Un vestido, sobre todo, le sentaba a maravilla. Era uno blanco de pintas rojas, muy sencillo y sin ningún adorno. La falda, un poco corta, permitía ver sus pies; las mangas, abiertas de arriba abajo y caídas, descubrían sus brazos hasta los codos; el escote del cuerpo, que abría en forma de corazón, con alfileres en un rincón oscuro de la escalera, para evitar los sopapos de papá Coupeau, mostraba la nieve de su cuello y la sombra dorada de su garganta. Y nada más, nada más que una cinta rosa anudada alrededor de sus cabellos rubios, cuyos extremos revoloteaban sobre su nuca. Tenía la frescura de un ramillete. Aspirábase en ella la juventud, el desnudo de la niña y el de la mujer.
Los domingos fueron para ella, en esta época, días de cita con la multitud, con todos los hombres que pasaban y que la contemplaban. Los esperaba la semana entera, excitada por pequeños deseos y como ahogándose, ansiosa de respirar aire libre y de pasear al sol, en la barahúnda del arrabal endomingado. Vestíase desde por la mañana, permaneciendo horas enteras en camisa ante el pedazo de espejo colgado encima de la cómoda; y como la podía ver toda la casa por la ventana, su madre se enfadaba, preguntándole si no acabaría pronto de pasear en ese traje. Pero ella, sin inquietarse, se pegaba ricitos en la frente con agua azucarada, recosía los botones de sus botines o arreglaba algún roto de su vestido, con las piernas al aire, la camisa cayéndosele de los hombros y con los cabellos revueltos. ¡Estaba encantadora de aquella manera! —decía papá Coupeau, riendo y echándolo a broma… ¡Una verdadera Magdalena desolada! Habría podido servir de mujer salvaje y exhibirse por diez céntimos. Le gritaba: «¡esconde tu carne, que me estoy comiendo el pan!». Estaba adorable, blanca y fina bajo la cascada de su cabellera rubia, enfureciéndose de tal manera que su tez se teñía de rojo, no atreviéndose a contestar a su padre y rompiendo el hilo con los dientes, con golpe seco y furioso, que agitaba con un estremecimiento su desnudez de joven hermosa.
En seguida, después del desayuno, se marchaba, bajaba al patio. La sosegada quietud del domingo adormecía la casa; abajo, los talleres estaban cerrados, los aposentos bostezaban por sus ventanas abiertas, mostrando sus mesas, ya puestas para la noche, en espera de las familias que paseaban por las fortificaciones para hacer apetito; una mujer del tercero empleaba el día en lavar su cuarto, arrastrando su cama, empujando sus muebles, cantando durante horas enteras la misma canción, con voz dulce y lastimera. En aquel reposo de los oficios, en medio del patio vacío y sonoro, empeñábanse partidas de volante entre Nana, Paulina y otras grandulonas. Eran cinco o seis que habían crecido juntas, que se hacían las reinas de la casa y compartían las ojeadas de los hombres. En cuanto uno atravesaba el patio se oían risas aflautadas, y los frú-frús de sus enaguas almidonadas susurrando como el soplo del viento. Por encima de ellas, el aire de los días de fiesta flameaba, pesado y ardoroso, como ablandado de pereza y blanqueado por el polvo de los paseos.
Pero las partidas de volante no eran más que una disculpa para escapar. De repente, la casa se quedaba silenciosa. Acababan de escurrirse a la calle y ganar los bulevares exteriores. Las seis, cogidas del brazo, ocupando toda la anchura de la calzada, iban y venían con sus vestidos claros y sus cintas anudadas alrededor de sus cabellos. Con sus ojos vivos, dirigían miraditas de reojo, viéndolo todo y echando el cuello hacia atrás para reírse, mostrando sus barbillas. Cuando un jorobado pasaba o cuando una viejecilla esperaba su perro al volver de la esquina, su fila se rompía, con su estrepitosa alegría; las unas se quedaban atrás, mientras que las otras tiraban de ellas violentamente; balanceaban las caderas, se agrupaban, se volvían a separar, buscando pretextos para atraer a la gente y hacer crujir los corpiños bajo sus nacientes formas. La calle les pertenecía; en ella se habían desarrollado, levantándose las faldas a lo largo de las tiendas; aún ahora se las levantaban hasta los muslos para sujetarse las ligas. En medio de la muchedumbre despaciosa y descolorida, entre los árboles esmirriados de los bulevares, la pandilla corría desde la barrera Rochechouart a la de Saint-Denis, empujando a la gente, cortando los grupos en zig-zag, volviéndose y parloteando entre sus incesantes carcajadas. Sus vestidos, agitados por el viento, dejaban detrás de ellas la insolencia de su juventud; se mostraban al aire libre, bajo la luz, con la grosería del pillete, apetitosas y tiernas como vírgenes que salen del baño con la nuca humedecida.
Nana iba en el centro, con su traje rosa, que se encendía al sol. Daba el brazo a Paulina, cuyo vestido de flores amarillas sobre fondo blanco resplandecía también con vivas llamaradas. Como eran las más gruesas, las más mujeres y las más descaradas, dirigían la cuadrilla y se ponían muy huecas con las miradas y los piropos; las otras, las pequeñas, iban a la cola, a derecha y a izquierda, tratando de estirarse para que las tomasen en serio. Nana y Paulina, en su interior, abrigaban complicadísimos planes de astutas coquetas. Si corrían hasta perder la respiración, era para mostrar sus medias blancas y para hacer flotar las cintas de sus moños. Cuando se detenían, haciendo que estaban sofocadas, con la garganta hacia atrás y palpitante, se podía observar y encontrar seguramente a alguno de sus conocimientos, a algún muchacho del barrio que andaba por allí cerca y entonces se ponían a andar lánguidamente, cuchicheando y riendo entre ellas, acechando con los ojos bajos. Se desvivían sobre todo por aquellas citas casuales en medio de los empujones de la calzada. Había mocetones, endomingados con levita y sombrero hongo, que las retenían en el borde del arroyo para bromear e intentar pellizcarles la cintura. Había obreros de veinte años, despechugados con sus blusas grises, que charlaban lentamente con ellas, con los brazos cruzados, echándoles en la nariz el humo de sus pipas. Aquello no tenía consecuencias, los muchachos habían crecido al mismo tiempo que ellas en el arroyo. Pero entre todos, éstas hacían su elección. Paulina se encontraba siempre con uno de los hijos de la señora Gaudron, un carpintero de diez y siete años, que la convidaba con manzanas. Nana, desde cualquier extremo de una avenida, veía a Víctor Fauconnier, el hijo de la planchadora, con el que se besaba por los rincones oscuros. La cosa no iba más lejos, sabían demasiado para cometer una tontería. Se limitaban a conversaciones más o menos picarescas. Cuando el sol se ponía, la gran alegría de aquellas picaruelas consistía en pararse ante los malabaristas. Llegaban escamoteadores y hércules que extendían sobre el suelo de la avenida una alfombra raída por el uso. Los papanatas se agrupaban, hacían corro, mientras que los saltimbanquis, en medio, hacían resaltar su musculatura dentro de sus mallas estropeadas. Nana y Paulina se estaban las horas muertas en lo más espeso de la muchedumbre. Sus bellos y nuevos trajes se aplastaban entre los gabanes y las blusas sucias. Sus brazos, su cuello, sus cabellos al aire, se caldeaban con pestilentes alientos, con emanaciones de vino y de sudor. Ellas se reían, divertidas, sin el menor asco, más sonrosadas aun y como si se encontrasen en su elemento. A su alrededor se oían palabras gruesas, crudezas y reflexiones de hombres alcoholizados. Aquel era su propio lenguaje, sabían todo y se volvían sonrientes, con su tranquilo impudor, sin que se alterase la palidez delicada de su piel de raso.
La única cosa que les contrariaba era encontrarse allí con sus padres, sobre todo si éstos habían bebido. Ambas vigilaban y se advertían.
—¡Mira, Nana —gritaba de repente Paulina—, allí está papá Coupeau!
—Sí, pero no está achispado —decía Nana molesta—; yo me largo, no tengo ganas de que me sacuda las liendres. ¡Anda! ¡Se ha caído! ¡Dios, Dios, si se estrellase de una vez!
Otras veces, cuando Coupeau negaba derecho a ella, sin dejarla tiempo de escapar, se acurrucaba muy bajito y decía:
—Escondedme vosotras…; me busca, ha prometido darme un puntapié si me pilla paseando. Después, cuando el borracho había pasado, se levantaba, y todas le seguían, desternillándose de risa. ¡La encontrará, no la encontrará!… Aquello era un verdadero juego al escondite. Un día, sin embargo, Boche fue a buscar a Paulina y se la llevó de las orejas y Coupeau a Nana, a puntapiés.
Atardecía, daban el último paseo, regresaban con el crepúsculo pálido, en medio de la muchedumbre fatigada. El polvo que levantaba el aire se había espesado, oscureciendo el cielo. La calle de la. Goutte-d'Or se la habría podido tomar como un rincón de provincias, con las comadres en las puertas, con sus voces corriendo el silencio del barrio desprovisto de coches. Ellas se paraban un instante en el patio, volvían a coger sus raquetas para hacer creer que no se habían movido de allí. Subían a sus casas, preparando una historia de la cual no se servían muchas veces, cuando encontraban a sus padres demasiado ocupados en zurrarse la badana por una sopa mal salada o medio cruda.
En esta época Nana era obrera, ganaba dos francos en casa de Titreville, en la calle del Cairo, donde había hecho su aprendizaje. Los Coupeau no querían cambiarla, para que estuviera bajo la vigilancia de la señora Lerat, que ocupaba el primer lugar en el taller desde hacía diez años. Por la mañana, mientras que la madre miraba la hora en el cuclillo, la pequeña se marchaba sola con aire desenvuelto, cubiertos sus hombros por su viejo traje negro demasiado estrecho y demasiado corto; la señora Lerat estaba encargada de comprobar la hora de su llegada, la que comunicaba en seguida a Gervasia. Le daban veinte minutos para ir de la calle de la Goutte-d'Or a la calle del Cairo, cosa que era suficiente, ya que aquellas endiabladas muchachas tenían piernas de ciervo. Algunas veces llegaba justito, pero tan roja, tan jadeante, que seguramente había recorrido la barrera en diez minutos, después de haber andado entreteniéndose por el camino. Por lo general, llegaba con siete y ocho minutos de retraso; hasta la noche se mostraba muy zalamera con su tía, con ojos suplicantes, tratando así de conmoverla para que no hablara. La señora Lerat, que comprendía a la juventud, mentía a los Coupeau, pero sermoneaba a Nana en charlas interminables donde hablaba de su responsabilidad y de los peligros que una joven corría en las calles de París. ¡Dios de misericordia! ¿No la perseguían también a ella? Acogía a su sobrina con los ojos encendidos por continuas preocupaciones licenciosas, inflamándose ante la idea de guardar incólume la inocencia de aquella gatita.
—Mira —le repetía—, tienes que decírmelo todo. Soy demasiado, buena para ti, y si te sucede una desgracia no tendré otro remedio que arrojarme al Sena. Fíjate bien, gatita mía, si los hombres te hablan, es preciso que me lo repitas todo, sin olvidar una palabra. ¿No te han dicho nada todavía? ¿Me lo juras?
Nana se reía entonces con una risa que le cosquilleaba la boca. No, no; los hombres no le hablaron. Ella iba demasiado de prisa. Además, ¿que le iban a decir? Ella no tenía nada que ver con ellos. Explicaba sus retrasos, haciéndose la boba; se había detenido para mirar estampas o había acompañado a Paulina, que sabía la mar de historietas. Si no le creían, podían seguirla; siempre iba por la acera de la izquierda, y andaba de prisa, adelantando a las demás compañeras, como si fuera un coche. Para decir la verdad, la señora Lerat la había sorprendido un día en la calle del Petit-Carreau mirando hacia arriba, riendo con otras tres buenas piezas de floristas, porque un hombre se afeitaba en una ventana; pero la pequeña llegó a enfadarse, jurando que entrara precisamente en la panadería de la esquina para comprar un panecillo de cinco céntimos.
—Yo la vigilo, no tengáis miedo —decía la respetable viuda a los Coupeau—, os respondo de ella como de mí misma. Si cualquier majadero intentase pellizcarla, antes me pondría yo de por medio.
El taller en casa de Titreville era una gran habitación en el entresuelo, con un ancho tablero colocado en caballetes, ocupando la parte central de la pieza. A lo largo de las cuatro paredes vacías, cuyo papel grisáceo mostraba el yeso por las desgarraduras, se veían unos estantes atestados de viejas cajas de cartón, de paquetes, de modelos de desecho olvidados allí, bajo una espesa capa de polvo.
En el techo, el gas había pasado como un brochazo de hollín. Las dos ventanas eran tan anchas, que las obreras, sin dejar el tablero, veían desfilar a todo el mundo por la acera de enfrente. La señora Lerat, para dar ejemplo, llegaba la primera. Después, la puerta se golpeaba durante un cuarto de hora y todas las floristas entraban a la desbandada, sudorosas y despeinadas. Una mañana de julio, Nana se presentó la última, lo que acostumbraba a hacer a menudo.
—¡Cuando yo tenga coche, esto no sucederá! —dijo.
Y sin quitarse siquiera su sombrero, una especie de gorrillo negro que ella llamaba su gorra y que ya estaba harta de reformar, se aproximó a la ventana, mirando a derecha e izquierda para ver la calle.
—¿Qué miras? —le preguntó la señora Lerat, desconfiada—. ¿Te ha acompañado tu padre?
—No, no… —respondió Nana tranquilamente—. No miro nada. Solamente miraba el buen tiempo que hace. Corriendo así, en verdad que atraparé una enfermedad.
La mañana fue de un calor sofocante. Las obreras habían bajado las celosías, a través de las cuales atisbaban el movimiento de la calle. Se pusieron por fin al trabajo en los dos lados de la mesa, en la cual la señora Lerat ocupaba sola un extremo. Eran ocho, y cada una tenía ante sí el bote de colar sus pinzas, sus útiles y su almohadilla de imprimir. Sobre la mesa se veía una mezcla de alambres, bobinas, algodón, papel verde y marrón, hojas y pétalos cortados en seda, en satén o en terciopelo. En el centro, y en la boca de una garrafa grande, una florista había colocado un ramito de diez céntimos, que desde la víspera se marchitaba en su corpiño.
—¿No sabéis? —dijo Leonie, una linda morena, inclinándose sobre su almohadilla en la que ponía pétalos de rosa—. Resulta que la pobre Carolina es muy desgraciada con aquel muchacho que venía a esperarla por la noche.
Nana, disponiéndose a cortar delgaditas tiras de papel verde, exclamó:
—¡Caramba!, un hombre que le hace pifias todos los días.
El taller se llenó de alegría, y la señora Lerat tuvo que ponerse seria. Arrugó la nariz, murmurando:
—¡Qué palabras tan indecentes usas, hija mía!; se lo contaré a tu padre y veremos si le gusta.
Nana infló los carrillos reteniendo la risa. ¡Su padre! ¡Pues no decía él pocas! Pero Leonie, de repente, dijo con rapidez y muy bajo: