—¡Ahí está la novia! —exclamó uno de los pilluelos, señalando a la señora Gaudron—. ¡Ah! ¡Qué desgracia!, se ha tragado una pepita, y no muy chica, a lo que parece.
Todo el grupo estalló en una carcajada. Bibi-la-Grillade, volviéndose, dijo que el pillete había hablado muy bien. La cardadora reía más fuerte que los demás y no trataba de ocultarse; aquello no era ninguna deshonra, todo lo contrario. Había más de una dama que la miraba de reojo al pasar y que hubiera querido estar en su lugar.
Habían tomado por la calle de Cléry, siguieron por la de Mail, y en la Plaza de la Victoria hicieron un alto; a la novia se le había desatado el cordón del zapato izquierdo; y como se agachase a anudarlo, al pie de la estatua de Luis XIV, las parejas se apretaron en torno a ella, esperando, mientras hacían bromas sobre su pantorrilla, que apenas si se veía. En fin, después de haber bajado por la calle Croix-des-Petits-Champs, llegaron al Louvre.
El señor Madinier, con toda finura, pidió ir a la cabeza de la comitiva.
Aquello era muy grande, podían perderse, y, además, él conocía los lugares donde se encontraba lo mejor, porque había ido con frecuencia, acompañando a un artista, un muchacho sumamente inteligente, al cual una importante casa de cartonería compraba sus dibujos para ponerlos en las cajas. Cuando hubieron penetrado en la planta baja, donde estaba el Museo Asirio, sintieron un ligero escalofrío. ¡Demonio! No hacía nada de calor; la sala habría podido ser muy bien una bodega. Y lentamente avanzaron las parejas, con la cara levantada y parpadeando por entre los colosos de piedra; los dioses de mármol negro, mudos en su rigidez hierática; los animales monstruosos, mitad gatos y mitad mujeres, con rostros de muertas de narices afiladas y labios hinchados. Hallaron todo esto muy feo; se trabaja con mucho más primor en los tiempos actuales. Una inscripción en caracteres fenicios los dejó estupefactos; no era posible que nadie hubiera podido leer jamás aquel galimatías; pero ya en el primer peldaño, acompañado de la señora Lorilleux, el señor Madinier los llamaba, gritando bajo las bóvedas:
—Vengan. Eso no vale la pena; es en el primer piso donde hay que ver.
La desnudez, plena de severidad, de las escaleras, los tornó serios. Un ujier con chaleco rojo y librea galoneada de oro, que parecía esperarlos en el rellano, redobló su emoción; aunque muy llenos de respeto, y caminando con tanta suavidad como podían, entraron en la galería francesa.
Entonces, sin detenerse, saturándose sus ojos únicamente con el oro de los marcos, atravesaron pequeños salones, viendo pasar ante sus ojos las imágenes, demasiado numerosas para poder apreciarlas. Habría hecho falta detenerse una hora ante cada una, si hubieran querido comprenderlas. ¡Qué de cuadros! ¡Pardiez! Aquello no terminaba nunca. ¡Cuánto dinero debía haber en ello!
Por fin, el señor Madinier los detuvo bruscamente ante la «Almadía de la Medusa»; y les explicó el asunto. Todos, absortos, inmóviles, escuchaban, y cuando siguieron adelante, Boche resumió el sentimiento general con estas palabras: ¡Espléndido, muy bien!
En la galería de Apolo, lo que maravilló a la reunión fue el piso reluciente, limpio como un espejo, donde se reflejaban las patas de las banquetas. La señorita Remanjou cerraba los ojos, porque se le figuraba estar caminando sobre agua. Le decía en voz alta a la señora Gaudron, que procurara mantener firmes los pies sobre el suelo, a causa de su estado. El señor Madinier quiso mostrarles los dorados y las pinturas del techo, pero se fatigaban de tener el cuello levantado y, además, no podían ver nada. Entonces, antes de entrar al salón cuadrado, indicó con el gesto una ventana, diciendo:
—Vean el balcón desde el cual Carlos X hizo fuego contra el pueblo.
Mientras tanto no perdía de vista la cola del cortejo, y los hizo detenerse en medio del salón cuadrado. «Ahí no había sino obras maestras», murmuró a media voz, como si se hallase en un templo. Dieron la vuelta al salón. Gervasia quiso saber la historia de las «Bodas de Canaán»; ¡qué tonto era eso de no escribir los relatos en los mismos cuadros! Coupeau se detuvo ante «La. Gioconda», a la que encontró parecido con una de sus tías. Boche y Bibi-la-Grillade sonreían picarescamente y se mostraban con el rabillo del ojo las mujeres desnudas, los muslos de Antílope, sobre todo, les produjeron indecible estupor. Y, en un extremo, el matrimonio Gaudron, el hombre con la boca abierta, la mujer con las manos sobre el vientre, permanecía estupefacto frente a la Virgen de Murillo.
Terminada la vuelta al salón, el señor Madinier quiso que volvieran a empezar; aquello sí que tenía valor. Y dedicaba especiales cuidados a la señora Lorilleux, a causa de su vestido de seda; y cada vez que ella le hacía alguna pregunta, respondía con aire grave y gran aplomo. Como ella mostrase interés por la querida del Tiziano, cuya cabellera amarilla encontraba parecida a la suya, le dijo que se trataba de la Bella Ferronnière, una de las queridas de Enrique IV, sobre la cual se había dado un drama en el Ambigu.
Luego penetraron en la larga galería donde se hallan las escuelas italiana y francesa. Cuadros y más cuadros, santos, hombres y mujeres cuyos rostros les resultaban incomprensibles, paisajes completamente negros, animales que se habían vuelto amarillos, un conglomerado de personas y cosas cuya mezcla de mil colores comenzaba a producirles un fuerte dolor de cabeza. El señor Madinier ya no hablaba, precedía lentamente al cortejo, que le seguía en orden, con los cuellos ladeados y los ojos en el espacio. Siglos de arte pasaban ante su ignorancia estupefacta; la delicada aridez de los pintores primitivos; la vida exuberante y plena de luz de los holandeses. Pero lo que a ellos más les interesaba eran los copistas, con sus caballetes instalados entre la gente; una anciana señora, encaramada sobre una gran escalera, pasando un pincel de estucar por el cielo suave de una inmensa tela, los impresionó de un modo especial. Poco a poco se había esparcido la voz de que una boda visitaba el Louvre; los pintores acudían, tratando de contener la risa; los curiosos se sentaban en las banquetas del camino para asistir cómodamente al desfile; mientras que los guardianes se mordían los labios para contener ingeniosos chistes. Y los de la boda, ya cansados, perdían su aire digno; arrastraban sus zapatos claveteados, haciendo retumbar el sonoro pavimento, como si fuera el patear de un rebaño desbandado librado a su antojo en medio de la limpieza esmerada y recogida de aquellas salas.
El señor Madinier se callaba, porque preparaba una sorpresa. Se fue en derechura a la «Kermesse» de Rubens. Allí no dijo tampoco una palabra, se contentó con indicar la tela con una viva mirada. Cuando las señoras tuvieron la nariz metida en la tela, lanzaron cortas exclamaciones; luego, se volvieron con los rostros enrojecidos. Los hombres las retenían bromeando y buscando los detalles más obscenos.
—¡Miren esto! —repetía Boche—. Esto vale cualquier dinero. Ahí está uno que devuelve cuanto comió; y el otro riega las florecillas… Y ¡aquel! ¡Oh, aquél!… Bien, bien; son muchos, pero muy limpios aquí.
—Vámonos —dijo el señor Madinier entusiasmado con su éxito—. No hay nada más que ver por acá.
Y volvieron sobre sus pasos, atravesando de nuevo el salón cuadrado y la galería de Apolo. La señora Lerat y la señorita Remanjou, comenzaron a quejarse, diciendo que sus piernas ya no podían sostenerlas más tiempo. Pero el cartonero quería mostrar a Lorilleux las alhajas antiguas. Aquello se encontraba al lado, en una salita a la que podría conducirlos con los ojos cerrados; no obstante, se equivocó y arrastró a la gente a lo largo de seis o siete salas, desiertas, frías, adornadas solamente por severas vitrinas donde se encontraba una cantidad innumerable de cacharros rotos y de figurillas por demás feas. Todos tiritaban y se aburrían de lo lindo. Luego, como buscaran una puerta, fueron a dar a la Sección de Dibujos, y esa fue una nueva excursión interminable; los dibujos no terminaban nunca; los salones sucedían a los salones, sin nada divertido, hojas y más hojas de papel garrapateadas bajo las vitrinas contra las paredes. El señor Madinier perdía la cabeza; no queriendo confesar que se había equivocado, tomó por una escalera, haciendo subir un piso al cortejo. Esta vez caminaron en pleno Museo de Marina, por entre modelos de instrumentos y cañones, de planos en relieve y de barcos del tamaño de juguetes. Tropezaron con otra escalera en el extremo opuesto, después de un cuarto de hora de marcha; descendieron y volvieron a encontrarse en la Sección de Dibujos. Entonces fueron presas de la mayor desesperación, rodaban al azar, de sala en sala, las parejas, siempre en fila y siguiendo al señor Madinier que se enjugaba la frente, fuera de sí, furioso contra la administración del Museo, a la que acusaba de haber cambiado de lugar las puertas. Los guardianes y los visitantes los veían pasar llenos de admiración; en menos de veinte minutos se les había visto en el salón cuadrado, en la galería francesa, y a lo largo de las vitrinas donde duermen los pequeños dioses de Oriente. No saldrían nunca de allí; las piernas les flaqueaban y hacían un gran alboroto, dejando siempre en pos el vientre enorme de la señora Gaudron.
—¡Se cierra, se cierra! —gritaban las potentes voces de los guardianes.
Y faltó poco para que quedaran encerrados; fue necesario que un guardián se pusiera a su cabeza y los condujeras hasta una de las puertas. Luego, en el patio del Louvre, cuando hubieron retirado del vestíbulo los paraguas, respiraron. El señor Madinier recobró su aplomo; había hecho mal en tomarse a la izquierda; ahora se acordaba de que las alhajas se encontraban a la derecha; por lo demás, todos los asistentes a la visita afectaban mostrarse contentos de cuanto habían visto.
Daban las cuatro. Tenían todavía dos horas antes de la comida; resolvieron dar una vuelta para matar el tiempo. Las señoras, muy cansadas, hubieran preferido sentarse de buena gana, pero como nadie se brindara a convidar a algo, volvieren a ponerse en marcha, siguiendo esta vez a lo largo de los muelles. Allí los cogió un nuevo diluvio, tan fuerte, que, a pesar de los paraguas, los tocados de las señoras quedaron maltrechos. La señora Lorilleux sentía achicarse su corazón a cada gota de lluvia que humedecía su ropa, y propuso que se refugiaran bajo el Pont-Royal; por lo demás, si los otros no querían seguirla, ella descendería sola. Y la comitiva se dirigió bajo el Pont-Royal. Allí se estaba divinamente bien, y aquella sí que había sido una excelente idea. Las señoras extendieron sus pañuelos por el suelo, sentáronse con las rodillas separadas y se pusieron a arrancar las briznas de hierba que crecían en las junturas de las piedras, viendo correr el agua negra, como si en realidad se encontraran en el campo. Los hombres se divirtieron, gritando en voz muy alta, para despertar el eco del arco. Boche y Bibi-la-Grillade insultaban al vacío, gritando con todos sus pulmones: «¡Marrano!», y reían a más no poder cuando el eco les devolvía la palabra; luego, con la garganta enronquecida, cogieron guijarros y jugaron a hacerlos rebotar en el agua negra del río. La lluvia había cesado, pero se encontraban tan bien allí que no pensaban en moverse. El Sena arrastraba toda clase de basuras, viejos tapones, desperdicios de legumbres: una mezcla de inmundicia que un remolino detenía un instante en el agua turbulenta, más sombría aún por la sombra que proyectaba la bóveda; mientras tanto, sobre el puente, se oía el rodar de los ómnibus y los coches, la eterna barahúnda de París, del que sólo se distinguían los techos a derecha e izquierda como desde el fondo de un agujero. La señorita Remanjou suspiraba; si hubiese allí hojas, le parecería encontrarse en un rincón del Marne, adonde ella iba hacia el año 1817 con un joven al que lloraba todavía.
Pero el señor Madinier dio la señal de partida. Atravesaron el jardín de las Tullerías en medio de una multitud de chiquillos, cuyos aros y pelotas descompusieron el orden de las parejas. Luego, al llegar a la plaza Vendôme, pusiéronse a contemplar la columna, y el señor Madinier, queriendo ser galante con las señoras, les propuso subir para ver París desde lo alto. Su oferta pareció muy graciosa. Sí, sí; había que subir, así podrían reír un rato a su gusto. Por otro lado, aquello no carecía de interés para quienes nunca habían dejado la tierra firme.
—Sí, ustedes creen que la Banban va a arriesgarse a arrastrar su pata coja —murmuraba la señora Lorilleux.
—¡Yo subiría con mucho gusto —decía la señora Lerat—; pero no quiero que ningún hombre vaya detrás de mí!
Y la comitiva subió. En la estrecha espiral de la escalera, los doce se encaramaban encima, tropezando con los peldaños gastados y sosteniéndose contra la pared. Luego, cuando la obscuridad fue completa, comenzaron a reír a sus anchas; las señoras lanzaban ligeros gritos, los hombres les hacían cosquillas y les pellizcaban las piernas; pero habrían sido tontas por demás si hubieran hablado de ello; se hacía como si se creyera que eran ratones. Además, aquello no podía tener ninguna consecuencia, y los hombres sabían detenerse donde lo requería la honestidad. Después, Boche dijo una broma que toda la reunión repitió. Pusiéronse a llamar a voces a la señora Gaudron, como si se hubiera quedado en el camino, y le preguntaban si su vientre podría pasar. Habría que pensar en qué compromiso los pondría si se atascaba allí, sin poder subir ni bajar, y si el agujero quedase obstruido y no pudieran volver a salir de allí. Y se reían a su gusto a costa de aquel vientre de mujer embarazada, hasta el punto de nacer estremecer la columna. En seguida Boche, puesto ya en camino, manifestó que se envejecerían en aquel tubo de chimenea, aquello no tenía fin. ¡Iban acaso al cielo! Y trataba de asustar a las señoras, gritando que la columna se balanceaba de un lado a otro. Mientras tanto Coupeau no decía nada, subía detrás de Gervasia, sosteniéndola por la cintura y sentía que se le abandonaba. Cuando, de repente, salieron a la claridad, estaba precisamente a punto de darle un beso en el cuello.
—¡Qué bien! ¡Es muy decente esto! ¡No pierden un momento ustedes dos! —dijo la señora Lorilleux con aire escandalizado.
Bibi-la-Grillade hacía como si se encontrase en extremo furioso, repitiendo entre dientes:
—¡Qué bulla han hecho todos! No he podido ni contar los escalones.
El señor Madinier, ya en la plataforma, enseñaba los monumentos; pero ni la señora Fauconnier, ni la señorita Remanjou quisieron por nada del mundo salir de la escalera, sólo el pensamiento de contemplar el pavimento desde esa altura les daba vértigo, y se contentaron con lanzar alguna que otra mirada por la portezuela. La señora Lerat, más resuelta, iba de un lado a otro en la estrecha terraza, apoyándose en el bronce de la cúpula. Pero aquello producía una tremenda emoción con pensar que bastaba pasar una pierna por encima. ¡Qué voltereta, santo Dios! Los hombres, un poco pálidos, contemplaban la plaza. Podían creerse en el aire, alejados de todo el mundo. No; decididamente, aquello producía frío en las tripas. El señor Madinier recomendaba que se levantase la vista, dirigiéndola adelante tan lejos como fuera posible, eso impedía el vértigo. Y continuó señalando con el dedo los Inválidos, el Panteón, Nuestra Señora, la torre de Saint-Jacques y los cerros de Montmartre. Después, a la señora Lorilleux, se le ocurrió preguntar si podía descubrirse en el bulevar de la Chapelle la taberna donde se iba a comer, el
Moulin-d'Argent
. Entonces, durante diez minutos, se buscó, llegando hasta disputar porque cada cual creía ver la taberna en una dirección distinta. París, en torno a ellos, extendía su inmensidad gris, sus azuladas lontananzas, sus valles profundos en los que se destacaban una infinidad de techos; toda la orilla derecha estaba sumida en la sombra bajo un inmenso jirón de nubes; y de los bordes de esas nubes, con franjas de oro, se desprendía un rayo de sol que iluminaba los millares de cristales de la orilla izquierda con un centelleo de chispas, destacando como un cuadro luminoso aquel rincón de la ciudad sobre un cielo purísimo, lavado por la tempestad.