—Era Celestinita —decía Clemencia—. Yo la he conocido. Tenía la manía de los pelos de gato… ¿Usted sabe? Veía pelos de gato en todos los sitios, y torcía siempre la lengua, así, porque creía tener la boca llena de pelos de ese animal.
—Yo —proseguía la señora Putois— he tenido una amiga que tenía un gusano… ¡Son caprichosos estos animalitos!… Le revolvía el vientre cuando no le daba pollo. Calculen ustedes, el marido no ganaba más que siete francos, y todo había que emplearlo en golosinas para el gusano…
—Yo la habría curado al vuelo —interrumpía mamá Coupeau—. Basta con comer un ratón asado, y el gusano se envenena en el acto.
Gervasia, por su parte, también se dejó arrastrar por la pereza, pero se sacudió vivamente y se puso de pie. ¡Vaya tarde perdida holgazanamente! ¡Así no se me llena el bolsillo! Fue la primera en volver a sus cortinas, y como las encontrara sucias con una mancha de café, antes de ponerse a plancharlas, tuvo que frotarlas con un trapo mojado. Las obreras se desperezaban delante del fogón y buscaban sus asideros refunfuñando. En cuanto Clemencia se movió tuvo otro acceso de tos, capaz de hacerla arrojar la lengua; después terminó su camisa de hombre, cuyas mangas y cuello sujetó con alfileres. La señora Putois había vuelto a sus enaguas.
—Bueno, hasta la vista —dijo Virginia—. Había bajado a comprar un poco de gruyere. Poisson va a creer que el frío me ha congelado en el camino.
No había dado tres pasos en la calle cuando volvió a la tienda para advertir que Agustina estaba resbalando por la nieve, en lo alto de la calle, con los pilluelos. Aquella tunante había partido hacía más de dos horas. Gervasia salió hasta la puerta a llamarla; entonces echó a correr, roja, jadeante, con su cesta al brazo y con el moño hecho una masa de nieve a causa de una bola que le habían tirado. Se dejó regañar con un aire socarrón, dando como disculpa que no había podido andar a causa del hielo. Algún granujilla debió de meterle, por broma, bolas de nieve en los bolsillos, pues al cabo de un cuarto de hora éstos se pusieron a chorrear como si fuesen embudos.
Todas las tardes transcurrían de la misma manera. La tienda, en el barrio, era el refugio de la gente friolenta. Todo la calle de la Goutte-d'Or sabía que allí hacía calor. Constantemente se encontraban allí mujeres charlatanas, que se calentaban delante del fogón, con las faldas levantadas hasta las rodillas, haciendo corrillo. Gervasia estaba orgullosa de esto, y atraía a la gente; tenía salón, como decían maliciosamente los Lorilleux y los Boche. La verdad era que la planchadora era obsequiosa y caritativa hasta el punto de hacer entrar a los pobres cuando los veía tiritando en la calle. Se aficionó, sobre todo, por un anciano obrero pintor, viejecillo de setenta años, que habitaba en la casa un desván donde se moría de hambre y de frío; había perdido sus tres hijos en Crimea y vivía de la caridad de las gentes desde hacía dos años, porque no podía sostener una brocha en la mano. En cuanto Gervasia divisaba al tío Bru, pateando en la nieve para calentarse, lo llamaba y le hacía un sitio cerca de la estufa; a menudo le obligaba a que comiese un pedazo de pan y queso. El tío Bru, con el cuerpo encorvado, la barba blanca, el rostro arrugado como una manzana seca, permanecía horas enteras sin decir nada, escuchando el chisporroteo del cok. Tal vez evocaba sus cincuenta años de trabajo sobre escaleras, el medio siglo pasado pintando puertas y blanqueando techos en los cuatro extremos de París.
—¿En qué piensa, tío Bru? —le preguntaba algunas veces la planchadora.
—En nada y en todo —respondía él con un aire embobado.
Las obreras le gastaban bromas, diciendo que tenía sus penitas en el corazón, pero él, sin oírlas, volvía a su silencio, con su actitud taciturna y reflexiva.
A partir de entonces. Virginia habló a menudo de Lantier a Gervasia. Parecía complacerse en recordarle a su antiguo amante por el único placer de azorarla haciendo suposiciones. Un día dijo que lo había encontrado, y como la planchadora permaneciese muda, no agregó una sola palabra, y únicamente, al otro día, le dio a entender que él había hablado con mucha ternura de ella. Gervasia se sentía muy turbada por estas conversaciones cuchicheadas muy bajito en un rincón de la tienda. Cada vez que oía el nombre de Lantier sentía las entrañas abrasadas, como si aquel hombre hubiese dejado allí, bajo su piel, parte de él. Desde luego, ella se creía lo suficientemente fuerte para resistir, quería vivir como una mujer honrada, ya que la honradez es la mitad de la felicidad. Así es que no teniendo nada que reprocharse, ni aun en pensamiento, ni siquiera se acordaba de Coupeau. Pensaba en el herrero, con el corazón tembloroso y enfermo. Le parecía que el retorno del recuerdo de Lantier, esa lenta posesión que de nuevo la embargaba, la hacía infiel a Goujet, a su amor no confesado, a la dulzura de su amistad. Pasaba días muy tristes cuando se creía culpable hacia su buen amigo. Desearía no tener su afecto más que para él, fuera de su matrimonio. Y esto la colocaba a ella muy por encima de las suciedades cuyo fuego acechaba Virginia en su rostro.
Llegada la primavera corrió a refugiarse cerca de Goujet. Ya no podía reflexionar en nada sin que acudiera a su memoria su primer amante; le veía abandonar a Adela, poner su ropa en el fondo de aquella vieja maleta y volver a su casa con ésta en un coche. Si se decidía a salir a la calle se veía asaltada de pronto por estúpidos temores: creía oír los pasos de Lantier detrás de ella; no se atrevió a volverse, temblando, imaginando sentir sus manos que la agarraban por la cintura. Estaba segura de que la espiaba; caería sobre ella cualquier tarde; y a esta sola idea le venían unos sudores fríos, pues indudablemente la besaría en la oreja, como tiempo atrás lo hacía para verla enfadada. Era este beso lo que la espantaba; de antemano la dejaba sorda, producíale un zumbido que no le permitía oír más que el ruido de su corazón que la golpeaba furiosamente. Desde que aquellos temores la asaltaban, la herrería era su único asilo. Únicamente allí sentíase tranquila y sonreía bajo la protección de Goujet, cuyo martillo sonoro ponía en fuga sus malos sueños. ¡Qué temporada tan feliz! La planchadora, atendiendo cuidadosamente y de una manera particular a su clienta de la calle de Portes-Blanches, le llevaba la ropa, ella misma, porque aquella caminata de todos los viernes era el mejor pretexto pura pasar por la calle Marcadet y entrar en la fragua. En cuanto doblaba la esquina de la calle, se sentía ligera, alegre, como si paseara por el campo, en medio de estos solares bordeados de fábricas grises; el arroyo negro de carbón, los penachos de humo sobre los tejados, la divertían tanto como un sendero de musgo en un bosque de las afueras, penetrando entre grandes ramilletes de verdura. Y le agradaba el pálido horizonte sobre el que se dibujaban las chimeneas de las fábricas, el cerro de Montmartre, que tapaba el cielo con sus casas de adobe horadadas regularmente por sus ventanas. Luego acortaba el paso y se entretenía en saltar los charcos, complaciéndose en atravesar los parajes desiertos e intrincados del taller de demoliciones. En el fondo, resplandecía la fragua hasta en pleno día. Su corazón latía al unísono con los martillos. Cuando entraba, estaba encarnada, los rubios cabellos de su nuca revoloteaban como los de una mujer que acude a una cita. Goujet la esperaba, con los brazos y el pecho al aire, golpeando ese día más fuerte sobre el yunque, para hacerse oír desde más lejos. La adivinaba, y la acogía con una silenciosa sonrisa, a través de su rubia barba. Ella no quería que se distrajese de su trabajo y le suplicaba que reanudase su tarea, porque a ella le gustaba más cuando blandía el martillo con sus gruesos brazos de tan pronunciados músculos. Daba un cariñoso golpecito en la mejilla a Esteban, colgado del fuelle, y permanecía allí una hora contemplando los pasadores. No cambiaban ni diez palabras. No habrían satisfecho mejor su ternura en un cuarto cerrado con doble llave. Las maliciosas burlas de Bec-Salé, por mal nombre Boit-sans-Soif, no les molestaban apenas, pues ni siquiera le oían. Al cabo de un cuarto de hora comenzaba a sentirse sofocada: el calor, el olor fuerte, las humaredas que subían, la aturdían, mientras que los golpes sordos del martillo la sacudían de pies a cabeza. Nada más deseaba entonces, aquel era todo su placer. No hubiera experimentado una tan intensa emoción si Goujet la hubiera estrechado entre sus brazos. Se aproximaba a él para sentir el viento de su martillo en la mejilla, para sentirse más unida a él. Si alguna vez le saltaban chispas a sus tiernas manos, no las retiraba; por el contrario, gozaba con esa lluvia de fuego que le azotaba la piel. Seguramente que él se daba cuenta de la dicha que ella experimentaba allí, y se reservaba para los viernes los trabajos difíciles, a fin de hacerle la corte con todo su brío y su destreza; no economizaba sus fuerzas, jadeante y sintiéndose todo inundado de alegría, aun a riesgo de partir los yunques en pedazos. Durante toda la primavera, sus amores llenaron la fragua como un rugido de tempestad. Fue un idilio en una labor de gigante, en medio del resplandor de la hulla, de las sacudidas del cobertizo, cuyo armazón, negro de hollín, rechinaba. Todo ese hierro aplastado, moldeado como cera, guardaba las rudas muestras de sus ternuras. El viernes, cuando la planchadora abandonaba a Gueule-d'Or, subía lentamente la calle de Poissonniers, contenta, cansada, el espíritu y la carne tranquilos.
Poco a poco, su miedo por Lantier disminuyó a fuerza de razonamiento. Seguramente hasta se habría encontrado mejor sin Coupeau, que iba de mal en peor. Un día, viniendo de la fragua, creyó reconocer a éste en la taberna del tío Colombe en disposición de echarse al coleto una ronda de aguardiente en compañía de Mes-Bottes, Bibi-la-Grillade y Bec-Salé. Pasó rápida para que no creyeran que los espiaba. Pero unos pasos más allá se volvió: desde luego era Coupeau, que se tomaba su copita de
schnick
, con un gesto ya familiar. Mentía. ¿Conque lo que bebía era aguardiente? Se marchó desesperada. Todo el horror que le producía el aguardiente volvía a apoderarse de ella. Le perdonaba el vino, porque, según dicen, el vino nutre al obrero; por el contrario, los alcoholes eran inmundicias, venenos que llevaban a los trabajadores a perder el gusto por el pan. El gobierno debía prohibir la fabricación de esas porquerías.
Cuando llegó a la calle Goutte-d'Or, encontró toda la casa revuelta. Sus obreras habían abandonado la plancha, y estaban en el patio mirando hacia arriba. Preguntó a Clemencia qué sucedía.
—Es el tío Bijard que le casca las liendres a su mujer —respondió la planchadora—. Él estaba en la puerta, ebrio como un polaco, acechando su vuelta del lavadero… La hizo subir las escaleras a puñetazos, y ahora la continúa pegando allá arriba, en su cuarto… Escuche, ¿siente los gritos?
Gervasia subió rápidamente. Tenía amistad con la señora Bijardt, su lavandera, mujer muy animosa. Esperaba poner paz. Arriba, en el sexto, había quedado la puerta del cuarto abierta y se veía en ella a algunos vecinos, que gritaban mientras que la señora Boche les decía:
—¿Quiere acabar de una vez?… Iré a buscar a los guardias, ¿lo oye usted?
Nadie se arriesgaba a entrar en la habitación, porque sabía que Bijardt era un animal cuando estaba bebido, aunque, si bien es cierto, nunca se hallaba completamente sereno. Los escasos días en que trabajaba ponía un litro de aguardiente al lado de sus herramientas de cerrajero, para beber a chorros cada media hora. De tal manera estaba alcoholizado que si le hubieran acercado una cerilla a la boca hubiera ardido como una antorcha.
—¡Pero no podemos dejar que la mate! —indicó Gervasia toda temblorosa.
Y entró. La habitación, abuhardillada, muy limpia, estaba desmantelada y fría, despojada por las constantes borracheras de aquel hombre, que robaba hasta las sábanas para seguir comprando aguardiente. En la lucha, la mesa había rodado hasta la ventana, las dos sillas estaban patas arriba. En el suelo, en medio de la habitación, la señora Bijard con las faldas todavía húmedas por el agua del lavadero y pegadas a sus muslos, con los cabellos arrancados, sangrando, respiraba roncamente, exhalando prolongados gemidos a cada patada de Bijard. La había arrojado al suelo a fuerza de puñetazos, y ahora la pisoteaba.
—¡Ah, zorra!… ¡Zorra! —gruñía con voz ahogada, acompañándose con puñetazos cada vez que pronunciaba esa palabrota, de una manera enloquecida, golpeando cada vez más fuerte a medida que le faltaba la respiración.
Al cabo de un rato le faltó la voz, y continuó, pegando sordamente, locamente, erguido, con su chaleco y blusa hechos un harapo, con la cara azulada bajo su sucia barba, con su calva frente llena de grandes manchas rojas. En el pasillo, los vecinos decían que le pegaba porque le había negado un franco por la mañana. Se oyó la voz de Boche, al pie de la escalera, que llamaba a su mujer, gritándole:
—¡Baja, déjalos que se maten, menos canalla quedará!
El tío Bru había seguido a Gervasia al cuarto. Entre los dos trataban de apaciguar al cerrajero y empujarle hacia la puerta. Pero él se resistió, mudo, con espumarajos en los labios y en sus ojos apagados, el alcohol encendía una llama de muerte. La planchadora sacó el puño magullado, el viejecillo fue a caer sobre la mesa. La señora Bijard, en el suelo, respiraba más fuerte, con la boca completamente abierta, los párpados cerrados. Ahora Bijard daba golpes en el vacío, se revolvía rabioso, ciego, pegándose a sí mismo. Y durante toda esta terrible escena, Gervasia vio a la pequeña Lalie, que contaba cuatro años, en un rincón de la habitación, mirando cómo su padre golpeaba a su madre. La niña tenía entre sus brazos, para protegerla, a su hermanita Enriqueta, destetada el día anterior. Estaba de pie, con la cabeza cubierta por una gorrita de indiana, pálida, con los ojazos negros abiertos, con una fijeza llena de pensamientos, sin derramar una lágrima.
Cuando Bijard tropezó contra una silla cayó al suelo cuan largo era, e inmediatamente se puso a roncar. El tío Bru ayudó a Gervasia a levantar a la señora Bijard. Esta lloraba amargamente, y Lalie, que se había aproximado, la miraba en silencio, habituada a estas escenas, resignada ya. Mientras bajaba la planchadora, con la casa ya en calma, continuaba viendo ante ella la mirada de la niña de cuatro años, grave y animosa como la mirada de una mujer.
—El señor Coupeau está en la acera de enfrente —gritó Clemencia en cuanto le divisó—. Parece que no se tiene muy tieso.
Coupeau atravesaba la calle en ese momento. Poco faltó para que rompiera un cristal de un empujón creyendo que era la puerta. Tenía una borrachera de aguardiente, los dientes apretados y la nariz colorada. Gervasia reconoció en seguida los efectos del matarratas tomado en la taberna, a través de la sangre envenenada que le decoloraba la piel Quiso tomarlo a risa y acostarlo, como hacía siempre que traía el vino alegre, pero él le dio un empujón, sin despegar los labios; y al pasar, yendo por sí mismo a la cama, le levantó el puño. Se parecía al otro, al borracho que roncaba allá arriba; cansado de golpear. Se quedó helada, pensó en los hombres, en su marido, en Goujet, en Lantier, con el corazón desgarrado, desesperando de volver a ser feliz.