—No valía la pena subir hasta acá para cascarnos las narices —dijo Boche furioso, tomando de nuevo las escaleras.
El cortejo descendió mudo, enfurruñado, sin más ruido que el producido por los zapatos en los escalones. Abajo, el señor Madinier quiso pagar, pero Coupeau se opuso, apurándose a poner en la mano del guardián un franco y veinte céntimos, dos por persona. Eran casi las cinco y media y tenían el tiempo justo para regresar. Volvieron ahora por los bulevares y el arrabal Poissonniers. Coupeau, no obstante, dijo que el paseo no podía terminar de aquel modo, y obligó a entrar a todo el mundo en una taberna donde se tomó un vermouth.
La comida estaba encargada para las seis: hacía veinte minutos que se esperaba a la boda en el
Moulin-d'Argent
. La señora Boche, que había dejado su portería a una señora de la casa, charlaba con mamá Coupeau en el salón del primer piso, frente a la mesa servida, y los dos pilluelos, Claudio y Esteban, a los que ella había conducido, andaban correteando debajo de la mesa en medio de un desorden de sillas. Cuando Gervasia, al entrar, divisó a los niños, a los que no había visto en todo el día, los tomó en sus rodillas acariciándolos y llenándolos de besos.
—¿Habéis sido buenos? —preguntó a la señora Boche—; ¿no molestasteis demasiado?
Y como la señora Boche le contara los dichos de los chicuelos, que la habían casi hecho morir de risa, ella los levantó de nuevo estrechándolos entre sus brazos en un arranque de ternura.
—No deja de ser divertido esto para Coupeau —decía mientras tanto la señora Lorilleux a las otras damas en el fondo del salón.
Gervasia había conservado su tranquilidad alegre de la mañana; no obstante, después del paseo, sentíase por momentos triste, contemplaba a su marido y a los Lorilleux con semblante pensativo y resignado. Se daba cuenta de que Coupeau era cobarde cuando estaba delante de su hermana. La víspera, no más, levantaba la voz y juraba que pondría en su lugar a esas lenguas viperinas si le faltaban en algo. Pero en lugar de eso, Gervasia no podía menos de notarlo, se agachaba ante ellos, escuchando complaciente cuanto decían y no sabía qué hacer cuando los creía incomodados. Y esto, pensando en el porvenir, inquietaba a la joven.
Ya no se esperaba más que a Mes-Bottes, que aún no había aparecido.
—¡Ah! lo mejor que podemos hacer —dijo Coupeau— es sentarnos a la mesa. Ya lo veremos llegar, tiene un olfato maravilloso, y el olor de la bazofia tiene poder para atraerlo, por lejos que se encuentre… ¿No les parece que debe reírse mucho si está todavía de plantón en el camino de Saint-Denis?
Entonces los concurrentes, muy alegres, sentáronse a la mesa con un gran ruido de sillas. Gervasia estaba entre Lorilleux y el señor Madinier, y Coupeau entre la señora Fauconnier y la señora Lorilleux. Los demás convidados se acomodaron como mejor les pareció, porque cuando se indicaban los sitios, ello terminaba las más de las veces en celos y disputas. Boche se colocó cerca de la señora Lerat. Bibi-la-Grillade tenía por vecinas a la señorita Remanjou y a la señora Gaudron. En cuanto a la señora Boche y a mamá Coupeau, sentadas en un extremo, cuidaban de los niños, encargándose de cortarles la carne y darles de beber; pero no mucho vino, naturalmente.
—¿Nadie bendice la mesa? —preguntó Boche, mientras que las señoras arreglaban sus faldas bajo el mantel, por temor a las manchas. Pero a la señora Lorilleux no le gustaban esa clase de bromas. Y la sopa de fideos fue tomada de prisa, casi fría, con grandes silbidos de labios en las cucharas. Dos pilluelos servían a la mesa, vestidos con chaquetas grasientas y mandiles de dudosa blancura. Por las cuatro ventanas abiertas que dejaban ver las acacias del patio, penetraba la claridad resplandeciente del fin de un día de tormenta, despejado y tibia todavía. El reflejo de los árboles, en un rincón húmedo, prestaba tintes verdosos a la sala llena de humo, haciendo bailar las sombras de las hojas sobre el mantel, impregnado de un vago olor a moho. Había allí dos espejos, llenos de cagadas de moscas, uno a cada lado, que parecían prolongar hasta el infinito la mesa cubierta por la grosera vajilla de color amarillento, en la cual la grasa del agua del fregadero quedaba depositada en los arañazos producidos por los cuchillos. En el fondo, cada vez que uno de los muchachos subía de la cocina, golpeaba la puerta dejando pasar un fuerte olor a bazofia.
—No hablemos todos al mismo tiempo —dijo Boche, viendo que todo el mundo guardaba silencio con la nariz metida en el plato.
Y se bebía el primer vaso de vino, siguiendo con los ojos dos pasteles de ternera servidos por los mozos, cuando Mes-Bottes hizo su aparición.
—¡Que bien, buenos canallas son todos! —gritó—. He estado tres horas de plantón en el camino, hasta el extremo de que llamé la atención de un gendarme que me pidió mis papeles. ¡Por ventura se hacen estas porquerías con un amigo! Por lo menos habrían debido enviarme un coche con un mandadero. Y, bromas aparte, esto llega al colmo. ¡Por Satanás! Llovía tan fuerte que tenía el agua metida en los bolsillos… Y ahora mismo podría encontrar en ellos lo necesario para hacer una fritada.
Todos reían a más no poder. Aquel animal de Mes-Bottes había bebido ya por lo menos sus dos litros; quería únicamente que no le tomaran el pelo por aquel jarabe de ranas que la tempestad había escupido sobre su persona.
—¡Eh, señor conde de Gigot-Fin! Ve a sentarse allá, al lado de la señora Gaudron; ya ves que te esperábamos.
¡Oh! El haber llegado tarde no le preocupaba gran cosa; pronto daría alcance a los demás; pidió tres platos de sopa y varios de fideos, en los que remojaban grandes rebanadas de pan. Y cuando atacó las tortas causó la más profunda admiración a toda la mesa. ¡Qué manera de devorar! Los mozos, espantados, hacían cadena para pasarle el pan, pedazos finamente cortados que tragaba de un bocado. Y terminó por enfadarse; él quería un pan entero a su lado. El tabernero, muy inquieto, apareció un momento en el umbral de la puerta. La reunión, que lo esperaba, se desternillaba de risa. Aquello no podía convenirle al figonero. ¡Era el diablo en persona este Mes-Bottes! Y se contaba que un día se había comido doce huevos duros y bebido doce vasos de vino mientras daban las doce campanadas del mediodía. ¡Oh, era difícil encontrar quien lo igualara! Y la señorita Remanjou, enternecida, miraba mascar a Mes-Bottes, mientras que el señor Madinier, buscando una palabra para expresar su admiración, casi respetuosa, declaró que tal capacidad era extraordinaria. Por un momento reinó silencio. Un mozo acababa de poner sobre la mesa un guiso de conejo en una fuente espaciosa y honda como una ensaladera, y, Coupeau, bromista como él solo, aprovechó para salir con una de las suyas:
—Mozo, dígame, ¿ese conejo es acaso de tejadillo?… Hace
miau
todavía.
Y, en efecto, un ligero maullido, perfectamente imitado, parecía salir de la fuente. Era Coupeau quien emitía aquel ruido con la garganta, sin mover los labios; gracia que siempre tenía éxito; por lo que nunca comía fuera de su casa sin encargar un guiso de conejo. Luego se puso a ronronear. Las señoras se cubrían la cara con las servilletas, pues reían más de lo necesario.
La señora Fauconnier pidió la cabeza, pues era lo único que le gustaba. La señorita Remanjou se volvía loca por los chicharrones. Y como Boche dijera que prefería a todo las cebollitas cuando estaban a punto, la señora Lerat murmuró entre dientes:
—No es difícil saber por qué.
Era seca como una espátula, llevaba una vida de obrera enclaustrada en su rutina diaria, no había visto asomar la nariz de un hombre en su casa desde su viudez, pero ello no impedía que manifestara una marcada predilección por las obscenidades; una manía de emplear palabras de doble sentido y alusiones picarescas de una profundidad tal, que sólo ella misma podía comprender. Boche se inclinó y le pidió una explicación muy bajito, en la oreja; ella respondió:
—Sin duda las cebollitas… Ya es bastante claro, me parece.
La conversación se hizo seria. Cada uno hablaba de su oficio. El señor Madinier alababa la industria cartonera; en ella podían encontrarse verdaderos artistas. Citaba, por ejemplo, las cajas para aguinaldos, cuyos modelos le eran conocidos y que constituían verdaderas maravillas de lujo. Lorilleux, no obstante, reíase burlonamente, sentía una gran vanidad porque trabajaba el oro, cuyo reflejo creía ver en sus dedos y en toda su persona. Decía, por último, que los joyeros en tiempos pasados llevaban espadas, y citaba a Bernardo de Palissy, sin saber por qué. Coupeau, por su parte, hablaba de una veleta, obra maestra de uno de sus camaradas: componíase de una columna, después de una gavilla, luego de una canasta de frutas y por último de una bandera, todo ello fielmente, reproducido y hecho sólo de pedazos de cinc recortados y soldados. La señora Lerat explicaba a Bibi-la-Grillade cómo se retorcía un tallo de rosa, dando vueltas al mango de su cuchillo entre sus huesudos dedos. Y a todo esto la conversación se había hecho general, se hablaba en voz alta, las palabras se cruzaban: oíanse en medio del ruido palabras emitidas, muy fuertemente por la señora Fauconnier, que se lamentaba de sus obreras. El día anterior, sin ir más lejos, una aprendiza le había quemado un par de sábanas.
—Puede decirse lo que se quiera —gritaba Lorilleux, dando un puñetazo sobre la mesa—, pero el oro es siempre oro.
Y en medio del silencio producido por esta enorme verdad, no quedó sino la voz meliflua de la señorita Remanjou diciendo:
—Entonces les levanto el fustán y las coso por dentro; les clavo un alfiler en la cabeza para sujetarles el gorro, y se acabó: las vendo en sesenta y cinco céntimos.
Daba esta explicación a Mes-Bottes, cuyas mandíbulas continuaban moviéndose lentamente como la rueda de un molino. Él no pensaba en escucharla, agachaba la cabeza, acechando a los mozos para impedir que se llevaran los platos antes de que él los hubiera dejado completamente limpios. Había comido ternera mechada con salsa y habichuelas verdes. Aparecía ahora el asado; dos pollos esqueléticos, acostados sobre un lecho de berros, marchitos y retostados por el horno. Afuera el sol moría sobre las altas ramas de las acacias. En la sala, el reflejo verdoso se espesaba con los vapores que subían de la mesa, manchada de vino y de salsa y atestada por el desorden de la vajilla y cubiertos; a lo largo de la pared veíanse platos sucios, botellas vacías dejadas allí por los mozos, y desperdicios barridos y arrojados de los manteles. Hacía un fuerte calor; los hombres se quitaron las levitas y siguieron comiendo en mangas de camisa.
—Señora Boche, le suplico que no me los atraque usted tanto —dijo Gervasia, que hablaba poco, vigilando desde lejos a Claudio y a Esteban.
Se levantó y fue a charlar un momento, de pie, detrás de las sillas de los muchachos. Los chicos no sabían todavía lo que hacían, y eran capaces de estarse comiendo todo el día sin rehusar un pedazo; y ella misma les sirvió un trozo de pechuga de pollo. Pero la señora Coupeau dijo que podían muy bien, por una vez, coger una indigestión. La señora Boche, en voz baja, acusó a su marido de pellizcar las rodillas a la señora Lerat ¡Oh! Era un solapado y empinaba el codo de lo lindo. Ella había visto muy bien cómo desaparecía su mano. Si empezaba de nuevo, ¡por lo más santo!, ella era mujer capaz de estrellarle una botella en la cabeza delante de todos.
Cuando se producía el silencio, el señor Madinier aprovechaba para hablar a su gusto de política; la ley del 1° de mayo era una verdadera abominación; ahora eran necesarios dos años de permanencia. Tres millones de ciudadanos han sido borrados de las listas… Me han dicho que Bonaparte, en el fondo, está muy molesto, porque ama al pueblo, de lo que ha dado pruebas.
Él era republicano, pero admiraba al príncipe, a causa de su tío; un, hombre como aquel no volvería a verse nunca. Bibi-la-Grillade se enfadó; él había trabajado en el Eliseo; había visto a Bonaparte como veía ahora a Mes-Bottes, así, enfrente a él; ¡y bien!, aquel pobre diablo de presidente le parecía un rocín, y nada más. Se hablaba de que iba a hacer una gira por el lado de Lyon; lo mejor que podía ocurrir es que se desbarrancara por ahí, de buen peso se verían libres. Y como la conversación comenzara a hacerse violenta, Coupeau intervino.
—¡Muy bien! No creía que fueseis tan inocentes como para preocuparos todavía por la política. ¡Valiente farsa es la política!… ¿Existe, acaso, para nosotros?… Pueden poner a quien se les antoje, un rey, un emperador o nadie, eso no me impediría ganarme mis cinco francos, comer y dormir. ¿Es o no es así? Buena necedad es la política.
Lorilleux movió la cabeza. Había nacido el mismo día que el conde de Chambord, el 23 de septiembre de 1790. Esa coincidencia le daba mucho que pensar. Lo llenaba, a veces de un vago ensueño, en el que establecía relación entre la vuelta del rey de Francia y su fortuna personal. No decía claramente lo que esperaba, pero daba a entender que le sucedería una cosa extraordinariamente agradable. Así que cuando le asaltaba uno de sus deseos, demasiado grande para ser satisfecho, lo aplazaba para más tarde, «cuando el rey volviera».
—Por lo demás —añadió—, una tarde vi al conde de Chambord…
Todos los rostros se volvieron hacia él.
—Lo vi perfectamente. Un hombre grueso, con gabán y aspecto de buen muchacho… Yo estaba en casa de Péquignot, un amigo mío que vende muebles, Grande-Rue de la Chapelle… El conde de Chambord había dejado allí la víspera un paraguas… El conde entró y dijo sencillamente: ¿Quiere usted hacer el favor de devolverme mi paraguas? ¡Santo Dios! Sí, era él. Péquignot me ha dado su palabra de honor.
Ninguno de los convidados dejó oír una palabra de duda. Hallábanse en los postres. Los mozos desocupaban la mesa con un gran ruido de vajilla. Y la señora Lorilleux, hasta entonces muy circunspecta, dejó escapar un: «¡Qué animal!» porque uno de los mozos, al levantar un plato, le había derramado algo de líquido en el cuello. Con seguridad que su vestido de seda había sido manchado; el señor Madinier tuvo que mirarle la espalda, pero no había nada, podía jurarlo. En ese momento pusieron en la mesa huevos nevados, en una fuente ensaladera, en medio de dos platos de queso y otros dos de fruta. Los huevos nevados, cuyas claras demasiado cocidas nadaban en la crema amarilla, provocaron un gran estupor: no se les esperaba, y se encontró aquello muy distinguido. Mes-Bottes seguía comiendo; había pedido más pan, dio fin a los dos quesos, y como quedara crema, se hizo alcanzar la ensaladera, a cuyo fondo echó grandes rebanadas de pan como para una sopa.