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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

La taberna (46 page)

BOOK: La taberna
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También había en este asunto cuestión de pantalones. Afirmábase que Lantier había abandonado a Gervasia, y el barrio declaraba su conformidad con ellos. Menos mal que por fin iba a haber un poco de moralidad en la calle. Y el honor completo de la separación recaía sobre ese pillo de sombrerero, en quien las mujeres creían a ojos cerrados. Daban pelos y señales; había tenido que sacudir a la planchadora para hacerla estar tranquila, pues no le dejaba en paz. Naturalmente, nadie decía la verdad; los que habrían podido saberla la juzgarían demasiado sencilla y poco interesante. Lantier había dejado a Gervasia de cierta manera, y en el sentido de que no estaba con ella día y noche, pero seguramente subía a verla en el sexto cuando se le ocurría pues la señorita Remanjou lo encontraba cuando salía de la casa de los Coupeau a horas intempestivas. Las relaciones continuaban, de vez en cuando y sin que ni uno ni otro pusieran en ellas ninguna ilusión; un resto de costumbre, complacencias recíprocas, nada más… Lo que venía a complicar la situación era que la gente metía en el mismo lío a Lantier con Virginia. En esto el barrio se apresuraba demasiado. Sin duda, el sombrerero andaba tras la morena, y hasta estaba indicado, puesto que reemplazaba a Gervasia en todo y por todo en la vivienda. Corría incluso una historieta a propósito de ellos; decíase que una noche había ido a buscar a Gervasia a la cama del vecino, y que había tomado y guardado a Virginia sin reconocerla antes del alba, a causa de la obscuridad. El cuento hacía desternillar de risa a todos, pero en realidad las cosas no iban tan avanzadas, apenas si se permitía pellizcarle las caderas. Los Lorilleux no perdían ocasión de hablar de ello a la planchadora, esperando ponerla celosa. Los Boche también daban a entender que no habían visto nunca una tan linda pareja. Lo más gracioso de todo era que la calle de la Goutte-d'Or no parecía tomar muy en serio al nuevo matrimonio de tres; no, la moral, dura y severa para Gervasia, se mostraba indulgente para Virginia. Quizás la benignidad sonriente de la calle provenía de que el marido era guardia municipal.

Felizmente, los celos apenas atormentaban a Gervasia. Las infidelidades de Lantier la dejaban tranquila, porque su corazón, desde hacía mucho tiempo, no entraba para nada en sus relaciones con él. Se había enterado, sin querer, de historias sucias, líos del sombrerero con toda clase de mujeres: las primeras perras peinadas con que tropezaba por la calle; y esto le había hecho tan poco efecto, que pudo continuar sus complacencias sin encontrar siquiera bastante coraje para romper. Sin embargo, no aceptó tan conforme el nuevo capricho de su amante. Con Virginia era otra cosa. Habían inventado aquello con el único objeto de molestarla; y si le importaba un bledo el hecho en sí, no por eso dejaba de poner atención. Cuando la señora Lorilleux o cualquier otra mala pécora decía en su presencia que Poisson no podía pasar ya por la puerta de Saint-Denis, se quedaba blanca completamente, parecía que le arrancaban el pecho y le quemaban el estómago. Se mordía los labios evitando enfadarse para no dar ese gusto a sus enemigos; pero debió reñir con Lantier, porque la señorita Remanjou una tarde creyó distinguir el ruido de una bofetada. Desde luego, algo cierto debió de haber en ello, puesto que Lantier dejó de hablarla durante quince días, mas después volvió, y todo siguió, como si nada hubiera pasado. La planchadora prefería tomar su resolución echándose para atrás ante un posible tirón de moños, deseosa de no atormentar más su vida. Ya no tenía veinte años y no le gustaban los hombres hasta el punto de distribuir azotainas por sus bellos ojos, y además arriesgar su puesto; únicamente iba agregando esto a lo demás.

Coupeau estaba siempre de broma. Este marido cómodo, que no había querido verse los cuernos, bromeaba de lo lindo a propósito de los de Poisson. En su casa aquello no contaba; pero en la de los demás le parecía entusiasmarle, y pasaba grandes apuros por atisbar estos hechos cuando las señoras de los vecinos iban a mirar la hoja del revés. ¡Qué Juan Lanas el tal Poisson! Y un hombre semejante usaba espada y se permitía empujar a la gente en las aceras. ¡Y luego Coupeau tenía la desfachatez de ponerse a bromear con Gervasia! ¡Vaya con su enamorado, la abandonaba! No tenía suerte, estaba visto; no había podido triunfar de los herreros la primera vez, y la segunda habían sido los sombrereros los que se le escapaban de la mano. Y todo porque ponía sus ojos en oficios nada serios. ¿Por qué no se fijaba en un albañil, un hombre de arraigo, acostumbrado a amasar sólidamente el yeso? Él decía estas cosas por pura broma, pero Gervasia no por ello dejaba de ponerse de mil colores, porque la sondeaba con sus ojillos grises, como si quisiera meterle las palabras con un barreno. Cuando abordaba el capítulo de suciedades, ella no sabía nunca si hablaba en broma o en serio. Un hombre que se emborracha desde el principio al fin del año no tiene la cabeza en su sitio, e incluso hay maridos muy celosos a los veinte años, que la bebida vuelve muy complacientes a los treinta, en cuanto a la fidelidad conyugal se refiere.

¡Había, que ver a Coupeau fanfarroneando en la calle de la Goutte-d'Or! Llamaba a Poisson el cornudo, y así cerraba el pico a los parlanchines. Ya no era él el cornudo. Él sabía lo que sabía. Si en otro tiempo había hecho como que no entendía, era probablemente porque no le gustaban los chismes. Cada uno conoce lo suyo y se rasca donde le pica. A él no le picaba nada y no podía rascarse por darle gusto al mundo.

Y el guardia municipal, ¿oía o no? La cosa era cierta esta vez, habían visto a los enamorados juntos, así que no se trataba de inventos. Y se enfadaba, no comprendiendo cómo un hombre, un funcionario de gobierno, sufría en su casa un escándalo semejante. Seguramente al municipal le gustaban las sombras de los otros, eso era todo. Las noches en que Coupeau se aburría solo con su mujer en su agujero, bajo los tejados, bajaba a buscar a Lantier y lo subía por la fuerza. Encontraba triste la casucha desde que el camarada no estaba allí. Los ponía en paz, a Gervasia y al sombrerero, si los veía enfadados. ¡Caray! ¿No hay que enviar al mundo entero a freír espárragos? ¿Por ventura está prohibido divertirse como a uno le plazca? Se reía para sí y se encendían sus ojuelos de borracho ante la necesidad de compartir todo con el sombrerero para embellecer la vida. Sobre todo en estas noches, era cuando Gervasia no sabía sí su marido hablaba en serio o en broma.

En medio de este ambiente Lantier se daba gran importancia. Se mostraba paternal y digno. Por tres veces había impedido que se enemistaran los Coupeau y los Poisson. Las buenas relaciones entre los dos matrimonios entraban de lleno en su satisfacción. Gracias a las tiernas y firmes miradas con las que vigilábanle a las dos mujeres, éstas afectaban siempre sentir una tierna amistad. Y él, reinando sobre la rubia y sobre la morena, con una tranquilidad de pachá, seguía echando carnes con su falta de vergüenza. Aquel mastín aún estaba haciendo la digestión de los Coupeau y ya se comía a los Poisson. ¡Eso apenas le apuraba! Una tienda comida, empezaba con la otra. No hay como los hombres de esta clase para tener suerte.

En junio de aquel año Nana hizo su primera comunión. Ya iba por sus trece abriles; crecía como un espárrago, y en su cara ya se veía el desparpajo; el año anterior la habían echado del catecismo por su mala conducta, y si el cura la había admitido esta vez era por miedo a no dejar en el arroyo una descreída más. Nana bailaba de alegría pensando en su traje blanco. Los Lorilleux, como padrinos, habían prometido el vestido, regalo del que hablaban a toda la vecindad; la señora Lerat daría el velo y la cofia; Virginia, el bolso, y Lantier el libro de misa; de manera que los Coupeau esperaban la ceremonia sin apurarse demasiado. Hasta los Poisson, que querían celebrar su instalación, aprovecharon aquella ocasión, a instancias sin duda del sombrerero. Invitaron a los Coupeau y a los Boche, cuya pequeña también hacía la comunión. Por la noche tomarían en su casa un guiso de carnero y algunas cosillas más.

La víspera, en el momento en que Nana, maravillada, contemplaba sus regalos colocados en la cómoda, entró Coupeau en un estado abominable. El ambiente de París volvía a apoderarse de él; la tomó con la madre y la hija diciéndoles razones de borracho y palabrotas que no eran lo más a propósito para semejante situación. Nana, por su parte, se iba haciendo mal hablada, a causa de las sucias conversaciones que oía a su alrededor constantemente. Los días de lío bien sabía tratar a su madre de zorra y de gallina.

—¿Y el pan? —vociferaba el plomero—. ¡Quiero mi sopa, pedazo de m…! Ya están las mujeres con los trapos. Como no esté mi sopa me sentaré sobre esas porquerías…

—¡Qué impertinente cuando está borracho! —murmuró Gervasia impaciente. Y volviéndose a él le dijo:

—Se está calentando; no nos molestes…

Nana se hacía la prudente, porque lo encontraba gracioso en un día como aquel. Continuaba mirando los regalos en la cómoda, bajando los ojos y afectando no oír las bajezas de su padre. Pero el plomero, los días en que estaba así, se ponía de lo más quisquilloso. Le hablaba casi encima del cuello.

—¡Ya te daré yo ropitas blancas! ¿Acaso las quieres para ponerte pelotitas de papel entre el corsé como el domingo pasado? ¡Sí, sí, espera un poco! ¡Ya te veo mover bien el culito! Los trapos bonitos se suben a la cabeza… ¿Quieres largarte de ahí, mal bicho? ¡Guarda tus atavíos, mételos en un cajón o te refriego con ellos!

Nana, con la cabeza baja, no respondía nada. Tenía en la mano la cofia de tul y le preguntaba a su madre cuánto costaba. Y como Coupeau alargase la mano para arrancársela, la misma Gervasia le empujó gritando:

—¡Deja en paz a la niña! Está formalita y no hace nada malo.

Entonces el plomero soltó cuanto le quedaba dentro.

—¡Ah, las zorras, madre e hija! ¡Vaya pareja! Bonito estaba ir a tomar al buen Dios haciendo guiños a los hombres. ¡Atrévete a negarlo, putilla! Te voy a poner un saco a ver si te araña la piel. Sí, con un saco, a ver si os parece bien a ti y a tus curas. ¿Necesito yo que te lleven al vicio? ¡Vive Dios! ¿Queréis escucharme las dos?

De repente volvióse Nana furiosa, mientras Gervasia extendía los brazos para proteger los adornos que Coupeau hablaba de desgarrar. La chiquilla miró a su padre fijamente, y a continuación, olvidando la modestia recomendada por su confesor, dijo con los dientes apretados:

—¡Cerdo!

En cuanto el plomero tomó su sopa se puso a roncar. Al día siguiente se despertó muy alegre. Conservaba algo de la víspera, pero justamente aquello que le hacía falta para estar amable. Asistió al tocado de la pequeña, enternecido por el vestido blanco, pareciéndole que con cualquier trapito tenía aspecto de una verdadera señorita. En fin, como él decía, un padre en un día semejante era lógico que se enorgulleciera de su hija. Y había que ver la gracia de Nana, con sus pudorosas sonrisas de desposada, con su traje demasiado corto. Cuando bajaron y vio en la portería a Paulina, igualmente vestida, Nana se paró, envolviéndola con una mirada serena, y en seguida se mostró muy cariñosa, al verla peor vestida que ella; estaba hecha un fardo. Las dos familias fueron juntas a la iglesia. Nana y Paulina marcharon juntas delante, con el libro de misa en la mano, sujetando sus velos que el viento agitaba; no hablaban, reventando de gozo al ver a las gentes salir de las tiendas haciendo gestos devotos y oír decir a su paso que estaban muy bonitas. Las señoras Boche y Lorilleux se retrasaban, porque se estaban comunicando sus reflexiones sobre la Banban, una comelotodo, cuya hija no habría comulgado nunca si no hubiera sido por los parientes que le habían dado todo, sí, todo, hasta una camisa nueva, por respeto a la sagrada misa. La señora Lorilleux se ocupaba sobre todo: del vestido, su regalo, fulminando a Nana, y llamándola «cochina» cada vez que recogía polvo con la falda al arrimarse demasiado a las tiendas.

Coupeau estuvo llorando todo el tiempo en la iglesia. Era una tontería, pero no podía contenerse. Aquello le conmovía: ver al cura extendiendo los brazos y a las niñas, semejantes a ángeles, desfilando con las manos juntas; la música del órgano le repercutía en el vientre, y el agradable olor del incienso le obligaba a andar sorbiendo, como si le hubieran aplicado un ramo de flores a la nariz. Todo lo veía azul, se sentía tocado en el corazón. Entonóse especialmente un cántico suave, mientras que las pequeñas recibían al buen Dios, que le pareció que se le deslizaba por el cuello, produciéndole un estremecimiento, a lo largo de la espina dorsal. A su alrededor las personas sensibles mojaban también sus pañuelos. En realidad era un bello día, el mejor de la vida. Al salir de la iglesia y acercarse a tomar un vasito con Lorilleux, que había permanecido con los ojos secos y que le tomaba el pelo, se enfadó, acusando a los cuervos de quemar en sus casas hierbas malas para ablandar a los hombres. Después de todo, no tenía por qué ocultarse, sus ojos habían dejado escapar lágrimas, pero eso no probaba sino que no tenía un ladrillo en el pecho. Y pidió otra ronda.

Por la noche la cena fue muy alegre en casa de los Poisson. La amistad se manifestó sin el menor percance desde el principio hasta el final. Cuando los malos tiempos vienen no faltan veladas agradables, horas en que llegan a quererse hasta gentes que se detestan. Lantier, teniendo a Gervasia a la izquierda y a Virginia a la derecha, les prodigaba por igual ternuras de gallo que no quiere alborotos en su gallinero. Enfrente, Poisson conservaba su apariencia tranquila y severa de guardia municipal, acostumbrado a no pensar en nada, con los ojos entornados durante sus largos paseos por las aceras. Pero las reinas de la fiesta fueron las niñas, Nana y Paulina, a las que se había permitido que no se mudaran; estaban tiesas, por temor a manchar sus vestidos blancos, y tenían que gritarles a cada momento para que levantaran la barbilla y comieran como es debido. Nana, aburrida, acabó por echarse un vaso de vino sobre el vestido; se armó un escándalo y hubo que desnudarla y lavar inmediatamente aquello con un vaso de agua.

En los postres se habló seriamente sobre el porvenir de las niñas. La señora Boche ya había elegido. Paulina entraría a un taller de caladora de oro y plata; ganaban en eso cinco y seis francos por día. Gervasia no sabía todavía; Nana no mostraba ninguna preferencia; su único gusto era el de andar correteando; para todo lo demás tenía manos de manteca.

—Yo, en su lugar —dijo la señora Lerat—, la haría florista. Es un oficio limpio y bonito.

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