Detrás de las puertas cerradas no se oía sino un gran silencio, el sueño pesado de los obreros, acostados después de comer. Sin embargo, una risa apagada salía de la habitación de la planchadora mientras que un hilo de luz deslizábase por la cerradura de la señorita Remanjou, que todavía cortaba con un leve ruido de tijeras los vestidos de gasa para las muñecas de sesenta y cinco céntimos. En la planta baja un niño seguía llorando en casa de la señora Gaudron. Y los canalones despedían un hedor más fuerte en medio de la gran paz negra y muda.
Luego, ya en el patio, mientras Coupeau, con voz sonora, pedía que le abriesen la puerta, Gervasia se volvió mirando por última vez la casa. Parecía haberse agigantado bajo el cielo sin luna. Las fachadas grises, como limpias de su lepra y estucadas de sombra, se extendían, subiendo, y estaban más desnudas aún, desprovistas de los pingajos que en el día secaban al sol. Las ventanas cerradas dormían. Algunas, en diversos sitios, vivamente alumbradas, abrían los ojos, pareciendo desviar la mirada de ciertos rincones. Encima de cada vestíbulo, de abajo arriba, en hilera, los vidrios blancos de los seis descansillos de la escalera, con su pálido fulgor, formaban una estrecha torre luminosa. El resplandor de una lámpara, que bajaba desde el taller del cartonero del segundo piso, proyectaba un reguero amarillo sobre el empedrado del patio, hendiendo las tinieblas que inundaban los talleres de los bajos. Y en el húmedo rincón, al fondo de esas tinieblas, sonoras gotas de agua que violaban el silencio, caían una a una del grifo mal ajustado de la fuente. Entonces a Gervasia le pareció que la casa se le venía encima, sintiéndola sobre sus hombros, aplastante y glacial. Esa era siempre su obsesión, una puerilidad de la que luego se reía.
—¡Tenga cuidado! —exclamó Coupeau.
Y para salir ella debió saltar por encima de un gran charco que manaba de la tintorería. Aquel día el charco era de un azul profundo de cielo estival, al que la linterna pequeña del portero encendía estrellas.
Gervasia no quería fiesta alguna en su boda. ¿Con qué objeto iban a malgastar el dinero? Y, además, se sentía un poco avergonzada, le parecía fuera de lugar hacer ostentación de su casamiento ante todo el barrio. Pero Coupeau no escuchaba razones; no era posible casarse como si nada ocurriera, sin alegrarse en compañía de unos cuantos amigos. Por su parte, le importaba un comino lo que pensara el barrio. ¡Oh! se trataba de una cosa muy sencilla, darían una vueltecita por la tarde mientras llegaba la hora de ir a retorcer el pescuezo a un conejo en el primer figón que les saliera al paso. Y nada de música para amenizar los postres, nada de clarinete que hiciera mover el trasero a las señoras. Cuestión de brindar por su felicidad antes de volver a dormir cada cual a su casa.
El plomero, bromeando y muy alegre, convenció a la joven, no sin haberle prometido antes que no se embriagarían. Buen cuidado tendría él de no despegar los ojos de los vasos, para evitar que alguno «se quemara». Entonces organizó un
picnic
a cinco francos por cabeza, en casa de Augusto,
Moulin-d'Argent
, bulevar de la Chapelle. Era una taberna de poca monta, donde se comía a precios módicos, con una sala de baile popular en el fondo de la trastienda, bajo las tres acacias del patio. En el primer piso estarían perfectamente bien. Durante diez días reclutó convidados en la casa de su hermana, en la calle de la Goutte-d'Or; el señor Madinier, la señorita Remanjou, la señora Gaudron y su marido. Y acabó por hacer que Gervasia aceptara a sus dos compinches Bibi-la-Grillade y Mes-Bottes: ciertamente que Mes-Bottes empinaba el codo, pero tenía un apetito tan cómico, que hacía que lo invitaran a los
picnics
, aunque no fuera sino por contemplar la cara que ponía el dueño al verlo devorar, porque aquello más parecía un abismo que una boca; se tragaba de una sentada doce libras de pan. La joven, por su parte, prometió llevar a su patrona, la señora Fauconnier, y a los Boche, tres personas que bien valían la pena. Haciendo la cuenta se comprobó que eran quince, y eso era bastante. Cuando se reúne demasiada gente, siempre se acaba en disputas.
A todo esto Coupeau no tenía un centavo. No pretendía darse importancia, pero quería portarse como persona decente. Pidió prestados cincuenta francos a su patrón, e inmediatamente compró la alianza, un anillo de oro de doce francos, que Lorilleux le sacó de la fábrica a precio de costo por nueve francos; mandóse hacer luego una levita, un pantalón y un chaleco en una sastrería de la calle Myrrha, donde dio solamente a cuenta veinticinco francos; sus zapatos de charol y su sombrero podían todavía pasar. Cuando hubo separado los diez francos para el
picnic
, su cuota y la de Gervasia —los niños no pagaban—, le quedaban exactamente seis francos justos: el precio de una misa en el altar de los pobres. En realidad, él no quería a los cuervos; sólo de pensar en dar a aquellos tragones sus seis francos, sentía destrozársele el corazón, pues no les hacían falta para tener bien fresco el gaznate. Pero un matrimonio sin misa, había que confesarlo, no era tal matrimonio. Y se dirigió él mismo a la iglesia, para regatear; durante una hora tuvo que vérselas con un sacerdote viejecillo de sotana sucia y ladrón como él solo. Sintió en el alma no poder largarle unos cuantos mojicones; luego, bromeando, le preguntó si por casualidad no tenía en su tienda alguna misa de lance, no muy deteriorada, con la cual pudiera darse todavía tono una pareja no mal parecida. El viejecillo, refunfuñando que Dios no se regocijaría de bendecir su unión, terminó por dejarle la misa en cinco francos. Era de todos modos una economía de un franco, y lo único que le quedaría.
Gervasia, por su parte, quería presentarse bien. Desde que su casamiento quedó decidido, se las arregló como pudo, trabajando horas extras, y llegó a reunir treinta francos. Tenía verdadera ansia por adquirir una manteleta de seda marcada en trece francos en la calle Faubourg-Poissonnier, y se dio el gusto; luego compró por diez francos, al marido de una lavandera, muerto en la casa de la señora Fauconnier, un vestido de lana azul, que adaptó perfectamente a su medida. Con los siete francos que le quedaban compró un par de guantes de algodón, una rosa para su gorro y un par de zapatos para Claudio, su hijo mayor. Felizmente, los chicos tenían blusas presentables. Pasó cuatro noches limpiándolo todo, repasando hasta los más pequeños puntos de sus medias y su camisa.
Por fin, el viernes por la tarde, víspera del gran día, Gervasia y Coupeau, al volver del trabajo, tuvieron que trajinar aún bastante hasta las once. Luego, antes de acostarse cada uno en su habitación, pasaron una hora juntos en la pieza de la joven, muy alegres por hallarse al fin de tanto ajetreo. A pesar de su resolución de reírse a mandíbula batiente de cuanto pudiera chismearse en el barrio, terminaron por tomar la cosa a pecho, y se mataron trabajando. Cuando se despidieron, se hallaban tan rendidos que se dormían de pie; mas, de todos modos, ambos exhalaron un suspiro de satisfacción. Ya estaba todo dispuesto; Coupeau tenía por testigos al señor Madinier y a Bibi-la-Grillade; Gervasia contaba con Lorilleux y Boche. Se había arreglado que los seis deberían ir con toda tranquilidad a la alcaldía y a la iglesia, sin arrastrar en pos de sí una cola de gente. Las dos hermanas del marido habían dicho, a su vez, que preferían quedarse en casa, ya que su presencia no era necesaria. Sólo mamá Coupeau habíase puesto a llorar, diciendo que ella marcharía antes, para esconderse en un rincón, y le habían prometido llevarla. En cuanto al lugar de la cita de toda la reunión, se había convenido que fuese el
Moulin-d'Argent
. De allí irían hasta la llanura Saint-Denis, para abrir el apetito; tomarían el ferrocarril y regresarían a pie, siguiendo el camino real. La partida prometía resultar espléndida, no se trataba de nada en grande, pero se divertirían un poco de manera alegre y honesta.
El sábado a la mañana, mientras se arreglaba, Coupeau fue presa de una gran inquietud al contemplar su moneda de un franco. Acababa de pensar que, por educación, le tocaría ofrecer un vaso de vino o una lonja de jamón a los testigos, en tanto se celebraba la comida. Además podían surgir gastos imprevistos. Decididamente, un franco no le alcanzaría para nada. Entonces, después de haber conducido a Claudio y a Esteban a casa de la señora Boche, que debía llevarlos por la tarde a la comida, se dirigió precipitadamente a la calle de la Goutte-d'Or y subió resuelto a pedirle prestados diez francos a Lorilleux; no hay para qué decir lo que le costaba este paso, sentía que el gaznate se le desollaba, pues ya esperaba ver el gesto que pondría su cuñado. Este gruñó y se burló con aire de animal dañino, y, finalmente, le entregó las dos monedas de cinco francos. Pero Coupeau oyó decir a su hermana entre dientes que aquello comenzaba muy bien.
La ceremonia en la alcaldía estaba fijada para las diez y media. Hacía un tiempo hermoso, y un sol centelleante caldeaba las calles. Para evitar ser objeto de la curiosidad, los novios, la mamá y los cuatro testigos, se separaron en dos grupos. Delante, caminaba Gervasia, del brazo de Lorilleux, mientras que el señor Madinier conducía a mamá Coupeau; luego, a veinte pasos de distancia, por la otra acera, marchaban Coupeau, Boche y Bibi-la-Grillade, abrochado hasta el cuello, sin chaleco, dejaba ver solamente la punta de una corbata retorcida como una cuerda. Únicamente el señor Madinier llevaba frac, un elegante frac de faldones cuadrados; y los transeúntes se detenían para ver a aquel señor conduciendo a la gorda mamá Coupeau envuelta en su chal verde y luciendo una gorra negra, adornada con cintas rojas. Gervasia, cuyo rostro expresaba dulzura y alegría, con su vestido de un azul obscuro y los hombros ceñidos bajo estrecha manteleta, escuchaba complaciente los chistes de Lorilleux, que casi desaparecía dentro de un inmenso sobretodo, con el que se había cubierto, a pesar del calor; y, de cuando en cuando, al doblar las esquinas, volvía un poco la cabeza y sonreía ligeramente a Coupeau, a quien molestaban sus vestidos nuevos, que relucían con el sol.
A pesar de haber caminado muy lentamente, llegaron a la alcaldía con más de media hora de anticipación. Y, como el alcalde llegase retrasado, les tocó su turno sólo a eso de las once. Esperaron sentados en un extremo de la sala, mirando el alto techo y la severidad de las paredes, hablando en voz baja y retirando respetuosamente sus sillas hacia atrás, por exceso de educación, cada vez que un empleado de la oficina pasaba; mientras que, por lo bajo, murmuraban contra el alcalde, llamándolo holgazán y diciendo que con seguridad habría estado en casa de su rubia, para que le friccionara la gota; y no tendría nada de raro que se hubiera engullido la banda. Pero cuando el funcionario apareció, se pusieron de pie respetuosamente. Se les hizo volver a sentar. Y tuvieron que presenciar todavía tres matrimonios de gente burguesa, con las novias vestidas de blanco, jovencitas con el cabello rizado, señoritas con cinturones color de rosa y cortejos interminables de señores y señoras que representaban unos treinta y un años y de aspecto muy distinguido. Luego, cuando se les llamó, faltó poco para que no se les casara: Bibi-la-Grillade había desaparecido. Boche lo encontró abajo, en la plaza, fumando una pipa. ¡Lindos tipos aquellos que se encontraban en la sala! ¡Creían poder burlarse de la gente, porque no llevaban guantes color de manteca fresca para pasárselos por las narices! Y las formalidades, la lectura del código, la firma de los documentos, todo fue hecho tan de prisa, que no pudieron menos que mirarse; se sentían defraudados; habíaseles robado por lo menos la mitad de la ceremonia. Gervasia, aturdida, con el corazón que parecía habérsele dilatado, apoyaba el pañuelo contra los labios. Mamá Coupeau lloraba a moco tendido. Todos se habían inclinado sobre el registro, dibujando sus nombres con toscas letras, salvo la novia, que había trazado una cruz por no saber firmar; cada uno dio veinte céntimos para los pobres. Cuando el escribiente entregó a Coupeau el certificado de matrimonio, éste, a quien Gervasia había hecho una seña con el codo, se decidió a sacar veinticinco céntimos más.
Desde la alcaldía a la iglesia tenían que andar un buen trecho. Por el camino, los hombres bebieron un vaso de cerveza; Gervasia y mamá Coupeau grosella con agua. Y tuvieron que seguir por una calle interminable donde el sol caía a plomo, sin un átomo de sombra. Cuando llegaron, el sacristán que los esperaba en medio de la iglesia vacía, los empujó hacia una capillita, preguntándoles furiosamente si era por burlarse de la religión por lo que llegaban tan retrasados. Un sacerdote salió a grandes pasos, con aire de pocos amigos y rostro pálido por el hambre, precedido de un acólito, con la sobrepelliz sucia, que caminaba, trotando. Despachó la misa, comiéndose las palabras latinas, se volvió, extendió los brazos, se inclinó, dirigiendo miradas oblicuas sobre los novios y los testigos. Los novios, puestos ante el altar, sumamente embarazados, no sabiendo cuándo debían ponerse de pie, cuándo arrodillarse, ni cuándo sentarse esperaban una seña del monaguillo. Los testigos, para no pasar por ignorantes, permanecieron de pie todo el tiempo, mientras que la señora Coupeau, sumida de nuevo en el llanto, dejaba caer las lágrimas en el libro de misa que le había prestado una vecina. Mientras tanto, las doce habían dado, la última misa acababa de decirse; se escuchaba el ir y venir de los sacristanes y el ruido de las sillas puestas en su sitio. Debían estar arreglando el altar mayor para alguna festividad, porque se oía el martillo de los tapiceros que clavaban colgaduras. Y, en el fondo de aquella capilla, perdido en medio del polvo que la escoba del sacristán producía, el sacerdote, con aire aburrido, extendía rápidamente sus manos sobre las cabezas inclinadas, de Coupeau y Gervasia, pareciendo unirlos mientras se efectuaba una mudanza, durante una ausencia del bondadoso Señor y en el intermedio de dos misas de verdad. Cuando en la sacristía hubieron firmado otra vez en el registro y, finalmente, se encontraron en pleno sol, bajo el pórtico, quedaron un instante estupefactos, sin aliento por haber sido despachados tan de prisa.
—¡Gracias a Dios! —dijo Coupeau, riendo de modo poco espontáneo, y caminaba balanceándose, no encontrando muy divertida por cierto la cosa. No obstante, agregó:
—Tanto mejor, esto no demora mucho. Terminan con ello en cuatro movimientos… Es igual que con los dentistas, uno no tiene tiempo de decir ¡ay!, y ya está casado, sin haber experimentado el menor dolor.