Hacia los últimos días de junio, Coupeau perdió su alegría. Estaba completamente cambiado. Gervasia, inquieta por ciertas miradas que le dirigía, formaba por las noches barricadas con los muebles detrás de su puerta. Luego, después de un enojo que había durado desde el domingo hasta el martes, sin hablarse ni una palabra, en la noche de este último día vino a tocarle la puerta a eso de las once. Gervasia no quería abrirle, pero el mozo tenía la voz tan dulce y temblorosa que acabó por retirar la cómoda arrimada contra la puerta. Al entrar, ella lo creyó enfermo, tan pálido le pareció; tenía los ojos enrojecidos y el rostro marmóreo. Se quedó de pie tartamudeando y moviendo la cabeza. No, no; no estaba enfermo. Había llorado en su cuarto, arriba, desde hacía dos horas, y lo había hecho como un niño, mordiendo su almohada para no ser oído por los vecinos. Había pasado tres noches sin pegar los ojos. Aquello no podía continuar así.
—Escuche usted, señora Gervasia —dijo, con la garganta oprimida, hasta el extremo de que se le volvieron a saltar las lágrimas—. Es preciso terminar con esto, ¿no le parece? Vamos a unirnos en matrimonio. Yo lo quiero, estoy decidido.
Gervasia manifestó una gran sorpresa. Estaba muy seria.
—¡Oh! señor Coupeau —murmuró—. ¿Qué es lo que va usted a conseguir con ello? Yo no le he pedido semejante cosa; usted lo sabe muy bien… Aquello no me convenía; eso es todo… ¡Oh! no, no; es demasiado lo que quiere ahora, reflexiónelo bien, se lo suplico.
Pero Coupeau continuaba moviendo la cabeza con un aire de resolución inquebrantable. Todo lo tenía pensado. Había bajado, porque le era necesario pasar una buena noche. No permitiría Gervasia que subiera a llorar de nuevo. Cuando ella dijera que sí, no la atormentaría más, podría acostarse tranquilo. Simplemente quería oírla dar el sí. Ya hablarían a la mañana siguiente.
—Puede usted estar seguro de que no le diré sí tan fácilmente —respondió Gervasia—. No estoy dispuesta a que después me acuse de haberlo obligado a cometer una tontería. Ya ve, señor Coupeau, que es inútil que se obstine. Usted mismo ignora lo que siente por mí. Si no me volviera a ver durante ocho días, esto terminaría, se lo apuesto. Los hombres casi siempre se casan por una noche, la primera, y luego las noches se suceden, los días se hacen interminables y se aburren de lo lindo… Siéntese ahí, quiero hablarle bien claro ahora mismo.
Entonces, en la habitación negra ya la claridad nebulosa de una vela que se olvidaban de despabilar, discutieron casi hasta la una de la mañana sobre su casamiento, bajando la voz para no despertar a los niños, que dormían respirando suavemente con la cabeza en la misma almohada. Y Gervasia a cada momento volvía la cabeza hacia ellos, mostrándoselos a Coupeau: eran una linda dote que ella aportaría; no le era posible, en verdad, estorbarlo con los dos chiquillos. Luego, sentía también vergüenza por él… ¿Qué dirían en el barrio? La habían conocido con su amante, sabían su historia. No era muy propio que los vieran casarse al cabo de dos meses escasos de su abandono. A todas estas razones, Coupeau respondía encogiéndose de hombros. Le importaba un bledo todo el barrio. Él no metía su nariz en los asuntos de los demás; desde luego, habría tenido buen temor de sacarla sucia. Y, ¡bueno! ella había sido antes de Lantier, y ¿qué tenía esto de malo? No hacía mala vida, no llevaba hombres a su casa, como lo hacían tantas mujeres, incluso las más ricas. Cuando los niños crecieran, se les educaría, ¡pardiez! Nunca encontraría una mujer tan animosa, tan buena, tan llena de todas las cualidades. Además, no sólo era eso. Ella habría podido rodar por las aceras, ser fea, holgazana, repugnante, tener una pandilla de chiquillos sucios, nada le hubiera importado, él la quería.
—Sí, yo la quiero —repetía, golpeando el puño sobre su rodilla, en un movimiento continuo—. ¿Lo oye usted? Yo la quiero. Contra eso, no hay nada que decir, me parece.
Gervasia se enternecía poco a poco. En medio de aquel deseo brutal en que se sentía envuelta, cierta laxitud invadía su corazón y sus sentidos. Con las manos caídas sobre la falda, la faz inundada de dulzura, no arriesgaba ya sino objeciones tímidas. Desde fuera, por la ventana entreabierta, la bella noche de junio enviaba sus soplos ardientes, que agitaban la vela, cuya mecha torcida y rojiza se carbonizaba. En medio del gran silencio del barrio dormido se oían solamente los sollozos pueriles de un borracho echado de espaldas en mitad del bulevar; mientras que muy lejos, allá en el fondo de algún restaurante, un violín ejecutaba un rigodón procaz en alguna boda nocherniega, con una musiquilla ligera, cristalina, limpia y desleída como una frase de armónica. Coupeau, viendo que la joven no encontraba más argumentos y había quedado silenciosa, con una vaga sonrisa, se apoderó de sus manos y la atrajo hacia sí. Ella estaba en una de esas horas de abandono de las que desconfiaba tanto, vencida, demasiado emocionada para rehusar nada ni causar ningún dolor. Pero el plomero no se dio cuenta de que se entregaba y se contentó con apretarle las muñecas hasta triturárselas, para tomar posesión de ella, y ante este ligero dolor, los dos lanzaron un suspiro, con el cual se satisfacía un tanto su ternura.
—¿Dice usted que sí, no es cierto? —preguntó él.
—¡Cómo me atormenta usted! —murmuró Gervasia—. Ya que usted lo quiere, digo que sí… ¡Dios mío, si haremos una gran locura!
Coupeau se puso de pie, la abrazó por el talle y le dio un fuerte beso en la cara, al azar. Luego, como esta caricia hiciera mucho ruido, fue el primero en inquietarse, y miró a Claudio y Esteban: caminó despacito y dijo en voz baja:
—¡Chist! Seamos prudentes; no hay que despertar a los retoños… Hasta mañana.
Y subió a su habitación. Gervasia, temblorosa, se quedó cerca de una hora sentada al borde de la cama, sin pensar en desnudarse. Estaba conmovida y encontraba a Coupeau muy honrado, pues un momento antes había estado segura de que aquello terminaría, que la iba a poseer. Abajo, el borracho, al pie de la ventana, dejaba escapar un gemido ronco de bestia extraviada. A lo lejos, el violín de la ronda procaz habíase callado.
En los días siguientes, Coupeau quiso decidir a Gervasia para que fuese un día a casa de su hermana, a la calle de la Goutte-d'Or. Pero la joven, muy tímida, no mostraba el menor deseo de hacer esa visita a los Lorilleux. Se daba cuenta perfecta de que el plomero sentía cierto temor, que no se atrevía a confesar, por ese matrimonio. Sin duda no dependía de la hermana, que ni siquiera era la mayor. Mamá Coupeau daría su consentimiento con mil amores porque nunca contrariaba a sus hijos. Solamente que en la familia, los Lorilleux pasaban por ganar hasta diez francos diarios, y esto les daba una verdadera autoridad. Coupeau no se hubiera atrevido a casarse sin haber aceptado ellos antes a su mujer.
—Ya les he hablado de usted y están al tanto de nuestros proyectos —explicaba Coupeau a Gervasia—. ¡Dios mío! ¡Qué niña es usted! Venga esta tarde… Queda convenido, ¿no es cierto? Encontrará a mi hermana un poco dura, y Lorilleux tampoco es muy amable siempre. En el fondo, están muy molestos, porque si yo me caso no seguiré comiendo en su casa, y eso les significará una economía menos. Pero esto no es nada, no la van a echar a la calle… Hágalo por mí, que es absolutamente necesario.
Estas palabras aterrorizaban a Gervasia cada vez más. Hasta que, por fin, un sábado por la noche cedió. Coupeau fue a buscarla a las ocho y media. Ella llevaba un traje negro, un chal de muselina estampada con palmas y un gorrito blanco adornado con una fina puntilla. Desde hacía seis semanas que trabajaba, había economizado los siete francos para el chal y los dos cincuenta para el gorrito; el vestido era uno viejo, limpiado y reformado.
—La esperan —díjole Coupeau mientras daban la vuelta a la plaza Poissonniers—. ¡Oh! ya comienzan a acostumbrarse a la idea de verme casado. Esta noche tienen un aspecto bastante agradable… Además, si no ha visto usted nunca hacer cadenas de oro, esta noche tendrá ese entretenimiento. Precisamente les han hecho un pedido urgente para el lunes.
—¿El oro está en su casa? —preguntó Gervasia.
—Ya lo creo, lo hay en las paredes, en el suelo y por todas partes.
Entretanto, habían llegado a la puerta redonda y atravesado el patio. Los Lorilleux habitaban, en el piso sexto, escalera B. Coupeau, riéndose, le recomendó que se sujetara con fuerza del pasamanos y que no lo soltase. Ella levantó la vista y parpadeó al contemplar la alta torre hueca de la gavia de la escalera, iluminada cada dos pisos por tres mecheros de gas; el último, colocado en la parte más alta, parecía una estrella titilante en un cielo negro, en tanto que los otros dos despedían resplandores difusos, extrañamente recortados a lo largo de la espiral interminable de los peldaños.
—¡Ajá! —dijo el plomero al llegar al rellano del primer piso—; aquí huele de lo lindo a sopa de cebolla. No cabe duda que han comido sopa de cebolla.
En efecto, la escalera B, oscura y sucia, el pasamanos, los peldaños grasientos y las paredes arañadas, mostrando el yeso, aun estaban llenas de un penetrante olor a cocina. En cada rellano extendíanse corredores en los que vibraba la algazara, abríanse las puertas pintadas de amarillo y ennegrecidas cerca de la cerradura por la grasa de las manos, y al ras de la ventana la cañería emanaba una humedad fétida, cuyo hedor se mezclaba al penetrante de la cebolla cocida. Desde los bajos hasta el sexto piso, oíanse ruidos de vajilla, de ollas que se lavaban, de cacerolas que, para limpiarlas, se raspaban con cucharas. En el primer piso Gervasia vio por una puerta entreabierta, sobre la que se hallaba escrita en grandes letras la palabra «Dibujante», dos hombres sentados ante una mesa con el hule levantado discutiendo acaloradamente en medio del humo de sus pipas. En el segundo y el tercer pisos, más tranquilos, apenas si pudo percibir por las hendiduras el movimiento cadencioso de una cuna, el llanto ahogado de un niño y la ronca voz de una mujer, que parecía un sordo murmullo de agua corriente, y cuyas palabras no se distinguían; en un cartel clavado leyó este nombre: «Señora Gaudron, cardadora», y más lejos: «Señora Madinier, taller de cartonería». En el cuarto piso había trifulca: un ir y venir que hacía retumbar el piso, muebles volcados, y un alboroto espantoso de golpes y juramentos, lo que no impedía a los vecinos del frente jugar a las cartas, con la puerta abierta para ventilarse. Pero cuando llegaron al quinto, Gervasia no pudo menos que jadear, no tenía costumbre de subir; aquella pared que giraba siempre, aquellas habitaciones apenas entrevistas que desfilaban sin cesar, la mareaban. Una familia obstruía el rellano: el padre lavaba platos sobre una hornalla de barro, cerca de la canaleta, mientras la madre, apoyada en la baranda, limpiaba a un mocoso antes de ir a acostarlo. Entre tanto Coupeau alentaba a la joven. Ya llegaban, y cuando, finalmente, él estuvo en el sexto, se volvió con una sonrisa como para animarla. Gervasia, con la cabeza levantada, trataba de localizar un hilillo de voz claro y penetrante que, dominando los otros ruidos, estaba oyéndose desde el primer escalón. Provenía del desván, donde una viejecilla cantaba, mientras vestía muñecas de sesenta y cinco céntimos. Gervasia pudo ver todavía, en el momento en que una muchacha entraba a una habitación vecina con un cubo en la mano, una cama deshecha donde un hombre en mangas de camisa esperaba y se revolvía con los ojos fijos en el techo; sobre la puerta, ya cerrada, una tarjeta de visita escrita a mano decía: «Señorita Clemencia, planchadora». Una vez arriba, con las piernas molidas, casi sin aliento, tuvo la curiosidad de inclinarse sobre la baranda. Ahora el mechero de la planta baja era el que parecía una estrella en el fondo del pozo angosto de los seis pisos; y los olores, la vida gigantesca y rugiente de la casa, llegaban hasta ella en un solo hálito, azotando con un soplo ardiente su rostro inquieto, que se aventuraba a inclinarse como hacia el fondo de un abismo.
—No hemos llegado todavía —dijo Coupeau—. ¡Oh, es un verdadero viaje!
Había tomado a la izquierda por un largo corredor. Dobló dos veces, la primera también a la izquierda, y la segunda a la derecha. El corredor se alargaba continuamente y se bifurcaba, estrechándose, agrietado, decrépito, iluminado por una mísera llama de gas; las puertas, todas iguales y en fila, como las de una prisión o un convento, continuaban mostrando, la mayoría abiertas, sus interiores de miseria y de trabajo, que la calurosa noche de junio llenaba de niebla rosa. Por fin llegaron a un extremo del corredor, totalmente oscuro.
—Ya estamos —advirtió el plomero—. ¡Atención!, arrímese a la pared: hay tres escalones.
Y Gervasia, prudentemente, dio todavía una docena de pasos en la oscuridad. Tropezó y contó los tres escalones. Coupeau, ya en el fondo del corredor, acababa de empujar una puerta, sin anunciarse. Una viva claridad se extendió en el pavimento. Entraron.
Era una pieza estrecha, especie de intestino, que parecía la misma prolongación del corredor. Una cortina de lana desteñida, y plegada en ese momento por un bramante, cortaba el intestino en dos. El primer compartimiento contenía una cama, colocada bajo un ángulo del techo abuhardillado; una sartén, que se conservaba todavía caliente, desde la comida; dos sillas, una mesa y un armario, al que hubo necesidad de aserrarle la cornisa para que pudiera estar entre la cama y la puerta. En el segundo compartimiento se hallaba instalado el taller; en el fondo, una reducida fragua: a la derecha, un torno empotrado en la pared debajo de un aparador, en el cual se veían hierros viejos; a la izquierda, al lado de la ventana, un tablero muy pequeño atestado de pinzas, de tijeritas, de sierras microscópicas, todo grasiento y muy sucio.
—Somos nosotros —dijo Coupeau, adelantándose hasta la cortina de lana.
Pero no obtuvo de inmediato una respuesta. Gervasia, muy emocionada, conmovida sobre todo ante la idea de que iba a entrar en un hogar lleno de oro, se mantenía detrás del obrero, balbuceante, arriesgando inclinaciones de cabeza para saludar. Una viva claridad, una lámpara ardiendo sobre el tablero, y abundante cantidad de carbón llameando en la fragua, acrecentaban aún más su turbación. No obstante, alcanzó a ver a la señora Lorilleux, pequeñita, roja, muy fuerte, tirando con toda la energía de sus brazos cortos, y con ayuda de una enorme tenaza, de un hilo de metal negro que pasaba por los agujeros de una hilera sujeta en el torno. Ante el tablero, Lorilleux, también de baja estatura, pero de hombros más cenceños, trabajaba con sus pinzas, desplegando la vivacidad de un mono en una cosa tan menuda que se perdía entre sus nudosos dedos. Fue el marido quien levantó primero la cabeza, de escasos cabellos, y mostró su cara pálida y amarillenta, alargada y enfermiza, como de cera vieja.