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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

La taberna (22 page)

BOOK: La taberna
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—Qué buena eres. Necesito besarte. Pero se enredó de tal manera en las enaguas que halló en el camino que dio con sus huesos en el suelo.

—¡Qué bruto eres! —dijo Gervasia sin enfadarse—. Estáte tranquilo, que en seguida terminamos.

Pero él quería besarla; tenía necesidad de hacerlo, porque la quería mucho. Tartamudeando, daba vueltas alrededor del montón de enaguas y tropezó con el de las camisas; y como se obstinara, trabáronsele los pies y fue a caer de narices en medio de los trapos. Gervasia, que empezaba a impacientarse, le empujó, gritando que iba a revolverle todo. Pero Clemencia, y hasta la señora Putois, le dieron la razón; después de todo era bien amable. Quería besarla, pues que se dejara.

—Contenta puede estar, señora Coupeau —dijo la señora Bijard, a quien el borracho de su marido, cerrajero, le daba de golpes cada día—. Si el mío fuese así cuando se amona, ¡estaría encantada!

Gervasia, más sosegada, sentía ya haberse molestado. Ayudó a Coupeau a ponerse de pie y le tendió la mejilla sonriendo; pero el plomero, sin preocuparse de nadie, le agarró el pecho.

—No es hablar en balde —dijo entre dientes—; tu ropa huele lindamente, pero yo te quiero siempre, bien lo sabes.

—Déjame, no me hagas cosquillas —gritó Gervasia, riendo cada vez más fuerte—. ¡Qué bruto eres! No hay que llegar a tanto.

La había cogido y no la soltaba. Ella se abandonaba, aturdida por el ligero vértigo que le producía el montón de ropa, y sin repugnancia por el aliento a vino que exhalaba Coupeau. El ruidoso beso que cambiaron en plena boca, en medio de las suciedades del oficio, era como una primera caída en la lenta pendiente de su vida.

Mientras, la señora Bijard ataba la ropa en paquetes. Hablaba de su pequeña niña de dos años, llamada Eulalia, que tenía ya tanto juicio como una mujer. Se la podía dejar sola, no lloraba nunca y no jugaba con los fósforos. Por último se echó a cuestas los paquetes de ropa, uno por uno, encorvando su elevado talle por el peso, llenándosele el rostro de manchas violetas.

—Esto no hay quien lo aguante; nos asamos —dijo Gervasia, enjugándose el sudor del rostro antes de ponerse nuevamente a trabajar con el gorro de la señora Boche.

Se habló de aplicar algunos cachetes a Agustina cuando vieron que el fogón estaba al rojo. Las planchas también enrojecían. ¡Tenía el diablo en el cuerpo! No podía uno dar la vuelta sin que hiciese de las suyas. Tendrían que esperar un cuarto de hora para poderse servir de las planchas. Gervasia cubrió el fuego con dos paletadas de ceniza. Se le ocurrió, además, tender un par de sábanas en los alambres del techo a modo de cortinas para amortiguar el sol. Hecha esta operación se encontraron divinamente en la tienda. La temperatura era aún bastante tibia; podía uno creerse en una alcoba blanca, como encerrado en su casa, lejos del mundo, aunque se oyese detrás de las sábanas a la gente andando de prisa por la acera, y se estaba más libre para ponerse a sus anchas. Clemencia se quitó su chambra, Coupeau se negaba a ir a dormir; se le permitió quedar, pero tuvo que prometer que estaría quieto en un rincón, pues el trabajo no permitía dormirse sobre las pajas.

—¿Qué hará esta lombriz con el polonés? —murmuró Gervasia, refiriéndose a Agustina.

Buscaban por todas partes el hierrecillo que se encontraba en sitios especiales en que la aprendiza, según decían, lo ocultaba por malicia. Gervasia acabó por fin la cofia de la señora Boche. Había rizado los encajes, estirándolos con la mano y realzándolos con un planchazo. Era una cofia cuya labor, muy recargada, se componía de pequeños abullonados, alternando con entredoses bordados. Planchaba todo ello cuidadosamente por medio de un hierro en forma de huevo, sujeto en un pie de madera.

Reinó un profundo silencio; no se oía más que los golpes sordos, apagados, de las planchas sobre la manta. A ambos lados de la gran mesa cuadrada, la maestra, las dos oficialas y la aprendiza, de pie, se aplicaban cada una a su tarea, con las espaldas arqueadas, y los brazos en un vaivén continuo. Cada cual tenía a su derecha un ladrillo quemado por las planchas demasiado calientes. En medio de la mesa había una cazuela llena de agua clara adonde empapaban un trapo y un cepillito. Un ramo de lirios, en una lata vieja de cerezas en aguardiente, se marchitaba, poniendo con su blancura una nota alegre. La señora Putois la había emprendido con la cesta de ropa preparada por Gervasia, servilletas, pantalones, chambras, manguitos. Agustina se eternizaba con sus medias y sus trapos, mirando a un moscardón que volaba. En cuanto a Clemencia, estaba desde la mañana temprano con las camisas de hombre.

—¡Siempre vino y nunca aguardiente! —dijo el plomero, sintiendo necesidad de hacer esta declaración—. ¡El aguardiente me sienta mal, y no lo quiero!

Clemencia tomó una plancha del hornillo con el agarrador de cuero y latón y se la aproximó a la mejilla para comprobar si estaba bastante caliente. La frotó contra el ladrillo, la limpió con un lienzo colgado a su cintura y la emprendió con la camisa número treinta y cinco, planchando primero faldones y mangas.

—¡Bah! Señor Coupeau —le dijo al cabo de un minuto—, una copita de aguardiente no hace mal a nadie. A mí me da fuerza… Y al fin de cuentas, cuanto más pronto se acabe mejor. ¡Oh!, no me hago ninguna ilusión. Sé que no durará mucho tiempo.

—¡Qué pesada te pones con tus ideas de entierro! —la interrumpió la señora Putois, a quien no le gustaban las conversaciones tristes.

Coupeau se había levantado y se incomodaba, creyendo que lo acusaban de haber bebido aguardiente. Juraba por su cabeza, por la de su mujer y su hija: no tenía ni una gota de aguardiente en el cuerpo. Se acercaba ahora a Clemencia echándole el aliento en la cara, para que comprobara. Cuando acercó las narices a sus desnudos hombros se puso a bromear con malicia. Quería ver. Clemencia, después de doblar la espalda de la camisa y dado un planchazo por los dos lados, se ocupaba de los puños y el cuello. Pero como él continuaba empujándola, le hizo hacer una arruga; y tuvo que tomar el cepillo del borde del plato hondo para darle almidón.

—¡Señora! —dijo— dígale que se quite de encima.

—Déjala —dijo tranquilamente Gervasia—. Sé juicioso. Tenemos prisa, ¿sabes?

Tenían prisa; pues bien, ¿y qué culpa tenía él? Él no hacía daño a nadie. No tocaba; miraba solamente. ¿Es que estaba prohibido mirar las cosas bonitas que el buen Dios ha creado? ¡Aquella pícara de Clemencia tenía buenas formas! Podía exhibirse por diez céntimos, y hasta dejarse tocar: a nadie le dolería el dinero. La oficiala, entretanto, no se defendía ya, reía de estas frases crudas del hombre bebido y acababa por bromear con él. Coupeau chanceaba, a propósito de las camisas de hombre, siempre estaba con ellas. Pero, ¿es que vivía dentro? ¡Válgame Dios, las conocía de punta a punta! ¡Y que no sabía cómo estaban hechas!… ¡Cuántos cientos y cientos le habrían pasado por las manos!… Todos los rubios y todos los morenos del barrio llevaban obra suya en el cuerpo. Ella continuaba riéndose; había hecho otros cinco grandes pliegues en la espalda, introduciendo la plancha por la abertura de la pechera; levantaba el faldón delantero y lo plegaba igualmente en anchos dobleces.

—¡Esto es el pendón! —dijo riendo cada vez más fuerte.

La bizca Agustina soltó una carcajada; tan graciosa le pareció la ocurrencia. La riñeron. ¡Miren el monigote riendo de las palabras que no debía comprender! Clemencia le pasó su plancha; la aprendiza las aprovechaba para sus trapos y sus medias cuando no estaban lo bastante calientes para las piezas almidonadas. Pero esta vez la cogió tan torpemente que se hizo una gran quemadura en la muñeca. Se puso a llorar y a acusar a Clemencia de haberla quemado a propósito. La oficiala, que había ido por una plancha muy caliente para la pechera de la camisa, la consoló en seguida, amenazándola con plancharle las dos orejas si seguía echándole la culpa. Mientras esto decía, había metido una bola de trapos bajo la pechera y pasaba lentamente la plancha, dando tiempo al almidón para secarse, hasta que adquiría una rigidez y un lustre como si fuera cartulina.

—¡Santa mañana! —chilló Coupeau, que rondaba detrás de ella con obstinación de ebrio.

Se levantaba riéndose, como una polea mal engrasada. Clemencia, apoyada firmemente sobre la mesa, con las muñecas vueltas y los codos en alto y apretados, doblaba el cuello con gran trabajo; toda su carne desnuda se levantaba, sus hombros subían con el juego lento de los músculos latentes bajo la piel fina; hinchábasele el seno, empapado en sudor, en las sombras rosa de su camisa entreabierta. Coupeau alargó las manos e intentó tocarla.

—¡Señora, señora! —exclamó Clemencia—. Dígale que se esté quieto… Si esto continúa, me marcho. No quiero que se metan conmigo.

Gervasia acababa de poner la cofia de la señora Boche sobre un molde vestido de tela, y acanalaba minuciosamente los encajes con la tenacilla. Levantó los ojos en el preciso momento en que el plomero intentaba meter las manos dentro de la camisa de Clemencia.

—Está visto. Coupeau, no eres razonable —le dijo Gervasia un poco enfadada, como si estuviera regañando a un niño que se empeñara en tomar confituras sin pan—. Vamos a acostarte.

—Sí, vaya a acostarse señor Coupeau, será mucho mejor —indicó la señora Putois.

—¡Bueno! —gruñó, sin cesar de bromear—. ¡Vaya la perra que habéis cogido!… No se puede ni gastar una broma. Las mujeres me conocen divinamente, nunca les he roto nada. Que se pellizca a una señora, ¡verdad!, pero no se va más lejos; con esto se honra al bello sexo…, y además, cuando lucen lo que tienen, es para que se elija, ¿no es así? ¿Por qué, si no, la rubia enseña todo lo que tiene? No, eso no está decente.

Volviéndose hacia Clemencia, añadió:

—Y tú, pichona, haces mal en poner mala cara…, si es porque hay gente delante…

No pudo continuar. Gervasia, sin violencia, lo llevó de una mano y le tapó la boca con la otra. Él se debatía, como en broma, mientras que ella lo llevaba hacia el fondo de la tienda, a su cuarto. Se destapó la boca y dijo que quería acostarse, pero que la gran rubia tenía que venir a calentarse los piececitos. Después se oyó a Gervasia quitarle los zapatos. Le desnudaba y le gruñía un poco maternalmente. Cuando le fue a quitar el pantalón, él se moría de risa y se entregaba tumbado, revolcándose encima de la cama, y diciendo que le hacía cosquillas. Por fin Gervasia lo envolvió con sumo cuidado, como a un chiquillo. Él gritó a Clemencia:

—Anda, pichona, yo ya estoy, te espero.

Cuando Gervasia volvió a la tienda, Agustina acababa de recibir un cachete de Clemencia. Había sido a propósito de una plancha sucia, encontrada en el fogón por la Putois; ésta no se dio cuenta y tiznó una chambra; y como Clemencia, para defenderse de no haber limpiado la plancha, acusaba a Agustina, jurando por todos los santos que la plancha no era suya, a pesar de la mancha de almidón quemado que quedó debajo, la aprendiza, molesta por tal injusticia, le escupió en el vestido, por delante, sin ocultarse. De aquí provenía el magnífico cachete. La bizca se tragó las lágrimas, limpió la plancha, rascándola y secándola después de haberla frotado con un cabo de vela; cada vez que tenía que pasar por detrás de Clemencia la escupía, riéndose para su capote, cuando aquello se deslizaba a lo largo de la blusa.

Gervasia prosiguió acanalando los encajes de la cofia. En medio de la repentina calma que se hizo, se oyó en el fondo de la trastienda la gruesa voz de Coupeau. Seguía siendo razonable, se reía solo, pronunciando a medias palabras y frases incongruentes.

—¡Qué animal es mi mujer! ¡Empeñarse en acostarme! ¡Qué bobada, en pleno día y sin tener sueño!

De repente se puso a roncar. Gervasia lanzó un suspiro de alivio, dichosa por saberle tranquilo, durmiendo la mona en dos buenos colchones. Se puso a hablar en silencio, con una voz lenta y continua, sin levantar los ojos de la tenacilla que manejaba velozmente.

—¿Qué quieren ustedes? No está bien y no se puede una enfadar; aunque yo le maltratara, no adelantaríamos nada, prefiero llevarle la corriente y acostarlo, así siquiera todo se acaba en seguida y yo me quedo tranquila… Además, que no es malo, me quiere bien. Lo acabáis de ver; se hubiera hecho picar por besarme. Aun esto es agradable, porque hay otros que cuando han bebido se van a buscar otras mujeres… Él viene aquí derecho, bromea con las obreras, sin ir más lejos. Óigalo bien, Clemencia, no debe darse por ofendida. Ya se sabe lo que es un hombre borracho; capaz de matar al padre y a la madre y no acordarse al día siguiente… Yo le perdono de todo corazón. Es como los demás.

Todo esto lo decía blandamente, sin pasión, habituada ya a las escapatorias de Coupeau y hasta justificando sus debilidades. No veía mal que pellizcase, en su propia casa, las caderas de las muchachas. Cuando se calló, se hizo silencio de nuevo en la tienda, y ya no fue turbado.

La señora Putois, a cada pieza que tomaba, sacaba la cesta, metida bajo la cubierta de cretona que adornaba la mesa, y, una vez la pieza planchada, la levantaba con sus brazos para colocarla en un estante. Clemencia acababa de planchar su trigésima primera camisa de hombre: el trabajo abundaba; habían calculado que habría que quedarse hasta las once, y aun así dándose prisa. Y no teniendo ya más distracción, todo el taller intensificaba su trabajo. Los brazos desnudos iban y venían iluminando con sus manchas rosa la blancura de la ropa. Habían llenado una vez más de cok el fogón, y como el sol, deslizándose entre las sábanas, daba de lleno sobre el hornillo, se veía por sus rayos subir el bochornoso calor como una invisible llama cuyo temblor sacudía la atmósfera. Esta llegaba a ser tan sofocante bajo las enaguas y las manteletas que se secaban colgando del techo que Agustina, agotada la saliva, asomaba la puntita de la lengua por entre los labios. Olía a hierro recalentado, a agua de almidón agrio, a hierro candente: un olor tibio de baño al que mezclaban las cuatro obreras el más fuerte de sus moños y de sus nucas empapadas en sudor, mientras que el ramo de lirios se marchitaba en el agua verde del bote, exhalando un perfume purísimo y muy fuerte. De vez en cuando, en medio del ruido de las planchas y del atizador removiendo el fogón, se oían los ronquidos de Coupeau con la regularidad de un tic tac de reloj enorme, regularizando la gran tarea del taller.

Al día siguiente de la borrachera, el plomero tenía grandes dolores de cabeza que le impedían peinarse en todo el día, el aliento apestado y la cara de fiera. Se levantaba tarde, a eso de las ocho, sacudía sus malas pulgas, escupía y empezaba a pasear por la tienda sin decidirse a marchar para el trabajo. Otro día perdido. Por la mañana se quejaba de tener las piernas de algodón y se insultaba a sí mismo por trasegar de esa manera, ya que esto le descomponía por completo. Pero se encontraba uno con un montón de haraganes, que se pegaban a él y, quieras que no, echaban copa tras copa hasta que se hallaba borracho. Pero ¡caracoles! No volvería a suceder nunca más. No quería ponerse las botas para el otro barrio en la flor de la edad. Pero después del almuerzo se acicalaba y lanzaba varios «¡hum, hum!», para probar que se encontraba muy fuerte. Empezaba por negar la juerga de la víspera. ¡Un poco bebido, quizá! Otros no podían decir lo que él, siempre firme, con un puño fuertísimo y bebiendo todo lo que quería sin pestañear. En aquella buena vida pasaba la jornada metiendo la nariz en todo lo que sucedía en el barrio. Después se marchaba, iba a comprar su tabaco a le Petite Civette, calle Poissonniers, donde se tomaba un trago cuando se encontraba con un amigo. En seguida acababa de gastar la moneda de un franco en casa de Francisco, esquina de la calle de la Goutte-d'Or, donde había un vino delicioso, nuevecito, que hacía cosquillas en la garganta. Era un tabernucho viejo, una tienda obscena, de bajo techo, con un salón ahumado al lado, en el cual se servía sopa. Allí se estaba hasta la noche jugándose copas al torniquete; tenían convenido que en casa de Francisco no podía darse la nota burguesa. ¿No es cierto? Había que enjuagarse un poco la garganta para limpiarla de las grasas de la víspera. Un vaso de vino llama a otro. Por lo demás, el buen punto, no daba de lado al sexo contrario gustándole la broma, alegrándose de cuando en cuando; pero finamente, despreciando a esos borrachos que dejan una borrachera para atrapar otra. Volvía a casa alegre y galante como un pájaro.

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