Lo mejor de todo en este tiempo de perros era tomar al mediodía su café bien calentito. Las obreras no podían quejarse; la patrona lo hacía muy cargado y no ponía ni cuatro granos de achicoria, apenas se parecía al café de la señora Fauconnier, que era una verdadera agua de borrajas; pero cuando mamá Coupeau se encargaba de pasar el agua por el filtro se hacía interminable, porque se dormía delante de la cafetera. Entonces las obreras, después del almuerzo, esperaban el café dando unos planchazos.
Precisamente al día siguiente de Reyes, dando las doce y media, no habían preparado aún el café; ese día se empeñaba en no querer pasar. En vano mamá Coupeau golpeaba el filtro con una cucharilla, las gotas se oían caer una a una, lentamente, sin apresurarse.
—Déjelo —dijo la buena moza de Clemencia— que lo enturbia… Seguro que hoy habrá para comer y beber.
Clemencia estaba dejando como nueva una camisa de hombre, cuyos pliegues separaba con las uñas. Tenía un resfriado muy fuerte, los ojos hinchados, la garganta escoriada, con accesos de tos que la encorvaban sobre sí misma encima de la mesa. Ni aun así se echaba un pañuelillo al cuello, andaba vestida con una falda de lana de noventa céntimos, bajo la cual tiritaba. Junta a ella, la señora Putois, envuelta en franela, acolchonada hasta las orejas, planchaba unas enaguas, a las que daba vueltas en torno a la plancha de vestidos, cuya parte más estrecha estaba apoyada sobre el respaldo de una silla; en el suelo, un trapo que impedía que las enaguas se ensuciaran al rozar con él. Gervasia ocupaba por sí sola la mitad de la mesa, con unas cortinas de muselina bordada, sobre las cuales hacía pasar su plancha muy derecha, los brazos extendidos para evitar arrugas. De repente el café se puso a correr ruidosamente, y esto le hizo levantar la cabeza. Era que la bizca Agustina acababa de hacer un agujero en medio del filtro, valiéndose de una cuchara.
—¿Quieres estarte quieta? —gritó Gervasia—. ¿Qué diablos tienes en el cuerpo? Ahora no tomaremos más que barro.
Mamá Coupeau había colocado cinco vasos en un extremo libre del mostrador. Entonces las obreras dejaron su trabajo mientras que la patrona servía el café, como siempre, por sí misma, después de haber puesto dos terrones de azúcar en cada vaso. Aquella era la hora más esperada del día. Cuando cada una tomaba su vaso y se acomodaba sobre un banquillo ante la estufa, la puerta se abrió y entró Virginia tiritando.
—¡Ah, hijas mías! —exclamó—. Esto la parte a una por la mitad… ¡Ni me siento las orejas! ¡Qué condenado frío!
—¡Toma! ¡Es la señora Poisson! —dijo Gervasia—. Llega usted a tiempo: tomará café con nosotras.
—A fe mía, que no es de despreciar… Solamente con atravesar la calle se le mete a una el frío en los huesos.
Felizmente quedaba café. Mamá Coupeau fue a buscar un sexto vaso, y Gervasia dejó a Virginia que se sirviera el azúcar, por cortesía. Las obreras se ensancharon y le hicieron un hueco junto al fogón. Continuaron un instante con la nariz enrojecida, poniendo sus entumecidas manos alrededor de su vaso para calentarse. Venía de la tienda de comestibles, donde se helaba una con esperar que le despacharan un cuarto de gruyere. Se admiraba del gran calor que hacía en la tienda; le parecía que estaba en un horno, aquello bastaría para resucitar a un muerto, tan agradable era el cosquilleo que se sentía sobre la piel Una vez desentumecida estiró las piernas. Entonces las seis paladearon lentamente su café en medio de la tarea interrumpida, y en la sofocación que producía la ropa humeante. Mamá Coupeau y Virginia eran las únicas que estaban sentadas en sillas; las otras, en sus banquillos, parecía que se hallaban en el suelo. Hasta aquella loca de Agustina había extendido un pedazo de trapo bajo su falda para acomodarse. Guardaron un momento silencio, con la nariz metida en los vasos y saboreando el café.
—A pesar de todo, está bueno —declaró Clemencia.
Por poco se ahoga por un golpe de tos. Apoyaba su cabeza contra la pared para toser más fuerte.
—¡Bueno lo ha cogido usted! —dijo Virginia—. ¿Dónde lo ha atrapado?
—¿Quiere saberlo? —repuso Clemencia limpiándose la cara con la manga—. Debe haber sido la otra noche. Había dos que se pegaban a la salida del Grand-Balcón. Lo quise ver y me quedé allí mientras me caía la nieve encima. ¡Qué ensalada de palos! Era para morirse de risa. Una tenía casi arrancada la nariz y la sangre corría por el suelo. Cuando la otra vio la sangre, una grandulona como yo, se le subió a la cabeza… La misma noche comencé a toser. Preciso es decir también que los hombres son unos animales. Cuando duermen con una mujer la tienen destapada toda la noche.
—¡Linda conducta! —murmuró la señora Putois—. ¡Va usted a reventar, hija mía!
—¡Si me divierte eso de reventar!… ¡Como si la vida fuera tan divertida!… Deslomarse todo el santo día para ganar dos francos sesenta y cinco, achicharrarse la sangre desde la mañana hasta la noche ante el hornillo…; sépalo, estoy hasta el último pelo… Este catarro no me hará el señalado favor de cargar conmigo; se irá como vino.
Hubo un momento de silencio. Aquella tunante de Clemencia, que en los bailoteos llevaba la voz cantante con sus desaforados gritos, entristecía a todo el mundo con sus ganas de reventar cuando estaba en el taller. Gervasia, que la conocía bien, se contentó con decir:
—Después de correrse una juerga, siempre está de mal humor.
La verdad era que Gervasia prefería que no se nombrase para nada las peleas de las mujeres. Sentíase molesta, a causa de la zurra del lavadero, siempre que se hablaba de zapatazos en las piernas y de bofetadas estando Virginia delante. En ese instante Virginia la miraba sonriendo.
—¡Oh! —murmuró—, ayer mismo vi una pelea con unos tirones de moños… Se ponían como nuevas…
—¿Quiénes? —preguntó la señora Putois.
—La comadrona de la esquina y su criada, aquella rubita, ¿se acuerdan? ¡Qué sarna de muchacha! Y gritaba a la otra: «sí, sí, tú has hecho abortar a la frutera, y si no me pagas voy a ver al comisario…» ¡Y había que oír lo que decía!
—La comadrona le largó una buena galleta en pleno hocico, pero ella saltó como una fiera a los ojos de su ama, la arañó y la tiró del cabello… ¡y había que ver de qué manera! Tuvo que intervenir el salchichero y sacársela de entre las patas…
Las obreras se rieron de la mejor gana; en seguida, con aspecto satisfecho, tomaron un sorbito de café.
—¿Creen ustedes eso de que la hizo abortar? —preguntó Clemencia.
—¡Caramba!, el rumor ha corrido así en el barrio entero —respondió Virginia—. Como usted comprende, yo no lo he visto. Por lo demás, eso es cosa del oficio; todas lo hacen.
—Pues bien —dijo la señora Putois—. Se necesita ser animal para confiarse a ellas. Y aun darán las gracias por dejarse estropear…; y sin embargo, hay un remedio infalible. Tomando cada noche un vaso de agua bendita y haciéndose tres cruces en el vientre con el dedo pulgar, desaparece todo como por encanto.
Mamá Coupeau, a quien creían dormida, levantó la cabeza para protestar. Ella sabía otro remedio mucho mejor, que consistía en comerse un huevo duro cada dos horas y aplicarse cataplasmas de espinacas a los riñones. Las otras cuatro mujeres se quedaron serias; pero la puerca Agustina, cuyas alegrías brotaban por sí solas, sin que nadie supiese nunca a qué eran debidas, soltó el cacareo de gallina que era su risa. Nadie se acordaba de ella. Gervasia levantó las enaguas y la vio sobre las sábanas, revolcándose como un cerdillo con las piernas al aire. La sacó de allí y la puso de pie de un cachete. ¿De qué se reía la muy tonta? ¡Ella no tenía por qué escuchar cuando las personas mayores hablaban! La envió en seguida a llevar la ropa a una amiga de la señora Lerat, en Batignolles. Sin dejar de hablar le colgó la cesta del brazo y la empujó hacia la puerta. La bizca, rezongando y lloriqueando, se alejó arrastrando los pies por la nieve.
Entretanto, mamá Coupeau, la señora Putois y Clemencia, discutían la eficacia de los huevos duros y de los emplastos de espinaca. Virginia, que estaba pensativa, con un vaso de café en la mano, dijo bajito:
—¡Santo Dios! Se sacude una el polvo y se abraza después; eso sucede siempre, y cuando se tiene buen corazón…
E inclinándose a Gervasia, dijo sonriendo:
—Puede usted creerme, no le guardo rencor por lo del lavadero, ¿se acuerda?
La planchadora se quedó algo molesta, aquello era lo que temía, y ahora adivinaba que iba a hablar de Lantier y de Adela. El hornillo roncaba, y un exceso de calor irradiaba del rojo tubo. En aquel sopor, las obreras, que hacían durar el café para tardar el mayor tiempo posible en ponerse a trabajar, miraban la nieve de la calle, con rostros ansiosos y lánguidos. Habíase llegado a las confidencias; divagaban sobre lo que harían si tuvieran diez mil francos de renta. Habrían pasado muchas tardes de aquel modo, calentándose, escupiendo, de lejos al trabajo, sin hacer absolutamente nada. Virginia se había aproximado a Gervasia, de manera que las demás no pudiesen oírla. Gervasia sentía gran flojedad, a causa, sin duda, del excesivo calor; tan desfalleciente y sin fuerzas se encontraba, que hasta le faltaban éstas para desviar la conversación. Podía decirse que esperaba las palabras de la morenota, con el corazón henchido de una emoción de la que disfrutaba sin confesárselo.
—Creo que no la molesto —dijo la costurera—. Más de veinte veces he tenido esta conversación en la punta de la lengua. Y puesto que me he decidido… Pero esto es hablar por hablar, ¿no es cierto?… Puede usted estar segura de que no le guardo rencor alguno. Palabra de honor, ni tanto así de odio.
Movió el fondo del café en el vaso, para aprovechar todo el azúcar, y dio tres sorbitos acompañados de un pequeño silbido. Gervasia, con la garganta oprimida, esperaba siempre, y se preguntaba si realmente Virginia le habría perdonado la paliza hasta ese punto, pues ella veía encenderse chispas en los ojos negros de la otra. Aquella diablesa debía haber guardado su rencor en su bolsillo y puesto su pañuelo encima.
—Tenía usted una excusa —continuó—. Acababan de hacerle una porquería, una abominación… Yo soy justa; en su lugar habría cogido un cuchillo.
Bebió otros tres sorbitos, silbando al borde del vaso. Abandonó el tono de voz que hasta allí empleara, y añadió rápidamente, sin pararse:
—De todas maneras, aquello no les hizo felices en modo alguno… Se habían ido a vivir al quinto infierno, cerca de Glacière, en una sucia calle donde se mete uno en el barro hasta las rodillas. Dos días después, fui por la mañana a almorzar con ellos, ¡qué carrera tan interminable de ómnibus! Pues bien, los encontré tirándose los trastos a la cabeza… Cuando entré, se daban cada mojicón. ¡Vaya unos enamorados!… Ya sabe usted que Adela no vale ni la cuerda para que la ahorquen. Es mi hermana, pero eso no me impide decir que es una indecente. Me ha hecho un montón de porquerías, esto sería demasiado largo para contar. Son asuntos para arreglar entre nosotras. En cuanto a Lantier, ¡vaya! ya le conoce usted; también tiene lo suyo… Un señorito, ¿no es cierto? que la pone a una verde por menos de un comino. Y él cierra el puño para pegar… Se han santiguado a conciencia. Cuando subía la escalera, ya oía la sinfonía. Hasta ha llegado a ir la policía. Lantier quería una sopa de aceite, una porquería que toman allá en el sur, y como Adela encontró aquello asqueroso se tiraron la botella de aceite a la cabeza, la cacerola, la sopera, todo un terremoto; en fin, una escena para revolucionar al barrio entero.
Siguió contando más carnicerías, empezaba y no acababa, sabía cosas que hacían poner el pelo de punta. Gervasia escuchaba toda esta historia, sin decir ni una palabra, pálido el rostro y con una contracción nerviosa en los labios, que quería llegar a ser una sonrisa. Pronto haría siete años que no había vuelto a oír hablar de Lantier, y no se sospechaba que al escuchar su nombre, murmurado a su oído; le produjera un calor semejante en la boca del estómago. Ella no creía tener curiosidad por saber lo que había sido de aquel desgraciado que tan mal se había portado con ella. Ya no podía estar celosa de Adela; pero, a pesar de ello, se reía en su interior de sus continuas peloteras y veía el cuerpo de la muchacha lleno de cardenales y aquello la vengaba, y la divertía, y habría continuado hasta el día siguiente oyendo los relatos de Virginia. No hacía preguntas por no parecer interesada hasta tal punto. Era como si bruscamente se colmara el vacío de su existencia: su pasado, en aquel momento iba derecho a su presente.
Virginia acabó por meter otra vez la nariz en el vaso, sorbiendo el azúcar, con los ojos a medio cerrar. Entonces Gervasia, comprendiendo que debía decir alguna cosa, preguntó, haciéndose la indiferente:
—¿Y continúan viviendo en la Glacière?
—¡No! Pero, ¿no le he contado a usted?… Hace ocho días que no están juntos. Una mañana lió su petate y se marchó, y le aseguro que Lantier no ha echado a correr detrás de ella.
La planchadora dejó escapar ligero grito y repitió en alta, voz:
—¡Ya no están juntos!
—¿Quién? —preguntó Clemencia, interrumpiendo su conversación con mamá Coupeau y con la señora Putois.
—Nadie —dijo Virginia—; personas que usted no conoce.
Se fijó en Gervasia y la encontró bastante conmovida. Acercóse más y reanudó su historia, con maligno placer. De repente le preguntó qué haría si Lantier volviera a rondarla, porque los hombres son tan malos… Lantier era capaz de querer a sus primeros amores. Gervasia se irguió y se mostró muy honrada y muy digna. Estaba casada, despacharía a Lantier tranquilamente. No podía ya haber nada entre ellos, ni un apretón de manos. En verdad que no tendría corazón si volviese a mirar a ese hombre a la cara.
—Ya sé que Esteban es suyo, es un lazo que no puede romperse. Si Lantier desea abrazar a Esteban, se lo mandaré, porque es imposible evitar que un padre quiera a su hijo… Pero en cuanto a mí, sépalo usted, señora Poisson, primero me dejaría descuartizar que permitirle me tocara un pelo de la ropa. Se acabó.
Y pronunciando estas palabras trazó en el aire una cruz como para sellar para siempre su juramento; y deseosa de cortar la conversación fingió sobresaltarse y gritó a las obreras:
—Díganme, ¿acaso se creen que la ropa se plancha sola? ¡Vaya unas mujeres! ¡Hala! ¡A la tarea!
Las obreras no se dieron gran prisa, entorpecidas por un letargo, los brazos abandonados sobre las faldas, sosteniendo aún en sus manos los vasos vacíos, y continuaron charlando.