a Santa Ana. Era un verdadero viaje. Felizmente, el ómnibus del bulevar Rochechouart a la Glacière pasaba cerca del asilo. Bajó en la calle de la Santé y compró dos naranjas, para no ir con las manos vacías. Otro edificio monumental, con patios grises, corredores interminables y con olor de medicina rancia, que no era muy a propósito para inspirar alegría. Pero cuando la introdujeron en una celda se quedó sorprendida al ver a Coupeau casi de buen humor. Hallábase sentado en el «trono», una caja de madera muy limpia, que no despedía ningún mal olor; se echaron a reír de la mejor gana por encontrarse en tales funciones, con las piernas al aire. Ya se sabe lo que es un enfermo. Se contoneaba allí encima como un pavo, con su charla de otros tiempos. ¡Oh!, ya estaba mejor, pues los intestinos volvían a su estado normal.
—¿Y la pulmonía? —preguntó la planchadora.
—¡Se fue! —respondió—. Me la han quitado como por encanto. Toso todavía un poco, pero es el fin del deshollinamiento.
En el momento de dejar el «trono» para meterse en la cama, volvió a bromear.
—¡Qué narices tan sólidas las tuyas, no tienes miedo de tomar de este rapé!
Se rieron más. En el fondo estaban contentos. Era una manera de probar su satisfacción, sin hacer frases, el bromear así, juntos, sobre la porquería. Preciso es haber tenido enfermos para saber la satisfacción que se experimenta al verlos funcionar en todos sentidos.
Cuando estuvo en su cama, ella le dio las naranjas, lo que le produjo ternura. Se hacía amable, desde que bebía tisanas y desde que no podía dejar hasta el corazón sobre los mostradores de los tugurios. Terminó ella por atreverse a hablarle de su delirio, sorprendida de oírle razonar como en los buenos tiempos.
—¡Ah, sí! —dijo burlándose de si mismo—. ¡Buena la he pasado!… Imagínate, veía ratas y corría en cuatro patas para meterlas un grano de sal debajo de la cola. Y tú me llamabas, porque había hombres que querían abusar de ti. En fin, toda clase de tonterías y de fantasmas en pleno día… ¡Oh, me acuerdo muy bien; la azotea está todavía sólida!… Ahora se terminó; desvarío un poco cuando me duermo, tengo pesadillas, pero todo el mundo las tiene.
Gervasia permaneció allí hasta la noche. Cuando se presentó el interno para la visita de las seis, le hizo extender las manos; apenas temblaban, sólo un ligero estremecimiento agitaba la punta de sus dedos. Sin embargo, a medida que avanzaba la noche, Coupeau fue sintiéndose inquieto, se incorporó dos veces y miró al suelo, por los rincones sombreados de la habitación. Bruscamente estiró el brazo, como si aplastara algún animal contra la pared.
—¿Qué es eso? —preguntó Gervasia asustada.
—¡Las ratas, las ratas! —murmuró Coupeau.
Después de un breve silencio, y medio durmiéndose, se puso a forcejear, lanzando palabras entrecortadas.
—¡Dios mío! ¡Me agujerean la piel!… ¡Qué puercos de animales!… ¡Mantente firme!… ¡Agárrate bien las faldas!… ¡Desconfía del cerdo que tienes detrás de ti!… ¡Truenos, ya cayó patas arriba!… ¡Y esos canallas se divierten!… ¡Hato de canallas, de cochinos, de bandoleros!
Daba golpes en el vacío, tiraba de la manta y se la arrollaba en el pecho, como para protegerla contra las violencias de los hombres barbudos que creía ver. A la llegada de un enfermero, Gervasia se retiró, helada ante esta escena, pero cuando volvió algunos días más tarde, lo encontró completamente curado. Las pesadillas se habían ido por completo, dormía como un niño sus diez horas, sin moverse. Así fue que le permitieron a su mujer llevárselo. El interno le dio a la salida buenos consejos, diciéndole que los meditara. Si volvía a beber recaería y se moriría. Eso dependía exclusivamente de él; ya había visto cómo se ponía uno buen mozo y amable cuando no se bebía; por tanto debía continuar en su casa la prudente vida de Santa Ana, imaginándose que estaba bajo llave y que no existían tabernas.
—Tiene razón este señor —respondió Gervasia en el ómnibus que los llevaba a la calle de la Goutte-d'Or.
—Sin duda, tiene razón —respondió Coupeau.
Pero después de haber pensado un minuto, repuso:
—¡Ah! Pero tú sabes que un vasito aquí y otro allá no matan a un hombre, sino que le facilitan la digestión.
Y aquella misma noche se bebió un vasito de aguardiente para hacer la digestión; durante ocho días se mostró razonable. Era miedoso en el fondo, y no le hacía gracia terminar en Bicêtre. Pero su pasión le arrastraba, el primer vasito le conducía, a su pesar, al segundo, al tercero, al cuarto: al terminar la primera quincena ya había vuelto a su ración completa; su cuartillo de retuercetripas por día. Gervasia, exasperada, se había dado de pescozones. ¡Y pensar que había sido tan tonta de haber soñado con vivir de nuevo honradamente cuando le vio en el asilo en todo su juicio! ¡Una hora más de alegría esfumada, la última, seguramente! Pero ahora, puesto que nada podía corregirle, ni siquiera el miedo de su muerte próxima, juraba no volver a preocuparse; la casa sería un infierno, ella no se preocuparía, burlándose de todo y hablando de buscar también ella placer donde lo encontrara. Entonces el abismo abrió de nuevo sus simas; una vida más hundida en el fango, sin la menor esperanza, con vista a otros tiempos. Nana, cuando su padre le había cruzado la cara, preguntaba furiosa por qué aquel bruto no se quedó en el hospital. Esperaba ganar dinero para pagarle el aguardiente y adelantarle la muerte. Gervasia, por su parte, un día que Coupeau se quejaba de su matrimonio, se sublevó. ¡Ah, conque ella le había llevado los residuos de los demás!… ¡Conque la recogió del arroyo, porque le había seducido con su carita de buena!… ¡Por la gran p…, qué desvergüenza! Cuanto hablaba era mentira, ella no le quería, esa era la verdad. Él se arrastraba a sus pies para decidirla, mientras que ella le aconsejaba que reflexionara. Si las cosas se hicieran dos veces, ¡con qué energía diría que no! Se dejaría antes cortar un brazo. Ella había caído antes que él, pero una mujer que ha caído y es trabajadora vale más que un hombre holgazán, que mancha su honor y el de su familia en todos los tabernuchos…
Aquel día, por primera vez, en casa de los Coupeau hubo porrazos en regla, se golpearon tan fuerte que deshicieron hasta un viejo paraguas y la escoba.
Gervasia mantuvo su palabra. Se fue abandonando más; faltaba al taller más a menudo, se pasaba charlando los días enteros y se hacía floja como un trapo para el trabajo. Cuando se le caía algo de las manos, en el suelo quedaba, pues no era ella quien se inclinara para recogerlo. Las costillas le crecían en longitud. Quería salvar su grasa. Se cuidaba cuanto podía y no daba una escobada sino cuando las basuras estaban tan amontonadas que le hacían caer. Los Lorilleux, a la sazón, aparentaban taparse las narices cuando pasaban por delante de su cuarto; aquello era un foco de infección, decían. Ellos vivían solapadamente, en el fondo del corredor, poniéndose al abrigo de todas las miserias que gemían en aquel rincón de la casa, encerrándose para no verse obligados a prestar monedas de un franco. ¡Qué buenos, corazones, vecinos tan serviciales! No había más que llamar para pedir fuego, un puñadito de sal o una jarra de agua, para tener la seguridad de ser recibido con la puerta en las narices. Además de esto, ¡qué lenguas de víboras! Decían a voces que no se ocupaban nunca de nadie, cuando se trataba de socorrer al prójimo; pero cuando se trataba de morder a la gente con toda su fuerza, se ocupaban desde la mañana hasta la noche. Con el cerrojo echado y con una manta colgada para tapar las rendijas y el ojo de la cerradura, se regalaban a cuerpo de rey, sin abandonar sus hilillos de oro ni un segundo. La caída de la Banban les hacía regocijarse el día entero. ¡Qué tumbo, qué descenso, amigos míos! La acechaban cuando iba a comprar provisiones, y se reían de los trocitos de pan que traía bajo el delantal. Calculaban los días en que no tenía qué llevarse a la boca, estaban enterados del espesor de polvo que había en su casa y del número de platos sucios dejados a un lado, en abandono creciente de miseria y de pereza. Su atavío, harapos repugnantes, que ni una trapera había recogido. ¡Dios de bondad, cómo le iban las cosas a aquella linda rubia, a aquella presuntuosa que se contoneaba tanto en otros tiempos en su bonita tienda azul! Ahí tenían adónde de conducía la pasión por el lujo y las comilonas y los buenos tragos. Gervasia, que sospechaba de la manera cómo la criticaban, quitábase los zapatos y pegaba su oído contra la puerta, pero la manta le impedía oír. Les sorprendió un día cuando la llamaban «la de las tetazas», porque su delantera estaba un poco desarrollada, a pesar de la mala alimentación que la hacía adelgazar. Por lo demás, no les daba importancia; continuaba hablándoles, para evitar comentarios, no esperando de aquellos puercos más que injurias, y sin tener fuerzas para responderles, dejándolos como fardos de tonterías. Después de todo, ella buscaba su dar vueltas a sus pulgares, moverse cuando se trataba de pasar un buen rato, pero nada más.
Un sábado le prometió Coupeau llevarla al circo. Ver a unas amazonas galopar sobre caballos y saltar a través de aros de papel… Por eso valía la pena de molestarse. Precisamente, Coupeau acababa de trabajar una quincena, y podía darse el gusto de gastarse dos francos e incluso irse a comer los dos afuera, ya que Nana tenía que velar aquella noche en casa de su patrón, a causa de un pedido que corría prisa. Pero llegadas las siete, Coupeau no apareció; dieron las ocho y tampoco. Gervasia estaba furiosa. Su borracho seguramente gastaba la quincena con los compañeros en las tabernas del barrio. ¡Ella que había lavado una cofia y se había roto la crisma, desde por la mañana, tapando los agujeros de un traje viejo, en su deseo de estar presentable! Al llegar las nueve, con el estómago vacío, azul de cólera, se decidió a bajar para buscar a Coupeau por los alrededores.
—¿Busca usted a su marido? —le gritó la señora Boche, viéndola con el semblante trastornado—. Está en casa del tío Colombe. Boche acaba de tomar unas guinditas con él.
Le dio las gracias. Marchó rápida por la acera, pensando en saltarle a los ojos. Caía una fina lluvia, lo que hacía el paseo menos divertido todavía. Pero cuando llegó ante la taberna, el miedo de ser ella también la que tuviera que danzar si molestaba a su hombre, la calmó bruscamente y la hizo más prudente; la tienda resplandecía con el gas encendido, con llamas blancas como soles y con los frascos y los botes iluminando las paredes con sus vidrios de colores. Se quedó parada un instante, inclinando la espalda, con los ojos pegados al vidrio, entre las botellas del aparador, al atisbo de Coupeau, que se hallaba en el fondo de la sala. Espiaba sentado con unos camaradas en torno a una mesita de cinc, aparecían todos entre nubes, y azulados por el humo de las pipas; como no se les oyese gritar, hacía un gracioso efecto el verlos esforzarse con la mandíbula hacia adelante y los ojos fuera de su sitio. ¿Era posible que los hombres pudiesen abandonar a sus mujeres y a sus hogares para encerrarse así en un agujero irrespirable? La lluvia le iba cayendo a lo largo del cuello; se enderezó y dirigióse al bulevar exterior, reflexionando y no atreviéndose a entrar. ¡Pues sí que la hubiera recibido bien Coupeau, que en modo alguno quería que se le hostigase! Además, en verdad, aquello no le parecía muy a propósito para una mujer honrada. Entretanto, bajo los árboles que chorreaban agua, le dio un ligero escalofrío, y pensó, dudando aún, que era seguro que iba a atrapar alguna mala enfermedad. Por dos veces volvió a plantarse delante del cristal, pegando los ojos de nuevo, molesta por encontrar a aquellos malditos borrachos a cubierto, siempre vociferando y bebiendo. La claridad de la taberna se reflejaba en los charcos de la calle, donde la lluvia producía un estremecimiento de líquido que cuece. Se marchaba, chapoteaba por allí en cuanto la puerta se abría o se cerraba con ruido metálico. Por fin, llamándose tonta, empujó la puerta y se dirigió a la mesa de Coupeau. Después de todo, ¿por qué no? Era a su marido a quien venía a buscar y estaba autorizada a hacerlo, puesto que la había prometido llevarla esa noche al circo. ¡Tanto peor! No tenía ninguna gana de deshacerse como una pastilla de jabón en la acera.