—¿Encontró usted lo que buscaba; señora? —dijo con acento de borracho burlón—. Gueule-d'Or, he sido yo quien le indiqué a la señora… ¿sabes?
Este último se llamaba Bec-Salé, y de apodo Boit-sans-Soif, el flamenco de los flamencos, un experto en la fabricación de clavos, que regaba su hierro con un litro de matarratas al día. Había ido a beber una copa, porque no se sentía lo suficientemente «engrasado» para esperar seis horas. Cuando supo que Zouzou se llamaba Esteban le pareció muy divertido y se echó a reír, mostrando su negra dentadura. Después reconoció a Gervasia; precisamente la víspera se había echado una copita en compañía de Coupeau. Podía hablarle de Bec-Salé, alias Boit-sans-Soif con seguridad de que diría en seguida:
—¡Es todo un hombre! ¡Buen animal está hecho Coupeau! Era la mar de amable, pagaba las rondas antes de que le llegase el turno.
—Mucho me agrada que sea usted su mujer…; merece tener una bonita compañera. ¿No es cierto, Gueule-d'Or, que la señora es una hermosa mujer?
Se las daba de galante, acercándose a la planchadora, la cual tomó su cesta y se la puso delante para mantenerlo a distancia. Goujet, contrariado, comprendiendo que el compañero iba demasiado lejos en su amistad con Gervasia, le gritó:
—¡Dime, holgazán! ¿Para cuándo guardas los cuarenta milímetros?… ¿Estás en vena ahora que te hallas templado, bonachón?
El herrero se refería a un pedido de gruesos clavos que necesitaban dos golpeadores en el yunque.
—Para en seguida, si quieres, niño grande —contestó Bec-Salé—. ¡Todavía se mama el dedo y se las da de hombre! Por muy hombrón que seas, otros tan grandes como tú me he comido.
—¿Sí?, pues en seguida. Acércate y vamos los dos.
—¡Vamos allá!
Desafiábanse, encendidos por la presencia de Gervasia. Goujet puso al fuego los trozos de hierro cortados anteriormente; después fijó sobre un yunque una clavera de grueso calibre. El compañero había cogido dos mazos de veinte libras que estaban contra la pared, las dos grandes hermanas del taller que los obreros llamaban
Fifine
y
Dédèle
. Proseguía soltando bravatas, hablaba de media gruesa de pasadores que había forjado para el faro de Dunquerque, verdaderas joyas, dignas de ser colocadas en un museo; tan lindas eran. ¡Por los clavos de Cristo!…, él no temía a la competencia; antes de encontrar un muchacho como él habría que remover todos los escondrijos de la capital. Se iban a reír y se iba a ver lo que era bueno.
—La señora juzgará —dijo volviéndose hacia la joven.
—¡Basta de charla! —gritó Goujet—. ¡Vamos, Zouzou! Apenas calienta, pequeño.
Pero Bec-Salé, apodado Boit-sans-Soif, siguió preguntando:
—Entonces, ¿vamos a golpear juntos?
—¡De ninguna manera! Cada uno su perno, mi valiente.
La proposición cayó como un jarro de agua fría, y el compañero, a pesar de su charlatanería, se quedó sin saliva en la boca. Jamás se había visto pasadores de cuarenta milímetros forjados por un solo hombre, y mucho menos siendo éstos con la cabeza redonda, trabajo de gran dificultad, verdadera obra maestra. Los otros tres obreros del taller habían abandonado su tarea para mirar; uno alto y seco apostaba un litro de vino a que Goujet sería vencido. Los dos forjadores tomaron cada uno una maza, a ojos cerrados, porque
Fifine
pesaba media libra más que
Dédèle
, Bec-Salé tuvo la suerte de echar mano a
Dédèle
; Gueule-d'Or cayó sobre
Fifine
. Mientras el hierro blanqueaba, el primero, vuelto a su fanfarronería, se colocó delante del yunque lanzando tiernas miradas a la planchadora; poníase en guardia, golpeando con el pie como un señor que va a batirse, dibujando el gesto de balancear a
Dédèle
. ¡Rayos y truenos! ¡Bueno era él! ¡Era capaz de hacer añicos a la columna Vendôme!
—¡Vamos, empieza! —dijo Goujet colocando él mismo en la clavera uno de los pedazos de hierro del grosor de una muñeca de jovencita. Boit-sans-Soif se echó para atrás y enarboló a
Dédèle
con las dos manos. Pequeño, seco, con su barba de chivo y sus ojos de lobo relucientes bajo su mal peinado cabello, se doblaba a cada bolea del martillo, saltando en el suelo como arrastrado por su empuje. Era un colérico, que se batía con su hierro, por testarudez de encontrarlo tan duro; y hasta lanzaba un gruñido cuando creía haberle aplicado un buen golpe. Podía ser muy bien que el aguardiente ablandase los brazos de los demás, pero él tenía necesidad de aguardiente en las venas en lugar de sangre; la copita que tomara un poco antes le calentaba como una caldera, y sentía dentro de él una potente fuerza de máquina de vapor; era el hierro el que tenía miedo de él esta tarde; lo dejaba más aplastado que un insecto. ¡Y había que ver cómo danzaba
Dédèle
! Ejecutaba la gran cabriola con las patitas al aire, cual una danzarina del Elysée-Montmartre, enseñando sus interiores; pues allí no se trataba de andarse con tonterías, el hierro es tan canalla que se enfría en seguida con el único fin de burlarse del martillo. En treinta golpes Bec-Salé había dado forma a la cabeza de su clavo. Soplaba, los ojos fuera de sus órbitas, y estaba invadido por una furiosa cólera al oír que sus brazos crujían. De repente, danzando de un lado para otro descargó dos golpes de más con el solo objeto de vengarse del trabajo que le había costado. Cuando lo retiró de la clavera, el clavo tenía su cabeza como la de un jorobado: deformada.
—¡Eh! ¿Qué tal? —dijo, no obstante, con gran aplomo, presentando su trabajo a Gervasia.
—Yo no entiendo de eso, señor —respondió la planchadora un tanto reservada.
Pero muy bien veía sobre el clavo los dos últimos golpes de
Dédèle
, y estaba muy satisfecha por ello. Se mordía los labios para no reír, contenta porque se le presentaban a Goujet todas las probabilidades de éxito.
Le tocaba a Gueule-d'Or. Antes de comenzar dirigió a la planchadora una mirada llena de confiada ternura. En seguida, sin apresurarse, midió la distancia, y comenzó a lanzar el martillo desde gran altura a grandes voleos regulares. Su trabajo era clásico, correcto, equilibrado y flexible.
Fifine
, en sus manos, no danzaba un kan-kan de tabernucho, con las faldas remangadas por encima de las piernas, sino que se alzaba y caía cadenciosamente, como una noble dama, con aspecto grave, dirigiendo un antiguo minuet. Los talones de
Fifine
llevaban gravemente el compás; se hundían en el hierro al rojo, sobre la cabeza del pasador, con una ciencia reflexiva, primero aplastando el metal en el centro, y después modelándole con una serie de golpes de rítmica precisión. Con seguridad, no era aguardiente lo que Gueule-d'Or tenía en las venas. Era sangre, pura sangre, que latía poderosamente hasta en su martillo y regulaba la tarea. Estaba magnífico en su trabajo, semejante a un coloso. Recibía de lleno la enorme llama de la fragua. Sus cortos cabellos caían rizados sobre su frente, su hermosa barba rubia y rizada se encendía y le iluminaba el rostro con sus hilos de oro, verdadero rostro de oro, sin exagerar. Añádase a esto un cuello semejante a una columna, blanco como el de un niño; un ancho pecho, lo suficiente para que una mujer pudiera reposar en él; hombros y brazos esculturales que parecían copiados de los de un gigante de algún museo. Cuando tomaba ímpetu, se hinchaban sus músculos y montañas de carne se agitaban y endurecían bajo la piel; espaldas, pecho y cuello aumentaban de volumen; esparcía claridad alrededor suyo y aparecía hermoso, omnipotente como un dios. Veinte veces había golpeado ya con
Fifine
, con los ojos sobre el hierro, respirando a cada golpe, viéndose tan sólo en sus sienes dos gruesas gotas de sudor que se deslizaban. Iba contando: veintiuno, veintidós, veintitrés…
Fifine
continuaba tranquilamente sus reverencias de gran señora.
—¡Qué presumido! —murmuraba zumbonamente Bec-Salé.
Gervasia, enfrente de Gueule-d'Or, miraba con tierna sonrisa. ¡Dios mío! ¡Qué necios son los hombres! ¡Acaso aquellos dos no golpeaban sobre los clavos más que para hacerle la corte! ¡Oh, ella comprendía bien! Se la disputaban a martillazos. Ellos estaban como dos grandes gallos rojos que hacen gallardías delante de una pequeña pollita blanca. Hay que inventar cosas nuevas, ¿no es esto? Algunas veces el corazón tiene modos peregrinos de declararse. Sí, era por ella aquel estruendo de
Dédèle
y de
Fifine
sobre el yunque; por ella aquella fragua en movimiento, con el fulgor de un incendio, llena de chispas vivas. Forjábanle allí un amor, se la disputaban, para aquel que forjara mejor. A decir verdad, en el fondo aquello le agradaba, pues al fin y al cabo a las mujeres les gustan los cumplimientos. Los martillazos de Gueule-d'Or, sobre todo, le repercutían en el corazón, sonaban dentro de él como sobre el yunque, con música clara, que acompañaba a los violentos latidos de su sangre. Aquello parecía una tontería, pero ella sentía como si algo le penetrara, algo sólido, un poco del hierro del clavo. Al atardecer, antes de entrar, había sentido a lo largo de las aceras húmedas un deseo vago, casi una necesidad de regalarse con un buen bocado; ahora se encontraba satisfecha como si los martillazos de Gueule-d'Or la hubiesen alimentado. ¡Oh, no dudaba de su victoria! A él era a quien pertenecería. Bec-Salé, alias Boit-sans-Soif, era demasiado feo, con su chaquetón y su delantal sucio, saltando con movimientos de mono escapado de la jaula. Gervasia esperaba encendida, feliz en medio de tan gran calor, regocijándose de ser sacudida de pies a cabeza por las últimas voleadas de
Fifine
.
Goujet seguía contando.
—¡Y veintiocho! —gritó por último, dejando el martillo en tierra—. Se terminó: lo podéis ver.
La cabeza del perno estaba pulida, limpia, sin ninguna rebarba, un verdadero trabajo de joyería, una redondez de bola de billar hecha con molde. Los obreros la miraban bajando la cabeza; nada había que oponer, era para ponerse de rodillas delante. Bec-Salé trató de seguir bromeando, pero mascullando se volvió a su yunque con mal humor. Gervasia se había arrimado a Goujet como para ver mejor. Esteban había dejado el fuelle, y la fragua volvía a llenarse de sombra, como una puesta de sol rojo que cayera de repente en una noche cerrada. El herrero y la planchadora experimentaban una inefable dulzura sintiéndose envueltos por aquella noche, en este cobertizo lleno de hollín y limadura, donde se esparcían olores de hierro viejo; no se habrían sentido más solos en el bosque de Vincennes, si se hubieran dado una cita en el fondo de una enramada. Tomóla de la mano como si la hubiese conquistado.
Una vez fuera no cambiaron ni una sílaba. Goujet no encontraba nada que decir; limitóse a murmurar que se podía haber llevado a Esteban, si no le quedase aún media hora de trabajo. Marchábase, por último, Gervasia, cuando él la llamó, procurando retenerla unos minutos más.
—Venga —le dijo—. No lo ha visto usted todo… No, por cierto, y hay cosas muy curiosas.
La condujo a la derecha a otro cobertizo, donde su patrón instalaba toda una fabricación mecánica. En el umbral vaciló, sobrecogida de un miedo instintivo. El inmenso local, sacudido por las máquinas, temblaba; y se veían flotar grandes sombras manchabas de fuego rojo. Pero él la tranquilizó, sonriente, jurando que no había nada que temer; únicamente debía tener cuidado de no acercar demasiado sus faldas a los engranajes. Echó a andar delante, y ella le siguió en medio de aquel estruendo ensordecedor en donde toda clase de ruidos silbaban y roncaban, envueltos en humaredas pobladas de seres fantásticos, de hombres negros, atareados y de máquinas agitando sus brazos. De tal modo que la planchadora no diferenciaba unas de otros. Los pasos eran estrechísimos y resultaba necesario saltar sobre los obstáculos, evitar los agujeros y apartarse para resguardarse de un carretón. No se oía hablar. Gervasia nada distinguía aún, todo danzaba a su alrededor. Después, como experimentara por encima de su cabeza la sensación de un gran batir de alas, levantó los ojos y se entretuvo en mirar las correas, las largas cintas que tendían en el techo una gigantesca tela de araña, cada uno de cuyos hilos se devanaba en un extremo, detrás de un pequeño muro de ladrillos; las correas parecían hilar por sí mismas y traer el movimiento desde el fondo de la sombra, con su resbalar continuo, regular, dulce como el vuelo de un ave nocturna. Pero estuvo a punto de caer al chocar consuno de los tubos del ventilador que se ramificaban sobre el revuelto suelo, para distribuir un soplido de viento áspero a las pequeñas fraguas que estaban cerca de las máquinas. El herrero comenzó por enseñarle esto; dirigió el viento sobre uno de los hornillos y grandes llamas se extendieron por los cuatro costados en forma de abanico, como una pañoleta de fuego hecho encaje, resplandeciente, matizada apenas con una punta de laca; la luz era tan viva, que las lamparillas de los obreros parecían gotas de sombra en el sol. Después alzó la voz para dar explicaciones, pasando a continuación a las máquinas: las tijeras mecánicas que se comían barras de hierro mascando un pedazo a cada dentellada, escupiéndolos por detrás uno a uno; las máquinas para la construcción de clavos y pasadores, altas y complicadas, forjando las cabezas con una sola pasada de su potente tornillo; las desbarbadoras, con volante de hierro fundido, batiendo el aire furiosamente a cada pieza cuyas rebarbas quitaban; las taladradoras, manejadas por mujeres, taladrando los clavos y sus tuercas con el tic tac de sus rodajes de acero reluciente bajo la grasa y el aceite. De este modo podía la joven irse enterando de todo el trabajo, desde el hierro en barras, apoyado contra la pared, hasta los pernos y pasadores fabricados, cuyas cajas llenas se amontonaban en todos los rincones. Ella comprendió y se sonreía moviendo la cabeza; mas, a pesar de todo, continuaba con la garganta oprimida, inquieta de encontrarse tan pequeña y tan débil entre aquellos rudos trabajadores del metal, y se volvía a veces, con la sangre helada, al sordo golpe de una desbarbadora. Se acostumbraba a la obscuridad, veía rincones donde hombres inmóviles arreglaban la danza jadeante de los volantes, cuando un hornillo dejaba escapar bruscamente el chorro de luz de su pañoleta de llamas. Muy a su pesar volvía a mirar al techo, en la vida, en la sangre misma de las máquinas, en el flexible volar de las correas, la fuerza enorme y muda pasando en la vaga obscuridad de los armazones.
Entretanto, Goujet se había parado ante una de las máquinas de clavos remachados; permanecía allí soñador, la cabeza baja, la mirada fija. Aquella máquina forjaba remaches de cuarenta milímetros con una tranquilidad de gigante. En realidad, no había nada más sencillo. El encargado de la máquina cogía el pedazo de hierro de la fragua; el golpeador lo colocaba en la clavera, que un continuo chorrito de agua regaba para evitar que se destemplara el acero, y hecho esto el tornillo bajaba y el remache saltaba a tierra con su cabeza redonda como fundida en molde. En doce horas aquella potente máquina fabricaba centenares de kilos. Goujet no tenía maldad, pero en ciertos momentos de buena gana hubiera cogido a
Fifine
para emprenderla a golpes con todo aquel hierro, de rabia de verle con brazos más sólidos que los suyos. Esto le causaba una honda pena, a pesar de hacerse razonamientos, al tener que confesar que la carne no podía luchar contra el hierro. Seguramente un día la máquina matará al obrero; ya sus salarios habían bajado de doce a nueve francos, y se hablaba de rebajarlos todavía más; en fin, no tenían nada de divertido aquellas enormes bestias que hacían remaches y pasadores como podían haber hecho salchichas. Estuvo mirando esto por espacio de tres largos minutos sin decir nada; frunciendo las cejas, y en su hermosa barba rubia se dibujaba un erizamiento de amenaza. Poco a poco un gesto de dulzura y de resignación fue ablandando sus rasgos. Se volvió hacia Gervasia, que se estrechaba contra él y le dijo con triste sonrisa: